Thelonious Monk
Thelonious Monk

No existe, quizá, en el exuberante territorio de la literatura anglo norteamericana contemporánea, un escritor más versátil, prolífico y elusivo que el británico Geoff Dyer:[1] el tipo parece capaz de hacer casi cualquier cosa: pergeñar uno de los libros esenciales sobre D. H. Lawrence, escribir un ensayo acerca de la fotografía incluso mejor que el de Susan Sontag (The Ongoing Moment), articular novelas de consumada maestría estilística (The Color of Memory, Paris Trance), producir un ensayo total sobre Stalker de Andréi Tarkovski:[2] nada parece imposible para este incomparable polígrafo y, ciertamente, a nadie que conozca la desaforada ambición que despliega cada página de su obra puede sorprenderle que, eventualmente, Dyer decidiera escribir un texto absolutamente excéntrico sobre el jazz que, en rigor de verdad, apenas puede compararse con ningún otro volumen sobre el tema.

Pero hermoso. Un libro de jazz se trata de un artefacto verbal cuya complejidad resulta difícil exagerar: en la primera parte el autor elabora –mediante una afortunada mezcla de procedimientos que pertenecen tanto a la ficción[3] como al mejor linaje ensayístico[4]— un sofisticado relato sobre los orígenes de esa música que lo apasiona y sus más notables intérpretes; una inmersión profunda, abisalmente nostálgica, en la mitología del jazz: allí donde los músicos, más allá de sus peripecias vitales –a menudo calamitosas, pero no exentas de una desolada grandeza– se convierten en símbolos de aquello que Susan Sontag llamó “el artista como sufridor ejemplar”.[5]

Ahora bien, en el plano estructural, la primera parte se articula en torno a una gira[6] de Duke Ellington y Harry Carney por Estados Unidos: como bifurcaciones de este tronco central –por llamarlo de alguna forma– se intercalan –ralentizando y enriqueciendo lo narrado–[7] numerosas historias sobre los grandes maestros del jazz: Lester Young, Thelonius Monk, Bud Powell, Charles Mingus, Art Tatum, Ben Webster, Miles Davis, Charlie Parker, Chet Baker, Coleman Hawkins, John Coltrane.

Resulta obvio entonces que no es este un texto cualquiera sino, como observa el propio Dyer, una pieza “alejada de cualquier tipo de crítica convencional, que tiene tanto de crítica imaginativa como de ficción”. Dyer admite con desenfado que hace crítica “impresionista” sin la menor pretensión de objetividad:[8] vale decir, en esa famosa polémica sobre el telos de la crítica que opuso a Matthew Arnold y Oscar Wilde a finales del siglo XIX,[9] Dyer toma sin vacilaciones la postura del escritor irlandés.

Habiendo establecido eso cabe preguntarse: ¿cuál es, exactamente, la visión o perspectiva sobre la historia del jazz que intenta erigir? A lo que, tras una lectura cuidadosa del libro, solo es posible responder que a Dyer lo atenazan visiones de la decadencia y edifica una narrativa atravesada por el fulgor del fracaso: no del jazz, obviamente,[10] sino de sus más grandes virtuosos: una especie de Decline and Fall of the Jazzmen, si nos permitimos parafrasear el gran título de Gibbon. Por supuesto, alguien podría decir que eso es básicamente un lugar común en la historia de la música del siglo XX, pero se equivocaría. En efecto, hay en Dyer una acendrada originalidad, un análisis de inusual perspicacia sobre la etiología del hundimiento de los jazzistas norteamericanos: no se trata, ciertamente, de negar la devastación infligida por el alcohol, la pobreza, el hambre, la tuberculosis y tantas otras vicisitudes (de hecho, la enfatiza, como ya veremos), sino de que el autor británico invierte, por así decirlo, los términos del silogismo.

Dyer no suscribe ese pertinaz tópico según el cual todos los jazzistas habrían sido alcohólicos y adictos desde el inicio de sus carreras: para él sólo cuando habían llegado al límite más extremo de su técnica interpretativa y agotado sus posibilidades expresivas se sumergían en el silencio y la autodestrucción. Para Dyer, el alcoholismo, la enfermedad y todo lo demás no son tanto la causa sino el efecto que una dedicación absoluta a su “solitario y sombrío arte” inflige necesariamente en los jazzistas. Se trataría, según él, de algo inscrito en el fundamento mismo de esa música: “Para los músicos de jazz de la era bebop llegar a la mediana edad parecía casi un sueño de longevidad. Más allá de su estilo de vida, el daño sufrido por los músicos de jazz es tal que uno se pregunta si no hay algo más, algo en el género mismo que se cobró un peaje terrible en quienes lo crearon”.

Y más adelante desarrolla su perspectiva: “Si al principio parece melodramático sugerir que hay algo inherentemente peligroso en el género, a poco que se medite nos preguntaremos cómo podría ser de otro modo. El comentario de Dizzy Gillespie –esta música solo va a una parte: adelante– podría haberse hecho en cualquier momento del siglo XX, pero a partir de la década de 1940 el jazz avanzó con la fuerza y la fiereza de un fuego devorando un bosque. ¿Cómo podría haberse desarrollado tan rápido y con tanta intensidad emocional una disciplina artística sin cobrarse un enorme precio?”.

Por supuesto, se trata de una teoría absolutamente idiosincrásica y no necesariamente cierta, pero de todas formas resulta interesante: no carece de potencial heurístico.[11]

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Pero observemos el texto más de cerca: ya he dicho que Dyer es, fundamentalmente, un crítico impresionista. Naturalmente, esto implica que su acercamiento al jazz resulta muy distinto de aquel practicado por los especialistas[12] (nada de tecnicismos excesivamente complejos, etc.) Hay, sin embargo, un terreno en el que los supera ampliamente: su extraordinaria evocación de estos músicos geniales y malditos.

Así, sobre Lester Young: “El sonido de Lester era delicado y perezoso, pero siempre con un algo incisivo. Sonaba como si estuviera a punto de perder el control, sabiendo que no pasaría jamás: de ahí nacía la tensión. Tocaba con el saxo ladeado, y a medida que se adentraba en el solo el instrumento iba desplazándose unos grados de la vertical hasta que terminaba horizontal, como una flauta. Nunca tenías la impresión de que lo levantara él; era más bien como si el instrumento cada vez pesara menos y se alejara flotando (y si tal era su deseo, Lester no iba a impedírselo).”

Como puede apreciarse, Dyer no necesita recurrir al metalenguaje musicológico:[13] con sus dotes de gran narrador[14] articula una representación rigurosamente inolvidable de Young en el momento mismo que el saxofonista “se adentra” en el espacio musical: como si las palabras pudiesen dar cuenta de todos los matices, toda la riqueza expresiva del singular sonido. Es, por supuesto, una ilusión, pero los dedos de una mano sobran para contar aquellos artistas verbales capaces de escribir algo así.

También resulta notable el fragmento sobre las tribulaciones del músico: “Pronto la elección estuvo clara: Lester Young o Coleman Hawkins, dos enfoques. No podrían haber tenido un sonido ni un aspecto más distinto, pero los dos acabaron igual: deslavazados y apagados. Hawkins sobrevivía a base de lentejas, licor y comida china y se consumió, igual que le estaba pasando ahora a Lester”.

Dyer posee, en igual medida, los dones del narrador digresivo y los del miniaturista. Con espléndido laconismo consigue fijar los rasgos esenciales del gran músico, al tiempo que esboza una sucinta (aunque significativa) comparación entre Young y su único rival (al menos en esa época): el sonido difería, pero la genialidad de ambos se impone de forma irrefutable; también, desafortunadamente, la colosal dimensión de su ruina.

Cuando leemos sobre los años finales de Young, Charles Mingus y Thelonious Monk solo es posible (por lo menos para un crítico literario) compararlos con la desolación de Rimbaud en Abisinia o la lenta agonía de Baudelaire, afásico, en una buhardilla parisina. ¿Y no hay, acaso, cierta semejanza entre estos jazzistas y los poetas malditos cuyas vidas Verlaine reconstruyó diligentemente en su famoso volumen? Por supuesto que sí, solo que los músicos llevaron a cabo un “aprendizaje del dolor” incluso más intenso que sus predecesores.

Consideremos otro ejemplo, al pianista Thelonious Sphere Monk (su nombre completo, por inverosímil que pueda parecer), quizá –junto a Glenn Gould— el músico más enigmático que haya existido jamás.[15] Dyer forja un relato ejemplar de su carrera frenética hacia el silencio postrero: Monk toca en sórdidos tugurios a finales de los treinta y principios de los cuarenta; Monk adopta una pintoresca indumentaria que termina por convertirse en atuendo clásico de los pianistas de jazz; Monk toca el piano como ningún otro, baila, salta, gira como un derviche;[16] Monk alcanza la fama en New York hacia 1957, tras dos décadas de oscuridad, pero frecuentemente lo atenazan la depresión y el mutismo extremo; Monk continúa, pese a todo, desarrollando su técnica interpretativa hasta crear el estilo más arduo[17] en la historia del jazz;[18] Monk se alimenta ininterrumpidamente de comida china; Monk tiene una relación curiosa con la expresión verbal: apenas habla y cuando condesciende a hacerlo siempre profiere frases crípticas, pronunciamientos gnómicos, acertijos zen;[19] Monk se retira inexplicablemente justo cuando es más famoso y pasa los últimos años de su vida sin tocar una tecla, ávido de soledad y silencio.

Nadie, ni siquiera Philip Larkin (por lo demás, el mayor predecesor de Dyer entre los literatos de lengua inglesa que se han ocupado del jazz) había conseguido escribir sobre esta música con semejante intensidad, soterrado lirismo y agudeza perceptiva: si, como pensaba George Steiner, “las mejores lecturas sobre arte son arte en sí mismas”, entonces el melancólico libro de Dyer es, qué duda cabe, uno de los textos absolutamente esenciales en torno a este tema inagotable.


Notas:

[1] El único autor comparable es otro inglés, Tim Parks. Sin embargo, aunque Parks haya escrito más libros que Dyer, sus obras se circunscriben rigurosamente al espacio literario, mientras que Dyer anhela adentrarse en todos los sistemas de signos.

[2] Zona. Un libro sobre una película sobre un viaje a una habitación.

[3] Frases apócrifas, anécdotas que jamás sucedieron, pero podrían haber tenido lugar (vale decir, son verosímiles si consideramos la biografía de los músicos aquí representados).

[4] El uso magistral de la écfrasis en el análisis de viejas fotografías; largas digresiones sobre el significado de la técnica pianística de Thelonious Monk o la manera en que Charles Mingus empleaba el contrabajo: muy agudas pero comprensibles para lectores poco versados en esta materia: Dyer no es un musicólogo profesional –por fortuna para nosotros pues sospecho que si lo fuese muy poco podríamos entender– sino un aficionado brillante, lo que Borges definió como “the divine amateur”.

[5] El terso epigrama de Adorno que encabeza el volumen ya prefiguraba este rasgo: “Los productores de obras de arte significativas no son semidioses, sino seres humanos falibles, a menudo neuróticos y dañados”.

[6] Completamente imaginaria, aunque, por supuesto, tuvieron lugar numerosos viajes muy parecidos a este.

[7] Dyer es, cómo dudarlo, el gran maestro de la procrastinación en la literatura contemporánea en lengua inglesa.

[8] “En todo momento mi propósito ha sido el de presentar a los músicos no como eran, sino como a mí me parecía que eran. Naturalmente, estas dos visiones a menudo distan muchísimo entre sí.”

[9] Y que de una forma u otra subyace a la mayoría de los ensayos sobre literatura, música o pintura de los últimos cien años: Arnold no admitía objeciones a su taxativo apotegma según el cual la crítica “debe esforzarse por presentar el objeto como realmente es”; Wilde respondía burlonamente que el bueno de Arnold carecía de toda autoridad en cuestiones estéticas y que la crítica debía, justamente, ser todo lo contrario y representar no el objeto en sí (aspiración fatua e imposible) sino solo la idea que el ensayista se hacía de este. Por supuesto, Wilde desplegaba su conocido gusto por la paradoja en la ingeniosa frase final: “Debe presentar el objeto estético precisamente como no es”.

[10] Pues, a diferencia de Philip Larkin, no piensa que el gran jazz termina con la aparición de Charlie Parker, sino todo lo contrario.

[11] Y, en rigor de verdad, es mucho más compleja, como demuestran las consideraciones sobre la improvisación –su vínculo con el refinamiento técnico– que Dyer esboza en la segunda parte del texto.

[12] Por ejemplo, Ted Gioia, en su monumental Historia del jazz.

[13] Y nada tiene de malo este último, pero cuando ensayistas sin un riguroso entrenamiento en sus arcanos intentan adoptarlo, suelen deslizarse inmediatamente hacia el diletantismo.

[14] El tipo que escribió Bajo la sombra de D.H Lawrence.

[15] Don Delillo escribió un ensayo notable sobre ese tema: Contrapunto: tres películas, un libro y una vieja fotografía.

[16] “Había que ver a Monk para escuchar su música como es debido. El instrumento más importante del grupo –cualquiera que fuera la formación– era su cuerpo. En realidad, no tocaba el piano. Su cuerpo era el instrumento y el piano solo un medio para extraer el sonido de su cuerpo al ritmo y en la cantidad deseados. Si lo tapas todo menos su cuerpo, parece que toque la batería, abriendo y cerrando el charles con el pie, cruzando los brazos estirados. Su cuerpo rellena todos los huecos de la música; sin verle suena a que falta algo, pero cuando le ves, hasta los solos de piano adquieren el sonido denso de un cuarteto. El ojo escucha lo que el oído no oye”. La sutileza de este “análisis impresionista” es tal que nos abruma. Me limitaré a comentar que Dyer parece aproximarse al concepto Obra de Arte Total Monk.

[17] Y, paradójicamente, más imitado en la historia del género. Por supuesto, que logren conseguirlo es otra cosa.

[18] “Una parte del jazz es la ilusión de espontaneidad, y Monk tocaba el piano como si nunca hubiera visto ninguno. Lo atacaba desde todos los ángulos, con los codos, doblando las teclas como si fueran naipes de una baraja, rozándolas como si quemaran demasiado o tambaleándose a su alrededor como una mujer con tacones… tocándolo fatal en términos de piano clásico. Todo salía torcido, de lado, no como te lo esperabas”.

[19] “Casi nunca nos decía gran cosa sobre cómo quería que tocásemos. Le preguntábamos dos o tres veces y nunca respondía, se quedaba mirando al frente como si la pregunta fuera dirigida a otro, a otra persona, en otro idioma. Así comprendías que le planteabas preguntas cuyas respuestas ya sabías.

—¿Cuál de estas notas debería tocar? 

—Cualquiera —dijo por fin, con una voz como un murmullo de gárgaras.

—¿Y aquí? ¿Esto es do sostenido o do natural?

—Sí, uno de los dos”.

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