Baudelaire, que no solía carecer de agudeza, comprendió mejor que sus críticos moralizantes el nihilismo oculto bajo la superficie de la así llamada religión del arte: “El gusto desmesurado por la forma arrastra hacia desórdenes monstruosos y desconocidos. Absorbidos por la pasión feroz por la belleza […] las nociones de lo justo y lo verdadero se esfuman. La pasión frenética por el arte es un cáncer que devora el resto […] el hombre completo desaparece y la especialización excesiva de una facultad aboca a la nada.”
Como es natural, el poeta francés pensaba ante todo en la literatura,[1] pero sus palabras podrían también servir de epígrafe a un relato como El malogrado, acaso el texto más grandioso acerca de la naturaleza obsesiva del virtuosismo musical. En esta novela –escrita por Thomas Bernhard en los años finales de su prolífica, frenética y exitosa carrera literaria– un narrador innominado intenta articular con la mayor precisión posible los hechos que condujeron al suicidio de su amigo Wertheimer –virtuoso del piano y de la desesperación– con especial énfasis en la fatídica amistad que durante treinta años sostuvo con el mítico Glenn Gould, el mayor intérprete de Bach en el siglo XX. Conviene aclarar que si bien, como todo el mundo conoce, existió un Glenn Gould histórico, el personaje creado por Bernhard no es demasiado fiel al original: lo que encontramos aquí es la exageración grotesca típica de Bernhard, que transforma al artista excéntrico, enfermizo y esquivo de las biografías autorizadas en un superhombre nietzscheano, una implacable maquina artística que ya no tiene nada en común con el resto de las personas.
La fascinación de Bernhard por estos maníacos talentosos y altivos no es una sorpresa para nadie: desde Helada, la primera de sus novelas (protagonizada por el misantrópico y desdichado pintor Strauch) hasta Extinción (donde el aristocrático y amargado pensador Franz Josef Murau lanza sus invectivas contra todo lo que se opone a “la vida del espíritu”), estos estetas apocalípticos están en el núcleo mismo de sus narraciones.
Lo que singulariza El malogrado es que Bernhard va incluso más lejos que en los libros anteriores: antes había siempre al menos un personaje que, por así decirlo, mantenía la calma y narraba con relativa serenidad (pues en última instancia no hay ningún personaje que consiga eludir la angustia en estos relatos) la historia de un amigo o conocido que había hecho carrera en la autodestrucción. Aquí, por el contrario, los tres personajes son obsesos radicales y lo único que los diferencia es su muy desigual talento para la interpretación musical. En efecto, lo que aniquila totalmente a Wertheimer y lo convierte para siempre en “el malogrado” es haber escuchado, durante sus estudios musicales en la ciudad de Salzburgo, cómo Glenn Gould tocaba los primeros compases de las Variaciones Goldberg, de Bach: Wertheimer comprende que jamás podrá ser tan bueno como su amigo y a partir de ese momento su destino es espantoso e irreversible: la novela describe su progresiva decadencia como un ininterrumpido silogismo que conduce, inexorablemente, del reconocimiento de su inferioridad artística a su suicidio en la desolada comarca de Chur.[2]
Todo esto es narrado por el único amigo de Wertheimer y Gould, otro pianista “fracasado” que en su juventud estudió con ellos en Salzburgo y que en cierto sentido también fue aniquilado por el genio de Gould, aunque sin llegar jamás a los extremos delirantes y autodestructivos de Wertheimer. Se trata, en definitiva, del único sobreviviente de esta extraña amistad (cuando empieza la narración, Gould acaba de morir de un derrame cerebral, desplomándose sobre su piano durante la enésima ejecución incomparable de las Variaciones Goldberg): un tipo investido de la “autoridad del fracaso” (Scott Fitzgerald), un experto en el difícil arte de pensar contra sí mismo que desgrana su monólogo fatal, un intento desesperado, admirable y fútil de conferirle un sentido a lo que no lo tiene ni puede tenerlo. Pues si hay algo profundamente original en este libro es cómo prescinde del folletín psicoanalítico y de todo el melodrama barato que suele acompañarlo: Bernhard es el más antidecimonónico de los escritores y ha hecho suyo como pocos el imperativo categórico kafkiano: ¡psicología, nunca más! Así, en su investigación sobre el origen de la desdicha de Wertheimer, el narrador, tras sopesar decenas de causas que parecen anularse mutuamente, comprende que “la esencia de la desesperación es tan oscura como la esencia de la vida” y que nunca encontrará una respuesta satisfactoria: presenciar la genial interpretación de Gould no es suficiente para explicar el hundimiento de Wertheimer y, cuando se intenta continuar el análisis, la razón se ve confrontada por los límites de lo que es posible pensar… a menos que acepte la más irrespirable de las conjeturas: las cosas simplemente sucedieron de esa manera y Wertheimer tenía que ser infeliz, era la infelicidad y el autoaborrecimiento encarnados por el mero hecho de haber sido arrojado al mundo.
Para este sombrío nihilista el nacimiento es precisamente la catástrofe suprema y la predestinación al fracaso el estado natural de las cosas. Sin embargo, durante mucho tiempo Wertheimer se había consolado con la idea de convertirse en un gran virtuoso y todo parecía indicar que lo conseguiría… hasta ser destruido por el radicalismo pianístico de Gould. Evidentemente, en los pesadillescos paisajes diseñados por Bernhard la pasión por el Arte no puede salvar a nadie y se convierte en una de las causas primordiales de la desdicha, aniquilando con helada imparcialidad tanto a los genios (Glenn Gould es el mejor pianista del mundo, pero el insomnio perpetuo que lo devasta ha convertido su vida en una tortura apenas soportable) como a los mediocres. Sin embargo, a medida que nos acercamos al final del libro una pregunta se impone: ¿es Wertheimer realmente un fracasado total, merecedor del terrible sobrenombre que sirve de título al relato? En realidad, a pesar de su frustración y sus manías (o, muy probablemente, a causa de estas), Wertheimer es un personaje tan fascinante como el narrador o el propio Glenn Gould: un tipo amargo, sarcástico y corrosivo, dotado de diversos talentos que se convierten en polvo ante su lucidez extrema, garantizada por el hastío, el autoaborrecimiento y las incontables enfermedades de este tardío discípulo de Job.
El malogrado desarrolla entonces una singular tipología narrativa que Bernhard había inaugurado en Corrección y que alcanzaría su apoteosis en El sobrino de Wittgenstein: la crónica precisa y antisentimental de una amistad entre hombres condenados a la autodestrucción por el fulgor de su genio; una narración articulada como un monólogo implacable, alucinado y repetitivo que representa la expresión definitiva de la grandeza estética de Bernhard.
Notas:
[1] Como ha observado Roberto Calasso, Baudelaire se dedica a “pensar contra sí mismo”, demostrando que comprendía mucho mejor que sus escandalizados adversarios lo que estaba en juego cuando un escritor tomaba en serio la doctrina del “arte por el arte”.
[2] O al menos esa es la explicación que ofrece el narrador al inicio de la novela. En rigor de verdad, no es tan sencillo, y el lector llega a comprender que el hábito de la infelicidad se había enraizado en Wertheimer mucho antes de conocer a Gould.
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