Fina en La Habana, 1938
Fina en La Habana, 1938

Para Enrique Saínz, quien hubiera disfrutado a plenitud este libro

La narrativa acerca de la vida propia, denominada, según encasillamientos de géneros literarios, autobiografía o memoria, ostenta rasgos distintivos, y sobresalen, entre ellos, el propósito del autor de definir su identidad en contextos históricos. Quizás es la razón de ser un género mayormente cultivado en la adultez, un poco por aquello de dejar constancia y de salvar lo que se puede perder por la cercanía o la ya irrupción de la senectud.

Cuando terminamos la lectura de Pequeñas memorias,[1] volumen de la gran poeta y ensayista cubana Fina García Marruz, nos sorprende a todos su fecha de escritura (1955) pues la autora apenas tenía 32 años. Pero más allá de este dato contradictorio en términos de lo usual, y que puede conducir hasta a especulaciones válidas (al permanecer inédito hasta hace apenas unos meses), en cuanto a si realmente no fue este un libro “tejido y destejido durante las tres décadas posteriores”,[2] los lectores experimentamos al recorrer sus páginas una especie de éxtasis. Y no necesariamente solo por lo anecdótico, sino por la excepcionalidad de sus reflexiones (con una agudeza que quita el aliento, como señala su sobrina Josefina de Diego, a quien le debemos casi en su totalidad la circulación del libro).[3] Reflexiones en torno a los comportamientos de aquellos seres humanos que la acompañaron durante sus primeros años, que parten apenas de un gesto, un atuendo, el cruce o fijación de una mirada; sobre esa imprescindible y necesaria piedad para poder salvarnos, o al menos redimirnos en este mundo tan infausto, y que solo es alcanzable en comunión con Dios; sobre el poder de salvación y de reinvención de la poesía… Y, entre otras muchas más distinciones de esta gran obra, está también su valorable empeño de salvar del olvido un fragmento de una época crucial de nuestra nación. Tal pareciera que la autora, como pitonisa, adivinara lo que con estrépito y velocidad supersónica acaecería a partir de cuatro años después del término de la escritura de su texto: la pérdida de muchos valores del pasado reciente que evoca, no solo ya por el inevitable decurso de los años, sino por la casi expedita vocación de tratar de borrarlos de manuales, conversaciones oficiales y de la memoria colectiva.

La mayor parte de los críticos de la obra poética de Fina García Marruz se han referido a ese don suyo de simultanear lo que se ve y lo que se oculta para llegar al feliz término de una verdad superior, sorprendentemente natural, y que como afirmó uno de sus principales estudiosos, Jorge Luis Arcos, le permite “convocar las apariencias más humildes, las realidades más sencillas o escuetas, y estas, de repente, adquirir como un legendario prestigio, una antigua realeza, un señorío natural, inmune a todo artificio literario”.[4] Por su parte, el ensayista y también compilador en Cuba de su obra poética completa, Enrique Saínz, nos habló de cómo ya desde su adolescencia García Marruz comenzó a “detener su mirada en los extraordinarios prodigios de la cotidianidad, en los detalles cálidos de la intimidad familiar, en los hechos e imágenes de la penumbra de la casa o de las luces de afuera o de adentro que se desplazan y caen en los objetos silenciosos y graves”.[5] Sin ninguna duda en Pequeñas memorias tal don también se hace explícito de manera confesional.

La pequeña Fina
La pequeña Fina

Cuando se leen poemas recogidos tanto en sus primeros libros como en los sucesivos, existe una manifiesta concatenación de situaciones, ambientes y personas a los que la autora vuelve reiteradamente en los distintos géneros que cultivó. De tal suerte, en el caso de las personas, uno de sus primeros poemas escritos en la adolescencia (“Dedicatoria”), y que a su vez es el pórtico de poemas agrupados por la autora muchos años después bajo el título de Hora temprana, recrea versos de Augusto de Castro, Kipipo, singular amigo de las hermanas García Marruz en sus iniciales años de estudio en el Instituto de La Habana. Y es justo este Augusto la figura cimera de “Octubre”, primer capítulo de Pequeñas memorias. Versos como “Despreocupadamente, cada día / todo Neptuno andábamos, qué hablando”,[6] parecen anteceder, precisar detalles y/o completar el sentido y a un tiempo doloroso retrato, por su ya ausencia, un poco en suspense, que de él nos traza Fina.

Y de añoranzas y nostalgias está lleno este libro, de hecho, sin que en algunos casos exista aún una totalidad en las desapariciones físicas. Augusto, Gastón Baquero y algunos familiares sí son evocados con la certeza de ya no estar, y a ellos le dedica capítulos completos. Pero no así a otros, que entran y salen con variada preponderancia, según sea el centro del capítulo donde figuran. Con rigor y buen tino Josefina de Diego seleccionó de los álbumes familiares un conjunto de estupendas fotos que conforman un dosier, las cuales, por sus fechas en los pies, ilustran casi cronológicamente las instancias narradas por nuestra gran poeta y algunos de sus principales personajes actuantes. Pero es tal la maestría de García Marruz al evocarlos que bien podríamos prescindir de esas fotos sin que con esto se opacara la fuerte impronta dejada por cada uno, en ocasiones, incluso, mediante una o apenas dos oraciones caracterizadoras. Desfilan una madre que llena los espacios con un optimismo a ultranza y que salta barreras de la época sin estar consciente en lo absoluto de ello; un tío hermoso y medio saltimbanqui, que, aunque nunca conocido personalmente formó parte de la mitología infantil; una abuela regañona y recta; o unas tías singulares e inolvidables… De Julieta, una de las de la rama materna, que ocupan con sus historias el capítulo “Los Badía”, luego de describírsele su belleza y andar desafortunado en amores, nos dice Fina:

A ninguna queríamos más tampoco que a ella […]. Era tan tímida con nosotras que había que adivinarle lo que nos quería, y solo después de muerta, cuando vinieron a casa aquellas toscas compañeras de la fábrica de cigarros en que trabajó cuando empezó la mala época, nos vinimos a enterar de que “la princesa”, como le decían al principio, aunque después se hizo querer de todas, llevaba nuestras notas de “sobresaliente” del colegio para enseñarlas con orgullo.[7]

Si hay ternura, sagacidad, ciertos rencores por las críticas recibidas en la infancia, también encontramos un humor y sarcasmo al caracterizar, los cuales, aunque con cierto recato, no dejan de ser incisivos, agudos, como lo es ante la nariz sobresaliente de la tía amargada de la familia paterna (Gloria); la estulticia de la directora de la escuela donde estudian ella y su hermana Bella; lo abominable que le parecen las recitaciones, aún de poetas sublimes cuando son adornadas de vacuidades y alabastros interpretativos; de la simplona religiosidad de su madre, imaginándose esta una dulce reencarnación convertida en un árbol de manzano.

- Anuncio -Maestría Anfibia

Del ámbito familiar la autora transmite su casi absoluta veneración por dos seres. Ellos son su hermana Bella y su padre Sergio. De la primera, ya desde sus líneas introductorias al cuaderno en que se convirtió este libro, sabemos cuánto añora Fina su ya no perenne e inefable compañía, y luego, a lo largo de las páginas, leemos expresiones y juicios sobre ella que son como brochazos sobre un óleo amado e insustituible. No dejo de recordar, pues, la evocación que hace de las manos de Bella, y que por lo conmovedora cito: “¡Cómo me gustaban sus manos, que ella escondía si alguien las miraba! Nudosas y quizás algo grandes para su edad, ocupadas en pequeños servicios o en esconder algo para sacarlo de pronto por sorpresa para alegrarme, siempre me parecieron las más buenas y bellas del mundo”.[8] Al padre le dedica el capítulo tercero, y en él, si algo resulta apasionante, es cómo desde la distancia (para el tiempo en que fueron escritas estas memorias ya él había fallecido) plasma con honestidad y a un tiempo comprensión el trazado de cuándo comenzó la brecha generacional que trae consigo la autonomía de los hijos, la percepción del lugar cimero que ocupan en la vida de los padres, lo cual implica una “emoción y conmiseración nuevas”.[9] Esa distancia inevitable que hace disminuir la obnubilación y la copia mimética ocurrida durante la niñez, es narrada por Fina con ternura y con ese doloroso sentimiento de pérdida que recorre todo el volumen:

¡Cómo nos esperaba todos los días, como un novio, cómo se valía de mil recursos regocijados o patéticos para que no nos fuésemos, qué triste era verlo en la puerta, quedarse todavía un rato (cuando ya no nos tenía más que a nosotras en el mundo) para decirnos adiós! […] Cuando ya no lo tendría añoraría siempre aquellas tardes en que estaba enferma y podía recibir una carta suya escrita en las hojas de sus recetarios, entre dos consultas, enviando dinero para que me hicieran “unos pollitos”, quejándose de alguna tristeza, a la vez que dirigiéndome alguna ocurrencia rápida en la que siempre brillaba algún rasgo feliz.[10]

Sentimiento de pérdida, sí, que es preponderante en muchos de sus poemas y que se complementan o repiten:

¡Ah el comedor oscuro y atestado
de libros viejos! Por pasillo umbrío
llegábamos a ti, con suave brío
de otoño, del vitral del mar morado.

 ¿Todavía papá está trabajando
en la otra sala gris y silenciosa?
¿Lo esperamos aún o no ha tornado
de la luz encendida y prestigiosa?

 ¡Ah el uniforme demasiado grave
–mangas largas cubriendo mano breve–
y los libros de versos, de olor suave

 de otoño, entre la tarde fiel leídos!
¿Ya solo estás en mi memoria leve
tú que eras más real que yo, sol ido?[11]

Pero no solo hay pérdidas. Están aquí narradas dos ganancias inmensas obtenidas en su adolescencia y primera juventud, de las cuales ya nunca más logró estar lejos y que marcaron el rumbo definitorio y definitivo de su vida: su comunión con Dios y el quehacer poético. Ambas experiencias no pueden desligarse, no transitan caminos alejados, sino todo lo contrario. Como ha afirmado el ensayista Duanel Díaz Infante, en una reseña de este volumen, “se diría que de alguna forma era ya católica sin saberlo, a partir de la poesía”.[12] Si en capítulos anteriores ya Fina García Marruz, a intervalos, nos ha ido revelando la inefable compañía que le reportan las lecturas (a la espera del padre, en sus recorridos en tranvía, en el silencio de la habitación…) paralelamente en el casi esplendoroso capítulo titulado “’Y lloró Jesús’” es que asistimos a su conversión al catolicismo, directamente vinculada al poder de la palabra escrita. Al relatar sus primeros encuentros con los Evangelios, primero a viva voz por parte de Cintio Vitier, confiesa con apabullante honestidad cómo hasta ese momento solo los deslumbramientos prodigados por la poesía eran capaces de conmoverla, pero justo el afianzado ya conocimiento de esta es el que le permite aquilatar la Voz sincera, creíble y convincente que habla de la verdad de Dios y de la vida con una autoridad irrebatible. Angustia, zozobra, sorpresa, razonamiento racional hasta llegar a la absoluta emoción religiosa son descritos mediante las metáforas y símiles de esa prosa suya, que, al mismo tiempo, es diáfana, didácticamente explicativa, como cuando describe ese camino de permiso de entrada de Dios a su alma con el sigilo y el lento andar de reconocimiento a aquella casa vacía en que finalmente se habitará para siempre.

Fina García Marruz
Fina García Marruz, 1934

Quizás “’Y lloró Jesús’” es el capítulo de mayores registros de prosa de todo el libro y el más cercano a sus posteriores textos ensayísticos sobre la poesía y, por qué no, a los que dedicó a la entrega y al verbo martianos, a pesar de su brevedad. Y es que en él la autora alterna con genialidad los tonos confesionales, los filosóficos, los poéticos (naturalmente), lo narrativo cronológico y hasta da cabida a leves comentarios que incitan a la sonrisa, sin que implique chanza, por supuesto (como cuando hace alusión a su rechazo a la “milagrería”). Los capítulos dedicados a la familia y a las casas que habitó pudieran calificarse de más cronísticos, de más explícitos en el propósito propio del género de salvar del olvido lo que ya no está. Se entremezclan entre sí y van tejiendo un entorno epocal muy preciso, de los paisajes de una Habana con vida universitaria, nocturna; de los altibajos económicos familiares que no impedían la reunión de los domingos en torno a una mesa colectiva; de aquellos domingos en los que también se podía escuchar en el teatro Campoamor a Juan Ramón Jiménez, y a otros exiliados españoles de la Guerra Civil. Y también están las casas, unas “aristocráticas” como la de Eliseo Diego, donde no ocurría necesariamente una “natural correspondencia” entre estas y sus poseedores permanentes o transitorios (diferencia descrita magistralmente por Fina entre Eliseo y su madre, por ejemplo), y aquellas, aunque ya venidas a menos, por la ubicación de las barriadas, que trascendían para la poeta según la luz filtrada por su distintos espacios pero, por encima de todo, por las infinitas lecturas que en cada uno de estos se pudiesen hacer. Relación simbólica, entonces, entre las atmósferas literarias de los autores leídos y el espacio de disfrute, entre el sentimiento de seguridad que proporciona el traspaso del umbral familiar y la apertura de páginas amadas. Tal compenetración con los libros no es equiparable para la autora con casi nada más. Nadie mejor que ella para explicitar esto:

Y era dulcísimo leer mi tomito de Garcilaso y esperar el tintineante tranvía atravesando Neptuno para, a la amarillenta luz de la mañana empezando o de la tarde caída, releer los pasajes preferidos antes de ir a ver a mi padre, o regresar de las clases. Era sobrio el deleite de leer el calmudo Azorín mientras la luz del mediodía o de la tarde entraba por la ventana de mi cuarto y, desde la del frente, veía al pasillo colgado de macetas que tenía mi madre, mientras que desde la otra que daba al fondo, veía cerca de la tendedera y algo más lejos, a la casa en que vivían los polacos.[13]

Las descripciones nostálgicas (sabemos que fechadas en los años cincuenta, pero relativas a espacios y situaciones que discurren entre finales de los treinta y los cuarenta) de cafecitos, teatros, olores dulces e incitadores (palpables también en textos incluidos en su poemario Habana del Centro y en algunos también de Visitaciones), transparentan cierta conciencia de una vaciedad. Por otra parte, a manera casi de autorretrato, y con excepcional “lealtad a nuestro idioma”, como ha señalado Lourdes Cairo, la editora del volumen, en una de sus presentaciones,[14] los lectores perciben paulatinamente su crecimiento espiritual. Esto les va llegando mediante un vigor y una elegancia prosística inigualables. Es una “escritura en estado de gracia”, como tan bien la ha calificado Hernández Busto al referirse a los recuerdos que Fina transcribe de sus encuentros con Juan Ramón (sin dudas reveladores de detalles históricos) pero que realmente recorre de principio a fin los diez capítulos del volumen.

Josefina de Diego no cierra Pequeñas memorias con el párrafo dedicado a la tía Loló, que según el orden dejado por Fina era el capítulo que estaba escribiendo cuando las interrumpió. Por la brevedad e incompletez de este, lo incorpora a sus palabras de presentación y, en cambio, a sugerencia de la editora, asumió la potestad de colocar el titulado “La dicha” como última puerta. Sin dudas, esta decisión fue absolutamente acertada y sagaz pues en él nuestra última origenista parece no solo justificar el porqué nos ha narrado todas esas experiencias de niñez y adolescencia que hasta ese momento hemos leído, sino, también explicar la fuerza mayor experimentada al tratar de atrapar instantes que por ser absolutamente fugaces no por ello dejan de ser arrasadores, imperecederos y de no siempre comprensión o disfrute al ser escuchados por el que no los ha vivido.

Pero si de algo hacen gala estas memorias, nada pequeñas en calidad y trascendencia dentro de la más refinada tradición literaria hispanoamericana, es de lograr un pleno disfrute al ser leídas, por su capacidad –como su autora afirma de los momentos de dicha– para inscribir “como de soslayo unas pocas cosas reales que todavía nos alegran la humildad de la vida, unos pocos nombres, algún rostro, algunos signos”.[15]

9 Fina en La Habana 1938 | Rialta


Notas:

[1] Fina García Marruz: Pequeñas memorias, Ediciones Huso, Madrid, 2023 // Universidad Veracruzana, Xalapa/ DGE El Equilibrista, Ciudad de México, 2023. Todas las citas corresponden a la edición mexicana, por ser la última publicada.

[2] Ernesto Hernández Busto: “’En el perdido parque del recuerdo’: memorias de Fina García Marruz”, mayo 29, 2023.

[3] Josefina de Diego: “Presentación”, en Pequeñas memorias, ed. cit., p. 12.

[4] Jorge Luis Arcos: “Prólogo”, en Fina García Marruz, Antología poética. Fondo de Cultura Económica, Colección Tierra Firme, México D.F., p. 8.

[5] Enrique Saínz: “Prólogo”, en Fina García Marruz, Obra poética, t.I, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008, p.12.

[6] Fina García Marruz: “Dedicatoria”, “Hora temprana (Primeros versos) 1939-1949”, Obra poética, t.II., ed. cit., p. 313.

[7] Fina García Marruz: Pequeñas memorias, ed. cit., p.59.

[8] Ibídem, p. 28.

[9] Ibídem, p. 45.

[10] Ibídem, pp. 52-53.

[11] Fina García Marruz: “Ah el comedor oscuro…”, “Umbral (Poemas que no incluí en Las miradas perdidas) 1940-1951”, Obra poética. t. II, ed. cit., p. 319.

[12] Duanel Díaz Infante: “Las dos casas de Fina García Marruz”, El Estornudo, 30 de junio de 2023.

[13] Fina García Marruz: Pequeñas memorias, ed. cit., pp. 190-191.

[14] Lourdes Cairo: “Fina García Marruz: La alquimia del azul”. palabras de presentación de la edición mexicana, en Xalapa, Veracruz, el 20 de mayo de 2023.

[15] Fina García Marruz: Pequeñas memorias, ed. cit., p. 201.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].
VITALINA ALFONSO
Vitalina Alfonso Torres (La Habana, 1960). Ensayista y editora.  Graduada de Filología por la Universidad de La Habana. Desde 1985 ha mantenido una sostenida labor como editora y tiene en su haber más de cien libros editados de distintos géneros literarios. Ha impartido conferencias y participado en numerosos congresos y ferias del libro en diversos países. Colaboraciones suyas han aparecido en publicaciones como Anales del CaribeCasa de las AméricasLetras CubanasLa Gaceta de CubaUnión, entre otras. Es, entre otros, autora de los volúmenes de ensayos Páginas recobradas (2014) y Un país para narrar (2015), así como del volumen de entrevistas Ellas hablan de la Isla (2002).

1 comentario

  1. Muy grata reseña de este breve pero memorable libro de memorias de Fina García Marruz. Algo importante que los que han reseñado este libro no han dicho es la guía que fueron para ella en ese período de su vida los escritores franceses y católicos León Bloy, y los esposos Jacques y Raïsa Maritain. Precisamente esta escribió un libro de memorias «Las grandes amistades», que la animaron a ella a escribir sus recuerdos.

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí