‘Nocturno de gatos’ (detalle), Rafael Zabaleta Fuentes, 1956

No sólo Satoru Nakata, el entrañable personaje de Kafka en la orilla, de Haruki Murakami, hablaba con gatos.

He ido descubriendo, con mi poca experiencia, que en las cuestiones de la vida hay que moverse, como los gatos, más sigilosos que agresivos, más autónomos que condescendientes, y esperar, esperar para, cuando el corazón lo dicte, pam, saltar sobre nuestra presa. Si aprendemos la lección, podremos hasta ser condecorados, como los primeros gatos que llegaron a salvar las cosechas egipcias de una plaga brutal de ratones. De ahí que los sabios los domesticaran para que hoy dormiten con parsimonia sobre nuestro regazo.

Ya sea desde una perspectiva acechante o desde una visión arrulladora y cómplice, los gatos han aparecido agazapados en la vida y obra de varios escritores interesantes. Pienso en T. S. Eliot, cuya literatura sostenía una relación estrecha con el tema (El libro de los gatos habilidosos del viejo PossumEl libro de los gatos sensatos de la vieja zarigüeya), o en Federico García Lorca, quien mantenía inédito un poema llamado “Canción novísima de los gatos”, descubierto recién en 1986, donde declamaba: “Francia quiere a los gatos como España al torero/ como Rusia a la noche, como China al dragón./ El gato es inquietante, no es de este mundo./ Tiene el enorme prestigio de haber sido ya Dios.”

El misterio, la nocturnidad y sensualidad son elementos propios de los gatos. Por eso, nos queda aún mucho por observar y aprender. Pueden ser una compañía agradable y silenciosa, sin más ruido que el ronroneo esporádico y, a la vez, una suerte de testigo peligroso, dominante, por sus miradas y movimientos.

También en 1986, William Burroughs trazó una suerte de nouvelle autobiográfica llamada El gato por dentro, donde consideraba que su pluma se hizo cada vez más independiente y solitaria, por lo tanto, más felina. Hay en Burroughs una metamorfosis hacia el ideal gatuno y un rechazo a su antípoda infeliz, el perro: “La ira de un gato, ardiendo con puro fuego felino, es hermosa: todo su pelo erizado y soltando chispas azules, ojos candentes y rasgantes. Pero el gruñido de un perro es feo, un gruñido de chusma redneck linchante, gruñido de racistas rabiosos. La ira del perro no es suya. Está dictada por su entrenador.”

A Edgar Allan Poe, uno de nuestros padres literarios indiscutidos, se le atribuye una obsesión de tipo paranoico con una gata llamada Caterina, que vivía junto a él y su esposa Virginia Clemm, motivo que lo habría llevado a redactar el relato “El gato negro”. Qué cuento. Se recordará que allí Poe presenta a un personaje que, debido al influjo de un oscuro felino llamado Plutón, transforma su ánimo y comete una serie de crueldades que finalizan con el asesinato de su esposa. El protagonista ya advertía los peligros del gato negro desde las primeras hojas: “Mi mujer, que en el fondo era no poco supersticiosa, aludía con frecuencia a la antigua creencia popular de que todos los gatos negros son brujas metamorfoseadas.” La mala suerte pesa sobre los felinos de este color. Un gato negro, según los hermanos Wachowski, era una falla e infiltración en The Matrix y tengo algunos amigos que todavía se cambian de acera si ven que uno de ellos está a punto de cruzárseles.

Al poeta francés Charles Baudelaire le parecían animales admirables, tanto que en “Las flores del mal” les dedica una alabanza completa: “Ven, hermoso gato, sobre mi pecho amoroso: retiene/ las garras de tus patas y déjame sumergir en tus hermosos/ ojos, en los que se mezclan el metal y el ágata.”

El tema, cómo no, también está presente en nuestra literatura. Julio Cortázar, además de incluir en su libro Queremos tanto a Glenda el cuento “Orientación de los gatos”, en su estancia en París crio a dos: la gata Flanelle y el gato Adorno (un juego de palabras unía la alusión al decorado con el apellido del famoso filósofo de Frankfurt).

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A Jorge Luis Borges lo perseguían los felinos, en sus caminatas y en su imaginación. Habiendo soñado obsesivamente con tigres en la niñez, adoptó en Buenos Aires, en su departamento de la calle Maipú, a un pariente más pequeño del tigre, al que la hija de la mucama llamaba Beto, en alusión al diminutivo de un jugador de fútbol. Borges, al oír el nombre, lo rebautizó como Beppo, el nombre del otrora gato de Lord Byron, y le cantó en un poema, con una suerte de admiración profunda y anhelante: “En otro tiempo estás/ eres el dueño/ de un ámbito cerrado como un sueño.”

Cuando éramos amigos, allá en el Chile de principios de siglo, Jaime Collyer, en una reunión informal, me contó que si hubo alguna vez un escritor obsesionado con los felinos ese fue Osvaldo Soriano: “Vivía rodeado de gatos. Se levantaba a las doce y se acostaba muy tarde, y en esos trasnoches, al parecer, aprovechaba de escribir, rodeado por todos ellos.” Lo cierto es que Soriano define su literatura y biografía a partir de estos animales domésticos. En su vida se contabilizan al menos una veintena, de todos los colores y razas, y en un artículo se encarga de corroborar los hechos con especial ingenio: “Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos, perezoso y distante. Aunque nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora mismo, una de mis gatas se lava las manos acostada sobre el teclado y tengo que apartarla con suavidad para seguir escribiendo.”

Suya es la frase “todos los escritores con corazón se han ganado un gato que los sigue y los protege”, la que parece haber cumplido como un mandato encarecido. Mientras escribía El ojo de la patria, en París, se enamoró de una muchacha, pero con la que no pudo vivir por demasiado tiempo: rompió con ella al ser alérgica a la caspa de los gatos.

Una vez solo, en el quinto piso de un edificio, a Soriano se le apareció un gato negro haciendo equilibrio en la canaleta del desagüe. Como una revelación, y para sentirse seguro de que podía llevar a cabo el libro Una sombra ya pronto serás, apuntó que al comienzo debía aparecer un felino negro y, al final, uno colorado. Y así fluyó la escritura.

Collyer también me contó, entre cuchicheos, la historia sentimental que vivió Antonio Skármeta con una de sus esposas. “Skármeta me comentó una vez que su señora, de origen polaco, llegó a su vida primero como una novia de paso, que comenzó a visitarlo en su departamento de Berlín. Hasta que un día ella trajo a su gato. Entonces, supo que había entrado definitivamente en su vida.”

Me puse a pensar quién en Chile ha sentido mayor fascinación por el tema y se me vino a la memoria Enrique Lafourcade. Además de compilar una serie de artículos y poemas en un libro llamado Puro gato es tu noche azulada, vivía con un gato blanco, de pasos parsimoniosos, al que bautizó como Georgie, diminutivo con el que era conocido Jorge Luis Borges en su familia. En el libro de Lafourcade hay un texto de uno de mis antiguos y más queridos profesores, Juan Antonio Massone. Es un poema sobre un gato que tuvo hace algunos años y, en palabras suyas, “allí describo su desenvolvimiento en los tejados, con esa suerte de escándalo que tenía. Posteriormente tuve dos gatitas. Me encantaban por su movimiento, por su elasticidad, por la forma de saltos que ejecutaban, por esa actitud de acecho ante una posible presa y todo el apresto que hacían para disimular su presencia.”

Convengamos que, según una tendencia artística y humana, donde hay misterio hay literatura. Los gatos tienen algo de inatrapable y huidizo, de indomesticable, que los convierte en un material inagotable de indagación poética y narrativa. Tal como afirma Massone, sentenciando una combinación perfecta entre gatos y literatura, “escogen con mucha claridad el momento que aceptan el cariño y lo rechazan con elegancia, pero con un profundo desprecio cuando lo sienten incómodo. Si uno está leyendo, no es difícil que se interpongan entre uno y el libro o el diario. Ellos reclamarán siempre la atención preferencial.”

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Felipe Ríos Baeza (Santiago de Chile, 1981). Escritor, comunicólogo social y doctor en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Es autor del volumen de cuentos Satori (2018) y de las novelas Clowns (2016) e Infectados (próxima aparición: 2020). Ha publicado, además, El texto desbordado. Aproximaciones contemporáneas al fenómeno literario y artístico (2019); El desvarío ilustrado. Ensayos sobre literatura hispanoamericana contemporánea (2014) y los dos volúmenes de Roberto Bolaño: una narrativa en el margen (2013 y 2016), entre otros libros académicos. Se ha desempeñado como profesor e investigador en varias instituciones de educación superior, en materias de literatura, cine, filosofía y estética, además de escribir y coordinar libros críticos dedicados a autores contemporáneos como Enrique Vila-Matas, César Aira y Juan Villoro, entre otros.

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