Jorge Luis Arcos

Desde Salamanca, el pasado 28 de octubre se hacía público el fallo del jurado de la duodécima edición del Premio Internacional de Poesía Gastón Baquero. Este año, el premio, convocado por la editorial Verbum y la Sociedad de Estudios Literarios y Humanísticos de Salamanca, se le concedía al poemario “Sincronismos” del cubano Jorge Luis Arcos.

Jorge Luis Arcos, una de las voces más reconocibles de la poesía cubana contemporánea, es además autor de una copiosa y significativa obra ensayística en la que destacan sus trabajos sobre la poesía y el pensamiento estético de los autores del grupo Orígenes. Su monumental libro Kaleidoscopio. La poética de Lorenzo García Vega (Madrid, Colibrí, 2012; Madrid, Hypermedia, 2015) es el estudio más ambicioso que se haya publicado sobre este escritor cubano.

Arcos vive desde hace ocho años al sur del Sur, en la ciudad patagónica de San Carlos de Bariloche, destino vacacional de la burguesía argentina que Borges comparó con “una insospechada Suiza secreta”. Allí enseña literaturas hispánicas en la Universidad Nacional de Río Negro. Antes, vivió en Madrid, donde estuvo vinculado a las revistas República de las Letras y Encuentro de la Cultura Cubana. Y antes, hasta 2004, en La Habana, la ciudad donde nació en 1956, donde se formó como filólogo y donde fue investigador del Instituto de Literatura y Lingüística y director de la revista literaria Unión. A La Habana sólo regresaría doce años más tarde, a presentar un volumen que reunía la poesía inédita de su amigo, el poeta suicida Raúl Hernández Novás.

Hace unos meses, el pasado julio, se propuso volver para visitar a Silvia, su madre. Cuando supimos que iba a coincidir en La Habana con la presentación que habíamos previsto de la edición de Rialta de Los años de Orígenes de García Vega, de inmediato lo invitamos a participar junto con Enrique Saínz. Éramos conscientes de que no podía haber una presentación más oportuna para este libro que la de la reunión de Yoyi, Enrique y Lorenzo en la evocación de la amistad compartida y la pasión común por la poesía. Lo que vino es cosa sabida. El manotazo de plomo, según la memorable frase de Lezama a propósito de Zenea que Arcos tanto gusta de citar. El poema “Sincronismos”, precisamente el que da título al poemario, lo tematiza así: “Después que la aerolínea mexicana nos informara que la Embajada de Cuba había llamado / por teléfono para ordenarle que yo no podía entrar en mi país / De repente / En la Noche Obscura”.

Convencido de que los premios son vanidad de vanidades y, en última instancia, accesorios a la poesía, Jorge Luis Arcos prefiere no hablar de premios. Así que la breve entrevista que reproducimos a continuación no trata sino de poesía.

Juan Manuel Tabío

Después de la aparición de La avidez del halcón y Del animal desconocido, en 2002, no habías publicado otro poemario hasta el año 2015, cuando salió El libro de las conversiones imaginarias. Próximamente aparecerá “Sincronismos” por la editorial Verbum. ¿A qué se debió ese silencio editorial? ¿Habías pospuesto por más de diez años la escritura de poesía?

Antes de irme de Cuba, escribí mucha poesía; pasaba horas enclaustrado en mi cuarto que hacía oscuro, escribiendo, acaso demasiado. A veces extraño esa gracia, esa visitación frenética, que actuaba como una sanación simbólica, o una compensación, casi terapéutica, porque a veces, muchas veces, sentí allí que mi mente podía fallar, con el peligro que eso implicaba en aquel contexto esquizofrénico. Pero después de publicar dos libros en el mismo año, había que esperar, ¿no?. Seguí escribiendo mucho. Aunque cuando llegué a Madrid, escribí muy poca (poesía), aunque creo, eso sí, que emborroné (borrón, borrones, decía siempre Sor Juana) algunos textos esenciales (para mí, quiero decir). Cuando publiqué en 2015 El libro de las conversiones imaginarias, en La Gaceta de Cuba se “confundieron”, y, obviando las fechas explícitas, concluyeron que esa visión desolada, sombría, se debía al exilio (¡qué conveniente equivocación!), cuando el noventa por ciento de los poemas habían sido escritos en Cuba, en el “insilio”, como se suele decir… En Argentina, escribí menos. La razón es desconocida. Pero el exilio ha sido una plenitud, una extrañeza incesantes. Como decía la sibila de Málaga: “El exilio, patria desconocida”. Bueno, ya Lorenzo sabía que estamos exiliados siempre. En la “Epístola a Enrique Saínz”, escrita en La Habana antes de mi viaje, ya decía: “siempre fui el exiliado, siempre quise el regreso”. Apenas llegué a Madrid le escribí a Lorenzo que estaba estrenando mi condición fantasmal. Él me respondió: “Qué bueno es estar bien acompañado”.

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Hasta que, de repente, muy recientemente, comencé de nuevo, como un poseso, a escribir (¿acaso por el encuentro con el ánima, con la diosa, siempre a la vez personal y universal?). Y es este libro, “Sincronismos”, exactamente. Mi poesía siempre se nutre de mis lecturas profundas. He vuelto a leer mucho en mi estancia argentina (Harpur, Colli, Agamben, Piglia, Saer, etc.). Aunque hubo un libro, que leí en Madrid (pero que releo mucho), que yo aguardaba parece que desde siempre, El fuego secreto de los filósofos. Una historia de la imaginación, de Patrick Harpur. Cuando se lo recomendé a Lorenzo fue como un último júbilo para él, me escribía. Eso, y mi amistad creadora con Lorenzo, y la escritura del libro sobre el Albino, Kaleidoscopio, creo que fue como otra iniciación, un rito de paso esencial. Ya en Argentina, escribía algún poema de vez en cuando, que Ponte publicaba enseguida generosamente en Diario de Cuba, pero yo echaba de menos aquel ímpetu, aquella fiebre delirante. Por suerte, eso volvió a suceder recientemente (ocurre todavía, creo, espero, deseo). Mi último poema, “Albinidad”, escrito hace muy poco, es, debe ser, parte de ese libro, que no termina… No hay otra explicación a tu pregunta.

Pero después de la experiencia del insilio y el exilio, hay un juicio que leí citado por Edward Said que he convertido en mi credo personal: “Quien encuentre dulce a su patria es un tierno aprendiz; quien encuentre que todo suelo es como el nativo, es ya fuerte; pero perfecto es aquel para quien el mundo entero es un lugar extraño”, dijo el monje Hugo de Saint Victor (siglo X).

En algunos de los textos de “Sincronismos” es perceptible una vivencia empírica específica que estuvo en su génesis. Como autor, ¿concibes este poemario como circunstancial? ¿Qué resonancia despierta en ti este calificativo, que para algunos puede incluir una connotación despectiva?

¿Hay algo que no sea circunstancial? Sí, desde hace tres años hay un amor concreto y avasallador por una persona (¿el ánima, tal vez?) (pero reparemos en que el encuentro o la pérdida del ánima es el encuentro con o la pérdida de nuestra propia alma), pero en el libro hay poemas anteriores a esa vivencia. Existe el arquetipo y la persona. Lo universal, lo ancestral, y lo personal e inmediato. Siempre están trasvasándose lo uno en lo otro. Esa ambivalencia, esa simultaneidad, siempre han sido muy intensas en mí. A la larga lo circunstancial tiende a desaparecer (uno también, el que ya fue, el otro), pero si algo queda, es entonces tan impersonal para mí como para cualquier lector. Acaso eso sea lo que vale la pena. Siempre me he preguntado por qué si desprecio tanto lo inmediato, mi poesía siempre tiene un vínculo muy fuerte con las vivencias concretas; al menos remotamente (“lo remotamente real”, como decía Aristóteles) se nutre de ellas (aunque después en la escritura se recreen). Porque la escritura es posterior, quiero decir, ya el instante pasó –ese universo–, y lo que queda, el resto, es la imaginación, o la rememoración creadora. No tengo una explicación satisfactoria para eso… Aunque recuerdo una pregunta perturbadora: ¿por qué existen las trivialidades en la vida? Me atormentaba esa pregunta como un síntoma. Y un día, junto a Enrique Saínz, en México, compré un libro de Cioran, y mientras caminaba, lo abrí al azar y leí: “Sólo intimamos verdaderamente con la vida cuando decimos –de todo corazón– una trivialidad”.

En su ensayo sobre Zenea, Lezama vertebra su texto a partir de una cita (que no explicita, pero a la que alude con la frase recurrente de la “flauta del maligno”), que puso María Zambrano en la primera edición de Filosofía y poesía (luego inexplicablemente los editores posteriores la desconocieron), que fue la edición que leyeron los origenistas. Es un texto de Louis Massignon. Basta citarla: “Un teólogo musulmán, Hallach, paseaba un día con sus discípulos por una de las calles de Bagdad cuando le sorprendió el sonido de una flauta exquisita. «¿Qué es eso?», le preguntó uno de sus discípulos, y él responde: «Es la voz de Satán que llora sobre el mundo». Satán llora sobre el mundo porque quiere hacerlo sobrevivir a la destrucción; llora por las cosas que pasan, quiere reanimarlas, mientras caen y sólo Dios permanece. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan y por eso llora.”

Una de las marcas más vigorosas de este libro es la sensorialidad que alienta en (me atrevería a decir todos) los poemas. Una sensorialidad que se manifiesta no sólo en la recurrencia del motivo erótico, sino también desde su propia textura verbal (pienso en la aliteración, la paronomasia, la distorsión lúdica de significantes… es decir, en esa opulencia expresiva, muchas veces con implicaciones sexuales, con la que pareces rendir homenaje a los procedimientos del doble-sentido del habla popular). El otro tema obsesivo que recorre estos poemas es el del intento agónico (presentado negativamente en las múltiples referencias a tinieblas, sombras, ceguera, selvas –y noches– oscuras… con todo y sus connotaciones místicas y herméticas) de alcanzar a percibir una realidad escamoteada por las apariencias ordinarias. ¿Qué relación une en tu poesía el deseo sexual con esa apetencia de una percepción directa e inmediata de la realidad?

“La poesía quiere extática penetrar”, escribió Cintio en Poética. Logos spermatikós, gustaba decir Lezama. Los poetas quieren ir lejos y profundo, y poseer lo indecible. Lo inexpresable, es un tópico de Lorenzo… No les basta la palabra, tan insuficiente. En ese límite, está todo. La poesía es como una desesperada sinécdoque. Vallejo, tan quevediano, es un ejemplo supremo. San Juan, formado en la poética clasicista, garcilaciana, se ve impelido a ir más allá de esa retórica conseguida y entonces se anticipa al simbolismo (con gran impulso barroco cosmovisivo) y escribe: “soledad sonora, música callada, ínsulas extrañas, lámparas de fuego”. Quería fundirse con el Amado, que era ni más ni menos que el Todo. Ya la mirada, la percepción, es agónicamente erótica. En mi poesía está el deseo órfico de descender. El viaje al otro mundo. La fuente, la raíz, el inframundo daimónico, el alma del mundo… Sentir el viento dantesco en el infierno como Paolo y Francesca. Francesca, trasunto de la diosa blanca (Dante acaso pertenecía a un culto poético mistérico más allá de la poética literaria del dolce stil novo). Pero Paolo no puede hablar, sólo la diosa (y la diosa es perversa siempre). Paolo es el que padece el silencio, es el poeta. No les basta la palabra, decía. Lorenzo quería pintar la realidad, igual que Sor Juana… Casal también. En fin, el erotismo es el deseo de traspasar el llamado horizonte de sucesos, black hole… hacia otra espacialidad y temporalidad. La singularidad es el deseo antiguo que late detrás de ese deseo imposible del simultaneísmo… De ahí la sabia edición que Pound enseñó a Eliot. Pero como decía el Obscuro: “La naturaleza ama esconderse” (divisa de Colli). No es que uno sea hermético, es que la realidad lo es. Nos rebasa siempre. Sólo la imaginación puede aproximársele, no la razón. Y somos animales furiosos, sexuales, instintivos, infusos. Es que acaso la imaginación es la realidad.

Una acotación que encontramos en uno de los poemas más estremecedores del libro dice: “Sí, robo versos, porque soy hermético, ladrón, mentiroso…”. En efecto, en él son reconocibles las múltiples citas (digámoslo así, rápido y sin recurrir a las casi infinitas modulaciones académicas de la intertextualidad) a Homero, Dante, San Juan de la Cruz, Jorge Luis Borges, Robert Graves, Giorgio Colli, Lorenzo García Vega y un largo etcétera, a pesar de que muchas veces están mediadas por una voluntad paródica de resignificación. Sin embargo, la densidad de esa trama dialógica no va en detrimento de la singularidad de tu voz poética, sino más bien al contrario. ¿Qué tienes que decir al respecto?

Es que veo, pienso, siento así, todo el tiempo. Me gusta cuando Piglia insiste en que la literatura es más intensa que la llamada realidad. Está poseída por el deseo agónico de decirlo, sentirlo, relacionarlo todo, como en los sueños, con la imagen, sin necesidad siquiera de verbalizar. Ya Paz notaba ese imposible para la literatura. Y por eso Valéry acotaba que “las regiones de la más alta serenidad están necesariamente desiertas”. Baudelaire, Rimbaud, Martí, Darío, extreman las correspondencias. En fin. Hermes es el daimon de las fronteras, el mediador, el dios ambivalente, daimónico, entre este y el otro mundo. Hermecate, es la unión de Hermes con la diosa blanca, Hécate. Es el chamán, es el poeta, el andrógino primordial. Ya Sor Juana escribía que las almas no tienen sexo. O lo tienen en demasía, todo o nada a la vez. Si todo es hermético, ambivalente, daimónico, pues la escritura debe sentir, saber eso, ser eso. Aunque fracase.

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