'A Summer Shower in the Magic Garden', Josef Sudek
'A Summer Shower in the Magic Garden', Josef Sudek

que olía a lirios del valle.

A mi madre

Siempre recojo frases de otros autores –igual que recojo basura con los pies desde los embarazos, los pies como tijeras, porque soy una pepenadora, como ya he dicho antes–. Y las frases se van desgajando de su árbol de procedencia para que las hormigas encuentren sobras aquí, o allá. Mientras que las virutas se esparcen igual que las frases, porque nunca son recogidas totalmente.

Mis libretas están llenas de frases de otros –o mías, o de mi madre– que aparecen entre comillas, o entre plecas, o entre paréntesis: son voces. Y me encanta que todos aquellos autores que no pude conocer estén conmigo y se inmiscuyan en el texto, ahora. Por eso, hago una escritura que hurga dentro del propio lenguaje para saber cómo sintieron los demás, un mal que acepto por ser vicarial.

Cuando leo: “cigarros de azafrán”, por ejemplo, veo espigas anaranjadas, rojas, mordidas por una boca. Y nada me gusta más que transparentar una frase: verla. Es lo más difícil: no pensarla, no razonarla, sino verla. Con ese humo, viene también entre volutas, el azafrán que desde niña olí en los arroces con pollo que se cocinaban en mi casa. No sustitutos de color –como hoy vulgarmente encuentro en sobres con polvos–, sino el azafrán en tiritas que era una joya para la lengua y para la nariz.

“Y su pelo olía a leche y a vainilla”: era natilla revuelta por abuela con una cuchara de madera en aquella cazuela de barro, frente a los ojos desaforados de esos niños que esperábamos probarla. O un helado que se derrite al calor de una conversación tranquila, cuando caminas alrededor de la bahía donde está la casa de Thoreau, bajo la nieve, y él te lava las manos con agua de la laguna fría mientras el helado se derrite a pesar del frío –o por el calor de sus manos entre las tuyas–, y corren, entre los dedos, el helado y sus manos para escribir luego el poema: “La cabaña” ¿Qué más podría hacer? Cuando nada tiene solución, el poema es la trampa, otra laguna.

Porque “La cabaña” que está al traspasar la laguna y la laguna en sí deben tener ese olor cómplice de las manos suyas al limpiar los restos de vainilla entre las mías. Y, de alguna forma, regresa también aquel olor de mi madre, pegajoso, manchando el bies de un vestido de andar por casa, descolorido del blanco al ocre por los bordes, después de revolver otra cazuela y comer ese fondo quemado de leche cortada hasta raspar los restos prendidos de su boca. Es lo que más le gustaba: el fondo de la leche.

Mientras que, en la acera, él “estaba haciendo dibujos en el suelo con la punta de su paraguas”. Esos dibujos del pon que tanto me gustan para tropezar con ellos, prometiéndome un mejor lugar al saltar desde la ventana. Ya escribí poemas sobre los colores de la tiza que se va desliendo con el paso de la gente. Porque la culpa de su pérdida es siempre de los demás que no se fijan y arrastran colores en las suelas, llevándose el pasado, la infancia, y las cosas que nos gustaban tanto cuando no las pensábamos; cuando aún creíamos en la indiferencia de las cosas.

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Por eso, nunca son colores completos, sino algunos pedazos vivos que se pierden entre las junturas del cemento donde está depositado un dolor viejo. El paraguas que se afinca para intentar fijarlos puede ser del diablo: ese diablo de Marina que siempre regresa cuando la niña se asoma con miedo a punto de caer desde la ventana-trampolín. Debajo, en la acera que no es piscina o mar, están aún esos reflejos que agitó el viento desde la noche anterior para dejarlos allí, colgados.

O “las blusitas manchadas con el jugo de cereza” de esa otra niña del retrato de una lata oxidada de galletas María, picoteando junto a los pájaros, sobre su vientre, galletas dulces una mañana cualquiera desde el balcón de Ánimas donde esperaba ver algo –“por algo, a la espera de algo”– desde la lejanía: un paracaídas violáceo, la luna, un sol que sobresale desde el mar. Ahora miro, pero no veo nada que esté por llegar, salvo el horror de los días que se van, confundidos en ese infinito finito de la distancia “desde… donde lo gris mira nada.”

Aquellas blusitas tenían encajes baratos en las puntas: “estalactitas” –decía–, cuando el sol brillaba sobre ellos, dándoles una luz parecida a la de los cuadros impresionistas de Toulouse-Lautrec que vería muchos años después en un museo. Y, como cerezas no había, algún extracto de licor azucarado, caído de un vaso plástico (desechable) que la madre guardó del último cumpleaños, enroscado de tanto lavarlo para que se blanqueara lo parduzco, sustituye ese olor dulzón de las mañanas prontas a terminar en mediodía infeliz.

Así, comí un helado de té verde que era “como masticar un jade” –dijiste–, y desde entonces prefiero ese sabor que está en el poema “Ámbar”. Si lo leo, vuelve el sabor a mi boca con una cuchara de plata y jade. Porque los poemas sirvieron para dejar el sabor de lo que no comía, de lo que no podía tener, o digerir, que era casi todo, entre la lengua. Los poemas: esas cajas chinas donde meter la vida que nos faltó: helados sofisticados que muy tarde probaría contigo y que antes, o después de probarlos, presentí.

“Sentado en mi escritorio veo entre las cortinas una ensenada del Báltico; del otro lado, una playa con rocas negras y grisáceas, redondeadas, y abajo, en el agua, la línea de la costa; sobre las rocas, el negro bosque de pinos”. Es el paisaje de Strindberg en Solos, un libro de memorias con el que me levanto para ver los paisajes que no alcanzo a ver ya. Nunca vi esas aguas, pero desde el balcón que da al solar de enfrente, al horror de la miseria de una calle y su mar empobrecidos, los tonos de esos fondos oscuros y de esos aqua de la superficie, lejanos e improbables, me acompañan.

Y, en una isla desprendida de la sombra de los continentes, “morado claro el color de las cortinas el color de las lilas”, ese tono de las lavandas ya secas –nunca reales, sino artificiales–, cuando alguien trae una bolsita rellena de flores picoteadas, y el vestido de la adolescente en sus quince está hecho de retazos que guarda su madre en el cajón de la larga mesa negra y laqueada, satinado por los bordes casi plateados del envés del que todavía guarda los restos junto con las lavandas.

Porque las cortinas eran humo y, con los años, se volvieron prietas por el churre que subía y les incrustaba cosas que se perdían entre la tela: desechos de polvo e insectos que las hacían florecer contra su voluntad como si fueran brocadas. ¿Tienen idea de los dibujos que guardan las cortinas? ¿Cómo variaban con los días? ¿De los gritos ajenos, las tragedias, y hasta de las carcajadas que llegan con su eco? Nadie sabía más en la casa que ellas; nadie conocía de los demás tampoco: olores, sabores, gritos, mapas.

También aquella tapa de cartón morada de Los quinientos millones de la begún, desprendida del librero de la sala, colgando. La familia que se quedó desprendida desde la muerte del hermano y del padre, siguió desprendiéndose aún más con la ida de la hija y de él, y, luego, de ella misma, lejana de los hijos y de esa isla. Sólo su carátula ha resistido a esos vientos que lo arrancaron todo y aún sobrevive para salvar esa porción de existencia sin asidero que ella va recogiendo de aquí y de allá a través de sus lecturas.

Y “el dueño de un cine de verano” era él, que llegaba del campo en aquellas guaguas repletas de gente con bultos de comida, de cacharros, de todas las necesidades habidas y por haber con su olor a niño sudado, escondiendo en la jaba de yute un montón de libros con las carátulas también rotas, mientras los rizos dorados caían entre los ojos y las letras. Él, era como aquel cine de verano a la intemperie donde quería ver las películas subida a una piedra, o sobre la yerba chamuscada por tantas pisadas, besándolo.

“Y ahora se sienta allí el hombre amarillo” para sustituirlo. Un hombre de papel que viene desde el libro del color de Michel Pastoureau que está en inglés y, que a veces, alguien le traduce. Ya había perdido sus demonios, también aquel libro de Pessoa –cosa imperdonable– en una de aquellas idas desde su casa del campo a la ciudad. Pero para eso estaban los libros, para perderlos por azar y embaucar a otros con sus desafueros. No existe más desafuero que el de los libros: provocadores por excelencia.

Provocadores para aquella niña que arrojaba piedras y frases desde la ventana a la calle o se iba a cortar “retoños de enebro” –una planta desconocida en el trópico–. Ella arrojaba libros en otras manos, “porque hoy es sábado”, y los sábados, creía, sucedían milagrosos encuentros. Y no había encuentro más milagroso que cuando alguien dejaba un libro en la escalera, o al lado de un montón de basura, o en medio de la nada de un banco de parque o de una parada de autobús, y otro lo recogía como si tal cosa y se iba leyéndolo. Por lo que, de aquella manera azarosa, perdió bibliotecas enteras y también dejó “Has de His”, un libro inédito, en el banco del Parque de los Enamorados, porque comenzó a llover y salió corriendo con los niños de la mano y sin el libro.

Por eso, la niña que ella era en el libro perdido de alguien, “desembarcó con elegancia, jaló la bola, volvió a abordarlo y tomó algo que brillaba por uno de sus lados”. Él la seguía con el catalejo hasta la página –como la perseguía la costumbre de “transformar lo vivido en obra literaria, cuando, abre la válvula de seguridad a la sobreabundancia de impresiones y sustituye la necesidad de hablar”, y la necesidad de cualquier cosa, cuando todo lo demás se volvía, con el paso del tiempo, innecesario.

Entonces, los recuerdos atacan otra vez y “un nuevo alcohol hecho de encantos” fue lo último que bebió desde el pico de una botella ambarina para probarse que había crecido: saltar sus miedos, ponerse ebria, pero no lo logró. Aunque compró más botellas de wiski caras y, con ese pretexto, lo besaba. Aprender a resistir la tentación de los licores y de sus labios; porque los colores y los sabores provocaban metáforas donde se encerraba para aceptar la falta de sabor y de color, su inopia.

“Un librito diminuto de Marina (uno por dos centímetros) encuadernado en tafilete azul” es el colofón para estas frases: lo veo, lo toco y me queda el deseo de escribir algo con ese “tafilete azul” de ella. Busco la palabra en el diccionario –ahora, en Google–, pero la palabra es inexacta, incapaz de devolverme la textura de lo que toco con la mente y se me escapa. Siempre arbitraria, no me devuelve con su arbitrariedad ni el pasado de un color ni el deseo de Marina al aferrarse a ellas –a las páginas, a las palabras–, para llegar hasta aquí y acompañarme. Y me engaña de nuevo ese tornasol del tafilete que compro en una subasta para buscar alguna semejanza con el suyo y, al pasar la mano por la aspereza de la piel, sentir –así como por las pieles humanas que ya no toco– la suya.

Volver al inicio cansada de esta recolección constante para terminar la lista de las frases interminables y oler una colonia llamada Magia de Mayo que usaba mi madre. Regresar a ella con el pañuelito con florecitas bordadas entre las puntas, crecidas por la desidia contra el tejido. Mi madre, nacida en mayo, en Punta Brava –casi el campo, pero no exactamente–, un pueblito con un parque y en él un tolos rodeado de columnas, circular como un cake de yeso, imitando una antigüedad griega que no tiene aquel lugar apartado del mundo con casas feas de mampostería.

Con aquella rotonda a donde iba con su padre –él, de guayabera impoluta– a jugar con la niña de bata rosa –como parte del cake de aquella escenografía cotidiana–; con botas ortopédicas para intentar corregir la deformación de unos pies desbordados de frases, de cosas por pisar, dentro de un espectáculo que, poco a poco, olvidará: “transformar en poema o imagen todo lo que alegraba o dolía, y de allí tratar conmigo mismo”, decía Goethe. Traspasar esa imposible “línea de la costa” que veo por un catalejo desde el balcón sin aproximarme es lo que quisiera.

Aunque “las flores solitarias de la mesa de la sala me recordaban que era verano”, no me atrevía nunca a hacer movimientos de desacato; cambiar una estación, una frase, una coma, una mesa, una rutina, porque mi obsesión convertiría siempre “la mojigatería en devoción.” Porque era una monja salida de aquel convento de Marianao y esto era lo poco que podía hacer con casi todo ya, desde ese embeleso que traen las frases que se acurrucan en el oído, contra los labios o detrás de las cortinas, para esconder y defender a toda costa, la infancia: el olor a lirios del valle de aquellas colonias vencidas por los años, ácidas, pero, recalcitrantes; un olor superpuesto a cualquier otro olor que llegara después para sonsacarme hasta probar, insatisfecha, el colmo de los olores, recordándomelo. Con esa ingratitud de querer siempre lo que nunca tuve, lo que nunca olí ni viví, pero que me permitiera, a la vez, guardar los sentimientos que tuve al imaginármelo.

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REINA MARÍA RODRÍGUEZ
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Poeta. Entre sus libros destacan: Para un cordero blanco (1984), En la arena de Padua (1992), Páramos (1995), Te daré de comer como a los pájaros (2000), Variedades de Galiano (2007), Otras mitologías (2012) y Travelling (Rialta Ediciones, 2018). Ha recibido en dos ocasiones el Premio Casa de las Américas, así como el Premio de la Crítica en Cuba, la Orden de Artes y Letras de Francia con grado de Caballero (1999), el Premio Nacional de Literatura de Cuba (2013) y el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2014). Dirige en La Habana el prestigioso espacio de promoción de la literatura Torre de Letras.

1 comentario

  1. «La gente de mi barrio» pronto cumplirá medio siglo y el prodigio es que ahora mismo «Magia de mayo» logra expresar los mismos murmullos afectivos que ella percibe en la sencillez cotidiana. Un placer, aderezado con nostalgias, leer a Reina, como escribí allá por 1976.

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