Legna Rodríguez Iglesias (FOTO Evelyn Sosa)
Legna Rodríguez Iglesias (FOTO Evelyn Sosa)

Tú lo que tienes es hambre. Un hambre muy grande de moraleja.
“¡Absalón, Ómicron!”, LRI

Para escribir este prólogo, me despojé de cualquier prejuicio que pudiera tener sobre lo que para mí es o no es la poesía. Y, aunque esta antología bilingüe de los poemas de Legna Rodríguez Iglesias que publicará la editorial Alliteration abra con una declaración que le da título: “No creo en la poesía”, avanzo de un libro a otro, desde Chicle, Tregua fecunda, Hilo+hilo, Dame spray, Título, Miami Century Fox (sonetos), Mi pareja calva y yo vamos a tener un hijo, y por los textos aún inéditos, a un ritmo vertiginoso que me arrastra hacia el envés de una poética reafirmada por su negatividad constante.

Una poética que saca del charco cosas podridas, desechos: “Estas y otras cosas / demuestran que la vida gira sobre un eje podrido”, dijo Bukowski. Y el eje de Legna gira también a contracorriente de todo lo que la rodea prometiéndole alguna esperanza, afirmándose en lenguajes marginales sin pacatería o lirismo. Pudiéramos decir que hasta con cinismo la parapeta contra cualquier dolor. Lo hace, además, con la suspicacia de quien sabe convertir en herramientas útiles todo lo banal: “bien lejos de aquí […] escupe el chicle / me digo / tira el chicle”.

Y durante el recorrido de ese chicle sobre las cosas a las que se aproxima, contaminándolas –como aquella tuerca que el Stalker lanza en la Zona– entre Camagüey, La Habana y Miami, aparece otro lugar, aquel de los desperdicios, donde “el país que uno habita nunca es un país”, enmarcado como un mapa entre las desgarraduras que dejan los tatuajes sobre tejidos muertos, al intentar restituir contra las pérdidas: “Next dígito. Next piedra. Next tatuaje”, una poética de la negación “desde mis uñas”.

Desde el inicio, con los poemas de Chicle, Legna no engaña a nadie con tapujos: “quién dijo que algo me interesaba”. O, “con los lazos afectivos que me correspondían / amarré mis zapatos para no volver”. Para no ser lo que se espera sea; lo que otros quisieran que fuera. Para regresar no solo a un lugar, sino a una determinación: la de esa niña maldita que rompe, con un gesto tan común como amarrarse los cordones de los zapatos, una ruta segura por un camino riesgoso, zigzagueante.

Pudiera decir que No creo en la poesía –desde la progresión de los textos que lo conforman cronológicamente– delimita todo el tiempo al presente. Hace un claro alrededor de él. Hay un aquí-ahora como actitud que se enfrenta al pasado, incluso al de los recuerdos más queridos. Donde ese “yo” que, sin lugar a dudas, alguna vez se involucró y hasta quiso creer en algo es arrastrado también por esa misma fuerza destructora, retrospectiva, que provoca una colisión y empuja todo lo que fue, o pretendió ser, para reafirmarse como un “yo” actual, aun lírico a su pesar.

“Prefiero decir no” –aquella frase de Bartleby, el escribiente del cuento de Melville– irrumpe sobre todo lastre en ese aquí-ahora de Legna para cortar a través de una suma de gestos hábiles, desinhibidos, intrascendentes, la herencia familiar: “Cualquier hombre con espejuelos / es mi papá / y cualquier mujer con espejuelos / es mi papá”. Sobre todo, para cortar de golpe, a tajazos, aquella herencia social de los múltiples “deber ser” que la agobiaron: “Y eso me hace preguntarme si alguna vez / he sentido bienestar dentro de mi país o fuera / o si necesito irme de él para poder sentirlo”.

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Cubierta de la antología de poemas de Legna Rodríguez Iglesias ‘No creo en la poesía’, publicada por la editorial Alliteration este 2022.

El único peso muerto que resistirá estos embates con interrogaciones sin posibilidades de solución real —al menos de forma colectiva— será “apostar por los poemas” durante la creación y hasta el desarrollo de otra inocencia más compleja y singular. ¿Será un cambio oportuno de cabeza entre la supuesta niña buena que alguna vez fue y la que no? Pero, ¿habrá alguna que logre dar esta voltereta mortal? Solo sé que la literatura cubana ha padecido demasiadas niñas buenas ya, que había que largar de un puntapié.

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Sobre este puntapié de Legna aparecen luces de neón contra las advertencias establecidas, creando otras. Porque sus poemas son, ante todo, señalizaciones: stops para que los demás no traspasen esa raya inútil que mutila las aperturas de toda índole. Y, “dar brincos sobre mi propia vesícula, sobre mis pulmones, sobre mis riñones, sobre mi hígado, sobre mis músculos, sobre mi ovario”, como en ese juego al pon que hacíamos en la infancia, dibujando con tizas de colores sobre la acera. Lo que queda de alguna permanencia, de un juego roto, fragmentado, minimalista, a través de un “yo” que se mantiene inconmovible sobre las turbulencias de una época.

“Había una pobreza a mi alrededor”, dice en Dame spray. Como si estas supervivencias de las que no se lamenta solo fueran expuestas para el beneficio recibido de la creación, contra un destino programado que pretende destruir al “yo” –pero, sobre todo, su libertad individual– con puntapiés también: “Lo que hago con la poesía es tapar la mierda. / Tapo y tapo. Con los manos. Con los pies / Como un gato o una gata que no presta atención”.

Entonces, la dicotomía de ese púgil entre un lenguaje marginal y un “yo” está resuelta a través de la aparición del personaje “niña mala”, que se columpia con botas embarradas de mugre entre las perversidades y los detritos que trae dicha supervivencia cuando se amarra con palabras, como si de flores o de mariposas se tratara, los zapatos ortopédicos: “Los primeros zapatos de mi vida fueron ortopédicos”.

Aquellos zapatos con hormas estrechas, rígidas, no pudieron corregir ese impulso suyo una y otra vez, ni la provocación contra la llamada “educación formal” de la que tanto se vanaglorió el poder. Las supuestas “desviaciones” y “las culpas” pasarán desde un ser agredido al agresor, como un búmeran cuyos modos de ver y de sentir salvan la contradicción sobre lo que es o no es “lo poético”, que no está ya entre dos tipos de lenguaje, uno conversacional y otro más simbólico, como en otro momento estuvo, y que tampoco es la preocupación de Legna.

Legna no recurre a subterfugios, sino a establecerse en medio de esas dos categorías éticas que se volverán paulatinamente estéticas, donde aparecerán los nuevos sabores y gustos; como “un viejo chicle de ayer […] otro poema que nace / saborizado”, nos dice; “y era el veneno de plátano”, “yo creo en el amor y en el turismo”, “McDonald contra Pollo Tropical”: “unas entran a McDonald / otras entran / a Pollo Tropical”; como si la dicotomía de cualquier preferencia sobre una comida, un cambio de color, sabor, género o lugar restañaran cada vez más su impaciencia.

Impaciencia que se convertirá en la diferencia para atraer otras posibilidades adquisitivas y mediáticas a su lírica, no solo a través de los productos adquiridos en los mercados, los objetos cotidianos, los desarraigos, sus conflictos; no solo por la interacción con los medios digitales de comunicación, (cuando nos dice, por ejemplo, “navidades en Facebook”), sino por el querer. Ese querer que, al perder todo romanticismo, gana en diversidad: “un proceso acumulativo de materia seca que después de la floración es lento y se va intensificando durante la fase lechosa”. O en “Labios”: “pero que una mujer / le chupe las tetas a otra / significa que pierda todo / y lo recupere / y pierda todo / y lo recupere”. Así, Legna pierde todo y lo recupera durante los textos, una y otra vez.

Entra en lo que ella misma llamó “la fase lechosa”, donde no establece comparaciones ni simula con regodeos o metáforas entre lenguajes alternativos, si ellos se complementarán o no. Se radicalizará aún más desde esa carencia de la identidad del “yo”, y creo que no hay nada más lírico que ese vaciamiento de la identidad: “yo lo halé aquella noche / lo halé con la boca / y fue la primera vez que me arrepentí de algo”.

Incluso usará formas métricas, sonetos –rompeolas protectores de los barcos que fondean otra bahía a la que llegan–: “¿Qué pasa si me pierdo en la neblina?”, para encontrar también, inmersa en esa neblina –desacralizada de cualquier utopía y marcada por el consumo–, el fantasma de la indefensión que la acompaña: una indefensión lírica, que conlleva una indefensión aún mayor al querer demostrar que la lírica –embarajada a través de un discurso de la abundancia y del dinero en un contexto tan diferente– persiste en su rechazo a todo lo que encuentra a su paso y no la abandonará ni allá ni aquí: “y tú no dirás / ni mú”, dejándonos perplejos, boquiabiertos.

La abruma entonces por partida doble: una neblina con la que envolvió aquel pasado de represión y consignas, ante nuevos anuncios como fuegos fatuos –como la abrumaron las salpicaduras sobre la pantalla de un cine de provincia al que me referiré–. Porque desde Tregua fecunda donde a la muerte del abuelo: “hay un marcapasos vigilándome”, dice, y se evidencia una ruptura con la familia, con la herencia y con los códigos que esa herencia le dejó. Así, se hace más evidente –si esto fuera posible– una desacralización de su poética en todos los ámbitos, pero, ante todo, en el político.

En “Cine Guerrero”, por ejemplo, Legna convirtió un acto cultural y aguerrido –fomentado por la épica revolucionaria a través del nombre de un cine de un pueblo de provincia– en un acto sexual: “salpicamos la pantalla”; y los poemas se burlan aquí y allá, salpicando con ironía también la doblez de la interpretación del nombre de un cine, tanto como la pantalla que se convirtió en la valla propagandística de una época terrible: gestos discontinuos, manchas y nombres alegóricos.

“Período especial”, “Hecho en Cuba”, “Hombre nuevo”, poemas donde el chicle se ha convertido en un esparadrapo caliente –pobre remedio que tapa malamente una herida– “tirado en la acera”. Y donde la expresión más soez se impone sobre la corrección política del clima ideológico que hace: “pero uno no siente ni pinga”; convirtiendo la mala palabra en un grito, y corrompiéndola ante lo que no puede ya sentir.

Tanto en la travesía “de la palabra a Miami a trabajar en Miami a Miami / a conseguir dinero / a Miami”, donde el traspaso tiene en los poemas una motivación, ante todo, económica. O en “Masa x velocidad”: “lo mejor de todo es el spray”, o en “22”: “como ejemplo al presidente de los Estados Unidos de América y pruébalo a qué sabe”; Legna busca sabores, olores, gestos para desmitificar todo lo “sagrado”.

Y lo halla en cualquier valoración que desacredite las jerarquías de los poderes que hubiéramos podido darle al acontecimiento, cualquiera que este sea, rebajándolo cada vez más de categoría: “Hace un rato cumplí los dieciocho. / Me afeité los sobacos y el conejo”. O, mucho tiempo después, cuando se refiere al libro de Louise Glück que carga en su mochila y no es credencial suficiente para un policía.

En el libro Mi pareja calva y yo vamos a tener un hijo, los textos sufren un corrimiento mayor entre el poder y lo personal: “cómo explicarte / Que tienes dos madres / En vez de una”. La ternura forrajeada desde los desechos del cuerpo de la madre con “La emoción de orinar sobre un test de embarazo”: “Hay una línea tenue. / Tan tenue como el miedo a orinar / Otra vez”. Un test para romper las hambres acumuladas y volver a ser la que, a través de su vientre que se agranda –a pesar de que no se le note la barriga–, deja claro, con esta contradicción entre el querer y el no querer de una apariencia, que lo visible es otro refugio. No olvida aquel color que tuvo su hambre: “blanco de la infancia de mil novecientos noventa y dos tengo hambre mamá”.

Aunque quisiera hacer una profecía sobre el rumbo que tomarán los textos de Legna, no puedo. Ellos siguen su recorrido desde un trolley que avanza por las calles de Miami: “Ms Trolley recuerda países”, dice en Miami Century Fox, mirando desde la ventanilla con indiferencia. Luego, saltará del vidrio roto, buscando, del presente que se escapa, la ocasión.

Cuando leí el texto de Legna dedicado a Lorenzo García Vega, sospeché que su impulso era la clave: “Como yo muevo la pierna el hombre viejo respira”. La clave de esos movimientos discontinuos –visibles e invisibles– para romper lo que estuvo estancado dentro de una retórica que impidió que sintiéramos algo: “desde donde solo es posible salir eliminando al dibujo al niño y a ti”. Desde donde solo es posible salir eliminando la nostalgia.

Miami, 15 de septiembre 2022


* Este texto es el prólogo a la antología de poemas de Legna Rodríguez Iglesias No creo en la poesía, publicada por la editorial Alliteration este 2022.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

5 comentarios

  1. EXACTO, tanta palabra para decir que EL LIBRO NO ES POESIA, solo cloaca de la mente que desea trascender con truquitos literarios de hace siglos, vestidos con lenguaje callejero, que no lleva AUTENTICIDAD Y BELLEZA, pero como LEGNA es la AUTORA que paga SOROS hay que meterle el paquete. Mis respetos a REINA, debe haber pasado mucho trabajo para decir decentemente: tremenda mierda, buena suerte.

  2. Los textos de Legna son de lo mejor que produce la literatura cubana ahora mismo. Sus crónicas están por encima de las crónicas de José Martí. Y todos los que reclaman, pues refresquen, o cómanse un Snicker.

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