Ángel Escobar
Ángel Escobar

Cuando leo la poesía de Ángel Escobar tengo la impresión de haber salido a una extraña intemperie entre innumerables objetos y experiencias diversas. Me queda una sensación angustiosa como de imposible, conciencia lúcida y al mismo tiempo sombría de que no es realizable un diálogo real y profundo con la realidad, con la vida, con nosotros mismos. Estos son los poemas de un hombre en perpetuo desasosiego, poseído por un mal incurable y devastador que apenas le permitió entrever y disfrutar algunos momentos de paz y sosiego, momentos en los cuales alcanzó a ver y aprehender el entorno y su propio destino último como posibles, si bien solo desde una memoria no ciertamente feliz por lo que entrañaba de ausencia, de pasado irrevocable en su dureza corporal. Desde sus primeros textos hasta los últimos es apreciable una paulatina transformación hacia un caos que desestructura todas las imágenes convencionales, ordenadas, “hechas”, de la realidad. En Viejas palabras de uso (1978), merecedor en 1977 del Premio David de Poesía para escritores noveles, hay un discurso más coherente, signado por cierto orden propio y sustentado en recuerdos y percepciones que aún no se han deshecho en fragmentos irreconocibles. En La sombra del decir (Zaragoza, 1997) entramos en un laberinto sensorial que nos revela cuán insondables son para el poeta los signos de su existencia, la memoria de su pasado y los objetos que pueblan su vida. Sin embargo, esas diferencias entre sus páginas iniciales y las postreras nos dicen que el poeta ha transitado todos esos años en busca de su verdad esencial, su verdad imprescindible, el conocimiento de sí mismo desde una dimensión absoluta, sin concesiones a imágenes banales que solo nos muestran un suceder externo y nos ocultan hechos capitales que no podemos apreciar si no nos son revelados por la poesía.

El poeta y ensayista Víctor Fowler alude a la eticidad de Escobar como el centro de su obra, en estos términos: “Hablaré sobre la eticidad, es decir, sobre la muerte, el vacío, el dolor y el esfuerzo para resistirlo, la destrucción, el orden, el límite, su traspaso, sobre la poesía como posibilidad y lugar donde resistir”.[1] Conducta vital que rebasa el ir y venir, viajes, placeres, hedonismo buscado a cualquier precio, complacencias del cuerpo, todo ello desechado para ir en busca de otras experiencias, desgarradoras en el caso de Escobar, desgarradoras y lacerantes hasta el suicidio. Habría que preguntarse si nuestro poeta estaba en condiciones de elegir entre ese hedonismo superficial y frívolo y las visiones angustiosas que pueblan sus poemas y que al fin lo condujeron a quitarse la vida en febrero de 1997, cuando ya se le había hecho insoportable continuar viviendo. Su escritura es el testimonio de su vida, testimonio de una autenticidad ejemplar, pero el poeta pudo elegir entre el silencio y la palabra, entre el sufrimiento callado y su poesía angustiada, o entre una poesía tonta y la suya, desesperada y anhelante de transparencia, de conocimiento. Se establece entonces una paradoja: Angel Escobar ha ido en busca de su entrañable verdad, ha ido en busca del conocimiento absoluto, como ser radical de su vida, pero al mismo tiempo nos dice al final del poema “El escogido”, de Abuso de confianza (1992): “este recinto donde lo más arduo es / no poder escapar del conocimiento”. El conocimiento ha resultado ser una experiencia atroz, intolerable, de la que es preciso huir, escapar para librarse de las imágenes alucinantes, de los ruidos inquietantes, del horror que la cotidianidad despierta en el poeta, siempre insatisfecho porque quiere asir el cuerpo de las cosas y de su pasado, y se le desvanece mientras contempla el suceder, los objetos y su propia existencia.

El conocimiento en Escobar no tiene pretensiones de objetividad ni quiere erigirse en antítesis del caos de la realidad, sino que consiste en un saberse, la posibilidad de verse en el cosmos con un sentido, y entonces sucede que el poeta vuelve a ver su vida (los recuerdos que aparecen una y otra vez en ciertos textos suyos) y quiere, al mismo tiempo, ver la relación que los hechos y objetos inmediatos, su paisaje afectivo, guardan entre sí y con él como descifrador de su ontología, un conocimiento amoroso, no intelectual. Ello le revela que no es factible alcanzar la intelección deseada y que su universo (la infancia y el presente, ayer y hoy) es esencialmente caótico, irreconocible, como nos lo dice en sus mejores textos, saturados de cosas de naturaleza diversa en un desorden que no permite que nos adentremos en su significado más profundo, pues el propio poeta se siente incapaz de darse una interpretación coherente del suceder y el estar de sus visiones, de ese cúmulo enorme de percepciones que no acierta a organizar en un discurso que integre la partes en el todo. De ahí que sus poemas más ricos y perdurables, los de su última etapa, sean una irrefrenable aparición de asociaciones y nombres y adjetivos y verbos disímiles, cuerpos y estados de ánimo cuya simple presencia comunica al autor una angustia indomeñable, irrebasable, y de ese modo se constituye en causa y al mismo tiempo consecuencia de sus alucinaciones y desarreglos esquizoides. Puede verse en su obra una cruenta batalla por descifrar la realidad, y en ella la agonía de las contradicciones, la más importante de todas su ser más profundo, su yo, en alternancia con el Otro, con Nadie, ese juego de la pérdida de sí y por ende de la pérdida de Todo. Sus páginas nos sitúan, en sus más acabados y trascendentales momentos, en un extraño afuera, afuera desde el que se contempla lo real y afuera también como separado de un centro al que nunca pudo acceder Escobar de un modo íntegro, cabal. Ahí está precisamente la imposibilidad del conocimiento a la que aludí antes y a su vez la conciencia de desterrado, de desamparado que nos llega con la lectura de sus libros. La temprana armonía de algunos textos en los que evoca a la madre o exalta la Patria –textos escasos en sus poemarios y pocas veces logrados, cercanos a mucho de lo que por entonces se escribía en Cuba, trabajados con una retórica un tanto desgastada ya por otros– ha ido desapareciendo en ese diálogo trágico del creador con la Historia social y consigo mismo, en esa cruenta relación con lo desconocido. Creo que puede afirmarse que esa línea de la evocación familiar y de la exaltación patriótica tiene en su poética el significado de la búsqueda de un espacio vital, de un aire vivificante frente al desasosiego radical en que vivió sumido el poeta durante años, sometido a la enfermedad que lo llevó a la muerte. No era esa línea la más auténtica de Escobar en la medida en que esos temas aparecen en sus creaciones más como intentos de reconciliación con los hechos desde una profunda afectividad que como problemáticas que él desee escudriñar desde ellas mismas. Se ha perdido ya para siempre el sosiego que traía la madre al niño y a su vez la Patria y sus batallas acontecían más en una dimensión ética que factual en la vida de este hombre acosado por la enfermedad.

Si nos detenemos en la poesía escrita en Cuba en las décadas de 1960 a 1990 veremos una exaltación patriótica que acaba por parecemos falsa, inauténtica, ajena a ciertos conflictos reales del individuo, los eternos conflictos existenciales, de los que tantos textos se desentendieron durante esos años. Durante ese período se empobrece notablemente nuestra lírica con esa politización superficial, de una retórica que se desgasta con rapidez desde un imaginario insuficiente, incapaz de aprehender en toda su riqueza las transformaciones sociales de entonces. Nuestra rica tradición de poesía social atraviesa durante ese lapso por una decadencia que no era ajena, desde luego, a la falta de creatividad de los autores que la cultivaban, pero que también tenía raíces en la renuncia del poeta a exponer su drama individual; los temas no formaban parte esencial de su cosmovisión ni constituían conflictos o motivos de alabanza del todo genuinos en la cosmovisión de los diferentes autores. En los textos que Escobar publicó en la década de los ochenta vemos la impronta de algunos de aquellos temas, asumidos por sus lecturas de los coetáneos y por su temprano y fecundo acercamiento a Vallejo, pero en su segunda época, e incluso en lo mejor de los libros anteriores, nos trae otra manera, otra poesía, hecha de problemáticas en las que estaba toda la vida del poeta. Carlos Alberto Aguilera ha observado con gran sagacidad lo siguienta a propósito de la poesía de Escobar:

En Ángel (como en los buenos poetas) el yo se impulsa desde una especie de lengua diferente, por tensiones y aortas mentales que lo hacen funcionalizar –escribir, reciclar, procesar– los poemas de otra manera, con giros bruscos o desplazando en una especie de distanciamiento brechtiano, el sujeto hacia el borde de un imaginario que se hace llamar con nombres que significan.[2]

Aunque Aguilera no está comparando en su ensayo la obra de Escobar con la de otros poetas, esa diferencia es con precisión la que lo separa de aquellos a los que aludíamos en el párrafo anterior. Es evidente la diferencia de calidades ya desde las preocupaciones que mueven a escribir al autor de El examen no ha terminado, sin contar el talento, que en el creador que ahora presentamos era del más alto linaje. Su relación con la realidad; las alternancias del Otro, el Ajeno, Yo; el caos alucinante de su escritura; la fuerza y la intensidad de su léxico y su sintaxis; el drama que desborda estas páginas; el desgarramiento que nos comunica esa imposibilidad de armonizar con la vida; ese vivir en la angustia desde la poesía; esos poemas desesperados en los que tantas veces hemos visto nuestra propia existencia no tienen nada que ver con la banalidad de muchos de sus contemporáneos.

El juego era en Escobar, como han visto los más sagaces críticos de su poesía, con su propia identidad, una actitud lúdicra que, en su caso, no se vuelve ingeniosidad y broma simpática, sino que compromete todo el ser de un modo trágico y lo sitúa en los límites de la muerte. La batalla inacabable por ser él, por el conocimiento, por el sentido último de la vida, fue en su obra de una entereza absoluta, total, sin fisuras ni tonterías. Una insaciable sed de verdad, como decíamos al comienzo de estas palabras de presentación, nutre estas páginas intensas y dolorosas, fuertes en su desesperada búsqueda de la secreta unidad del poeta con la realidad. Poesía “tortuosa, inclemente, suicida”[3] la llama Efraín Rodríguez Santana, su amigo entrañable y lector inteligente, poesía de una experiencia intolerable como insufrible resultó ser para el poeta la pérdida de sí, de su yo solitario y al mismo tiempo ávido de los otros y del conocimiento inaccesible. La poesía lo salva en determinada medida del horror, la poesía como oficio y como confesión, como posibilidad de autoanálisis y de adentramiento en lo real, en sus innumerables signos: objetos, hechos, relaciones, sueños, angustias, ausencias, vacío, nada. Sus libros son una perdurable lección de autenticidad indoblegable y de fidelidad a un destino, aunque este sea el suicidio. No hallamos en sus textos anécdotas insulsas, ni rememoraciones banales, ni artificios formales que quieran asombramos con hallazgos tontos, ni cantos inauténticos a la historia personal o social o a una naturaleza libresca, nada frívolo o prescindible ni digno de ser olvidado.


* Este texto fue incluido en el volumen de ensayos Las palabras precisas, Ediciones Unión, 2014.

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Notas:

[1] Víctor Fowler: “El muro anterior a toda pérdida”, en Efraín Rodríguez Santana (comp.), Ángel Escobar: el escogido. Textos del coloquio homenaje al poeta Angel Escobar (1957-1997), Ediciones Unión, La Habana, 2001, p. 109.

[2] C. A. Aguilera: “Funny papers. Apuntes sobre la poesía de Ángel Escobar”, en Efraín Rodríguez Santana (comp.), ob. cit., p. 147.

[3] Efraín Rodríguez Santana: “Prólogo”, en Ángel Escobar, Fatiga ser dos sombras. Antología poética, Editorial Betania, Madrid, 2002, p. 8.

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