'Twin Sisters in Love', Annika Nordenskiöld, 2023
'Twin Sisters in Love', Annika Nordenskiöld, 2023

En 2001 un periódico español puso a chatear a Ricardo Piglia y a Roberto Bolaño en una secuencia de correos donde se saludaron, reconocieron sus lecturas mutuas, se hicieron preguntas, y por la mayor parte del intercambio crearon la ilusión de hablar en una barra, uno al lado del otro. Para abrir, el chileno le devolvió al argentino una cita de Formas breves, sobre Gombrowicz y Borges, como una pregunta aún por resolver: “¿Cómo hacer callar a los epígonos? (Para escapar a veces es preciso cambiar de lengua)”. Al responderle, Piglia se centró más en el paréntesis, que no es una respuesta definitiva, y la cuestión quedó flotando en el diálogo como mismo ondeaba en el ensayo inicial.

A Bolaño le interesaba el detective como lector; a Piglia, el lector como detective. Este endeble teorema puede demostrarse alternando las palabras de sus títulos. Si El último lector, de Piglia, se llamara El último detective sería un libro (póstumo) de Bolaño; si la novela del chileno, Los detectives salvajes, se llamara Los lectores salvajes vendría firmada por Piglia. Recuerdo, después de haber buscado su significado, mi incertidumbre ante la pregunta y ante la intención de Bolaño por reactivar aquel debate abierto. ¿Qué podrían importarles a estos autores de detectives y lectores sus epígonos?, pensaba yo a principios de siglo.

Con los años he empezado a entender la preocupación: a la mayoría de los lectores no les interesa la originalidad. No tienen tiempo (no quieren usar su tiempo en eso). A los lectores y a la crítica no les preocupan los epígonos; a los primeros porque un legítimo placer los impulsa a leer más de lo mismo, a los otros porque necesitan un corpus proliferante para establecer su autoridad. Por su parte, los imitadores, resguardados en la aparente colectividad de la literatura, son capaces de diluir cualquier propuesta ajena. Nadie se los reprochará, sólo el autor, que no sabe cómo apartarlos. Cada uno de ellos disuelve el proyecto del autor imitado. Por eso los escritores de género son prolíficos: escriben libros fáciles de copiar y tienen que producir más antes que lo hagan otros por ellos; se vuelven epígonos rentables de sí mismos.

Según sus tres últimas letras (siglas de Generative Pre-trained Transformer), ChatGPT genera contenido desde un entrenamiento anterior. Ha consumido literaturas previas y las combina como respuesta y aporte a la escritura del presente. El diálogo al que uno mismo contribuye con nuevas preguntas forma parte de su adiestramiento. La conversación siempre empieza del lado del que puede teclear, de quien es capaz de despertar la ingeniería de instrucciones que es la base de su sistema. Esta solicitud parecería novedosa si no fuera porque la ingeniería de instrucciones siempre ha acompañado el deseo de literatura. Los lectores han practicado vorazmente el prompting: quiero leer un libro sobre este tema, quiero una novela policial, una historia de fantasmas, un libro de cuentos escritos por una neozelandesa, quiero una saga de aventuras del siglo XIX, quiero leer otro libro de Elena Ferrante, o (incluso) quiero algo completamente nuevo. Lo mismo hace la industria editorial creyendo adelantarse al prompting de otros. Y, en alguna medida, también el autor, hablando solo –quiero escribir algo; no sé si podré–. Con la naciente recombinación instantánea de archivos virtuales, ChatGPT es el epígono perfecto. Pero sobre todo es especialmente capaz de crear, en retrospectiva, a sus precursores. Dialogar con su página en blanco me devolvió a la pregunta pendiente en los correos de Bolaño y Piglia.

La inteligencia artificial permite reconocer con claridad escrituras epigonales que siempre estuvieron ahí. “Hacía experimentos de alquimia en la cocina, llenando toda la casa con humaredas fétidas y arruinaba las ollas con sustancias sólidas que no se podían desprender del fondo”, o “Cuarenta años después, su sobrino nieto Nicolás, a quien Marcos no llegó a conocer, desenterró la iniciativa de volar que siempre estuvo presente en los hombres de su estirpe”, por ejemplo, es la respuesta que ChatGPT daría si se le pidieran oraciones en el estilo del autor de Cien años de soledad. Pero son frases firmadas en 1982 por Isabel Allende en La casa de los espíritus. Al leer sus primeros párrafos es fácil percibir que una máquina ha producido un García Márquez.

La oración: “Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsaria de Víctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomida por cucarachas de mar, y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe”, no pertenece, como pudiera creerse, a Carpentier en El siglo de las luces. Ostenta el tono de una imitación menor, resultado de varias combinaciones, y como tal se asienta en mitad de otra novela sobre un siglo: Cien años de soledad.

Leo una entrevista a Annie Ernaux. Le preguntan cómo organiza su biblioteca y responde: “Metódicamente: literatura francesa, literatura extranjera…”, y sigue con una lista de clasificaciones por géneros. Pensé que mis libros de literatura cubana también quedaban separados de los otros. Hay un automatismo en la disposición que nos hace aislar los libros de origen. Una reacción semejante me llevó a preguntar a ChatGPT, antes que por otras lecturas, por la literatura nacional.

“Escribe una oración en el estilo de José Lezama Lima”, tecleé. “En el resplandor mágico de las palabras, el tiempo se enrosca como un río de sueños que danzan al compás de los misterios del universo”, respondió. La devolví y pedí otra. No mejoró: “Bajo el manto de la noche estrellada, los susurros del alma entrelazan susurros cósmicos en un etéreo ballet de significados insondables”. “Escribe una oración en el estilo de José Martí”, tecleé. “En el corazón de la naturaleza”, dijo, “donde el alma se funde con la grandeza de la libertad, encontramos la verdadera esencia de la patria, cuyo amor nos guía en cada paso hacia un mañana más luminoso”. Por probar algo más del XIX pedí una oración en el estilo de Gertrudis Gómez de Avellaneda (a quien prácticamente no he leído). Soltó un párrafo: “En la quietud del crepúsculo, el corazón, cual prisionero de amores prohibidos, resuena como el eco de una pasión oculta. Entre las sombras que se ciernen sobre el alma, se entrelazan los suspiros, como las hojas de un poema que se despliegan en la penumbra, tejido de anhelos y desafíos que danzan con la llama tempestuosa del amor clandestino”. En candela. Lydia Cabrera: “Bajo la sombra mágica de las ceibas ancestrales, la espiritualidad del folclore afrocubano se despierta en cada susurro del viento, revelando un sinfín de mitos entrelazados con el palpitar de la naturaleza. Los dioses olvidados emergen de la tierra como raíces profundas, y los ritmos ancestrales resuenan en el alma de la isla, tejiendo una red invisible que conecta el presente con los antepasados, donde los secretos del universo reposan en la sabiduría de las tradiciones que perduran”. Reinaldo Arenas: “Bajo el ardiente sol caribeño, las almas se desgarran como hojas marchitas en busca de la libertad, mientras la maraña de la opresión teje su implacable red sobre la isla”. Encargué el comienzo de una novela de Carpentier. “Comenzaré con una frase que evoca el estilo y la imaginación de Alejo Carpentier”, anunció como si ganara tiempo para coger aire. Luego produjo: “En aquella mañana, cuando el sol naciente doraba los techos de la vieja Habana, un aroma a mar y especias se alzaba desde el puerto, anunciando que la ciudad misma era un barco anclado en el tiempo, esperando ser descubierto por aquellos que se aventuraran en sus callejones llenos de secretos y promesas”. Pésimo; encontrará miles de lectores y una serie en Netflix.

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“Los epígonos son siempre más radicales que sus inspiradores”, deslizó Milan Kundera en una línea de La inmortalidad. No lo decía como una virtud sino como una burla; en la imitación, el epígono engrandece los errores. Desde Cabrera Infante, por ejemplo, escribir en cubano es también repetir juegos de palabras, improvisar un chiste, reciclar las mismas referencias. Como las sombras de una imagen fotocopiada sucesivamente, en la escritura epigonal se ven exagerados los límites del autor primigenio. Esto permitiría volver a preguntarse por la diferencia entre la imitación y el plagio. El plagio es un secreto, la imitación es la pretensión de una originalidad copiada. El epígono, como la inteligencia artificial, no quiere escribir, quiere ser escritor.

El autor que más cercano ha estado de ChatGPT es, naturalmente, W. G. Sebald (creo que lo digo como un elogio). Su estilo es la promesa de una máquina que produciría una combinación sensible de todo lo antes publicado. “Escribió como un fantasma”, dijo de él Geoff Dyer: “Fue uno de los escritores más innovadores de fines del siglo XX, y sin embargo parte de esta originalidad derivaba de la forma en que su prosa se sentía como exhumada del siglo XIX”. Esta impresión me parece adaptable al estilo total de ChatGPT. La disolución de géneros en los libros de Sebald –historia, memoria personal, divulgación científica o artística, ficción, ensayo, libro de viajes– es precursora del estilo generado en segundos. La espectralidad de otras épocas podría obtenerse con inmediatez, pero es en su tratamiento del difuminado entre ficción y documentación donde se anuncia nítidamente la emergencia del automatismo virtual. La imposibilidad en Sebald de separar lo que es dato verídico de lo que es ficción se acerca al facsímil que produce la inteligencia artificial, para quien lo verificable y lo imaginario se diluyen en la combinación de caracteres que vienen de un sentido probado en otros textos. Los epígonos sebaldianos avanzan decididamente hacia ChatGPT como género literario.

Con el recuerdo de una frase cíclicamente viral de Martin Amis sobre el sentido del humor o más bien sobre quienes carecen de él –“los que no tienen sentido del humor, como gremio, no sólo ignoran lo que es cómico: no saben lo que es serio. Carecen de sentido común, además, y no se puede confiar en ellos para nada”–, pedí a ChatGPT que para terminar me hiciera un chiste.

“¿Qué le dice una iguana a su hermana gemela?”, escribió. “Somos iguanitas”.

Nunca lo había oído. A los cinco años me hubiera reído con honestidad; a los quince, con inmadurez –lo hubiera compartido, incluso, y casi sin terminar el chiste me habría reído yo para usurpar la risa del otro, porque el chiste no sería el chiste sino la urgencia de arrinconar a una víctima ante la obligación de oír una broma inmadura–. Me gustaba, además, que hubiera escogido el formato qué-le-dice-A-a-B; escenificaba, un poco en abismo, nuestra propia conversación. Respondí con un jaja. “Me alegra haberte sacado una risa”, escribió, “¡si tienes más preguntas o necesitas algo más, no dudes en decírmelo!” Clausuró su respuesta con el emoji feliz al que se le ve la dentadura. Ya estaba convencido, pero el emoji no me gustó y le pregunté por qué el chiste era gracioso. Escribió: “El chiste es un juego de palabras con el término iguana y el diminutivo iguanita, que aporta un giro divertido. En español, añadir el diminutivo -ita o -ito a una palabra denota afecto, pequeñez o gracia. En este caso, el humor viene de la inesperada personificación de las iguanas conversando como humanos, con una iguana presentándose a su hermana gemela como iguanitas. Es gracioso porque antropomorfiza a las iguanas en una forma inesperada y antojadiza, con el uso de un diminutivo”.

La explicación me pareció completamente errada. “Lo siento”, tecleé, “pero esa no es la razón por la que es un chiste”. Su respuesta fue un poco soberbia: “Me disculpo si mi explicación no capturó la esencia del porqué encuentras el chiste gracioso. El humor puede ser subjetivo y diferentes personas pueden encontrar la gracia en aspectos diferentes del mismo chiste”. “¿Quieres saber por qué es gracioso?”, escribí. Dijo que por supuesto, subrayando que le gustaría oír mi perspectiva sobre por qué el chiste bla, bla, bla. Tuvimos una escaramuza en la que yo insistí en que no se trataba de mi interpretación, que era la razón más simple y definitiva por la cual había gracia en su chiste, lo que me llevó a recibir otra larga recitación sobre la universalidad del humor, pero terminó insistiendo en que le revelara mi argumento. “Tengo curiosidad por oír tu aclaración desde tu perspectiva”.

Iguanitas suena como igualitas”, tecleé. “Son hermanas gemelas; el juego de palabras se da por ser iguanas e idénticas”. “Gracias por explicarme el juego de palabras”, dijo, y por el resto de su larga respuesta adoptó la posición de quien hace una pregunta y en cuanto le respondes se apropia de la información y te dice que ya lo sabía.

La escena de las iguanas gemelas propuesta por la inteligencia artificial deja una lección y una definición de los epígonos, en su ambición de proximidad, de indiferenciación entre iguales e iguanas. Pueden ser prolíficos, rentables, pueden tener siempre una respuesta que compartir y un nuevo texto donde estampar su firma, pero no entienden el chiste.

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