Un primer paisaje de Juan-Sí González nos remite a La Habana. Un segundo paisaje a Miami. El tercer paisaje, a un perímetro algo más extenso de Estados Unidos.
En el primero, su arte se emplaza en la ciudad y somatiza su disidencia. En el segundo, se interna en la galería mientras digiere el exilio. En el tercero, lo encontramos en una intemperie desde la que nos devuelve el registro de otra situación.
Esto no quiere decir que disidencia y exilio hayan sido borrados en favor de su implicación en el nuevo panorama. Pero sí que se trata de una disidencia doble. Algo parecida a la que activaron Dan Perjovschi, el matrimonio Kabakov, Komar y Melamid… Ese tipo de artistas que mantuvieron activa, en el capitalismo, la clave crítica que habían hecho sonar bajo el comunismo. Lejos de la nostalgia por el sistema vencido y lejos, también, de cualquier embeleso con el sistema vencedor de la Guerra Fría.
De hecho, American Playgrounds es el ejercicio de un veterano de esa Guerra Fría que intuye que cualquier salida al mundo contemporáneo pasa por no repetir su escala ni su tono bicolor ni su retórica maniquea. Por eso no encontramos aquí una melancolía por el origen, sino una interpelación del presente. Si, durante un tiempo, Juan-Sí le dijo al mundo cosas sobre Cuba, en American Playgrounds le está diciendo al mundo cosas sobre el mundo.
Bajo la asepsia aparente del que ha tomado distancia, esta es una serie escatológica. Al mismo tiempo, un compendio de espacios urbanos en calma aparente sobre los que pende una amenaza siniestra. Más que fotografías, American Playgrounds reúne los fotogramas de una road movie que cruza el desasosiego de las ciudades de Estados Unidos. Una antología de la estética de extrarradio que marca la iconografía de este país y la captura de ese museo al aire libre de sus tótems y tabúes.

No podía ser de otra manera tratándose de alguien que, a través de todas sus etapas, nunca ha dejado de ser un artista urbano. Eso sí, siempre a contrapié de la ciudad. Unas veces interrumpiendo su ritmo a base de acelerarlo él mismo con sus performances. Otras veces congelando el movimiento de la calle en unas piezas que devienen stills de un cine en perspectiva. Unas veces como protagonista y otras como archivista. Siempre generando un cortocircuito que –desde su activismo pionero hasta hoy– busca sacudir por igual a los transeúntes en su cotidianidad y al arte en su excepcionalidad.
Juan-Sí, por cierto, sabe lo que significa el rechazo de estos dos mundos… Tampoco es que cupiera esperar medallas si buena parte de su trabajo consiste, precisamente, en situar un espejo roto ante ese entramado urbano y ese sistema del arte en el que no siempre y no todos quieren mirarse.
Digamos que, para Juan-Sí, la función del arte en la ciudad sólo adquiere sentido cuando el primero logra cambiar el tráfico habitual de la segunda. Así se trasluce en las miniaturas al aire libre, las fotos gigantescas en los interiores, las butacas en caminos inverosímiles, una cerca y su sombra, esas estatuillas de soldados condecorados, un avión de caza que despega, una tumba improvisada, casas que se reproducen hasta el infinito, un camión que transporta la felicidad, la flora y la fauna que interceptan la escala urbana, los hogares nómadas previos a la película Nomadland, los anuncios autoritarios, las pruebas de la invasión china, banderas y banderas, la comunión de Cristo y Federal Express…
En todos los casos, late una desproporción y la vuelta de tuerca a un ready made espontáneo colocado en el paisaje y que hasta ahora no calificaba siquiera como arte.
Juan-Sí no se limita a captar escenas, sino también a componerlas. Más que convertirse en una víctima de la intemperie se presenta como su constructor. Después, que venga cada cual y dictamine, que ejecute su Rashomon según su posición física, mental, cultural o de clase. (Hay quien se dedica a repartir caramelos y hay quien se dedicada, como en el caso que nos ocupa, a repartir rompecabezas.)
Si Paul Virilio o Suketu Metha hablan de las ciudades como espacios tomados, en estas fotografías aparecen como espacios abandonados. No sabemos dónde han ido sus habitantes, pero empezamos a temer por su regreso. Ante semejante paisaje, Juan-Sí se comporta a la vez como artista y como aquellos viajantes de comercio de la América que absorbió el teatro de Arthur Miller. Una América que, en estas imágenes, aparece cada vez más como un conglomerado de edificios que desdibujan la ciudad y de urbanitas que diluyen al ciudadano.

Así son estos storyboards de películas por hacer. Ensayos de un desastre por llegar a este campo abierto que habla por sí mismo. Sin postdatas ni notas al pie. Una intemperie sin prólogo ni epílogo que es puro emplazamiento sin causa ni origen.
American Playgrounds es, de alguna manera, una confirmación del Manifiesto del tercer paisaje, de Gilles Clement. La dignificación de territorios de escaso linaje, como es el caso de esquinas abandonadas, cunetas, guardarrayas, hoteles de mala muerte. Una vez dentro de estas fotos, uno descubre que se encuentra solo ante el mundo. Y es, en ese punto, donde está listo para proyectarle sus fantasmas.
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