Juan Carlos Flores
El poeta cubano Juan Carlos Flores

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En nuestra tradición literaria no es común que se celebren aniversarios cerrados de la publicación de libros, creo que esto solo sucede ante casos excepcionales, cuando se trata de una obra que revoluciona la manera de ver y comprender un género, un libro capaz de hacer pensar en un antes y un después. En particular pienso que ese es el caso de Distintos modos de cavar un túnel, de Juan Carlos Flores, justo cuando en este 2023 se cumplen veinte años de su publicación (Ediciones Unión, 2003).

Si su autor, Juan Carlos Flores (1962-2016), ya no se encuentra entre nosotros, eso tiene mucho que ver con lo poco que le ofertaba la frustrante realidad que le tocó vivir a su aguda inteligencia y al empuje incesante de su mente creativa; los que aún estamos de este lado y al igual que él somos sometidos a esta experiencia al límite sabemos muy bien de que se trata. En su caso no había ya posibilidades para medias tintas, por lo que su suicidio en gran medida puede entenderse como su inscripción radical y definitiva en el reino de la poesía.

Para mí Distintos modos de cavar un túnel constituye un libro excepcional ante todo porque cuando leo uno a uno los textos que contiene me parece estar conversando con el poeta, muy pocas veces se puede asistir a una comunión tan grande entre lo que se teoriza y lo que habita el poema. Cada una de estas piezas además de constituir espléndidas manifestaciones de lo poético se revelan como lúcidas lecciones sobre algo que puede volverse tan subjetivo e inasible como la esencia misma de la escritura poética. En ese sentido, digamos que, en instantes extraordinarios, Flores logra corporizar dicha experiencia y nos obsequia criaturas entre cínicas y grotescas que quedaran fijadas como golpes simbólicos.

Comprender la solidez de su estructura nos va a facilitar entender y disfrutar esta obra a la altura de sus más ambiciosas potencialidades. Al entrar en ella tenemos la sensación de que quedamos bajo la rectitud de un gimnasio; y aunque se trata de algo mucho más insondable y riesgoso, el rigor de las repeticiones nos convoca a una disciplina edificante capaz de acercarnos al aprendizaje y además al placer. Con un Prologar y un Epilogar como extremos, conformados ambos por poemas, el resto está distribuido en tres movimientos sugiriéndonos una obra musical, algo que desde la mezcla inusual entre lo barroco y lo atonal organiza la manera de comportarnos ante dicho contenido.

Y es que estamos frente a una ciudadela dentro de otra ciudadela, teniendo en cuenta las dos principales acepciones de la palabra, entendida como fortaleza y, a la vez, como sitio marginal donde viven un grupo numeroso de personas; lo extraordinario es que ambas conviven y se retroalimentan, la que resguarda aquello que se puede denominar la yema de este huevo se considera prácticamente infranqueable; y con respecto a la yema nada de pensar en el amarillo, allí todo va siendo gris en forma de remolino, adueñándose del ánimo colectivo y declarando un nervio que no se deja pesar. Bendito huevo, otra vez pensando en la génesis y alentado por la brillante referencia del músico británico Peter Gabriel, a quien utilizó como símbolo de una arraigada identidad filosófica y sonora.

Imagen de cubierta del cuaderno 'Distintos modos de cavar un túnel', de Juan Carlos Flores, publicado por Ediciones Unión en La Habana, en 2003
Imagen de cubierta del cuaderno ‘Distintos modos de cavar un túnel’, de Juan Carlos Flores, publicado por Ediciones Unión en La Habana, en 2003

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Aquí la escritura se transforma en un campo minado, un cuartón de trazos radicales y áridos que cortan el paso y la respiración. ¿Este campo minado cómo logra superar su propia dimensión de peligro? ¿A qué continuidad puede aspirar?

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El ojo y el paisaje batallan; una elevada despigmentación nos ofrece Distintos modos de cavar un túnel: no en blanco y negro, aparece un color vencido por la maña de la reiteración, imágenes terracotas en forma de bloques. Irrumpe un panorama masacrado por la castración, esta almacenada en los ciclos, hay en ellos un cuerpo rotativo que con la máscara de la prosa esgrime el testimonio en su plenitud de metáfora; todo parcelado por una brusca y radical expresión interior que resiste cualquier embate de su propia psiquis.

Los poemas adquieren la magnitud de sujeto-territorio, además son espacios donde todavía se pueden consumar algunos hechos con cierta intimidad: pensar, contemplar, defecar. El texto-soporte insiste durante todo el libro; depósito calibrado para la incomodidad y la inadaptación, espacio de sobrevivencia de un yo dibujado entre la intolerancia y lo fatuo. El lenguaje mueve sus piezas en esa ironía que va a representar una composición para la descomposición, fetidez y aroma se desprenden de estas historias (muy breves) contadas con la complicidad de ciertas palabras que se dejan embaucar en una singular geometría.

En un diámetro muy estrecho, la marcación ocurre en apretadas yardas testigo de la contorsión de ese lenguaje, la mente demoliendo y repicando para brindar entonces una alternancia singular y generadora. Los textos se van llenando de evocaciones y revocaciones, devienen agujeros, vértigos donde lo que debía ser belleza es ya subversión y duda, donde todo el objeto tiende a ceder ante la organicidad de este flujo. Digamos que se trata de un territorio que evoluciona con el ritmo, y la energía del evento que narra; si se detiene o distorsiona el evento, entonces se detiene el poema.

A través del todo el libro se encuentra instalada una pieza o dispositivo semejante a una hoja-cuchilla-navaja de metal inoxidable que cercena las falsas ilusiones; pieza mediante la cual esta escritura aspira a un rostro o rastro definido: la crónica civil fluye ilesa. Escribir ante la imposibilidad de cubrir otros imaginarios, destino de revolver la caca en la corteza donde las ideas son latencias puestas en marcha.

Lo punzante se manifiesta describiendo el dibujo o garabato de la expresión poética, del contenido. Nos sorprende una prosa fluida, atravesada por una poesía vital y erecta, capaz del sacrificio; como en genética estos textos llevan un ADN, una voluntad.

Son poemas que más allá del valor lírico, como ya sugerí anteriormente, aportan mucho al entendimiento sobre el enigma de la poesía, se puede ver cómo operan, su funcionalidad queda al descubierto, tienes ante ti los huesos y las articulaciones de lo que resulta tremendo, justo porque no impondrá límites ajenos al propio acto de la creación. La materia terca, obviamente, prescinde del verso, desde la prosa alcanza su temperatura y recuperación adecuadas a la intención de poblar radicalmente los bordes de la imagen.

Allí donde el yo lírico o (antilírico) se define: “yo, mezcla explosiva y retazo”, el voltaje, y sobre todo la tensión de la fase donde acontecen las pisadas o huellas, alcanza un tope; vuelve el terreno a ser más movedizo. La mente veloz, apoyada en una secuencia de abyección, establece sorpresivas coyunturas de lenguaje.

Campo, o más bien ración de escritura, engranaje perfecto, resultante de haber captado con desgarramiento la relación entre soporte y sustancia, y en el empaste ver cómo asoma la virtud del ojo que aglutina su pasión. “Clop Clop (de la Habana a Miami, y nunca Viceversa)”, exactitud a la hora de introducir un elemento minimalista y lúdico para referirse a una cuestión dramática con efecto circular. En vertebras exactamente cercenadas nos llegan ecos del aliento de un tal Henri Michaux; propagación que enriquece la ya mencionada intención civil que estos textos asumen.

En el poema “El síndrome de Ibar”, por ejemplo, se refleja la vida nacional, transcurre inclusive en sus detalles mínimos, a través de espacios contorneados por límites que la mente ha elegido para asegurar la tensión y la amenidad. Pero allí, nuevamente, se va mucho más lejos; el poeta a partir de lo que es y de lo que la propia poesía le deja ver, radiografía la psiquis de su protagonista y la posiciona dentro del lenguaje de una manera definitivamente sabia. Vivir a través de esta experiencia el momento más tenso o drástico de la vida del otro (que a la larga resulta ser su propia vida) y perpetuarlo, pasa a ser de alguna manera patrimonio colectivo y ocurre así un redimensionamiento de su valor.

“La mosca” es otro ejemplo de poema bien resuelto, como vértebra o viga simétrica lo sostiene, la expresión: “Un punto”; aleatoria la sustancia va siempre hacia el centro. “Un punto”, “La mosca”, el sitio más álgido de esta colina construida con simples palabras, algunas sudadas, otras irremediablemente drásticas. Instante de sinceridad definitiva, declaración de la condición vulnerable del espacio que supuestamente nos pertenece en cualquier circunstancia; ver lo tuyo, tu porción bajo el dominio del intruso o intrusa, resulta perturbador e incómodo, es algo que sin dudas se resolverá mejor con una buena dosis de indiferencia que con un manotazo: la imagen.

En esencia, aquí gana lo múltiple, la capacidad de construir variantes infinitas, gana el espíritu convertido en roedor, digamos que se impone la melodía de lo perseverante, la voz que con cierto sarcasmo dice: “no se hagan ilusiones transfórmenlas en calzos de freno, en ese aliento rudo que ningún vil pueda morder y mucho menos masticar”.

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