La escritora francesa Annie Ernaux, Premio Nobel de Literatura 2022
La escritora francesa Annie Ernaux, Premio Nobel de Literatura 2022

Presentación

Según una aguda observación de Barthes, la obra mayor de Proust funda su singularidad estética en un modo de decir yo que se refiere al mismo tiempo al autor, al personaje y al narrador de En busca del tiempo perdido. En el caso (mutatis mutandis) de Annie Ernaux, merecedora del Premio Nobel de Literatura 2022, habría que convenir en que el contorno específico de su escritura alcanza su definición mejor (coge cuerpo, habría dicho Barthes) cuando el yo dicho por la narradora amplifica su radio semántico hasta abarcar no solo a la entidad individual de la autora, sino también a un nosotros que representa a todo un conjunto social y demográfico cuya voz se deja escuchar detrás de la de la autora. La propia Ernaux explica todo esto mucho mejor en el breve ensayo que reproducimos a continuación, significativamente dedicado a una noción transpersonal del yo al que responde una escritura situada “a medio camino entre la literatura, la sociología y la historia”. El segundo texto que presentamos, un obituario dedicado a Pierre Bourdieu, es testimonio de la impronta que esa escritura supo recibir de uno de los hitos fundamentales de la sociología francesa del siglo XX.

A lo largo de Les Années (Los años, 2008), su libro más ambicioso, el paralelo con el ciclo novelístico proustiano es planteado, por contraste, reiteradamente. Allí Ernaux (la autora que es también narradora) registra sus frustrados intentos por producir la obra que pueda unificar las sucesivas estaciones de su vida y fijar una imagen persistente del yo esencial que subyace a todas ellas. Ernaux llega a implorar la llegada de una magdalena que le franquee el camino a esa particular recherche du temps perdu. La magdalena, desde luego, no llega (ni el paso sobre unas baldosas desiguales de un patio de Guermantes, la rigidez de una servilleta o una sonata de Vinteuil), pero sí la revelación de la opción formal por la “autobiografía impersonal”. Es decir, eso que hace de Les Années un fresco –según un símil plástico que repite la crítica– de la sociedad francesa desde la segunda posguerra a la primera década del siglo XXI; pero un fresco puntillista, que sostiene su eficacia en la profusa acumulación de vestigios de discursos, vivencias, dogmas, mitos y rituales colectivos que reconstruyen no ya el sucedáneo de un moi profond proustiano, sino la memoria de una comunidad (de un nosotros) por la que cobra sentido y consistencia un yo transpersonal, y la singular literatura de Annie Ernaux.

Juan Manuel Tabío

Hacia un yo transpersonal[1]

Hacer la historia de mis textos me parece tan arriesgado como hacer la de mi vida. ¿Cómo explicar un proceso cuyas causas y efectos no se me aparecen con claridad, porque cada proyecto es la expresión de un deseo, de un “es más fuerte que yo”? Dicho esto, sospecho que hay otra razón en esta reticencia a dar marcha atrás: iluminar el modo en que mis libros han sido escritos no me sirve de nada para lo que estoy escribiendo en el presente (siempre es de noche cuando levanto la vista al frente). Si acaso pueda ser de utilidad a otros o a cierta historia de la escritura, no lo sé.

Cuando empecé a escribir Los armarios vacíos, me propuse sacar a la luz no la totalidad o una parte de mi vida pasada, sino una dimensión de ella: el tránsito desde un mundo popular a un mundo culturalmente dominante, merced a la educación. Recuerdo que de entrada se presentó la cuestión de la enunciación: ella o yo. Indecisa, lo eché –no era la primera vez– a la suerte. El azar decidió yo, pero el hecho de que no volviera a preguntar a la fortuna demuestra que el golpe de dados se correspondía con mi preferencia. La forma novelística se había impuesto como una evidencia. Escribiría la historia de Denise Lesur, de veinte años, quien, mientras va a abortar en su habitación de la ciudad universitaria, en los años sesenta, rememora su infancia y su adolescencia, hasta llegar a ese momento. Una estructura muy tradicional. Es así como yo analizo ahora esa decisión espontánea, inconsciente:

—Mantener la duda acerca de la identidad de ese yo conmigo misma, la autora (incluso si no estaba para nada segura de que sería publicada, había que ser previsora). La ficción protege, es una posición ambigua pero inexpugnable. Nadie tendría derecho a decir “Denise Lesur eres tú”. En efecto, yo iba a descubrir que es más fácil declarar en una entrevista “Denise desprecia a sus padres” que “yo despreciaba a mis padres”.

—Gozar de la mayor libertad de escritura. La máscara novelística sorteaba todo tipo de censuras interiores, me permitía ir lo más lejos posible en la exposición de los inefables familiares, sexuales, escolares, en un modo violento y mordaz.[2]

—“Hacer” literatura. En esa época, para mí, la literatura era la novela. Sentía la necesidad de convertir mi realidad personal en literatura: solo al convertirse en literatura, llegaría a ser “verdadera” y algo más que una experiencia individual. De forma espontánea yo hacía uso de esa forma en la que entonces encarnaba, para mí, la literatura.

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Escribí tres libros con esta creencia. No la cuestiono en el caso del tercero, La mujer helada, porque admito que el rótulo de novela aparece en la portada pero el yo es, ahí, anónimo, y deja lugar a una duda más sólida acerca de su correspondencia con la autora. Por otro lado, el relato está construido sobre el modelo del recuerdo, desde los orígenes a un presente indeterminado (por “helado”) que podría ser tanto el de la autora como el de la narradora. Un estatuto, por tanto, incierto el de ese libro, que se hacía manifiesto cuando los lectores me atribuían a menudo, sin desvío, la experiencia de la narradora, sin que yo me tomara la molestia de rectificarles: “se trata de la heroína, no de mí”.

Paradójicamente, lo que me hizo desviarme de la forma novelística fue el proyecto de escribir sobre alguien distinto de mí, el proyecto de escribir sobre mi padre. No abruptamente sino en un proceso que duró varios años (una decena de borradores de novela –uno de ellos de cien páginas– son testimonio de mi dificultad de abandonar este género, y también de mis bloqueos) durante los cuales llegué a cuestionar la escritura en general, su función y su sentido como práctica.[3] Llegué así a esta convicción: el único medio para evocar una vida en apariencia insignificante, como la de mi padre, y de no traicionar (la clase social de la que yo había salido y que me proponía tomar como objeto) era representar la realidad de esa vida y de esa clase a través de medios precisos, de palabras escuchadas, de los valores de una época. El nombre que di a ese empeño y al manuscrito, hasta que lo terminé –el título de El lugar se impondría a última hora– traduce claramente mi intención: “Elementos para una etnografía familiar”. Advertía muy fuertemente que la novela era una especie de fraude. Hacer de mi padre un personaje, de su vida un destino fictivo, se me aparecía como la persistente traición de la vida en la literatura (incluso si ya no me preocupaba por situarme adentro o afuera de ella).

Naturalmente, si él remitía a una persona real, lo mismo debía ocurrir para el caso de yo. Cualquier ambigüedad en ese sentido habría privado al libro de su razón de ser. Yo me inscribía en el texto como la hija que había compartido el mismo mundo que mi padre, un obrero que había llegado a ser pequeño comerciante, y como narradora, una profesora que había accedido al mundo de la palabra “legítima”. Me encontraba, pues, en una encrucijada, ante una distancia real que el texto expone, que es imposible de disimular, porque en un libro como ese la posición social y cultural del narrador no es asunto menor.

De manera que mi tránsito del yo fictivo al yo verídico no vino dado por una necesidad de quitarme la máscara, sino que estuvo vinculado a un nuevo empeño de escritura, que en Una mujer yo defininiría como “algo a medio camino entre la literatura, la sociología y la historia”. Con eso quiero decir que lo que busco es objetivar, con medios rigurosos, lo “vivo”, sin abandonar la especificidad de la literatura: a saber, la exigencia de escritura, el compromiso absoluto del sujeto en el texto. Esto quiere decir también, por cierto, que rechazo cualquier filiación a un género preciso, sea novela o incluso autobiografía. Tampoco me parece adecuada la de autoficción. El yo empleado por mí se me figura como una forma impersonal, apenas sexuada, en ocasiones incluso más una palabra del “otro” que una palabra de “mí”: una forma transpersonal, en resumen. No constituye un medio para construirme una identidad a través del texto, sino de aprehender, en mi experiencia, los signos de una realidad familiar, social o pasional. Creo que ambas alternativas se encuentran en posiciones diametralmente opuestas.

Bourdieu: la pena[4]

El modo en que la muerte de Pierre Bourdieu fue anunciada y comentada en los medios, el 2 de enero al mediodía, fue llamativo. Unos minutos al final del noticiero, insistencia –como si se tratara de la alianza incongruente, impensable en estos días, de esas dos palabras– en “el intelectual comprometido”. Por encima de todo, el tono de los periodistas era muy revelador: era el tono del respeto lejano, del homenaje distante y estereotipado. Evidentemente, más allá del rencor que hubieran podido abrigar contra aquel que había denunciado las reglas del juego mediático, Pierre Bourdieu no era tenido por uno de los suyos. Y el desfase se revelaba inmenso entre el discurso escuchado y la tristeza que, al mismo tiempo, poseía a miles de personas, investigadores y estudiantes, docentes, pero también hombres y mujeres de toda condición para los cuales el descubrimiento de los trabajos de Pierre Bourdieu constituyó un punto de inflexión en su percepción del mundo y en sus vidas.

Leer en los años setenta Los herederos, La reproducción, más tarde La distinción, fue –es, siempre– recibir una violenta sacudida ontológica. Empleo deliberadamente este término de ontológico: el ser que creíamos que era ya no es el mismo, la visión que teníamos de nosotros mismos y de los otros en la sociedad se desgarra, nuestro lugar, nuestros gustos… nada es ya natural, y se da por sentado en el funcionamiento de las cosas aparentemente más ordinarias de la vida.

Y, si provenimos de estratos sociales subalternos, la aceptación intelectual que acordamos a los rigurosos análisis de Bourdieu va acompañada del sentimiento de la evidencia vivida, de la veracidad de la teoría, por así decirlo, garantizada por la experiencia: no es posible, por ejemplo, rechazar la realidad de la violencia simbólica cuando la hemos padecido, en nosotros mismos y en nuestros seres cercanos.

Tuve ocasión de comparar el efecto de mi primera lectura de Bourdieu con la que había hecho de El segundo sexo de Simone de Beauvoir quince años antes: la irrupción de una toma de consciencia de la que no había vuelta atrás, aquí sobre la condición femenina, allá sobre la estructura del mundo social. Irrupción dolorosa, pero a la que seguía un júbilo y una fuerza particulares, un sentimiento de liberación, de soledad quebrantada.

Sigue siendo para mí un misterio y una tristeza que la obra de Bourdieu, que entiendo como sinónimo de liberación y de razones para la acción en el mundo, haya podido ser percibida como un proyecto de sumisión a los determinismos sociales. Siempre me ha parecido, más bien al contrario, que, al sacar a la luz los mecanismos ocultos de la reproducción social, al objetivar las creencias y los procesos de dominación inconscientemente interiorizados por los individuos, la sociología crítica de Bourdieu desfataliza la existencia. Cuando analiza las condiciones de producción de las obras literarias y artísticas, los campos de lucha en los que estas surgen, Bourdieu no destruye el arte, no lo reduce; simplemente lo desacraliza, hace con él lo que es mucho mejor que una religión: una actividad humana compleja. Y los textos de Bourdieu han sido para mí una incitación a perseverar en mi empeño de escritura, a decir, entre otras cosas, eso que él llamaba lo reprimido social.

El rechazo que enfrentó, a menudo con una violencia extrema, la sociología de Pierre Bourdieu, me parece que se debía a su método y al lenguaje que le es propio. Proveniente de la filosofía, Bourdieu rompió con el manejo abstracto de los conceptos que están en su fundamento (lo bello, el bien, la libertad, la sociedad), y les dio contenidos que estudiaba concreta, científicamente. Bourdieu reveló qué significaba en la realidad lo bello cuando se es agricultor o profesor, qué significaba la libertad cuando se vive en un suburbio industrial de Aulnay-sous-Bois, y explicó por qué los individuos se excluyen a sí mismos de aquello que tácitamente los excluye de todos modos.

Como en la filosofía y, en el mejor de los casos, en la literatura, es, ahora y siempre, de la condición humana de lo que se trata; pero no de un hombre general, sino de los individuos tal como son inmersos en el mundo social. Y si un discurso abstracto, que se mantiene por encima de las cosas, o profético, no perturba a nadie, no ocurre lo mismo cuando te presentan el abrumador porcentaje de niños procedentes de medios intelectual o económicamente dominantes en las grandes escuelas, o cuando te ponen al descubierto de manera rigurosa las estrategias del poder, aquí y ahora, y esto tanto para los sectores universitarios (homo academicus) como para los mediáticos.

Cuestión de lenguaje: substituir, por ejemplo, los términos “medios o gentes humildes” y “estratos superiores” por “dominados” y “dominantes” es cambiarlo todo; es, en lugar de una expresión eufemística y naturalizada de las jerarquías, poner de manifiesto la realidad objetiva de las relaciones sociales.

La obra de Bourdieu, entregada como la de Pascal a destruir las apariencias, a volver manifiesto el juego, la ilusión, el imaginario social, no podía menos que encontrar resistencias en la misma medida en que contiene fermentos de subversión, en que persigue propiciar una transformación del mundo, ese mundo cuya miseria quedó expuesta en el más conocido de los trabajos que dirigió junto con su equipo de investigadores.

Si, con la muerte de Sartre, experimenté el sentimiento de que algo terminaba, de que sus ideas dejarían de estar activas, de que pasaban a la historia, no ocurre lo mismo con Pierre Bourdieu. Si somos tantos los que sentimos la pena de su pérdida –me atrevo, cosa que hago raramente, a decir nosotros, en vista de la onda fraternal que se ha propagado espontáneamente tras el anuncio de su muerte–, también somos muchos los que pensamos que la influencia de sus descubrimientos, de sus conceptos y de sus obras, no va a cesar de crecer. Tal como ocurriera con Jean-Jacques Rousseau, a propósito del que alguno de sus contemporáneos se escandalizaba porque su escritura había enaltecido al humilde.


Notas:

[1] Publicado originalmente en el volumen colectivo Autofictions & Cie., dirigido por Serge Doubrovsky, Jacques Lecarme y Philippe Lejeune (Nanterre, 1994).

[2] Sin embargo, me pregunto si la mayor libertad no me era dada más bien por lo insegura que sentía la posibilidad de la publicación. Cuando supe que mi manuscrito iba a ser editado, quedé aterrada, bruscamente consciente de lo que había escrito.

[3] Diversos acontecimientos de orden privado o público –por ejemplo, el encargo de dictar un curso sobre autobiografía– influyeron en ese cuestionamiento. Ciertamente, casi siempre ha sido la vida la que me ha obligado a reconsiderar la escritura.

[4] Aparecido originalmente en el diario Le Monde el 5 de febrero de 2002, día de la muerte de Pierre Bourdieu.

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