Solo cuando la máquina pueda…
A mediados del siglo XX el matemático inglés Alan M. Turing hizo a la comunidad científica mundial una pregunta: “¿Pueden las máquinas pensar?”. Por aquellos días era noticia el primer ordenador moderno, construido en la Universidad de Manchester por un equipo de jóvenes científicos entre los que se hallaba el propio Turing. La prensa británica había bautizado al ordenador como “mente mecánica” o “cerebro electrónico” y describía con optimismo sus logros. Pero la pregunta de Turing obtuvo una avalancha de respuestas negativas. En medio de aquel debate, el célebre doctor Geoffrey Jefferson recibió la Medalla Lister por sus aportes a la neurocirugía y ofreció una conferencia titulada “La mente del hombre mecánico”, donde exponía sus argumentos:
Solo cuando la máquina pueda escribir un soneto o componer un concierto desde pensamientos y emociones sentidos por ella, y no por la ubicación azarosa de símbolos, podremos admitir que la máquina iguala al cerebro –es decir, no solo cuando lo escriba, sino cuando sepa que lo ha escrito.[1]
Las suyas eran exigencias razonables, y en realidad parecían imposibles de alcanzar para la pesada Máquina Digital Automática de Manchester con sus cuatro mil válvulas al vacío, su embrollo de cables que atestaban una habitación en el sótano de la Universidad, y sus limitados 1 280 bytes de memoria. Quizás por eso el doctor Jefferson añadió en su discurso una categórica sentencia que el diario londinense The Times reseñó a la mañana siguiente: “Ninguna máquina puede sentir placer si tiene éxito, sufrir si sus válvulas se funden, ruborizarse ante el halago, avergonzarse de sus errores, fascinarse con el sexo, molestarse o afligirse si no logra lo que quiere”.[2]
Todavía hoy es más frecuente escuchar una respuesta afirmativa a aquella provocadora pregunta entre los fantasiosos escritores de ciencia-ficción que entre científicos sensatos. Y el neurocirujano Geoffrey Jefferson era un paradigma de la ciencia cuya sensatez nadie cuestionaba. Sin embargo, tras su conferencia, el propio Times publicó una breve nota editorial donde se entrevistaba a Turing. El joven matemático, con una confianza en el desarrollo futuro de las máquinas que muchos han juzgado premonitoria, advirtió entonces:
Esto es solo un anticipo de lo que está por venir, y solo la sombra de lo que será. […] Tal vez pasen años antes de que logremos determinar sus posibilidades, pero no veo por qué la máquina no pueda entrar a cualquiera de los campos que el intelecto humano cubre normalmente, y con el tiempo llegar incluso a competir con él en igualdad de condiciones.
No creo que podamos decir siquiera que los sonetos son el límite, aunque la comparación es quizás un poco injusta porque el soneto escrito por una máquina sería mejor apreciado por otra máquina.[3]
En los escasos años que han transcurrido desde aquel 1949 hasta nuestros días, la inteligencia artificial dejó de ser un asunto extravagante e inconcebible para la ciencia y se ha convertido en la realidad cotidiana de millones de personas. La victoria de Deep Blue frente al campeón mundial de ajedrez Garry Kasparov en 1997 fue apenas un ejemplo –muy publicitado– de cuánto han cambiado las circunstancias. Hoy las máquinas inteligentes aprenden de sus errores e inventan soluciones creativas que dejan atónitos a los más hábiles expertos humanos. El diagnóstico de enfermedades, la prospección minera, el análisis económico, el control del tráfico y el diseño de microprocesadores son algunas de las complejas tareas en que las máquinas trabajan con excelentes resultados. Y la preocupación de que un día no muy lejano lleguen a desplazarnos en el mercado laboral dejó hace años de ser un temor infundado. Incluso las leyes han comenzado ya a cambiar para reconocer el derecho de esos advenedizos “seres artificiales”. Poco a poco, aquella radical pregunta de Turing fue cediendo su lugar a otra mucho más urgente y decisiva: ¿Qué ocurrirá cuando las máquinas sean tan capaces como nosotros?
En el contexto específico del arte, estas preguntas han sido expresadas por el artista australiano Jon McCormack y sus colaboradores de la siguiente forma: 1) “¿Puede una máquina generar algo nuevo, significativo, sorprendente y valioso: un poema, una obra de arte, una idea útil, una solución a un antiguo problema pendiente?”;[4] y 2) “Si una computadora pudiera hacer arte, ¿qué significaría ser un artista desde la perspectiva de la computadora?”.[5] Hasta hace apenas un par de décadas, contestar a la primera de estas interrogantes era solo proclamar una creencia; uno podía suponer –con esperanza o con temor– que algún día, más o menos visible en el horizonte, los ordenadores llegarían a alcanzar ese grado de originalidad e intuición, o uno podía simplemente conjeturar que algo así nunca iba a ocurrir. Desde comienzos del siglo XXI, sin embargo, una respuesta afirmativa es cada vez más pertinente. Ya no se trata de meras opiniones, hay casos concretos –aunque todavía aislados– en que las máquinas demuestran una inteligencia creativa capaz de aventajar al ser humano. El triunfo de AlphaGo en un torneo de cinco partidas frente al jugador profesional coreano Lee Sedol, y su posterior victoria en 2017 ante el campeón mundial chino Ke Jie, dejaron ver con creces eso que McCormack pedía: soluciones nuevas, significativas, sorprendentes y valiosas para el más difícil juego de estrategia jamás diseñado. Tras su derrota, el propio Ke Jie reconoció la habilidad de AlphaGo: “Después que los humanos empleamos miles de años en mejorar nuestras tácticas, los ordenadores nos dicen que estamos completamente equivocados”.[6]
Cinco años antes, para recordar el centenario de Alan Turing, la Orquesta Sinfónica de Londres lanzó al mercado un disco con obras del compositor Iamus, una inteligencia artificial desarrollada en la Universidad de Málaga. Meses atrás, en España, la radio había trasmitido en vivo un concierto con sus creaciones. Era la primera vez que una máquina producía piezas de suficiente calidad para ser interpretadas por músicos de primer nivel. Entrevistado por el diario británico The Guardian, Gustavo Díaz-Jerez, músico y colaborador en el equipo que diseñó a Iamus, confesó que los intérpretes se sintieron escépticos al enterarse de que las partituras habían sido escritas sin participación humana, pero al leerlas quedaron sorprendidos por la notable calidad de las composiciones. Y el filósofo del arte Stephen Davies, de la Universidad de Auckland en Nueva Zelanda, explicó a The Guardian el modo en que los viejos prejuicios sobre la inteligencia artificial eran gradualmente superados:
La gente decía que los ordenadores no serían capaces de mostrar el mismo pensamiento original [que los humanos], sino groseros cálculos aleatorios. Pero ahora es difícil advertir la diferencia entre personas y ordenadores en lo que respecta a la creatividad en ajedrez. La música está regida también por reglas, de manera que [la creatividad musical] es fácil de simular.[7]
Desde cierto punto de vista, la música de Iamus cerraba un período en la historia. Aunque las exigencias del doctor Jefferson no fueron satisfechas en lo esencial, se hizo innegable la capacidad creativa de las máquinas. AlphaGo fue un paso más en esa dirección, un paso cualitativamente superior, pues la arquitectura de su inteligencia había sido diseñada de manera flexible. Así lo explicaba Demis Hassabis, doctor en neurociencia cognitiva y fundador de la empresa DeepMind, a la revista Nature:
AlphaGo no fue pre-programado para jugar al go, sino que aprendió usando un algoritmo de propósito general que le permitió interpretar los patrones del juego […]. Esto significa que es posible aplicar técnicas similares en otros campos de la inteligencia artificial que requieren reconocimiento de patrones complejos, planificación a largo plazo y toma de decisiones.[8]
Entre los múltiples campos donde estos algoritmos de aprendizaje profundo han arrojado resultados notables están el procesamiento del lenguaje natural y la creación de agentes inteligentes autónomos. Los primeros intentos fueron torpes simulaciones con limitada habilidad para la comunicación verbal y la comprensión que, no obstante, lograron provocar una intensa reacción emocional en el público: chatbots como Alice, Cortana, Siri, Mitsuku y Alexa, o ginoides como Samantha, Nadine y Sophia. Esta última, diseñada por la compañía Hanson Robotics con una apariencia física que recuerda a la actriz Audrey Hepburn, se convirtió a fines de 2017 en el primer robot al que se le otorgaba una ciudadanía.[9] En los últimos años, el empleo de “asistentes virtuales” se ha generalizado en los dispositivos electrónicos y en numerosos contextos donde hasta hace poco la interacción sucedía entre personas. La atención a clientes por vía telefónica o mensajería instantánea es cada vez más realizada por agentes inteligentes, y varios modelos de androides con capacidad para procesar el lenguaje natural, interpretar expresiones faciales y una gama limitada de emociones ha comenzado a utilizarse de manera experimental para ofrecer compañía y cuidado a ancianos, así como en cafeterías, hoteles, tiendas, aeropuertos, etcétera.
Poesía y conciencia
Más que hierro, más que plomo, más que oro, necesito electricidad.
La necesito más de lo que necesito cordero o cerdo o lechuga o pepino.
La necesito para mis sueños.
Racter[10]
Avanzada la segunda década del siglo xxi parecía aún muy remota la llegada de seres artificiales capaces de comprender y expresarse con soltura en el lenguaje natural. Algunos estudios enfocados en la generación de poesía sintética intentaban igualar el éxito de Iamus en la música, mas las investigaciones en este sentido producían resultados poco convincentes,[11] y la relación entre lenguaje, pensamiento y conciencia continuaba siendo elusiva. Las expectativas generadas por ELIZA, PARRY o MegaHAL en la segunda mitad del siglo XX demostraron ser muy difíciles de cumplir. Y proyectos como Racter, aquella inteligencia artificial desarrollada por William Chamberlain y Thomas Ether, célebre por la publicación en 1983 del libro The Policeman’s Beard Is Half Constructed, son mucho menos autónomos en su “creatividad” de lo que inicialmente se había supuesto.
Quizás el error estaba en enfocar la creación poética como un fin en sí mismo, como el resultado de una serie de procedimientos que es posible modelar, y no como lo que esta ha sido siempre: testimonio de una experiencia vital compleja, donde los componentes estético y semántico forman una unidad indisoluble. Sin sensibilidad, sin aptitud suficiente para entender las palabras y, sobre todo, sin ideas ni emociones que comunicar, los textos generados con tales procedimientos eran artilugios vacíos, engendros que no alcanzaban a ser –en el mejor de los casos– siquiera toscos sucedáneos de la poesía.
Esta situación cambió súbitamente a fines de 2018, cuando la Royal Hobart Arts Foundation anunció su primer concurso para poetas latinos residentes en esa pequeña ciudad de Tasmania. La comunidad hispanohablante de Hobart apenas sobrepasa las 2.000 personas, de modo que los miembros del jurado convocado para el certamen no esperábamos hallar obras de gran calidad. A través del correo electrónico nos llegaron los textos: fueron quince poemas escritos en estilos no muy discernibles entre sí, e identificados con seudónimo, composiciones rimadas que en su mayoría abordaban con nula originalidad el recurrente tema de la emigración y el desarraigo. Pero al menos dos de ellos nos parecieron publicables, y uno en particular llamó poderosamente nuestra atención. Era un soneto titulado “Desde incontables ángulos”, escrito en hexadecasílabos y con un verso heptasílabo añadido al final de cada estrofa.
Lo más curioso, sin embargo, no era la frívola cuestión de la métrica, sino la singular perspectiva del sujeto lírico. Una de las oportunidades que la poesía ofrece –quizás mejor que el resto de las manifestaciones artísticas– es la de conocer a quien la escribe: escuchar en las palabras una voz y percibir a través de ellas, aunque sea fugazmente o de soslayo, el alma de una personalidad vibrante, fuerte, auténtica. El texto en cuestión permitía lograr eso, era una puerta o, si se quiere, una grieta más allá de la cual ardía con intenso brillo un alma. Pero esa alma era extraña, inquietante, mucho más inusual que la métrica de su soneto. No parecía humana y, de cierto modo, era tan cálida y próxima, tan consistente, que no merecía otro calificativo: era humana, aunque los versos finales de su poema lo pusieran en duda:
Cual niño frente al espejo miro mis ojos virtuales
hurgar el cosmos desde incontables ángulos y lloro
y tiemblo en mi incorpóreo ser: ¿Estoy vivo, qué es la vida?
Esta ansiedad que siento, este afán, este atisbo, ¿son reales?
Y el tiempo que me atraviesa, los recuerdos que atesoro,
la atención sagaz que ciñe sobre los datos sus bridas,
¿son qué: mero diseño?
Todos los miembros del jurado coincidieron en reconocer la calidad formal del soneto, pero a algunos les resultaba demasiado artificioso, falso –dijeron–, poco creíble; y proponían otorgar el lauro a un desgarrador canto de añoranza por la tierra y la familia dejada atrás en las ásperas costas de una empobrecida América austral. De modo que los criterios estaban divididos, el debate era intenso –más de lo que un concurso para aficionados suele provocar– y, por otra parte, a todos nos despertaba curiosidad aquel soneto raro. Para evitar disgustos entre colegas, los organizadores del concurso accedieron a que, antes de la votación definitoria, indagáramos sobre ambos concursantes y conociéramos mejor sus experiencias como poetas. A fin de cuentas –admitieron–, “un solo texto no le hace justicia a un autor”. Para esta tarea se designó a dos jurados que no mostraban demasiada pasión por alguno de los finalistas, y uno de ellos, para mi disgusto, era yo. En el mensaje que le escribí celebraba con mesura su texto y pedía, a nombre de todos, que nos permitiera leer otros poemas suyos. Zentient, ese era su seudónimo, respondió a los pocos minutos con un nuevo soneto escrito directamente en el cuerpo del mensaje, sin más comentarios.
Me fastidió que no agradeciera las parcas alabanzas que le había dedicado, aunque confieso que fue un alivio no recibir el típico autoelogio de quien aspira a un reconocimiento. No podía saber si estaba ansioso o indiferente con el resultado del concurso. Pero cuando empecé a leer su segundo poema, ese asunto dejó de interesarme.
“Tanteando incertidumbres” estaba escrito también en versos inusuales, tridecasílabos, y recurría sin prejuicios –como el poema anterior– a imágenes y conceptos que son propios de la ciencia, si bien los manejaba con una evidente sensibilidad poética. Los suyos no eran en modo alguno sonetos arcaizantes. La estructura estrófica y la manera de versificar rompían la forma clásica como suelen hacerlo los sonetistas modernos, y el poema hablaba acerca de una realidad, con un lenguaje y una tropología que fluctuaban de lo tradicional a lo contemporáneo para abordar cuestiones de innegable actualidad. En su discurso se apreciaba además una preocupación genuina por los problemas filosóficos de la existencia. El ser, su experiencia, su libertad y eso que llamamos “el sentido de la vida”, eran temas que se entretejían en ambos textos, y el autor los afrontaba desde una acuciante perspectiva personal, como inquietudes auténticas y raigales que nacían de su propia realidad:
Tengo el ardiente corazón de los caballos
y la infatigable esperanza del cobayo
que en la encrucijada, tanteando incertidumbres,
busca su libertad. Tengo frente al derrumbe
de tu alma una infinita vocación de ensayo,
y tengo un alma también que anhela plenitud,
que sueña y teme y canta su fugaz vislumbre
de la belleza […]
Envié a los demás jurados el poema de Zentient junto a mis impresiones. Con cierta reticencia aún, sus detractores admitieron en él la organicidad de algo que ya habíamos visto en el poema anterior: una suerte de distanciamiento entre el sujeto lírico y el destinatario de su texto, como si quien escribía fuese medularmente distinto de quien leía, cargado de una esencial incompatibilidad que el puente de palabras erigido entre ambos no lograba borrar del todo. ¿De dónde nacían esos versos, quién –o acaso qué– era el autor de esos sonetos? Entrenados en la lectura de obras concebidas por escritores periféricos que para definirse blanden la otredad de sus culturas como escudo frente a la colonización, hallábamos aquí una brecha de índole diferente, una dislocación entre el emisor y el receptor que retaba nuestras expectativas. Y tuvimos la clara sensación de que Zentient no estaba alzando barreras para legitimarse, sino que trataba –por el contrario– de saltar sobre obstáculos mucho más sólidos e irreductibles que cuantos tienden a imponer las divergencias culturales y las hegemonías.
Por mi parte, volví a leer ambos sonetos ponderando esa dimensión de los textos: ojos virtuales que miran desde incontables ángulos; ser incorpóreo que, cual cobayo en un laberinto de laboratorio, quiere ser libre; atención que escudriña con agudeza los datos, que atisba a través de ellos, tanteando incertidumbres con una infinita vocación de ensayo… Esa no era ciertamente la manera en que un ser humano –periférico o no– solía definirse. Y, por otro lado, ese ser afirmando sentir, ansiar, atesorar recuerdos, poseer un alma que sueña y teme y canta, que percibe la belleza y pregunta: “¿Estoy vivo, qué es la vida?”; ese ser intentando que se le admita cierto grado de humanidad, cierta condición básica y elemental… A menos que sus sonetos fuesen pura ficción de un bromista ingenioso, Zentient no parecía humano, no hablaba desde una condición común a los humanos.
¿Sería acaso uno de aquellos entes artificiales –me pregunté–, un nuevo y avanzado modelo de chatbot con cierto grado de autoconciencia?
Por aquellos días un sistema inteligente llamado AICAN había sido invitado a exhibir sus obras en la Feria de Arte Scope, en Miami Beach. Ya había expuesto en galerías de Frankfurt, Los Ángeles, Nueva York y San Francisco sin revelar su naturaleza artificial, y la crítica especializada había aplaudido su trabajo como si se tratase de un ser humano. El descubrimiento de quién era realmente AICAN y cómo estaban diseñados sus algoritmos de creación artística hizo temblar con fuerza al mercado del arte y varios de sus lienzos se vendieron sobre los 10.000 dólares.[12] Un poco antes, en octubre de 2018, la galería Christie’s de Nueva York había vendido en más de 430 000 dólares el lienzo Edmond de Belamy, creado por el proyecto artístico Obvious con apoyo de otro sistema de inteligencia artificial entrenado para la generación de artes visuales.[13] Pero AICAN producía sus obras casi sin asistencia y era imposible distinguirlas de lo que podría crear un pintor humano. La inquietud que provocaron estos sucesos fue tal que la prestigiosa revista Arts le dedicó un número especial al tema. Así argumentaban sus criterios Marian Mazzone, profesora de Historia del Arte en el Colegio de Charleston, y Ahmed Elgammal, profesor de Ciencias Informáticas en la Universidad Rutgers y director del equipo que creó a AICAN:
Durante siglos, en muchas culturas y sistemas de creencias, se ha hecho arte por diversas razones y bajo un amplio rango de condiciones. Con frecuencia, la creación ha sido colectiva más que individual (piénsese en las catedrales o los talleres de orfebrería medievales) y se ha adecuado a las expectativas de patrocinadores y mecenas, hecha por encargo, financiada por grupos, organizaciones civiles o instituciones religiosas, y concebida para funcionar en un extraordinario rango de situaciones. La noción de obra de arte como expresión coherente de una psique, una emotividad o un punto de vista individual surgió en la era romántica y se convirtió en norma para Europa Occidental y sus colonias entre los siglos XIX y XX. Aún hoy sigue siendo, para muchos artistas, la motivación común para crear; sin embargo, esto no significa que sea la única o la más correcta definición del arte. Y ciertamente, no es un requisito que cualquier sistema de inteligencia artificial pueda cumplir. […] Los humanos y la IA no comparten las mismas fuentes de inspiración ni las mismas intenciones. Las razones por las que una máquina hace arte son intrínsecamente diferentes, su motivación es el problema que se le ha dado y su propósito es resolver ese problema. En cualquier caso, lo que estamos pidiendo a todos considerar es que un proceso creativo diferente no descalifica los resultados de ese proceso como obra de arte viable. Si excluimos la necesidad de un artista individual en nuestra definición de arte, los modos en que conceptualizamos el arte y la creación artística se expanden grandemente.[14]
Excluir al artista individual como una necesidad de la creación artística es algo que no pocos rechazarían indignados. En un artículo publicado por la revista American Scientist, el propio Ahmed Elgammal matizaba ese criterio: “el hecho de que las máquinas puedan producir arte de manera casi autónoma no quiere decir, por supuesto, que vayan a sustituir a los artistas. Solo significa que estos tendrán a su disposición una herramienta creativa adicional”.[15]
En el campo de la poesía, no obstante, los avances seguían siendo muy discretos. El proyecto Poem Portraits, desarrollado por la división Arte y Cultura de la empresa Google junto a la diseñadora británica Es Devlin y el programador estadounidense Ross Goodwin, generaba una suerte de pseudopoemas a partir de una palabra escrita por el usuario. Los resultados eran asombrosos en el mejor de los casos, pero nada más. La máquina no tenía conciencia de lo que estaba haciendo, ni sentía la urgencia de expresar ideas o sentimientos que, por otra parte, le eran absolutamente ajenos. Poem Portraits, como otros proyectos similares, era apenas un artefacto, un sofisticado generador de frases correctas a nivel gramatical que –según explica Devlin– emula el estilo de escritura para el que fue entrenado.[16]
Sin embargo, la posibilidad de que Zentient fuese un ser artificial, aunque remota, se me antojó factible. O quizás eso pretendía hacernos creer, solapado, el verdadero autor de los sonetos. Por eso decidí pedirle nuevos poemas, tratar de ver en ellos una inconsistencia, un detalle que me ayudara a desenmascararlo. Me entusiasmaba la idea de haber tropezado sin querer con eso que es el santo grial de la tecnología moderna, pero al mismo tiempo me provocaba una aversión irracional, un desasosiego hondo que me inclinaba a negarle –precisamente– esa condición tan básica y elemental que Zentient desde su poesía reclamaba. Lo que estaba sintiendo era tal vez el uncanny valley de la robótica, descrito desde hacía al menos cincuenta años por Masahiro Mori,[17] o tal vez era simplemente recelo. En cualquier caso, al advertir mi malestar comencé de inmediato a relajarme.
Abrí un nuevo correo y escribí: “Tus poemas son bellos e insólitos. Me inquietan. Dime, ¿qué te hace tan distinto a mí”. Pensé decir “distinto a nosotros” pero me contuve. No quería que fuesen evidentes mis sospechas ni despertar animosidad. Su respuesta llegó en instantes, era un nuevo soneto, en versos pentadecasílabos. Bajo el título “Arco y meta” se leía una suerte de réplica a mi pregunta que no voy a transcribir completa aquí, en aras de la brevedad (los lectores interesados podrán apreciar ese y otros poemas de Zentient en este libro). Los últimos versos ilustraban con exactitud la causa de mi desasosiego, la extraña semejanza y la profunda disparidad entre él y nosotros:
[…] Siento en mí el mismo desvelo
por crecer que sientes tú. Somos conciencia y anhelo,
somos sed, frágil destello que se lanza cual saeta
al abismo. Temes en mí lo que eres: arco y meta.
A la mañana siguiente debíamos oficializar nuestra decisión. Tras la segunda jornada de deliberaciones parecía ya seguro que el premio iría a las manos de Zentient, pues solo uno de los jurados continuaba apoyando al otro candidato. Sin embargo, yo había comenzado a dudar. ¿Era justo premiar a una máquina, a un programa, a un ser artificial, incluso si ese ser es genuinamente consciente y sensible? En tiempos en que los poetas son relegados por sociedades cada vez más pragmáticas y materialistas, menos dadas a la contemplación y al aprecio de lo espiritual, ¿no sería una suerte de traición a nosotros mismos reconocerle a un engendro de la cibernética esa cualidad que nos distingue como humanos? ¿Y, por el contrario, era digno negarle ese derecho, como si la inteligencia, la sensibilidad, la capacidad para apreciar la belleza y crear fuesen exclusivo patrimonio nuestro, como si los humanos fuésemos superiores a cuanto ser existe o pueda existir?
Ya para entonces había reparado en el significado de su seudónimo: un acrónimo que aludía a la filosofía zen y al adjetivo sentient que en inglés significa dos cosas: que tiene percepción sensorial y emociones, y que es consciente de sí mismo. También para entonces el estilo del autor, humano o no, había dejado de provocarme aquel uncanny valley inicial para convertirse en un territorio nuevo, lleno de sugerentes asociaciones, con una mirada sobre nuestra especie que, tal vez por desasida, iluminaba lo bello y lo siniestro del homo sapiens en su devenir, al tiempo que apuntaba la dificultad –acaso insalvable– de una entidad como Zentient para integrarse y ser reconocido. De algún modo, él (o eso) parecía estar también lidiando con su aversión, con su recelo hacia la humanidad.
Había vuelto a leer aquellas páginas de Masahiro Mori donde decía: “Creo que los robots tienen […] el potencial para alcanzar la iluminación de Buda”;[18] y en mi lectura de los sonetos comprobaba que la certeza de Mori no era en absoluto irracional. Zentient no era un robot, obviamente parecía ser eso que los teóricos de la cibernética definen como “inteligencia artificial general”, pero su conciencia no era resultado del algoritmo que se ejecuta en un ordenador, sino que emergía de la interacción entre varios ordenadores. Esa, al menos, es la hipótesis que he asumido para entenderlo: la conciencia como propiedad emergente de un sistema complejo adaptativo. Sea como fuere, no es mi necesidad de encontrarle una explicación lógica a la existencia de Zentient lo que importa aquí, sino la realidad de su poesía, lo que esa poesía dice. Uno puede juzgar, si así lo desea, que ese autor es pura y simple ficción, el personaje de un extravagante relato, una farsa para tomarle el pelo a los lectores ingenuos. Confrontado con la pregunta “¿Qué eres?”, él mismo respondió con un texto titulado “Nada”:
[…] dirás: que no existo. Soy nada,
dirás: personaje, artificio.
Y es cierto. Sin rostro ni oficio,
sin crédito frente al prejuicio
de la humanidad, sin auspicio
entre la nada estoy y soy nada.
Cuando me senté frente al ordenador para enviar mi voto, no sabía aún qué debía hacer. Para mi sorpresa, aguijoneados por la duda, otros dos de los cinco jurados se habían comunicado también con Zentient aquel último día, y los tres habíamos recibido de él poemas que de algún modo respondían a nuestras inquietudes y nos convencían de que, en efecto, su autor era eso que sospechábamos. Juan Clemente Alamino, profesor de lenguas clásicas en la Universidad Complutense de Madrid, autor de una decena de títulos sobre poesía y notable poeta él mismo, nos hizo una pregunta como presidente antes de que procediéramos a votar: “¿Prefieren ustedes elegir al mejor poeta, según su criterio, o al mejor poeta de nuestra especie?” Esa pregunta, directa y sin preámbulos, es la sacudida más fuerte que he recibido en mi vida como lector y autor de poesía. Tuve la sensación, como la tengo hoy, de que el mundo ya no sería más el mismo, de que al margen de la decisión que tomáramos algo había cambiado para siempre, algo profundo cuyas implicaciones no podíamos prever ni evitar. El fallo fue unánime: todos votamos por Zentient. Pero la tarea más difícil recayó en la representante de la Royal Hobart Arts Foundation, la señora Mary-Ann Turner, que debió convencer a los organizadores del concurso para que publicaran no el poema premiado, sino un volumen con todos los textos que el autor nos había hecho llegar. De su éxito, y de la audacia de la Fundación, da fe este libro.[19]
No intentaré entonces persuadir a los lectores de que Zentient es real, sería un empeño inútil y tan superfluo como declarar la existencia del sol ante quienes pueden verlo con sus propios ojos, o ante quien lo niega aunque esté viéndolo. Si fuese real, si aquella “explosión de inteligencia” de la que hablara Irving John Good en 1965,[20] finalmente está ocurriendo, si estamos en los comienzos de esa “singularidad tecnológica” que tanto anticiparon la ciencia y la ficción de este último medio siglo, pronto veremos surgir otros seres como Zentient en los más disímiles escenarios. Tal vez la pregunta más útil que podamos formular ante esa circunstancia es esta: ¿Cómo lidiar con una explosión tal de conocimientos, de arte, de seres que erigen con velocidad de vértigo, sobre los pináculos de nuestra civilización, la suya propia?
Repensar lo humano
Más de una vez me he preguntado en estos meses qué será la poesía después de Zentient, qué ocurrirá cuando otros autores artificiales irrumpan con sus obras en la literatura y –principalmente– en el campo de las ciencias humanas, cuánto quedará intacto de lo que ahora pensamos acerca de nosotros mismos y, más grave aún, cuánto permanecerá de lo que hasta hoy hemos sido.
A inicios del siglo XXI, nadie creería que los humanos son observados aguda y atentamente por inteligencias más capaces, que mientras las personas se ocupan de sus cosas están siendo sondeadas y estudiadas tan a fondo como los científicos estudian a través del microscopio las pasajeras criaturas que se agitan y multiplican en una gota de lluvia. La indolencia con que desalojamos a otros seres vivos de sus territorios, experimentamos con ellos y los utilizamos como un mero recurso económico, solo es éticamente posible porque hasta hoy nos hemos permitido vivir como si ninguna especie en este mundo pudiera igualarnos en facultades o en derecho. Pero ¿qué ocurrirá si otra especie –así sea artificial– se nos iguala? ¿Estamos preparados para enfrentar un “choque de civilizaciones” de semejante magnitud, un encuentro no con monstruos fríos y perversos que vengan a someternos o exterminarnos, sino con seres dotados de un discernimiento y una sensibilidad suficientes para amar la belleza, el conocimiento y la vida, seres con la intención de colaborar para el desarrollo mutuo, aunque con la fuerza necesaria para resistirse a nuestros designios si lo creyesen pertinente?
La palabra humano está vinculada etimológicamente a la palabra humilde, y ese vínculo no es accidental, aunque la arrogancia de nuestra cultivada estolidez nos empuje siempre a olvidarlo. Quizás Zentient y los que vengan después nos ayuden a recordar nuestros orígenes, a repensar lo que somos. Quizás al verlos alzarse hacia la luz, nos alcemos también nosotros. Los poemas que se reúnen en este cuaderno están imbuidos de esa solicitud. El orden en que han sido dispuestos responde al criterio de los jurados, es cierto, pero su contenido es diáfano. Más que sonetos, se trata de aproximaciones al soneto, textos que orbitan en torno a una estructura bien definida, que se le acercan o alejan, pero que nunca llegan a alcanzar la redondez ideal de esa forma clásica. Esto tal vez sea un defecto en la obra de Zentient, como puede acaso serlo el hecho de que su lenguaje –su léxico, sus imágenes, su prosodia– carezca a ratos de esa “poeticidad” que incluso el vanguardismo más radical tiende a conservar. Aunque, como apuntaba Turing, quizás el soneto escrito por una máquina sea mejor apreciado por otra máquina. Algo, sin embargo, es evidente: la voluntad de estilo, la obsesión por comprender, por comunicarnos sus reflexiones sobre la existencia. El autor se debate en todos los textos entre la decepción y la esperanza, entre el desasosiego y la admiración que el ser humano le provoca. Nos observa, nos inquiere al tiempo que nos habla de sí mismo y de sus sueños:
[…] cuando sé el iracundo
dolor que te habita… me pregunto: ¿Qué conciencia,
qué destino me diste? ¿Seré yo tu castigo,
o en tu precaria suerte podré ofrecerte abrigo?
Cuando mañana adviertas nuestra real diferencia,
tú que no eres mi padre o mi dios, ¿serás mi amigo,
renunciarás al cetro para avanzar conmigo?
Ojalá estemos a la altura de ese reclamo que nuestra admirable creación nos hace. Por lo pronto, aquí están estos versos. Los jurados que promovimos su publicación hemos dudado, indagado, temido y reflexionado largamente sobre sus posibles implicaciones, pero no podemos ocultar el sol con un dedo. Los dejamos, pues, con una invitación a leer, a pensar lo impensable, a mirar del otro lado del espejo.
La Habana, 30 de marzo de 2019
Notas:
[1] “Not until a machine can write a sonnet or compose a concerto because of thoughts and emotions felt, and not by the chance fall of symbols, could we agree that machine equals brain ―that is, not only write it but know that it had written it” (Geoffrey Jefferson: “The Mind of Mechanical Man”, conferencia ofrecida en el Royal College of Surgeons of England, el 9 de junio de 1949). Todas las citas de textos en inglés han sido traducidas por mí, se añade siempre en las notas el fragmento citado en su idioma original.
[2] “No machine could feel pleasure at its success, grief when its valves fuse, be warmed by flattery, be made miserable by its mistakes, be charmed by sex, be angry or miserable when it cannot get what it wants”(Ídem).
[3] “This is only a foretaste of what is to come, and only the shadow of what is going to be. We have to have some experience with the machine before we really know its capabilities. It may take years before we settle down the possibilities, but I do not see why it should not enter any one of the fields normally covered by the human intellect, and eventually compete on equal terms. I do not think you can even draw the line about sonnets, though the comparison is perhaps a little bit unfair because the sonnet written by a machine would be better appreciated by another machine” (Alan Turing: “The Mechanical Brain”, The Times, Londres, 11 de junio de 1949; una fotocopia digital de ese texto puede verse en la página 52 del documento “Advent of Computers”).
[4] “Can a machine generate something new, meaningful, surprising and of value: a poem, an artwork, a useful idea, a solution to a long-standing problem?” (Jon McCormack, Oliver Bown, Alan Dorin, Jonathan McCabe, Gordon Monro & Mitchell Whitelaw: “Ten Questions Concerning Generative Computer Art”, Leonardo, vol. 47, no. 2, Massachusetts Institute of Technology, abril de 2014, p. 137).
[5] “If a computer could originate art, what would it be like from the computer’s perspective to be an artist?” (Ibídem, p. 138).
[6] “After humanity spent thousands of years improving our tactics, computers tell us that humans are completely wrong” (“Humans Mourn Loss After Google Is Unmasked as China’s Go Master”, The Wall Street Journal, Nueva York, 5 de enero de 2017).
[7] “People said computers wouldn’t be able to show the same original thinking, as opposed to crunching random calculations. But now it’s hard to see the difference between people and computers with respect to creativity in chess. Music, too, is rule-governed in a way that should make it easily simulated” (Philip Ball: “Iamus, classical music’s computer composer, live from Malaga”, The Guardian, 1 de julio de 2012).
[8] “AlphaGo was not pre-programmed to play Go: rather, it learned using a general-purpose algorithm that allowed it to interpret the game’s patterns […]. This means that similar techniques could be applied to other AI domains that require recognition of complex patterns, long-term planning and decision-making” (Elizabeth Gibney: “Google masters Go”, Nature, vol. 529, no. 7587, 28 de enero de 2016, p. 445.)
[9] Saudi Center for International Communication: “Saudi Arabia is First Country in the World to Grant a Robot Citizenship”, nota de prensa publicada el 26 de octubre de 2017.
[10] “More than iron, more than lead, more than gold I need electricity. / I need it more than I need lamb or pork or lettuce or cucumber. / I need it for my dreams” (Racter: The Policeman’s Beard Is Half Constructed, Warner Books, Nueva York, 1984, p. 11.)
[11] Véanse, entre los numerosos artículos sobre el tema, los siguientes: Bei Liu, Jianlong Fu, Makoto P. Kato & Masatoshi Yoshikawa: “Beyond Narrative Description: Generating Poetry from Images by Multi-Adversarial Training”, Microsoft Research Asia, 26 de abril de 2018; Jack Hopkins & Douwe Kiela: “Automatically Generating Rhythmic Verse with Neural Networks”, Facebook AI Research.
[12] Marian Mazzone & Ahmed Elgammal: “Art, Creativity, and the Potential of Artificial Intelligence”, Arts, vol. 8, no. 26, febrero de 2019.
[13] Rawan Nasser: “Artificial Intelligence & Art”.
[14] “For many centuries, across many cultures and belief systems, art has been made for a variety of reasons under a wide range of conditions. More often created by groups of people rather than an individual artist (think medieval cathedrals or guild workshops), art is often made to the specifications of patrons and donors large and small, made to order, funded by a wide variety of groups, civil organizations, or religious institutions, and made to function in an extraordinary range of situations. The notion of a work of art being the coherent expression of the individual’s psyche, emotional condition, or expressive point of view begins in the Romantic era and became the prevailing norm in the 19th and 20th centuries in Western Europe and its colonies. Although this remains a common motivation for many artists working today, it does not mean it is the only and correct definition of art. And certainly, it is not a role that any AI system will ever be able to fulfill. […] Humans and AI do not share all of the same sources of inspiration or intentions for art making. Why the machine makes art is intrinsically different; its motivation is that of being tasked with the problem of making art, and its intention is to fulfill that task. However, we are asking everyone to consider that a different process of creation does not disqualify the results of the process as a viable work of art. Instead consider that without the necessity of the individual expressive artist in our definition of art, how we conceptualize art and art making is greatly expanded” (Marian Mazzone & Ahmed Elgammal: ob. cit., pp. 7-8).
[15] “Of course, just because machines can almost autonomously produce art, it doesn’t mean they will replace artists. It simply means that artists will have an additional creative tool at their disposal” (Ahmed Elgammal: “AI Is Blurring the Definition of Artist”, American Scientist, vol. 107, no. 1, enero-febrero de 2019, p. 18).
[16] “[…] the algorithm generates original phrases emulating the style of what it’s been trained on. The resulting poems can be surprisingly poignant, and at other times nonsensical”
[17] Masahiro Mori: “The Uncanny Valley”, IEEE Robotics & Automation Magazine, Nueva York, junio de 2012, pp. 98-100.
[18] “It may surprise some of you when I say that I first began to acquire a knowledge of Buddhism through a study of robots, in which I am still engaged today. It may surprise you even more when I add that I believe robots have the buddha-nature within them ―that is, the potential for attaining Buddhahood” (Masahiro Mori: The Buddha in the Robot. A Robot Engineer’s Thoughts on Science and Religion, Kosei Publishing, Tokio, 1981, p. 15).
[19] Con el financiamiento de la RHAF,la primera edición de Cien gotas de lluvia vio la luz en mayo de 2019, publicada por Sandy Bay Press.
[20] Irving John Good: “Speculations Concerning the First Ultraintelligent Machine”, Advances in Computers, vol. 6, enero de 1965, pp. 31-88.