De izquierda a derecha: Anabelle Rodríguez, Jesús Díaz, Rafael Rojas y Víctor Batista, en Madrid en 1997

Los temas del olvido, el recuerdo y las políticas de la memoria se han afincado en las últimas décadas en la cultura cubana, entendida desde la perspectiva más amplia. No sólo en el arte, la literatura, el cine o las ciencias sociales sino en la vida cotidiana de la Isla y la diáspora, la manera en que se evoca o se elude, se sublima o se denigra el pasado –y el lugar de cada quien en sus tramas–, es cada vez más decisiva. Estudios recientes como los de Lillian Guerra, Julio César Guanche, Devyn Spence, Abel Sierra Madero, María Antonia Cabrera Arús y Michael Bustamente dan cuenta de la articulación de políticas de la memoria a todos los niveles de la experiencia cubana.

La revista Encuentro de la Cultura Cubana, fundada en Madrid en 1996, fue precursora de los debates sobre la memoria y el olvido en un país que, en los años que siguieron a la caída del Muro de Berlín, vivió una desestabilización de sus enclaves simbólicos tradicionales. Hasta la desintegración de la URSS, Cuba y sus diásporas delinearon sus identidades en el campo de batalla de la Guerra Fría. Después de 1992, sobrevendría una relocalización múltiple de los sujetos que impulsó procesos de reescritura de la historia, todavía en curso.

La erosión progresiva de la narrativa hegemónica ha hecho que la historia se reescriba desde todos los lugares posibles: el Estado, la sociedad civil o la academia; la diáspora, la cultura independiente o las instituciones. Un buen ejemplo de reescritura de la historia institucional, en este caso de Casa de las Américas, es la reciente compilación Fuera (y dentro) del juego (2021), de Abel Prieto y Jaime Gómez Triana, sobre el arresto y la “autocrítica” de Heberto Padilla, en 1971, y la turbulencia que provocaron en la izquierda global.

No actuó sola Encuentro, en la politización de la memoria que se desató en los 90. La tensión que estableció, desde un inicio, con el campo intelectual institucionalizado de la isla y algunas de sus publicaciones, especialmente las revistas Temas y La Gaceta de Cuba, hizo que las políticas de la memoria y las reescrituras de la historia avanzaran, dentro y fuera de la isla, sin ocultar sus divergentes premisas teóricas e ideológicas.

En alguno de los primeros números, Jesús Díaz habló de “agujeros negros” en la historia de Cuba, que podían definirse de diversas maneras: periodos caricaturizados por el relato oficial como el tramo republicano de 1902 a 1958; episodios traumáticos como la Guerra de 1898, la represión del levantamiento de los Independientes de Color en 1912, el presidio y el exilio después de 1959, la guerra de Angola, el éxodo del Mariel o el maleconazo del 94; formas de exclusión permanente como el racismo o la homofobia; temáticas bien afincadas en el cambio de siglo, como el medio ambiente y las nuevas tecnologías.

A casi todos esos temas, la revista dedicó dosieres o misceláneas de artículos. Como sostuve en La máquina del olvido (2012), si se revisa la trayectoria de La Gaceta de Cuba y Temas en aquellos mismos años, se observará que muchas de esas cuestiones también eran centrales en las publicaciones de la Isla. No sólo eso: a veces se repetían los mismos autores, dada la amplia red de colaboradores que logró Encuentro, sobre todo, en su primera etapa.

La apuesta por el homenaje y la presencia permanente de artistas, escritores, académicos e historiadores de la isla era, de hecho, un elemento central de la política de la memoria asumida por la revista. Una de las premisas de Encuentro fue la “reconciliación nacional”, concepto muy difundido en sectores críticos, disidentes o exiliados, entre los años ochenta y noventa, que poco a poco ha caído en desuso. A eso se refería Gastón Baquero en sus palabras del primer número: la “cultura nacional es un lugar de encuentro”.

Aquella política se vio hostilizada desde un inicio por las corrientes más extremistas del poder cultural y político cubano. En sectores reformistas, la publicación fue vista, inicialmente, como una torpeza o un obstáculo –es el tono del artículo de Rafael Hernández “Elefantes en cristalería”, publicado en La Gaceta de Cuba en 1996–, pero en los altos mandos ideológicos y políticos fue entendida como un ataque. Las evidencias documentales de aquella hostilidad son múltiples y tal vez su mejor síntesis sea el folleto Encuentros, desencuentros (2002), firmado por José Antonio García Miranda, publicado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y agregado al expediente del magazine electrónico La Jiribilla.

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Gracias al Índice que elaboró Carlos Espinosa Domínguez, precisamente en 2002, año de la muerte de Jesús Díaz, contamos con un esbozo de la trayectoria editorial en los primeros siete años. Para entonces ya se habían publicado los homenajes a Tomás Gutiérrez Alea, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Antonio Benítez Rojo y Antón Arrufat. Historiadores académicos del mayor prestigio como Manuel Moreno Fraginals, Olga Cabrera, Isabel Ibarra, José Manuel Hernández y Pablo J. Hernández habían tratado temas tan diversos como la plantación azucarera esclavista, la reconcentración de Valeriano Weyler, las relaciones internacionales del Gobierno de Tomás Estrada Palma, y el liderazgo de Eduardo Chibás y el Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). Varios cuestionamientos a la Ley Helms-Burton, como los de Luis Manuel García, Joaquín Roy, René Vázquez Díaz y Max Castro, habían aparecido, y aparecerían otros en los años siguientes. Según el Índice, entre los cientos de ensayos publicados, más de 70 trataban sobre aspectos varios de la historia de la cultura cubana y sólo 15 se enfocaban en la crítica del sistema político de la isla.

El folleto de García Miranda, base de la mayoría de las tergiversaciones e infundios que todavía se leen en Ecured, Cubadebate y otros medios oficiales, fue una exégesis forzada que, a través de unas cuantas frases sacadas de contexto, fundamentalmente del diario electrónico Encuentro en la Red –no de la revista impresa–, nos presentó como un grupo de enemigos y anticubanos, promotores de la violencia en Cuba, cómplices del terrorismo, aliados del Gobierno de George W. Bush y partidarios de la anexión de la Isla a Estados Unidos.

A partir de sólo una, entre las muchas y diversas fuentes de financiamiento con que contó Encuentro, se hilvanó una trama según la cual la publicación había tomado su nombre de Encounter, la revista de Stephen Spender e Irving Kristol que en los años cincuenta recibió apoyo del Congreso para la Libertad de la Cultura. Un verdadero delirio que la propia revista desmiente desde su primer número al consignar la citada frase de Baquero.

A pesar de que dejó de publicarse hace doce años y de que está disponible, íntegramente, en línea –el lector interesado puede conocer por sí mismo su contenido– siguen apareciendo descalificaciones de aquel proyecto intelectual. Unas recurren a la deliberada caracterización parcial o incompleta de la publicación y sus editores; otras engrosan un viejo y renovado discurso de odio. Ninguno de esos intentos de estigmatización, por la vía de la memoria, resiste un cotejo mínimo con lo que el historiador argentino Horacio Tarcus llama “la materialidad de la revista”.

En la primera variante de descalificación, el académico Rafael Hernández, director de la revista Temas, propone en OnCuba un perfil del grupo editorial fundador de Encuentro como “exrevolucionarios de los años sesenta” que no se ajusta a varios de quienes formamos parte del mismo. Sin mencionar un solo nombre y con frases entre comillas que no precisan la fuente, asegura que, en contra de la declarada voluntad “pluralista y abierta” de la publicación, Encuentro desestimó como “autorizadas todas las publicaciones culturales y de ciencias sociales en Cuba, por estar monitoreadas desde la Plaza de la Revolución”. Si esto fue así, cómo se explica la presencia de varios editores de la revista Unión, como Efraín Rodríguez Santana, Jorge Luis Arcos o Enrique Saínz, de colaboraciones de César López, Guillermo Rodríguez Rivera, Miguel Barnet o Víctor Fowler, de homenajes a Abelardo Estorino, Ramiro Guerra o Reina María Rodríguez, de reseñas de números de La Gaceta de Cuba y Temas, de libros de Ciencias Sociales, Letras Cubanas y Unión y de noticias culturales de la isla, tan frecuentes en la sección “La Isla en Peso”.

En la segunda variante, destaca un texto de Javier Gómez Sánchez, donde se glosa un mensaje de Alfredo Guevara a Raúl Castro en 1999. Guevara dice haber leído los once primeros números y que, de sus más de dos mil páginas, derivó tres impresiones: que la revista “apostaba por un futuro no predecible pero biológicamente inapelable”; que sus editores promovíamos “un anexionismo” que conducía a una “revisión histórica de las ocupaciones norteamericanas en Cuba, reevaluándolas como convenientes, como aporte civilizador”; y que el “esfuerzo de coordinación-agrupación factual de intelectuales cubanos dispersos por el mundo” tenía como “sueño” u objetivo “apoderarnos como salvadores de la vida intelectual cubana, ya organizados”.

Es sorprendente y hasta profética la lectura de Guevara. Algunas de aquellas impresiones han sido confirmadas por la historia –ya vivimos en una Cuba posterior a Fidel Castro– y otras suenan más a elogio: es cierto que Encuentro implicó un “esfuerzo” de integración del campo intelectual cubano, desde la diáspora, entre fines del siglo XX y principios del XXI. Las intenciones que Guevara nos atribuía, de querer apoderarnos de la cultura cubana, como todas las sospechas de intenciones del otro, carecen de sustento y reflejan, más bien, miedo a la pérdida de control territorial.

Las críticas más serias del mensaje de Guevara –insistencia en el “poscastrismo” o visión positiva de las “ocupaciones norteamericanas”–, por otro lado, no se sostienen a partir de la lectura superficial o profunda de los primeros números de Encuentro. No veo el término “poscastrismo” en el Índice de Espinosa, pero es cierto que el número 6/7 estuvo dedicado a estudiar el caso cubano a la luz de otras transiciones. Aunque allí apareció un artículo de Pío Serrano titulado “Cinco reflexiones sobre la realidad cubana poscastrista”, los términos predominantes del dosier, donde colaboraron Jorge I. Domínguez, Marifeli Pérez Stable, Carmelo Mesa Lago y Eusebio Mujal León eran otros: transición a la democracia, al autoritarismo o al postotalitarismo.

Es intrigante la lectura de Guevara porque no hay, en los primeros once números de Encuentro, textos sobre las “ocupaciones norteamericanas”. En el número 11, que homenajeó a Fina García Marruz, aparecieron dos ensayos sobre la guerra del 98 y la intervención de Estados Unidos en Cuba, Puerto Rico y Filipinas: uno de Ignacio Sotelo, académico socialista español radicado en Berlín, y otro de Arcadio Díaz Quiñones, profesor puertorriqueño de la Universidad de Princeton. Los dos eran sumamente críticos de aquella intervención –Sotelo llegaba a decir que Estados Unidos intervino en la isla para arrebatar el triunfo de los cubanos sobre España– y en ningún momento afirmaban que el 98 hizo un “aporte civilizador”.

El tema de la primera intervención norteamericana en Cuba fue aludido críticamente en Encuentro por varios colaboradores del número 15, dedicado a los 170 años de relaciones entre Estados Unidos y Cuba, en el que participaron Lisandro Pérez, Roberto González Echevarría, Gustavo Pérez Firmat, Dolores Prida, Joan Casanovas y Max Castro, entre otros. Luego reapareció, en el número 24, en el artículo “Pedestales vacíos” de Marial Iglesias, un adelanto de su libro Las metáforas del cambio (2003), publicado en La Habana al año siguiente, por la editorial Unión.

No sé si Alfredo Guevara llegó a leer con más cuidado la revista Encuentro después de 1999. Lo que me queda claro es que Javier Gómez Sánchez no la leyó en absoluto, ya que si no, no repetiría el mismo error de varias publicaciones oficiales: afirmar que la revista Encuentro de la Cultura Cubana “fue convertida en los portales digitales Cubaencuentro y Diario de Cuba”. La revista Encuentro consiste en 54 números impresos, de altísima calidad intelectual y visual, publicados entre 1996 y 2009, año en que desapareció, sin convertirse en otra cosa.

Quienes trabajamos en Encuentro tuvimos diversas expectativas sobre la posibilidad de un tránsito democrático o de una reconciliación nacional en Cuba. Lo que ninguno imaginó es que la propia revista, que colocó en el centro de sus persuasiones la política de la memoria, acabaría siendo sometida a las mismas dinámicas de olvido, distorsión y escamoteo que se describen en sus páginas.

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RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

1 comentario

  1. En el número inaugural aparece un excelente homenaje a Titón, Tomás Gutiérrez Alea, diáfana prueba de que Encuentro se alejaba de sectarismos, como heredera directa del encuentro madrileño de Las Dos Orillas, patrocinado por el ideario, entre otros, de Gastón Baquero.; que también se enfrentó al sectarismo del sector del exilio que no quería ningún tipo de «encuentro», como puede leerse en El Nuevo Herald. Leer a Kawakami.

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