Peter Handke
Peter Handke

He estado mucho tiempo sin leer a Peter Handke: las causas son diversas, pero en última instancia pueden reducirse a dos, más o menos inextricables: la asidua frecuentación de la obra de su coterráneo Thomas Bernhard (a mi juicio, el mejor escritor austríaco del siglo XX y, en lengua alemana, solo superado por Franz Kafka); la lectura de un interesante ensayo de Miguel Sáenz[1] (principal traductor al español de Bernhard y muchos otros autores austroalemanes) que parecía sugerir, pese a las numerosas matizaciones proferidas por el gran intelectual, una infranqueable línea divisoria entre ambos escritores: Joseph Brodsky observó, memorablemente, que en su libresca y alcoholizada juventud la preferencia por Tolstoi o Dostoievski podía disolver la más sólida de las amistades: mutatis mutandis algo muy parecido –insinuaba Sáenz– sucedía con los dos narradores austríacos. Ningún lector acérrimo de Bernhard podía tomar en serio a un “pequeño preciosista de la piara de Stifter” (las zahirientes palabras pertenecen, qué duda cabe, al vitriólico ermitaño de Nathal, no al comedido traductor español). A semejante insulto Handke respondió, creo recordar, que Bernhard era “un estilista brillante, pero en última instancia vacuo y repetitivo”. Ambos, como es natural, exageraban. Y aunque mi pasión por la prosa de Bernhard permanece intacta, ahora, muchos años después de mi primer, desafortunado encuentro con un libro de Handke, que confirmó mis peores prejuicios (no recuerdo su título, pero eso no importa: era esencialmente olvidable), puedo contemplar su obra con mayor serenidad y justeza: no es Bernhard, ciertamente, pero no tiene por qué serlo: algunos de sus textos son obras maestras por derecho propio. Entre estas últimas mi favorita es la espléndida novela La doctrina del Sainte-Victoire.

Se trata de un texto arduo, de gran densidad intertextual y supremo refinamiento estilístico: una especie de narración ensayística que funde el Bildungnsroman más o menos clásico[2] con la digresión sobre artes plásticas, la más sofisticada road-novel (afortunadamente del todo ajena a Kerouac y sus diligentes imitadores) y aun los escarceos con cierta experiencia mística o visión de lo Absoluto (al menos en la medida en que un agnóstico puede experimentar algo parecido). Desde el inicio mismo, la muy distintiva, melancólica voz del narrador en primera persona nos indica que nos encontramos en pleno territorio Handke, un lugar extraño sin apenas paralelo en la literatura contemporánea: “De vuelta a Europa necesitaba escribir todos los días y releía de un modo nuevo muchas cosas […] En cierta ocasión, en medio de los colores me sentí como en mi elemento. Los matorrales, los árboles, las nubes del cielo, incluso el asfalto de la calle tenían un brillo que no era ni de la luz de aquel día ni de la estación del año. El mundo de la Naturaleza y el de las obras del hombre, el uno a través del otro, me depararon un momento de beatitud que conozco por las imágenes de la duermevela […] y al que se le ha llamado el nunc stans: momento de eternidad”.

Bueno, después de un comienzo así lo difícil es sostener esa tesitura:[3] la primera frase, con su tersa alusión a un complejo pasado que solo podemos intuir oscuramente a lo largo del texto, posee una rara calidad, una enigmática y lapidaria potencia que en vano buscaríamos en la mayoría de los narradores contemporáneos de cualquier lengua. Por otra parte, el fragmento que sigue resulta deslumbrante pero también misterioso y casi perturbador: ¿a qué se refiere el narrador con una afirmación semejante? No puede tratarse de una experiencia mística en sentido estricto (el personaje menciona en varias ocasiones su profundo escepticismo en todo lo concerniente a la religión) pero sí de una “iluminación profana” (para utilizar la expresión de Walter Benjamin), cuya intensidad y potencial epistemológico apenas pueden ser exagerados: una apertura a zonas hasta entonces insospechadas de lo real; una auténtica conmoción espiritual que tendrá enorme importancia en el desarrollo de su escritura.

Ahora bien, resulta lícito preguntarse: ¿qué lo condujo a las enrarecidas cumbres de la mística atea?[4] Todo comenzó, según parece, con la inmersión profunda en la pintura de Cézanne: hacia 1978, el protagonista visita una exposición dedicada al gran artista francés y, bruscamente, se siente al borde de una revelación decisiva: “Los cuadros de Cézanne que allí contemplé fueron para mí objetos iniciáticos […] Oscuridad, caminos, construcciones, fortalecimiento, trazo, ojos que se oscurecen: sí, era la conmoción. «El cuadro empieza a temblar», anoté entonces. «Una liberación tal que puedo alabar y ensalzar a alguien»” Enfaticemos una vez más que, a pesar de la profusión de metáforas que normalmente asociaríamos con el misticismo cristiano (“conmoción”; “temblar”; “alabar y ensalzar a alguien”),[5] la experiencia no es, rigurosamente hablando, de orden religioso.[6] Se trata, más bien, del abrasador contacto con el Absoluto Estético al que Mallarmé aludió en su famosa carta a Cazalis: “Excavando el verso hasta ese punto he encontrado dos abismos que me desesperan. Uno es la Nada… el otro la Belleza”. Así dijo Mallarmé, ese supremo fanático de la forma, y la conjunción de nihilismo y grandeza estética no resulta precisamente desconocida en las décadas posteriores (Valéry, Gottfried Benn, Paul Celan, son solo algunos de los más grandes artistas verbales que encarnan esta dualidad o tensión). Sin embargo, este no es el camino de Handke: el éxtasis ante la Belleza reviste muchas formas e incluye, sin duda, el abrumador sentimiento de “serenidad radical […] silencio y calma absolutos en los cuadros de Cézanne. Sí, a él debo haber estado en medio de los colores […] y que incluso el asfalto de la carretera se me apareciese como sustancia coloreada”.

Bien, sea lo que sea que esto signifique (pues la prosa lírica de Handke no ofrece mayores precisiones), podemos suponer que, en cualquier caso, se trata de una experiencia decisiva para el narrador-protagonista: es como si los cuadros de Cézanne le hubiesen enseñado a contemplar la realidad de otra manera que ni siquiera imaginaba posible: un desgarramiento del velo que antes le impedía percibir la esencia del mundo visible, una apertura a “los misterios de la forma” que sería decisiva para su futuro como escritor.

Y es que, efectivamente, la lección de Cézanne no residía, pese a todo, en una nebulosa e incomprensible retórica: se trataba más bien de un sistema ordenado de procedimientos, un conjunto de prácticas, en definitiva un saber de la técnica que le permitía pintar exactamente lo que deseaba: “con el tiempo su único problema fue la realización («réalisation») de lo terreno […] de la manzana, de la roca, del rostro de un ser humano. Lo real era entonces la forma alcanzada; la forma que no lamenta la desaparición de las cosas en los avatares de la historia, sino que transmite un ser en paz. El arte es sólo esto. Pero justamente lo que le da a la vida su gusto es lo que al transmitirlo se convierte en problema”. [7] Definición prodigiosa que desmiente la supuesta “ingenuidad conceptual”[8] de los pintores y cuya aplicación al plano literario se convierte en la mayor ambición del protagonista: es en este sentido que debemos entender su interés por Cézanne y la paciente elaboración de lo que en un momento llama “la doctrina del Saint Victoire”: una compleja, por momentos esotérica, y sin embargo gozosa teoría de la escritura.

Es conocida la frase de Auden según la cual ciertos artistas, en momentos de crisis, adoptan posturas extremas para renovar su sistema de metáforas. Creo que esa extraordinaria idea puede facilitarnos la intelección de esta abstrusa “doctrina secreta”: el protagonista estaba inmerso en una profunda crisis existencial que afectaba también su escritura. Inopinada, venturosamente, entra en contacto con los lienzos de Cézanne: una súbita iluminación comparable a la de los místicos cristianos se produce que nada tiene que ver, sin embargo, con dogmas religiosos, pero todo con una decisiva epifanía de la forma, con los más profundos arcanos de la estética: “Cézanne decía que él no pintaba «al natural», en absoluto, que sus cuadros eran más bien «construcciones y armonías que guardaban un paralelismo con la naturaleza […] quizás por eso, en el reino del gran pintor me veía como cobijado entre los objetos de su paisaje […] y el derecho a escribir que yo necesitaba se anunció ya aquella vez bajando del Saint Victoire”. A partir de ese momento, la tarea del narrador está clara: todo estriba en cómo utilizar en su escritura –por medio de sinuosas, dilatadas metamorfosis–[9] esta complejísima noción estructural. En pocas palabras, se trata forjar un conjunto de procedimientos (puramente literarios) para obtener, por medio del relato, pues siempre se trata, al menos para él, de prosa narrativa, un efecto similar al que, en la pintura de Cézanne, desemboca en “un augusto silencio […] un estado de tranquilidad y alegría […] el mar de silencio, el apaciguamiento que a veces conocemos también en la prosa de Flaubert”. Y finalmente lo logra: es la asombrosa novela que ahora leemos: algo sucede entre las palabras y más allá de ellas: fulgura así, en todo su recóndito esplendor, la doctrina del Saint Victoire.


Notas:

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[1] “Thomas Bernhard, Peter Handke: una comparación”.

[2] Aunque en esta ocasión se trataría de la educación de un escritor ya maduro que rememora su existencia tras experimentar una serie de epifanías: en definitiva, una segunda formación del sujeto que invierte el paradigma clásico de esta forma narrativa.

[3] Aunque, como es natural, Handke lo consigue con soltura.

[4] Acaso el menos explorado de los territorios concernientes a la experiencia extática o unio mystica.

[5] ¿Pero a quién, precisamente, cuando el narrador se ha declarado un escéptico?

[6] Excepto en el sentido del gran aforismo de Novalis según el cual “todo fenómeno que alcanza una excepcional intensidad es esencialmente religioso”. Pero el poeta no se refería a ninguna forma organizada de religión.

[7] ¿Solo esto? Bueno, aquí la ironía resulta evidente: porque, en rigor de verdad, “esto” es lo más difícil de todo para un auténtico artista.

[8] Pero, naturalmente, no puedo evitar preguntarme cuánto de eso pertenece realmente a los cuadernos de Cézanne y cuánto al propio Handke (o a su protagonista, si queremos mantener la convención de que son diferentes: a estas alturas está claro que se trata de una autobiografía apenas ficcionalizada). En cualquier caso, el concepto de “realización” es completamente suyo. Por otra parte, no olvidemos que algunos pronunciamientos gnómicos de Edgar Degas consiguieron impresionar a tipos tan abrumadoramente perspicaces como Mallarmé y Valéry: parece obvio que muchos pintores saben más de lo que dejan traslucir.

[9] Nada tiene esto que ver con la mera écfrasis: ¡el hombre no está interesado en describir los cuadros de Cézanne, ni mucho menos!

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