Obra de Jorge Pantoja (IMAGEN Ganso Primordial)
Obra de Jorge Pantoja (IMAGEN Ganso Primordial)

Todos los hombres son iguales

El hombre anfibio
El hombre de Rio
El hombre de mármol
El hombre orquesta
El hombre oso
El hombre de la piel de víbora
El hombre unidimensional
El hombre mediocre
El hombre y la tierra
El hombre que sabía demasiado
El hombre sin atributos
El hombre de Maisinicú
El hombre elefante
El hombre rebelde
El hombre invisible
El hombre de la máscara de hierro
El hombre y los símbolos
El hombre que vino con la lluvia
El hombre araña
El hombre que era jueves
El hombre que vendió su alma
El hombre lobo
El hombre que amaba a su semejante
El hombre que perdió su imagen
El hombre de negro
El hombre desconfiado y su mujer
El hombre que está solo y espera
El hombre que extendió el desierto
El hombre que veía demasiado
El hombre sentimental
El hombre de ninguna parte
El pequeño gran hombre
El hombre sin cabeza
Todos los hombres del Presidente y

Hombrenuevo, carne de primera en la novena especial –puro músculo. Fast food que se autosirve en fiestecitas de cumpleaños; mancha curricular en el santísimo mar de la trinidad soñado por Poquita Cosa. Oh, Padre, padre del pequeño Vulgarcito.

Su matrimonio con Hombrenuevo había terminado, y el sueño de las arrugas y las canas, de los nietos y las nueras deshecho en menudos pedazos. “Como un refresco caliente y sin gas, querido”, concluye Poquita Cosa, en ese tono más bien franco, que le ha granjeado un lugar de admiración entre los antiguos grupos de las fiestecitas del barrio, ante los circulitos de faranduleros y fueras-de-la-ley-de-la-sociedad. Entre ellos, igualmente aéreo, se destaca Willy Larrata, quien hoy, silencioso, en su vaivén de un lado a otro de las tendederas observa a su amiga, mientras ella tiende al sol los culeros previamente enjuagados en un cubo. Si Larrata no fuera tan proclive a la piedad le explicaría de qué se trata: alta traición en los bastidores o al que le tocó le tocó.

Durante algunas semanas, Hombrenuevo no ha encontrado dificultad para disimular su entusiasmo por Ladama Delarmiño, ya que tanta es la amistad entre ellos. Del resto se ocupan las damas de apoyo a este caso de amor –la sirvienta de Ladama, la empleada doméstica del capitán Conde, que le alquilan a Hombrenuevo los dormitorios vacíos de sus casas a la hora de la siesta. También Ladama auxilia a Poquita Cosa en el cuidado del bebito y de su de canastilla: hojas de guayaba para un cocimiento, contactos con buenos pediatras para Vulgarcito en el Hospital Nacional. En los eventos sociales, todos se comportan con fingida inocencia.

“Pero él ya no está con ella” –confirma Poquita Cosa, como si fuera noticia de primera mano, a Willy Larrata, mucho mejor informado, que continúa en silencio. Pero Hombrenuevo sí está con ella, quiere decir él, aunque no puede, o no debe; al final no se trata más que de una gran familia incestuosa. Es una bella rival, Ladama Delarmiño, y en el sálvese quien pueda del amor dividido, una mujer que se defiende con best sellers, versiones pop de las grandes sinfonías, perfumes franceses, especies exóticas.

Sin familia en el exterior, sin carné de la juventud comunista que le facilite un viaje internacional, las probabilidades de obtener alguna vez semejantes productos se vuelven cada vez más remotas. La vida es injusta con Poquita Cosa, minimusa del postmodernismo tropical, promesa que no se asienta: los hombres que ella codicia sólo piensan en chicas sedosas, tetonas y rubias, con parientes en el extranjero y casas en Miramar. Así es con Ladama Delarmiño, la rubiecita del penthouse, la mujercita del galán de televisión, la misteriosa de nariz de halcón, la dama que prende la respiración de los hombres hasta hacerles perder el sueño de tanta felicidad. Pero Poquita Cosa ha comprendido que para superar el mal rato, nada es más adecuado que mantenerse en silencio –discreto gesto de dignidad, mensaje ejemplarizante dirigido a la mujer que acaba de cambiarle su rutina de lucha, sus anhelos de paz.

“Necesito los cuerpos porque de ellos sale el sonido y el silencio, si no, me bastarían los libros” –le gusta repetir a la cornuda de Poquita Cosa, como si la literatura le fuera a ahorrar el sufrimiento. Todavía aspira a vivir lo que ha leído en las novelas: grandes experiencias. Por eso, cuando Hombrenuevo le declara que ama a otra mujer, siente que ha llegado su momento de representar en el teatro del hogar una escena clásica de todos los tiempos: la esposa traicionada que finge dejar al marido, cuando es ella quien ha sido abandonada. Hombrenuevo acepta, cortesía de varones, igualmente preparado para subir al escenario: un grito seco, alguna palabra dura en tono descompuesto; silencio, o las lágrimas que tienen plaza fija en el guion –o todo, ya que son tan volubles.

Después, fuman juntos el último cigarro de la noche y ella se retira a descansar, infeliz pero satisfecha con la perfección de sus movimientos. Se siente emocionalmente madura.

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Y Poquita Cosa creyendo que conseguiría escribir decenas de páginas para su novela inspirada en las historias de su matrimonio, de su ascensión social. Soñadoramente pasa revista a las prendas femeninas abandonadas en los vestidores por la antigua esposa del capitán Conde; por la calidad de las piezas desechadas se imagina la calidad de las que la señora Condesa habrá conservado para sí, antes de partir para siempre de la mansión. En la parte más segura de la biblioteca encuentra la correspondencia de guerra del Capitán, cuya prosa no fluye. Entra a los cuartos abandonados, husmea en los libreros, en los closets donde encuentra una cartera pasada de moda, con un atado de cartas de amor que Hombrenuevo cambia permanentemente de lugar. Por allí merodea siempre hasta las diez de la mañana, cuando la luz choca con el espejo sobre el cual se apoya para leer. Reconstruye, parcialmente, el pasado amoroso de Hombrenuevo. Bolsa de cuero de la Casa Sarriá desbordante de cartas, postales con pajaritos, promesas, confirmaciones, revelaciones de muchachas que, como lo ha venido haciendo ella, también pretenden ascender en el mundo de las comodidades que el rango del Capitán hoy garantiza.

Sin embargo, ya ha comenzado la tragedia alrededor del hombre que conservadoramente les hospeda; terror en las inmediaciones cuando arrastra sus botas de militar y rastrilla el arma para avisar que está llegando. “Todo tenso / todo humo de tabaco / todo tufo de alcohol / todo ilustre todo vano…”, canturrea filosófico el Capitán cada vez que se aproxima al mostrador de la cocina a inspeccionar si Poquita Cosa ha dividido correctamente las raciones para la semana.

En la platea, el público la imagina feliz en su papel de estrella caída. Pero corten-señores-corten; aquella vida mal alcanzó para ser vivida, recordada nunca, y escrita, menos todavía:

“La sensación es de miedo, de estar en un lugar que no combina con mi energía. Paso los días buscando novedades, viejos objetos que me digan algo sobre los antiguos habitantes de este lugar. He sabido que los muebles llegaron junto con el capitán Conde, quien a su vez los seleccionó aleatoriamente en diferentes casas de burgueses emigrados a las que tenía acceso, sin pensar siquiera dónde los colocaría. Todo es suntuoso y desvaído…”

Como una médium, Poquita Cosa abre los ojos mientras despierta del transe, de tener que revivir para este libro una vida tan lamentable: “Todo lo que digo sólo sirve para construir relaciones que nunca existieron, perpetuar momentos que solamente yo habré de recordar”.

“Ya sabemos que los caballeros las prefieren rubias” es la frase con que a Poquita Cosa le gusta concluir siempre que, en la cuenta de los hombres, el saldo le da negativo.

No me cuentes tu vida, querida. Márcala con una cruz.

Imágenes de un matrimonio

ella aprende a sazonar frijoles, él simula sensibilidad
para pintar
ella limpia los azulejos del baño, él se codea con los de
su estirpe
ella prepara el maletín dispuesta a abandonarlo, él se
enferma
ella escribe un diario secreto, él aprieta con la
secretaria en la escalera
ella reposa sobre el piso fresco después de la limpieza,
él bebe ron
ella se vigila para serle fiel hasta con el pensamiento, él
imagina que de puro contacto se convertirá en artista
ella se encandila con los molleros del esposo, él se
frustra con la abnegación de la esposa
él le rinde culto al lexicón, ella grita obscenidades
él nunca dice que la ama, ella tampoco
él provee el pan, ella también
ella provee la biblioteca, él se la apropia
ella cría un gato, él le hace un hijo
ella cría un hijo, él la abandona.

Imágenes de una separación

él exige las llaves, ella las devuelve con la solemnidad
de quien inaugura un recinto
él la acompaña a la parada, ella sube a la guagua sin
mirar atrás
él desanda el camino hasta la casa; ella regresa
asustada a buscar a Vulgarcito, que, olvidado en la
avenida, observa desde su cochecito el movimiento de
la ciudad.

Imágenes de una reconciliación

no existen.


* Este fragmento pertenece a la novela-poema Una artista del hombre, Editorial Casa Vacía, Richmond, 2020. Se reproduce con autorización de la casa editorial.

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