Fotograma de 'Patience (After Sebald), Grant Gee dir., 2011
Fotograma de 'Patience (After Sebald)', Grant Gee dir., 2011

En París estuve en una exposición de Dominique de Beir. Su arte es poroso, lleno de relieves, puntos sobresalientes sobre la herrumbre. Ni una superficie lisa, todas las obras están llenas de agujeros diminutos, el color es un accidente que simplemente ocurre. Bajo el pulso de la artista, la textura de la materia se rehace para que sea sentida más que vista. La madre de Dominique es ciega y ella aprendió a leer braille desde pequeña. Sus obras plásticas son un texto macabro y a la vez un grito. La aspereza de la superficie es un monólogo a través de un velo.

Leyendo a W. G. Sebald me siento como alguien que avanza entre la niebla guiado por el ritmo de un punzón sobre el metal. Percuten sus ideas y emergen siluetas con bordes magros. El extrañamiento anuncia la locura y la soledad. Toda su obra se asimila como una urdimbre de imágenes acres, una reflexión a modo de rizoma en que el dolor es real y de ahora, pero los suspiros son de otro siglo. Prosa espesa, para ser leída en voz alta, que avanza leve sobre los rieles de los que antes emergía la era industrial. Variaciones en el relato de una distopía, el lenguaje te atrapa en una síncopa que es mezcla de nostalgia y premonición.

En el documental Patience (After Sebald) toman la palabra algunos de sus antiguos colegas de la Universidad East Anglia. Le llamaban Max. Hablan de él con cariño y de alguna manera restándole importancia como si su obra fuera algo secundario. Sebald era el colega ingenioso y a ratos ensimismado que insertaba fotos en sus textos inclasificables. Las anécdotas que cuentan no hacen repaso de un escritor excepcional, son episodios simpáticos de la vida de este profesor alemán que tuvo el mal gusto de hacerse célebre.

Winfried Georg Sebald nació el 18 de mayo de 1944 en el pueblo alemán de Wertach, cerca de la frontera entre Austria y Suiza. La melancolía que emana de sus libros tiene un poco de vergüenza provinciana, de sinceridad de hombre de campo. Es harto sabido que Sebald, a pesar de los esfuerzos por hacerse de un espacio en la cultura alemana, fue repudiado por la academia literaria que lo ignoraba o lo veía como un saboteador. Para Sebald el desprecio recibido era consecuencia de no sumarse a la hipocresía, de no formar parte de lo que llamaba Conspiración del Silencio.

Durante años fue un escritor de extrarradios que utilizó como referentes a otros desplazados como él. En una entrevista ofrecida al programa de radio Bookworm negó alguna influencia de la poesía alemana y citó a prosistas del siglo XIX como modelos. Escritores que utilizaban una sintaxis, ya en desuso desde inicios del siglo XX, pero que tenían dos cosas afines a su credo estético: un idioma alemán de la periferia, cantones suizos o Austria, y la afición por la oración larga. De ese provincianismo arcaico, esa aleación de voces para las que el oído contemporáneo había perdido sensibilidad, emerge quizás la prosa más original de los últimos años ¿Es todavía posible la grandeza literaria? Se preguntaba Susan Sontag, esa matriarca del buen gusto, para dar su aquiescencia, y reconocer en la obra de Sebald a un autor dotado de la suficiente cuota de delirio y originalidad.

No puedo asegurar que Sebald haya visto el documental Sans Soleil de Chris Marker pero el documentalista que dirigió Patience (After Sebald) sin dudas. Y trató de emular las reflexiones de ese narrador misterioso del documental en su propia obra. Captó esa relación tan evidente entre ese viajante de la película de Marker y el solitario viajante que Sebald utiliza como guía de esos dolorosos viajes al olvido, lo inverosímil. Ambos parecen ver un patrón que subyace en la historia de la humanidad y lo traducen en conexiones que solo se palpan mientras los escuchas como si oficiaran algún tipo de culto.

¿Quién narra en los libros de Sebald? Un tipo con el que comparte viajes, episodios de fatiga hipocondría y quizás algunos miedos. Un narrador despreocupado que rodea el absurdo de la vida en círculos concéntricos, pasando de un asunto a otro como si su mente dibujara un tapiz. Siempre en una perspectiva que resalta el lado tragicómico de cualquier vanidad. Ironía leve, casi imperceptible y con la frialdad pesada que transluce la memoria de la tragedia. Es un fantasma que divaga en antiguos escenarios creados y absorbidos por el progreso. Un funcionario que consigna las huellas de la destrucción. Me hace recordar aquel pasaje de Kapuściński sobre Siberia y el gran frío que aparece en su libro Imperio.

“Al gran frío, se lo reconoce por una niebla clara y luminosa que queda suspendida en el aire. Cuando la persona la atraviesa, en la niebla se forma un pasillo. El pasillo tiene la forma de la silueta de la persona que pasa. La persona pasa, pero el pasillo permanece, se queda inmóvil en la niebla”.

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Sebald persigue y atraviesa el terror, desentrañando en el pasado europeo los primeros acordes del holocausto. Busca en sí mismo y en el alma alemana el presentimiento del mal, tal como lo entiende un hombre que se siente parte de ese mal. Un exorcismo que es inmanente a sus historias, en las que siempre hay pinceladas de esa fuerza bruta que puede destruirlo todo. Convivencia incierta con lo trágico. Su gran descubrimiento es bordear el horror sin recurrir al relato detallado de los crímenes, su pluma elude el recuento pormenorizado de cualquier bestialidad, pero no es menos oscuro eso que vemos. Según él mismo, se sentía incapaz de escribir sobre los campos de concentración, pero su narrador debía hacer sentir al lector que como autor había reflexionado sobre el horror durante toda su vida.

Fotograma de 'Patience (After Sebald), Grant Gee dir., 2011
Fotograma de ‘Patience (After Sebald)’, Grant Gee dir., 2011

Un buen ejemplo de su método es la mejor historia de su libro Los emigrados, la historia de Paul, sumun anfetamínico (quizás sin la suficiente dosis de cocción) de lo que serían los temas centrales de la obra de Sebald. Paul es un joven al que cuando irrumpe el fascismo en Alemania le recuerdan que en la escala de la pureza nazi es solo tres tercios ario. Su único amor de juventud, Helen, una chica judía, es víctima de las primeras persecuciones. Además, es expuesto junto a su familia a la humillación extrema. Se marcha al exilio en Francia, pero en el 1939, presionado por las penurias económicas, regresa a Alemania. Una vez allí, de manera inexplicable y a pesar de su grado de “impureza”, termina enrolándose en el ejército donde sirve bajo el pabellón de la artillería motorizada. Sobrevive a la guerra, pero su vida se torna una aberración, cuyo único sentido se revela mientras instruye a adolescentes. Complace su vocación de auténtico maestro, pero siendo un cadáver. La desintegración paulatina de sus nervios junto al odio a Alemania y a sí mismo, le señalan la conveniencia del final. La obsesión que lo corroe por los trenes y el sistema de ferrocarril ofrecen un simbolismo arcaico, un regusto a antiguo mito sobre la identidad, cuando descubrimos que va al encuentro de la muerte colocando su cabeza sobre los rieles.

En el documental se nos dice que Sebald aspiraba a que sus libros no recibieran una clasificación precisa, quería verlos en todos los anaqueles, ficción, ensayo, biografía o libro de viajes. Era un escritor ambicioso y, aunque ensimismado, se sabía original, no divagaba en los comentarios sobre su obra, no hacía concesiones, y no sacrificó la calidad atendiendo a falsos escrúpulos. Podía mentir y ser incluso despiadado. Estando aún vivo, cobró cierta notoriedad una sobreviviente del holocausto que lo acusaba de plagiar su libro de memorias para construir el personaje de Austerlitz. Al ser interpelado sobre el asunto por alguno de sus estudiantes de literatura, el comentario de Sebald fue también un consejo, roben todo cuanto puedan.

Hay también un pasaje en su novela Austerlitz que sobrecoge por la concentración de horror y lucidez. Vera, la niñera de Austerlitz, le comenta que su padre Maximilian nunca creyó que el pueblo alemán hubiera sido empujado ciegamente a su destino. En su opinión, los crímenes nazis eran el resultado de un rencor con años de incubación, de oscuros deseos guardados en familia. Un día, Maximilian se topa en la frontera entre Checoslovaquia y Alemania a un grupo de excursionistas que disfrutaban de unos caramelos con una cruz gamada color frambuesa. Al ver las golosinas comprueba que el entusiasmo, esa turbulencia interior que los abocaría a la tragedia, tenía mucho de iniciativa individual. Su conclusión es que no se llega a reestructurar toda la producción industrial de una nación a favor del fascismo si no hay una voluntad popular sólida. Una convicción perenne en los textos de Sebald, el triunfo del nazismo fue un fenómeno que tuvo su germen en la propia cultura alemana, todos fueron cómplices, un caramelo con la cruz gamada puede ser la imagen más perturbadora esa cultura.

Si hay una obsesión en Sebald es sentirse parte de una cultura de la ponzoña en la que nadie ha extirpado sus culpas lo suficiente. En la biografía Speak, Silence. In search of W.G. Sebald, Carole Angier, dedica un capítulo a la búsqueda del posible modelo en la vida real del Austerlitz de la novela. Uno de los candidatos es Stefan Muthesius, un renombrado profesor de arquitectura que en apariencia comparte con el personaje de la novela muchas cosas. Este arquitecto, antiguo amigo de Sebald, que suponemos arrastre el pecado de un tío que fue juzgado por sus fuertes vínculos con el Reich, le dice a Carole: “Max y todo sobre lo que escribe están constantemente en la mente. Ningún alemán puede librarse de ello”. Aparentemente, Stefan se siente tranquilo consigo mismo, ha superado la culpa, no hay recaídas en antiguas vergüenzas familiares. Su esposa es polaca y bromean sobre la posibilidad de que esa haya sido su forma de expiación.

En las famosas fotografías que Sebald inserta en sus textos hay algo de inquietante. Son fotografías que utiliza como un juego, no hay intención de verismo, solo huellas casuales encontradas en mercados de pulgas mientras deambulan. Una vez se decide a utilizarlas, las manipula para cederles esa pátina de recuerdo espectral. Algunas son fotocopiadas una y otra y otra vez, otras ampliadas hasta hacerlas porosas, a otras sencillamente las mutila y solo exhibe un fragmento. Sebald disfrutaba el juego, el supuesto misterio que esas fotos otorgan al texto. Y alimentaba las locas teorías que se tejían sobre muchas de ellas. Por ejemplo, declaró en varias entrevistas e hizo creer a muchos que la foto del niño rubio vestido de blanco que aparece en la portada de las primeras ediciones de Austerlitz es una foto de la infancia de la persona que tomó como referencia para el personaje central de la novela, algo comprobadamente falso; la foto, encontrada entre sus pertenencias, indica en el reverso que le costó treinta peniques.

Las fotos funcionan como una especie de orgía del recuerdo, son las memorias que un vagabundo rescata del olvido. Muchas veces la relación de la imagen con el texto es muy elusiva, en otros casos verdaderos agujeros que cada cual va a rellenar con su propia mierda. En una entrevista, Sebald comentaba que en una tienda de antigüedades se encontró una tarjeta con un trozo de liquen que tenía escrito en el borde “Recogido en la tumba del mariscal Ney, 1833”, y esos recuerdos conservados por azar le provocan la sensación de abrazar a un desconocido, la posibilidad del reencuentro a través de los siglos que él trató de emular.

Pero ese descaro (por valentía) no sería suficiente para hablar de una cualidad especial. Sebald intimida y encanta porque escribe a la humanidad desde un ángulo que tiene el sabor romántico de la carne putrefacta. Lograr establecer empatía con lo que escribe requiere una buena dosis de aprendizaje sensitivo, hasta que la belleza aflora, pero en ese jardín cultivado desde la máxima de Stendhal en que la beauté n’est que la promesse du bonheur.

Fotograma de 'Patience (After Sebald), Grant Gee dir., 2011
Fotograma de ‘Patience (After Sebald)’, Grant Gee dir., 2011

La banda sonora del documental Patience (After Sebald) es parte de un ambicioso proyecto, Everywhere at the End of Time una serie de seis volúmenes del músico inglés James Leyland Kirby bajo el seudónimo The Caretaker. La obra pretende ser una simulación musical de las fases del Alzheimer. Cada volumen es una descripción de los avances de la demencia en un ritornelo que empieza a perder filo hasta el total embotamiento. El recuerdo es como una melodía que se va deteriorando, degenera a medida que avanza en una bruma asfixiada en ruido blanco. Escuchar leídos en voz alta pasajes de Sebald con esa música de fondo es muy placentero. Supuestamente la obra de The Caretaker es un proyecto musical de culto.

Un aspecto que no veo comentado lo suficiente en los estudios sobre Sebald, es lo mucho que deben sus libros a la arqueología industrial. Todos sus libros están poblados de viejas fábricas, edificios industriales, cotos de caza, balnearios, salinas, edificaciones militares u olvidados company towns que marcaron el esplendor y la decadencia de esos paisajes agrestes que recorre el narrador de sus novelas. La arqueología industrial es una disciplina que empezó a cobrar auge en las universidades inglesas justo cuando Sebald empezaba su vida académica en Inglaterra. Ese lustre opaco, ese aroma a vanidad estéril de las utopías que emerge del estudio de las antiguas sociedades industriales, calzaba perfectamente con sus intereses. Las antiguas ruinas son un recordatorio de nuestro fracaso, el mismo sentimiento que recorre este fragmento de Los anillos de Saturno, una recreación de las ideas de Thomas Browne.

“Contra el opio del tiempo que transcurre, escribe, no ha crecido hierba alguna. El sol de invierno presagia la presteza con la que se extingue la luz en las cenizas y nos envuelve la noche. Las horas se van hilvanando una tras otra. Incluso el mismo tiempo envejece. Pirámides, arcos de triunfo y obeliscos son columnas de hielo que se derriten. Ni siquiera aquellos que encontraron un lugar entre las imágenes del cielo han podido mantener su fama eternamente. Nimrod se ha perdido en Orion, Osiris en Sirio. Las mayores estirpes apenas han sobrevivido a tres robles. Dar el propio nombre a cualquier obra no asegura a nadie el derecho al recuerdo, pues quién sabe si precisamente las mejores no habrán desaparecido sin dejar huella”.

Esa deuda con la arqueología industrial es en especial palpable en Austerlitz, en el que además rinde homenaje a Walter Benjamin. Ese sostenido diálogo arqueológico con la era industrial es un guiño al Benjamin del París de Los pasajes. El uso del hierro y el cristal en la arquitectura se imbrican en los análisis de Benjamin, con la disección de las costumbres del París posrevolucionario. Benjamin traslada esa energía de la era técnica a un examen de los atavismos de la política decimonónica, donde ya subyace el sesgo prehistórico de las utopías. La técnica era también quimera.

Pero a Sebald, sin descuidar la historia, le interesa que tales ideas se hagan carne. Austerlitz es el individuo expuesto a la resaca de los poderes y el progreso del siglo XIX, es el minero que cava el túnel desde los rayos de la victoria napoleónica en Austerlitz, hasta los campos de Auschwitz. Su condición es atemporal. Por ello en algún momento de la novela, nos dice que le parecen ridículos los relojes y se opone al poder del tiempo, quiere que todos los momentos coexistan simultáneamente y que las cosas sucedan solo cuando pensemos en ellas. Los momentos de infortunio, dice Sebald, nos cortan todo pasado y futuro.

Incluso hay una frase recogida por Benjamin en su malogrado Libro de los pasajes que no puedo evitar asociar al origen de la novela: “El coche de correos sube a galope tendido por el muelle del Sena. Un rayo cae sobre el puente Austerlitz ¡Que calle la pluma!”, Karl Gutzkow, Cartas de París. Y reza más abajo el comentario de Benjamin: “El puente de Austerlitz fue una de las primeras construcciones en hierro de París. Con el rayo encima se convierte en emblema de la edad técnica.”

El hierro, la técnica, el progreso, un rayo sobre el puente de París. El río Sena sigue su curso a otro ritmo que sabemos hacia donde conduce. La pluma de Sebald aprende a traducir la tragedia. Esa “iluminación profana”, ese “saber sentido”, descritos como conceptos de tintes esotéricos por Benjamin, en la prosa de Sebald se transforman en las alucinaciones lúcidas que describe ese tipo hosco, periférico, que narra en sus novelas. Incluso en la amargura de su desfallecimiento, su soledad, y su silencio hay honduras metafísicas. Austerlitz, la cúspide de la obra de Sebald, es un réquiem al espíritu muerto de Europa, es la descripción de la asfixia moral de las utopías. Durante toda la novela se nos recuerda la frágil frontera entre la vida y la muerte, entre realidad y ensoñación, el desvanecimiento que sorprende a esa mente débil que intenta sostenerse en el mundo extraño al que hemos sido arrojados.

W. G. Sebald es el autor contemporáneo de lengua alemana más leído a nivel mundial. Ni siquiera escritores sólidos como Bernhard o Handke, que el propio Sebald aceptó como referencias estéticas, se le acercan. Además, su influjo es sustancial, las librerías están llenas de imitadores lamentables de su estilo y de otros que lo han leído con más sensatez, y son más cautos en la mímica, aunque sin éxito. No hay en la literatura otra voz con ese tinte oscuro, nada que se parezca a ese flâneur macabro e incisivo de Sebald, interpreta el paisaje como un caos y lee la ciudad como una pesadilla, el progreso agota todo sentimiento puro. Un narrador que avanza solo por curiosidad en un desierto crepuscular, alternando chispazos de vértigo, percepción y reflexión. Sebald quiso escribir al margen de este otro fragmento de Benjamin, también del Libro de los pasajes:

“La embriaguez se apodera de quien ha caminado largo tiempo por las calles sin ninguna meta, su marcha gana con cada paso una violencia creciente, la tentación que suponen tiendas bares y mujeres sonrientes disminuye cada vez más, volviéndose irresistible el magnetismo de la próxima esquina, de una masa de follaje a lo lejos, del nombre de una calle. Entonces llega el hambre. Él no quiere saber nada de los cientos de posibilidades que hay para calmarla. Como un animal ascético, deambula por barrios desconocidos hasta que totalmente exhausto se derrumba en su cuarto que le recibe fríamente en medio de su extrañeza”.

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