Fotograma de 'Argentina', 1985, Santiago Mitre dir., 2022
Fotograma de 'Argentina', 1985, Santiago Mitre dir., 2022

Ignoro qué impacto tuvo en el público habanero la exhibición de Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022) durante la inauguración del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana del pasado diciembre. No estuve allí ni tampoco he leído reacciones públicas al respecto. Por pura coincidencia, el mismo día en que ocurrió el acto de apertura del evento, el 1 de diciembre de 2022, entraba en vigor el nuevo Código Penal cubano, uno de los documentos más funestos de los tantos promulgados en los pasados cinco años en la isla y que, pese a sus graves consecuencias para la relación entre los ciudadanos y la ley en Cuba, ha sido de los menos leídos y discutidos en la esfera pública.

Sugiero la relación entre una cosa y la otra porque el eje del conflicto en la película de Mitre es el establecimiento de un nuevo acuerdo legal entre gobernantes y gobernados. Esto, sobre las cenizas de la ley y la justicia dejadas tras largos años de permanecer el Estado y sus instituciones al servicio de un aparato militar y de una clase económica que, a nombre de proteger a la sociedad de sí misma y de la “conspiración comunista internacional”, cometió crímenes atroces. De ahí que Argentina, 1985, relate el renacimiento de la noción de lo cívico en un contexto concreto, más allá de la exactitud histórica absoluta de la trama.

¿Qué significado tiene todo esto para Cuba, hoy? Las analogías son imposibles de negar. Frente a un Estado policial como el cubano, en su máxima expresión desde 2021, la puesta en escena del inicio del proceso de curación del cuerpo social en la Argentina posdictatorial adquiere carácter de conferencia magistral para una ciudadanía que cada día se emancipa más del dominio ideológico de la clase en el poder.

Uno de los rasgos más potentes del guion de la película reside en borrar la percepción ingenua del mito del “día después”: aunque Argentina tenía desde 1983 un gobierno democrático, con Raúl Alfonsín en el poder y la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) operaba desde diciembre de ese mismo año, en 1985 el fiscal Julio César Strassera (Ricardo Darín) sospecha del novio de su hija mayor y tiene montado un operativo de vigilancia sobre esa relación a espaldas de su esposa y con la complicidad de su hijo menor. Ello, porque teme que los grupos del ancien régime todavía en funciones puedan estar usando a la muchacha como vehículo para vigilarlo y someterlo a presión.

Con todo y lo baladí que pueda resultar esa anécdota, no hay que perder de vista el síndrome de la sospecha que siembra el aparato totalitario en sus víctimas. Y pese a que el protagonista ha aprendido durante su carrera a volar bajo el radar, el miedo como la materia de que está hecha la realidad totalitaria se manifiesta en cada fragmento del acto social. No es esa una condición que se disipe al día siguiente del cambio político. No lo fue en Argentina ni en ninguno de los países que han vivido situaciones de transición política. Porque si bien el modelo de dominación por la violencia tiene reglas muy claras de acatamiento, que se imponen en bandos, discursos, decretos-leyes y códigos penales, pero sobre todo en razzias, detenciones y arrestos, la convivencia democrática necesita producir las suyas en el ejercicio de la ciudadanía. O sea, en una producción horizontal que depende del intercambio entre mucha gente diversa, que toma tiempo y no conduce necesariamente a un paraje ejemplar, sino a un escenario donde los contrapesos del poder deben ser puestos a funcionar por el colectivo soberano.

Un segundo rasgo de Argentina, 1985 muy útil para el contexto cubano es la ilustración de la crisis de la neolengua del aparato de dominación. O sea, del núcleo semántico de la hegemonía del grupo en el poder sobre la sociedad. Frente al argumento de los militares de la dictadura en torno al derecho a ejercer la violencia como “mal necesario” para contener la desintegración social, se imponen hechos, y con estos, otra semántica: secuestros, asesinatos, abusos sexuales, robos de recién nacidos, desapariciones forzadas, imposición por la fuerza de ideas son los delitos que salen a la luz pública por boca de sus víctimas, que al fin son escuchadas en un entorno de derecho que, en teoría, al fin aspira a la curación, a la justicia, no a garantizar la impunidad de unos sobre el resto.

El corolario del trabajo legal, cuya función es abrir espacios para la verdad, trae consigo términos nuevos, cuya sola mención despeja de dudas la mente que aún sostiene la justificación de la dictadura como un escalpelo abstracto que provocó el sangrado de una zona del cuerpo social a nombre de la salud del resto, que amputó partes enfermas para salvar a la mayoría. Falsa analogía: porque una amputación y un crimen no son lo mismo.

Fotograma de 'Argentina', 1985, Santiago Mitre dir., 2022
Fotograma de ‘Argentina’, 1985, Santiago Mitre dir., 2022

Haré un ejercicio de abstracción similar: alguien que me lee con las mismas dudas asume que las experiencias históricas de la dictadura argentina y el régimen cubano no son comparables. Y que mi argumentación busca crear una ficción que justifique una inversión del régimen de interpretación de la realidad cubana funcional a eso que suele ser explicado por los ideólogos del sistema del Partido Comunista como una agenda intervencionista del imperialismo yanqui, de guerra de cuarta generación, de producción de “matrices de opinión” que buscan “la restauración capitalista” en Cuba.

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El hecho de que el periodo de dominación carismática de Fidel Castro, heredado en cierta medida por su hermano Raúl, haya terminado, se le escapa a ese alguien de arriba. Como también que el control de la información sobre una sociedad semicerrada ya no sea algo absoluto. Que las demandas de la nueva sociedad civil independiente en Cuba sean de estructuras de dominación sometidas a la voluntad popular y que se normalice el cuestionamiento a la estructura opaca y funcional de un colectivo dirigente que opera como una clase social privilegiada, no parece ser destacable en ese modelo argumentativo. Menos, que las voces que se alzan aquí y allá, y que descubrieron su poder opositor real en las calles el 11 de julio de 2021, reciben represión como respuesta o, en su defecto, intervenciones oportunistas en los barrios miseria que se rebelaron, las que no remedian las razones reales de su malestar. Así que yo puedo estar equivocado o ser un “agente del imperio”, pero los hechos son indiscutibles.

La lógica defensiva que antes resumí evita observar que la situación cubana no permite más la explicación interesada de las elites. Miguel Díaz-Canel dijo el 11 de diciembre de 2022, al intervenir ante el quinto pleno del Comité Central del PCC, sobre la grave crisis económica que vive la isla: “Porque para vencer la Covid, lo primero era defender la vida de nuestra gente. Y para defender la vida de nuestra gente hubo que poner recursos, o hubo que coger los pocos recursos que había para casi todo y ponerlos en función de la defensa de la gente.”

Hay que sumar a lo anterior las razones que se ofrecen desde el relato oficial, en orden de jerarquía, para muchas de las penurias que viven los cubanos: son producto de “las medidas de recrudecimiento del bloqueo de EE. UU.”; el “crecimiento de los precios internacionales” de los alimentos y fletes; y, por último, de “nuestros propios errores”. Todo cierto, aunque se evite incluir ahí la responsabilidad de las élites en el manejo de las políticas públicas que afectan cada uno de los aspectos de la existencia de los cubanos.

La narrativa de las elites en Cuba no son fantasía, sino realidades disueltas en una lógica victimista, pero su despliegue argumentativo y jerarquías deben ser desmontadas. Así, la reflexión de Díaz-Canel calla que, mientras el país era azotado por la pandemia, la construcción de hoteles de lujo nunca se detuvo. Ello, mientras las decenas de instalaciones turísticas ya existentes permanecían vacías, y hoy tienen índices de ocupación muy bajos. Como silencia que, pese al manifiesto deseo del Gobierno de “defender la vida de nuestra gente”, los datos oficiales mostraron que entre 2020 y 2021 fallecieron en Cuba más de 280 000 personas: 112 439 en 2020 y 167 645 en 2021, demasiadas en comparación con las 109 080 de 2019. Eso, oportunamente silenciado en el debate público cubano, cuestiona el presunto éxito de la estrategia reclamada por el gobernante.

Luego, mientras los propios dirigentes cubanos reconocen que hay una situación “compleja” y piden sacrificios a los ciudadanos, Díaz-Canel y otros funcionarios hacen visitas a sus aliados en un jet de lujo Dassault Falcon 900EX, cuyo costo de explotación es de 3 245 dólares por hora y sobre cuya utilización no hay información pública en Cuba.

Volviendo al ejercicio de abstracción de arriba, la condición que justifica la dominación por la fuerza es más complicada de lo que aparenta, de ahí que las experiencias históricas de la dictadura argentina y el régimen cubano sí son comparables, cada una en su contexto. Porque hay muchas maneras de secuestrar la voluntad de la gente y de imponerse, incluso cuando no se tiene el apoyo de la mayoría.

Los espectadores del cine siempre hacen una lectura autobiográfica de al menos una parte de las narrativas de las películas. Eso explica la posibilidad de esperar algo, alguna reacción, a la exhibición en La Habana de Argentina, 1985. Porque no pocos espectadores podrían sentir en ese relato inspirado en sucesos de la Historia una suerte de comentario anticipado de aquello que podría sobrevenir en una Cuba del futuro.

Como la realidad dicta cátedra a la ficción, minutos antes de la exhibición de la película de Mitre, la actriz cubana Andrea Doimeadiós, quien tuvo a su cargo la conducción de la ceremonia inaugural del festival de cine, puso en evidencia la relación terminal entre el cuerpo social y sus representantes políticos. En un tono neutro y matizado de hastío, que justificó por el frío reinante en el teatro donde tuvo lugar el acto, presentó sin el énfasis de siempre en Cuba a los funcionarios del PCC asistentes, sobre cuyas funciones ironizó en el mismo tono desangelado.

El desgano de Doimeadiós emuló al mostrado por el cuerpo social cubano apenas días antes. El domingo 27 de noviembre, en las votaciones de las llamadas elecciones municipales cubanas, a las que desde hace décadas la gente en la isla asiste con similar abulia que la de la actriz, una parte de ese cuerpo parecería haberse coordinado para hacer un plebiscito silencioso al régimen. De acuerdo con cifras oficiales, que nunca son contrastadas, solo el 68% del padrón electoral depositó sus votos, y casi un 11% de ellos no fueron válidos. Esto fue mucho peor en La Habana, donde apenas el 55% de los votantes asistió a los colegios.

En un país donde la inercia de aceptar el orden de cosas ha sido la mejor forma de supervivencia y “bien quedar” político, esta manifestación de una nueva voluntad ciudadana dice mucho de ese frío, desgano, apatía ante los representantes del poder. Y el presunto acto de democracia con que el régimen disfraza esta clase de procesos electorales, pero que omite en otros que sí son decisivos para lo público en Cuba, se manifiesta cuando la gente con su desinterés pone en evidencia una grieta en el consenso, por la que se cuela lo posible.

En una escena de Argentina, 1985, un viejo amigo del fiscal Strassera le recuerda que en la crisis del orden autoritario hay pequeños momentos de oportunidad que se abren, cual rendijas, pero que se cierran pronto. Por ello, advierte, “tenés que estar adentro y ahí sí se pueden hacer cosas, las cosas que no pudimos hacer durante la dictadura”. El cambio, para trasladarlo a las instituciones, requiere de esos momentos gobernados por la oportunidad y dirigidos por la voluntad. Es un proceso tedioso, de un tipo de heroicidad todo lo opuesto al asalto a los cuarteles y las soflamas dichas a voz en cuello en la calle. El agotamiento que causa combatir la lógica totalitaria y su maraña de recursos para subvertir la verdad con manipulaciones, hace que el protagonista del cambio verdadero sea un chupatintas sereno, encargado de poner en orden las evidencias, armar los legajos de testimonios, de asimilar la frialdad del camposanto moral que sobreviene al terror de las policías secretas.

Para llegar allí, es necesaria casi una epifanía ética. Strassera se sabe parte consustancial del sistema, aunque presuntamente sin mancharse las manos de sangre, y defiende su propia grisura a como dé lugar, pero una vez en la tarea de hacer lo necesario, la asume sin dudas. Esto de la epifanía ética en medio de un páramo moral es central en el cine de Mitre desde El estudiante (2011), en la que ilustró el acceso a la institucionalidad de la militancia estudiantil de un don nadie sin valores, o cuando en La patota (2015) muestra el salto al vacío de una joven abogada privilegiada que decide a través de su cuerpo redimir al subalterno étnico y cultural de su clase social.

Mitre sabe que el cine permite pensar en la estructura de lo público, porque es el arte más público de todos. Pero en Argentina, 1985 lo que tiene que narrar es cómo lo público se convierte en insumo para la producción de un nuevo acuerdo social que, al quebrar la impunidad generalizada de que disfrutó el régimen militar, no solo castigue a los criminales, sino imponga una nueva relación entre la justicia y la gente, que a partir de ello permita creer, abone la esperanza en que el cambio será duradero, haga lo que hay que hacer para que el imperio de la ley deje de ser el arte de salirse con la suya de las élites y vuelva a ser tenido en cuenta como un ámbito donde todos tenemos la oportunidad de ser escuchados.

En este punto, tengo que reconocer que sí hubo una reacción a la exhibición de Argentina, 1985 en La Habana. Fue inmediata, en la forma de un exabrupto que publicó en su perfil de Facebook Javier Gómez Sánchez, decano de la Facultad de Arte de los Medios de Comunicación Audiovisual (FAMCA) del Instituto Superior de Arte. Al funcionario le resultó “chocante” que la película de Mitre fuera producida por la plataforma Amazon, como le pareció “prefabricado” el abordaje del hecho histórico, que desde su perspectiva evita observar cómo la “democracia” argentina posterior “se encargó de implementar el más feroz capitalismo neoliberal en Argentina”.

En un texto posterior desarrolló su tesis. Lo publicó en el diario oficial Granma. Allí cuestionó que las plataformas de contenido se interesen en apoyar producciones latinoamericanas que ofrecen una visión de las historias nacionales cómoda a la hegemonía liberal.

Javier Gómez Sánchez, a la derecha, como actor de la serie cubana 'LCB, la otra guerra' (FOTO Diario de Cuba)
Javier Gómez Sánchez, a la derecha, como actor de la serie cubana ‘LCB, la otra guerra’ (FOTO Diario de Cuba)

Puedo entender esa molestia: Argentina, 1985 es, como formato, una película hollywoodense. Sacrifica complejidad en función de la eficacia dramática; está tejida sobre trazos gruesos y efectismos dramáticos; apuesta a la efectividad y a un espectador global sin profundizar apenas. A su manera, y salvando las distancias, actúa describiendo para un espectador global el horror irreconocible y pegajoso de la dictadura como en 1985 hiciera La historia oficial (Luis Puenzo). El problema en el fondo de la lectura del decano es que las herramientas del marxismo de manual que usa son eficaces para describir asuntos generales, pero se desubican ante la singularidad. Por ello arrojan para cada problema respuestas idénticas. Y, por otra parte, se muestran impotentes para examinar las difíciles relaciones entre los hechos históricos y su representación artística (ergo, imaginaria). De ahí que sean ideales para todo aquel que teme a la libertad de pensar.

Pero, ¿y si la reacción del decano se debiera, antes que a la ausencia de un abordaje profundo de la exhumación del episodio dictatorial que hace Mitre, a la insoportable situación de ver reflejado en Argentina, 1985 el deseo reprimido de muchos cubanos en la Cuba de hoy? ¿Por qué la gente aplaudió durante la exhibición de la película en otros cines de La Habana en los días del festival? ¿Por qué, a tono con anécdotas de la trama, algunos se atrevieron a gritar en medio de la sala “abajo la dictadura”? ¿A qué dictadura se referían? ¿A la del filme, representada en pasado, o a una en presente? ¿Cómo sería el proceso traumático de despertar un día a la realidad de la dominación en Cuba, puesta al desnudo ante la mirada ciega de una ley que no admite más que la elite salga impune?

El texto de Gómez Sánchez en Granma cita al historiador argentino Sergio Nicanoff, quien cuestionó que Argentina, 1985 no haga “ni una sola mención al papel del poder económico, cúpula de la iglesia católica, algunas dirigencias políticas y sindicales o embajadas extranjeras en el genocidio. No, los culpables de la represión están allí, son exclusivamente los monstruos que están siendo juzgados, y al ser condenados la conciencia de la sociedad y la de todos/as nosotros puede tranquilizarse”.

Hay una película de 2021 con no pocos puntos de contacto temáticos con Argentina, 1985 que hace eso mismo. Azor (Andreas Fontana), una coproducción entre Suiza, Francia y Argentina, relata un episodio ficticio de la dictadura argentina, esta vez ambientado en 1980. Su protagonista es un banquero suizo, representante de una institución privada con intereses en el país suramericano, que viaja a Buenos Aires después que el anterior apoderado de su firma allí desapareciera misteriosamente. Lejos de la reconstrucción de hechos históricos que realiza la película de Mitre, pero sobre todo de su didactismo efectista, Fontana se aferra al thriller para a través suyo revelar lo monstruoso del cosmos que sostiene la pistola en manos del asesino.

Azor rehúye el escenario de la represión, que apenas es aludida, vista muy de pasada en su secuencia introductoria. Su protagonista es un sujeto de moral sólida y maneras aristocráticas, que se desplaza por un escenario de políticos, hombres de negocios, abogados, representantes de la Iglesia Católica. Todos ellos deambulan por las catacumbas del poder visible y acaban revelándose como el poder real. Lentamente, el banquero suizo va haciendo un croquis de esa “alta sociedad”, que se nutre del horror en las calles, que llena sus arcas gracias a él, y que reproduce su existencia desde una cínica complicidad. El protagonista ejecuta su particular descenso al corazón de las tinieblas cuando deja de sentirse sobrecogido por lo viscoso de ese mundo, y se entrega a él. Y, en ese trayecto de seducción por el horror, como espectadores llegamos a rozar lo ominoso del mundo totalitario, de su normalización, de la vida cotidiana que lo justifica, del escenario de relaciones que de él se alimenta.

Si Azor se decidiera por una forma más cercana a la didáctica que despliega Mitre, propondría como moraleja que todo aquel que convive y normaliza lo monstruoso acaba convertido en miserable moral. La normalidad dentro de un orden de cosas totalitario es precisamente esa. Cada experiencia de ese tipo carga consigo una trama oscura y criminal invisible, cuya savia es la obsecuencia, el tráfico de influencias o poderes, y cuya patología resultante es la ceguera selectiva.

Es curioso que el decano sea capaz de diagnosticar de manera tan exacta qué le falta a Argentina, 1985, al tiempo que hace evidente que eso ausente es aquello que lo define a él como individuo. Ello sucede porque dentro de la narrativa totalitaria un sujeto como él siempre se considera relegado dentro del sistema simbólico que administra el poder. De ahí que ejerza a menudo la queja contra ese sistema, invocando su derecho a ser atendido como privilegio ganado por defenderlo.

El decano no entiende que su función dentro del mecanismo de producción de la hegemonía en Cuba tiene que ver solo con sostener un discurso para la grada, cargado de normatividad, que parece dar cuenta de un modelo válido y legítimo, pero divorciado del funcionamiento real de la administración de la sociedad. O sea, de eso que al cabo el propio decano sufre y ve todos los días, pero calla en bien del “proyecto” mayor; es decir, de la teleología en la que cree.

La clase intelectual cubana está repleta de sujetos que, si bien a veces son autoridades en sus campos de creación, pierden toda agudeza cuando evalúan su condición más inmediata, su cotidiano, los crímenes que en su nombre se cometen. Ante ellos, hacen mutis por el foro o se confiesan en privado. Pero siempre evitan conceptualizar seriamente el sistema de relaciones que da lugar a ese estado de cosas. Porque ello dejaría en evidencia el origen de sus privilegios.

Para ellos precisamente parece hecha la queja del historiador argentino Nicanoff que el decano cita en Granma: el aparato de dominación no está hecho solo de militares, políticos, jueces, sino también del poder económico, las dirigencias sindicales y organizaciones estatales oficialistas, el periodismo y los voceros oficialistas que no llegan a la altura de tales monstruos, pero son su sostén y extensiones visibles. A eso, en Cuba, súmesele toda clase de gente sin talento legítimo fuera de hacer malabares retóricos para justificar la dominación.

Fotograma de ‘El gran movimiento’ (2021); Kiro Russo (IMAGEN Youtube / BF Distribution / Trailer)
Fotograma de ‘El gran movimiento’ (2021); Kiro Russo (IMAGEN Youtube / BF Distribution / Trailer)

Gómez Sánchez no llegó a decano por su obra cinematográfica, sino por hacer carrera desde publicaciones oficialistas denunciando las “campañas contra Cuba”, arrimándose a funcionarios con poder simbólico dentro del sistema de recompensas del régimen cubano y apuntando con el dedo. Es uno más en la larga cadena de gente que cree hacer lo necesario para que un proyecto político tenga éxito, y para ello fustiga sin compasión a los críticos del aparato de poder, mientras dispensa leves críticas a las zonas extirpables de esa misma estructura. Califica a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP) como una experiencia “traumática” y una “etapa amarga” para quienes las padecieron. Como no cree necesario que sus responsables sean sometidos a la ley, evita usar la palabra “crimen”. Ello, mientras hace el trabajo sucio que ya nadie se atreve a asumir de lavar la cara al régimen al que debe su cargo dirigente.

Pero si bien el decano se considera a sí mismo un crítico honesto, defensor de un modelo a contracorriente de la hegemonía neoliberal, en verdad no puede obrar de manera diferente a lo aprendido. Por eso, desde su puesto de poder, sé que se encarga de perseguir a los profesores de su facultad que expresan en voz alta su desacuerdo político con el régimen. Lo hace tratando de no dejar huellas, taimadamente, reuniendo adeptos a su causa para diluir su agencia en un “nosotros”, argumentando razonamientos medianamente lógicos y, sobre todo, subrayando públicamente que no apoya las cacerías ni las purgas, que lo suyo es el debate.

Por ello es saludable apreciar su visceral reacción ante la película de Mitre. Porque supone que hay algo subyacente que sí puede ver, porque muestra su complicidad con una maquinaria diseñada para anular la voluntad de la gente que quiere cambiar las cosas. Argentina, 1985 desentierra algo reprimido de lo que se sabe cómplice.

Si falta una prueba de cómo operan los agentes del poder que invocan su derecho a disentir para anotarse puntos, basta ver el silencio del decano de la FAMCA sobre el filme El gran movimiento (Bolivia, 2021), de Kiro Russo, el gran vencedor del festival de cine. Al parecer el funcionario no asistió a la clausura del evento, donde se exhibió. Habría sido de enorme ayuda saber su opinión después de ver una película latinoamericana que principia como una crónica del subalterno social y acaba convertida en un ensayo psicodélico y una pesadilla surreal que evade la preceptiva ideológica del cine militante regional (gracias a Dios, un rasgo superado casi del todo) y además reinventa la forma de expresar la oscuridad del sujeto popular. Ese al que tantos en Cuba dicen defender más que a sus propios privilegios.

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