Enrique Saínz
Enrique Saínz

Nos dice George Steiner en Presencias reales:

Cualquier comprensión coherente de lo que es el lenguaje y de cómo actúa, cualquier explicación coherente de la capacidad del habla humana para comunicar significado y sentimiento está, en última instancia, garantizada por el supuesto de la presencia de Dios. Mi hipótesis es que la experiencia del significado estético –en particular el de la literatura, las artes y la forma musical– infiere la posibilidad necesaria de esta “presencia real”.

Esta asombrosa y extravagante teoría del sentido, que casi todos (empezando por mí), se apresurarían a rechazar,[1] pertenece, sin embargo, a una muy respetable tradición filosófica, ávida de trascendencia, que rechaza la supremacía de la razón y busca (en la gran poesía, la música clásica, el pensamiento religioso y la filosofía antigua) la huella de lo absolutamente otro, ese fulgor paradisíaco que no se resigna a perder para siempre. Esta es, evidentemente, la tradición de la Biblia, Platón, Plotino, Proclo, los presocráticos, los trágicos griegos, San Agustín, Virgilio, los pensadores medievales, los místicos, Rimbaud, Mallarmé, Lautréamont, Claudel, Rilke, Dante, Donne, Milton, Eliot, Lezama, Cintio Vitier, María Zambrano y tantos otros escritores de primer orden. También, de alguna manera, la de Enrique Saínz (uno de los pocos críticos hispanoamericanos que aún intentan insertarse en esa genealogía) en su último libro, Las palabras precisas.

Desde la publicación de su primer volumen a inicios de los ochenta (o incluso antes: desde que escribió el prólogo a la primera antología de Rilke publicada en Cuba, ¡en 1979!), Saínz ha desplegado una espléndida indiferencia ante las filosofías que pretenden socavar la noción misma de sentido (del pesimismo trágico nietzscheano a las muy disímiles instancias de la teoría posmoderna: Lacan, Derrida, Foucault, etc.) y ha mantenido una confianza inamovible en la existencia de esas “presencias reales” que Steiner defiende con su acostumbrada elocuencia: definitivamente, el nihilismo no es lo suyo. Esto significa que nos encontramos ante un crítico que, por así decirlo, va a lo suyo, inaccesible al éxito o la popularidad de un sistema de ideas (y por momentos podría parecer que desconfía de ciertos argumentos precisamente por ser populares: como William Hazlitt o Harold Bloom, no cree que las cuestiones estéticas estén sujetas al sufragio universal).

Ahora bien, en este último libro encontramos una condensación, un acendramiento de los grandes temas que siempre han preocupado a este singular crítico (pocos ensayistas en nuestra literatura han desplegado una coherencia comparable): la poesía como posibilidad del conocimiento absoluto, la potencia de ciertas categorías del pensamiento religioso cuando se aplican a la literatura y la posibilidad de alcanzar una experiencia de lo sublime en el espacio poético. Considerando esto, no resulta sorprendente que encontremos aquí a casi todos los escritores que lo han apasionado: algunos maestros indiscutibles de la poesía y el pensamiento hispanoamericanos (Lezama, Juan Ramón Jiménez, Fina García Marruz, Cintio Vitier, María Zambrano) junto a otros escritores (Valéry, Charles Du Bos, Saint John Perse: la pasión de Saínz por la literatura francesa no es un secreto para nadie) que, de una forma u otra, despliegan en su obra algunos rasgos que el ensayista cubano considera fundamentales: autenticidad, maestría verbal, cierta intensidad en la expresión de su angustia y, en definitiva, la búsqueda incesante de lo que a menudo llama “el sentido último de la existencia”, expresión probablemente incomprensible en nuestra época refractaria a la metafísica, pero que resulta necesaria si se quiere entender algo de este escritor.

Se trata entonces de un pensamiento intempestivo, ajeno a las seductoras fórmulas del posmodernismo (nada más ajeno al así llamado “pensamiento débil” que esta prosa anhelante de certezas inamovibles), un discurso crítico que mantiene una fe conmovedora en las posibilidades epistemológicas del lenguaje poético. Que tenga o no razón es lo de menos: lo importante es la excelencia del estilo y la manera en que construye un sistema conceptual coherente en sus propios términos: siempre es preferible un creyente ingenioso y refinado (Chesterton, Du Bos, Bloy) a un escéptico ramplón y balbuceante: lo único inaceptable en el espacio literario es escribir mal. Y eso último es precisamente lo que Saínz no hace: hay una sostenida dignidad estilística en todos sus textos, incluso en los que, podemos conjeturar, escribió sobre poetas que no le interesaban demasiado. En cualquier caso, resulta evidente la existencia de una jerarquía entre los diversos autores que aborda: en la cima se encuentran los que considera maestros indiscutibles (Lezama, Cintio, María Zambrano, Valéry, Du Bos, Perse, Fina García Marruz), pero también escribe sobre algunos que, aun sin alcanzar estas cimas, resultan atendibles. Ahora bien, aunque para Saínz lo más importante es la autenticidad y la potencia de la expresión (es eso lo que le permite apreciar a los nihilistas del grupo Diáspora(s), de los que por otra parte no podría estar más lejos), es evidente que profesa, con una intensidad poco común, eso que George Steiner (una de sus mayores influencias) ha llamado la “nostalgia del absoluto”.

Así, sus mejores textos son aquellos en los que, más allá del análisis (aunque este último posea siempre una considerable sofisticación), da rienda suelta a su entusiasmo por esos poetas (y casi siempre son poetas: con muy contadas excepciones, a Saínz no le interesan los tipos que se limitan a narrar una buena historia o, mejor aún, no le interesa ninguna historia) que se niegan a considerar su escritura una mera cuestión de destreza técnica, “un modo concreto de operar con las palabras” (como decía cierto escéptico poeta español), sino que despliegan “una insaciable sed de conocimiento” y apuestan fuerte (en el sentido más serio e incluso pascaliano de esa expresión) por edificar artefactos verbales de inaudita potencia que se atrevan a explorar lo que Saínz llama sin subterfugios “el sentido profundo de la existencia”, anticuada y hermosa expresión que sólo resulta inteligible en el contexto de un pensamiento desvergonzadamente trascendentalista.[2]

Es natural entonces que sean Lezama, Cintio Vitier, Perse, Rilke, Claudel, Fina García Marruz y María Zambrano quienes movilizan su entusiasmo y lo conducen a escribir sus mejores pasajes: aquellos en los que el innegable esplendor verbal y la profundidad espiritual de esos maestros producen una reacción extática en su comentarista, como si fuese arrebatado por su casi insoportable intensidad, que lo lleva a repeticiones, excesos sintácticos y a utilizar un vocabulario que roza la conmoción de los grandes místicos: “insondable misterio”, “el más alto linaje espiritual”, “visiones totales de un cosmos sin fronteras”: es el lenguaje de San Juan de la Cruz, de Rimbaud, de Claudel, de los grandes salmos y otros textos bíblicos (“He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener”),[3] expresado con un vigor inaudito que consigue crear una singular retórica y un vocabulario propio. Grandeza, fecundidad, sobreabundancia, vastedad, intensidad, descomunal, plenitud son términos que recurren aquí como oraciones, cánticos de alabanza para conjurar el vacío, como si las palabras pudieran crear otro cuerpo glorioso (en el sentido del pensamiento escatológico cristiano) contra la pertinaz erosión del tiempo, el escepticismo, la ironía.

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Es pertinente entonces que el momento más alto de estos ensayos antimodernos sea el extraordinario texto “José Lezama Lima: señor barroco americano” donde el análisis minucioso de la poética lezamiana desemboca en una apasionada defensa de su “oscuridad barroca”, una vindicación de la complejidad y el hermetismo como únicas respuestas posibles a la inaudita opacidad de lo real: “la poesía es para este enorme poeta el medio de conocimiento de la realidad desde el cual podemos llegar a las esencias de ese acontecer oscuro, indescifrable, misterioso”; “en esta poética la palabra creadora del poema se adentra en el suceder y con ella podemos vislumbrar, desde la fábula y la hipérbole, el entrelazamiento y el espacio de una verdad otra, soñada pero no por eso menos real”. Es decir, la vía analógica, la densidad metafórica al borde de lo ininteligible son para Lezama (y para Saínz) el camino que permite acceder a la sustancia misteriosa de la realidad, ese oscuro esplendor o sombra luminosa que los grandes poemas se empeñan en alcanzar. Si todo esto suena levemente abstruso, o incluso incomprensible, se trata de una decisión consciente: para este trascendentalista pertinaz la razón es una lámpara tenue que ni siquiera ilumina a quien la sostiene y sólo adentrándose en la oscuridad de la gran poesía (o de los grandes textos místicos) será posible descifrar lo que algunos insisten en llamar “los misterios últimos” (para muchos de nosotros, por supuesto, semejante expresión carece de sentido, pero eso no tiene la menor importancia): Lezama, Vitier, María Zambrano y el propio Saínz consideran el nihilismo y la desesperanza que suele acompañarlo como la más absurda y perniciosa de las doctrinas.[4]

Aunque personalmente creo que profesan una excesiva ingenuidad, ¿quién puede asegurar que se equivocan?. Estas ideas (y, ante todo, la manera en que se expresan: no es excesivo hablar de un estilo religioso: en cierto sentido aquí el estilo es la fe)[5] consiguen articular una retórica deslumbrante, una poderosa y vehemente elocuencia que no es solamente una constelación de propiedades estéticas, sino el instrumento que expresa una visión particular de la realidad. Esto se relaciona indudablemente con lo que podríamos llamar una poética de lo sublime que rechaza la mera corrección estilística y apunta directamente al exceso, a la plenitud verbal, a la exageración, al uso constante de superlativos, a las repeticiones obsesivas que intentan dotar a las palabras de una reciedumbre, de una solidez que refute (a priori, por su monumentalidad misma) las disolventes arremetidas del escepticismo, como en este pasaje extraordinario donde Saínz consigue, siquiera por un momento, evocar la mayestática grandeza que alcanza la materia misma en los poemas de Lezama, mysterium tremendum, prefiguración necesaria de ese fulgor definitivo que para Saínz sólo se revelará en lo que Benjamin solía llamar “tiempo mesiánico”:

El lenguaje lezamiano nos recuerda el de ciertas teogonías y el de los presocráticos, aquellos hombres que batallaban con imágenes sucesivas en un intento por entregarnos una vivencia deslumbrante que ellos habían tenido. Cuando leemos estos poemas, tenemos la sensación de que nos están comunicando una grandeza perdida, desconocida para nosotros hasta el momento de dialogar con estos libros. La cultura adquiere aquí la dimensión de una naturaleza tan real y vigorosa como los grandes ríos, los árboles y los animales más disímiles.

Como puede apreciarse hay una sostenida elevación en el tono, una percepción casi extática del esplendor poético lezamiano: quizás no podamos aceptar nunca esta apuesta por lo trascendente,[6] quizás prefiramos la levedad y el corrosivo escepticismo borgiano (el lapidario esplendor de su estilo) a las monolíticas certezas de Vitier, Lezama[7] y Saínz, pero lo que no puede negarse, incluso en nuestra época sin dioses, es el extraño vigor intelectual de este último ensayista, y la abrumadora elegancia de su prosa.


Notas:

[1] Para una crítica severa de los presupuestos filosóficos de Steiner, lo mejor es consultar el ensayo La presencia irreal de George Steiner, del crítico inglés James Wood.

[2] Recordemos la intransigencia de Beckett en sus últimos años cuando, tras reducir todas sus narraciones al núcleo más esencial, no podía soportar ni siquiera a Proust (sobre quien había escrito su primer y extraordinario libro): “¡Patrañas!”, solía responder Beckett, cuando le recordaban sus antiguo entusiasmo por el artista que volvió superfluo a Freud: tras la lapidaria concisión de la anécdota se oculta un reparo esencial contra la narrativa misma.

[3] 2CR, 6:27.

[4] En este sentido, recomiendo la lectura de la inquietante entrevista “El paraíso del que hablamos”, uno de los diálogos más asombrosos en la historia de la literatura cubana (y aun hispanoamericana) de la segunda mitad del siglo XX: un fragmento repleto de alusiones bíblicas en la tradición de la apocalíptica cristiana (y aquí utilizo este término en su sentido etimológico más prístino) que, como es natural, no convence a nadie que no esté ya convencido pero que somete a sus lectores a la imantación de una espiritualidad de aterradora intensidad, ciertamente muy poco común en nuestros días.

[5] El autor intenta replicar en el plano verbal (a través de la incesante acumulación de figuras retóricas y procedimientos estilísticos como la aliteración y la insistencia en ciertos conceptos esenciales) la plenitud intuida en las manifestaciones empíricas de la realidad, que nunca son para él la última palabra sobre el sentido del mundo.

[6] Saínz insiste constantemente en la noción de trascendencia, sobre todo en el ensayo “María Zambrano entre la agonía y la esperanza”, donde deja muy claros sus presupuestos filosóficos: “Aquí apreciamos la antítesis inmanencia / trascendencia en toda su nitidez, el aquí / allá que desde los griegos ha venido nutriendo la cultura de Occidente”. Y Saínz, evidentemente, toma partido por la trascendencia (tampoco es que hubiese alguna duda a estas alturas).

[7] Como he observado en otro texto, hay también un costado herético e incluso gnóstico y decadente (en el sentido de los grandes estetas decimonónicos) en la obra de Lezama.

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