Herzog

Al final de su libro Conquista de lo inútil, Werner Herzog escribe algo que más que observación parece poética.

Dice: en la selva todos viven consumidos por el odio.

Y después de leer este diario de los dos años que Herzog pasó en la selva peruana para llevar a cabo su película Fitzcarraldo, no queda más que otorgarle razón.

No sólo las familias indígenas que vivían allí estaban atravesadas por el odio, ese “odio en ebullición” tan fácil de imaginar en un contexto de guerra, sino todos los que trabajaron con él, empezando por los alemanes y norteamericanos que apoyaron el filme hasta los indios que lanzaron sus flechas con puntas de curare en algunas escenas…

La selva misma.

Herzog, quien antes de llevar al celuloide Fitzcarraldo ya había hecho películas tan “cargadas” como También los enanos comenzaron desde pequeños, Aguirre, la cólera de Dios o Signos de vida, donde un militar varado en la isla de Kos enloquece y decide matar a sus compañeros, muestra, en estos apuntes, cómo eso que en su obra podemos clasificar como odio (representado muchas veces desde la histeria, la frialdad o la rabia) está basado en algo más profundo: un asco hacia todo estereotipo y hacia todo lo que la sociedad contemporánea elogia, esa banalidad que como reacción también ha provocado grandes movimientos artísticos…

Conquista de lo inútil, libro que comienza factualmente en 1979 con la búsqueda de locaciones y se extiende hasta 1981, cuando después de muchos contratiempos la aventura Fitzcarraldo llega a su fin (y con la que ganaría el título a mejor director en Cannes al año siguiente), es, más que un making of o cuaderno de trabajo, una suerte de soliloquio de frustraciones, un termómetro.

En él asistimos a las diferentes adversidades por las que tiene que pasar el autor de Nosferatus y a las constantes interrupciones a las que se ve sometido el filme (a veces por falta de capital, a veces por pura inercia), a las rabietas de Kinski y al deseo de la tribu ashininka-campa de asesinarlo (cosa que hubiera sido interesante como neorrealismo en la propia película), a las bajezas de todos los colaboradores y a la soledad de estar en un lugar “enemigo”; soledad, no está de más decirlo, que cobra especial relieve en los apuntes sobre la selva que aquí realiza el alemán, espacio al que califica entre otras cosas de obsceno, espantoso, antierótico, pérfido y malvado.

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¿No vendrá a ser esta especial lucha de Werner Herzog, este odio concentrado contra la madre-natura y la selva en particular, el tema central de Fitzcarraldo, tanto cuando decide vencerla pasando un barco por encima de una montaña como cuando se pierde en ella desafinando a Carusso mientras su vapporetto se aplasta contra el río?

Una de las cosas que quedan claras en Burden of Dreams, la película sobre el rodaje de Fitzcarraldo que hiciera Les Blanks, cineasta norteamericano de culto y realizador de un corto donde el alemán después de perder una apuesta se come uno de sus zapatos, es que la mayoría de los delirios y desenfrenos que sufre el personaje central de la película, quien se gana el dinero en una fábrica de hielo para así poder construir una ópera en medio de ninguna parte, los está viviendo en carne propia el mismo autor (el mismo autor de Fitzcarraldo, digo), quien no sólo ha desatado sus obsesiones, como Brian Sweeney Fitzgerald en la película, avanzando contra la naturaleza e implantando su muy particular relato estético en medio de ella, sino llevando el riesgo también a su propia vida, al enterrarse durante toda la filmación en la selva y al intentar vivir, más que como nativo (cosa que sería lo normal en este caso), como un fantasma atravesado por sus propios delirios, esa voluntad de riesgo que en películas como La Soufrière lo haría filmar durante horas un volcán en erupción, o en Lecciones en la oscuridad, mediometraje de ciencia-ficción según él, observar el fuego de los pozos de petróleo de Kuwait hasta que exploten.

Romanticismo connatural al ser humano, aunque estudiando la tradición e historia alemana, esto parece ser casi su propia invención, y el cual ha hecho que muchas veces las locuras de Herzog (locuras que al final no dejan de ser sólo cine o apuntes particulares sobre un tema) hayan sido interpretados como un coso místico y no como lo que en verdad son: la puesta al límite de un proyecto, la reflexión que todo creador necesita de vez en cuando hacer para así “destruir” su propia frontera.

Herzog, Werner, Stipetic… este último era su verdadero apellido, director que además de este diario escribió otro sobre el viaje a pie que hizo de Munich a París a propósito de la enfermedad de su amiga la crítico y actriz Lotte Eisner, Del caminar sobre hielo, pasará a la historia del cine además de por la enfermedad que condensan la mayoría de sus películas, por su radicalidad, su mirada antropológica y, por hablarle a la sociedad desde ese lado transpolítico donde todos, loquitos o no, podemos encontrarnos.

Y en ese enfrentamiento de él contra sí mismo radica su grandeza, su caricatura y su pathos, si es que todo esto no es uno y lo mismo.

Ojalá el Herzog actual se siente alguna vez a estudiar sus primeros filmes. De seguro, volvería a surgir algo grande.

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2 comentarios

  1. No pudiste decirlo de manera más concisa y directa. El cine de Herzog tiene algo melancólico que se manifiesta como una rabia muy nitzcheana, fuera de época, que se debate con una necesidad de creer en algo más grande y puro, imposible, que lo que hay.

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