André Gide

Contenido por el temor de encasillar a Gide dentro de un sistema que yo sabía nunca llegará a ser justo, buscaba en vano un vínculo para estas notas. Reflexión hecha, vale más presentarlas tal como son y no pretender ocultar su discontinuidad. La incoherencia me parece preferible al orden que deforma.

El Diario

Dudo que el Diario motive un gran interés si, de antemano, la lectura de la obra no ha despertado curiosidad sobre la persona.

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En el Diario de Gide el lector hallará su ética –la génesis y la vida de sus libros–, sus lecturas –los fundamentos de una crítica de su obra– los silencios –los rasgos exquisitos de espíritu o de bondad–, menudas confesiones que hacen de sí un hombre por excelencia, como lo fue Montaigne.

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Muchas de las declaraciones de su Diario irritarían sin dudas a aquellos que tienen alguna inquina (secreta o no) contra Gide; seducirían también a aquellos que tienen alguna razón (secreta o no) para creerse parecidos a Gide. Sucederá lo mismo para toda personalidad que se comprometa.

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Los hombres de educación protestante quedan complacidos con el diario y con la autobiografía; además de que la naturaleza moral del hombre les obsesiona y les da razón para hacerse ver, encuentran en la confesión pública una suerte de equivalencia con la confesión sacramental. Los lleva también la necesidad de abatir por lo alto un orgullo que han reconocido como pecado capital, creyendo siempre en el poder de corregirse. Rousseau, Amiel, Gide, nos han legado tres grandes obras de confidencia; la mayoría de las novelas inglesas son autobiografías (recordar el movimiento de Oxford y su sistema de confesiones públicas). Sin embargo, el Diario de Gide contiene un matiz propio; está escrito mucho más como un diálogo que como un monólogo. Es menos una confesión que el relato de un alma que se busca, se responde, conversa consigo misma (a la manera de las Confesiones de San Agustín). Gustoso diría que en el Diario de Gide hay un elemento místico.

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El Diario no es en lo absoluto una obra explicativa, exterior si se quiere; no es una crónica (aunque la actualidad reaparezca a menudo en su trama). No se trata de Jules Renard ni de Saint-Simon, y aquellos que buscan juicios importantes sobre la obra de tal o de más cual contemporáneo (Valéry o Claudel, de los que Gide habla a menudo) sin dudas saldrán decepcionados. Es una obra incluso egoísta, y sobre todo precisamente cuando se refiere a los otros. Aunque el rasgo de Gide sea siempre de una gran agudeza, no tiene valor sino por su fuerza de reflexión, de examen sobre Gide mismo.

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“Aquí debe aparecer precisamente lo que es demasiado ligero para haber sido retenido en el tamiz de obra alguna. Aquí debo escribir, y sin ningún afeite, sólo detalles” (Diario, año 1929). Para nada hay que creer que el Diario se opone a la obra; si no sea él mismo una obra de arte. Hay frases que están a medio camino entre la confesión y la creación; frases que sólo piden ser insertadas en una novela y de hecho son menos sinceras (o más bien: su sinceridad cuenta menos que otra cosa, que es el placer que nos da leerlas). Yo afirmaría con gusto: no es el diario de Edouard el que se asemeja al Diario de Gide; al contrario, muchas de las declaraciones del Diario cuentan ya con la autonomía del diario de Edouard. Ya no le pertenecen a Gide, comienzan a existir fuera de sí, camino hacia alguna otra obra desconocida de la que ansían posesionarse, que ya evocan.

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Nietzsche ha escrito: “Lejos de ser superficial, un gran francés no carece de su superficie, una envoltura natural que rodea su fondo y su profundidad…”

La obra de Gide representa su profundidad; digamos que su Diario es su superficie; se dibuja y yuxtapone sus extremos; lecturas, reflexiones, relatos que muestran cuán lejos se hallan esos extremos, cuán vasta es la superficie de Gide.

Das Schaudern

Goethe citado por Gide: “El temblor (das Schaudern) es lo mejor del hombre”.

El das Schaudern de Goethe se asemeja bastante al hombre maravillosamente tornadizo de Montaigne. No sé si le habremos concedido importancia al lado goéthico de Gide. Igual en cuanto a sus afinidades con Montaigne (las predilecciones de Gide no indican una influencia sino una identidad); no sin razón Gide emprende una obra crítica. Su prólogo a los Fragmentos escogidos de Montaigne, la selección misma de los textos, nos enseñan tanto de Gide como de Montaigne.

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Los diálogos. –Nada más limpio en la literatura francesa, nada más precioso que esos dúos que se entablan, de un siglo al otro, entre escritores de una misma clase; Pascal y Montaigne, Rousseau y Moliere, Hugo y Voltaire, Valéry y Descartes, Montaigne y Gide. Nada prueba mejor la perennidad de esta literatura, y también, justamente, su temblor, su ondulación, lo que la hace huir de la esclerosis de los sistemas, lo que provoca que su pasado más lejano se renueve al contacto con una inteligencia presente. Si los grandes clásicos son eternos, es porque aún se modifican. El río dura más que el mármol.

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Gide da ganas de leer a los clásicos. Cada vez que los cita son de una belleza asombrosa, vivos, cercanos, modernos. Bossuet, Fénelon, Montesquieu nunca son tan hermosos sino cuando son citados por Gide. Nuestro crimen se halla pues en lo mal que los conocemos.

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Un crítico de Gide no debería pretender retratarlo ni bien, ni mal, como es habitual en los biógrafos; su función debería ser la invitación a no juzgarlo mal por ignorancia, o peor, por preterición, voluntaria o no, hacia algunas de sus obras o de sus palabras. Se trata de ser infinitamente respetuoso con su personalidad, como él mismo lo fue de la de los otros. Precisamente, el Diario está escrito con frecuencia para corregir la idea que haya podido tenerse de Gide a través de citas, relatos, palabras inexactas. Es una perpetua aclaración sobre sí mismo; como un operador escrupuloso, Gide acomoda sin cesar la imagen a la visión perezosa o mal intencionada del público. “Ellos quieren hacer de mí un ser terriblemente inquieto. Yo no tengo otra inquietud que no sea la de ver mal interpretar mi pensamiento” (Diario, año 1927).

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Quisiera que aquellos que le reprochan a Gide sus contradicciones (su rechazo a elegir como todo el mundo), recuerden esta página de Hegel: “Para el sentido común, la oposición entre verdadero y falso es algo establecido y espera a que uno apruebe o rechace el conjunto de un sistema. No concibe la diferencia de los sistemas filosóficos como el desarrollo progresivo de la verdad; diversidad quiere decir para él únicamente contradicción […]. El espíritu que capta la contradicción no sabe liberarla y conservarla en su unilateralidad y reconocer en la forma de 1o que parece combatirse y contradecirse, momentos mutuamente necesarios”.

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Gide es pues un ser simultáneo. Como a pocas cosas, la Naturaleza lo hizo completo desde el principio. Sólo tuvo entonces que tomarse su tiempo para exponer sucesivamente los diferentes aspectos de sí, pero no debemos olvidar que esos aspectos son en realidad contemporáneos los unos de los otros, como además sus obras; “Sólo les queda admitir de mala gana que estos diferentes libros han cohabitado, cohabitan aún en mi espíritu; no se suceden sino sobre el papel y por la enorme imposibilidad de haber sido escritos en su conjunto. Cualquiera que sea el libro que yo escribo, nunca me entrego todo a él, y el tema que me reclama con más insistencia, tan pronto he terminado, se desarrolla en el otro extremo de mí mismo” (Diario, año 1909.) De ahí: fidelidad y contradicciones.

Fidelidad. Todo Gide está en André Walter y André Walter está incluso en el Diario de 1939. Resulta que Gide no tiene edad: siempre es joven, siempre maduro, siempre inteligente, siempre ferviente. La última parte de su vida ha adquirido apenas, por su vejez, un color más grave, más griego, a la manera de los Trágicos. Pero ciertas de sus tendencias –o ciertos aspectos– pudieron encarnar tanto en jóvenes como en viejos (los personajes de Gide nunca son objetivos sin ser puramente Gide mismo), en La Pérouse como en Lafcadio. Gide es un corazón, un alma fiel. Es incluso curioso hasta qué punto su enorme lectura modificó tan poco su fisonomía. Sus descubrimientos nunca fueron reniegos. Cuando lee a Nietzsche, a Dostoievski, a Whitman, a Blake o a Browning (con la excepción de Goethe, cuya influencia confiesa), aparecen tantos reconocimientos hacia ellos, como tantas razones de dejarlos atrás y seguir su camino. La situación de Gide al cruzarse con grandes corrientes contradictorias no fue nada fácil. Su perseverancia es entonces admirable; ella es incluso su razón de ser, lo que lo hace ser grande. ¿Cuántos hubieran resultado el final de una conversión? Esta fidelidad a la verdad de su vida es heroica. “¡Qué fácil es trabajar según una estética y una moral regalada! Los escritores sometidos a una religión reconocida avanzan sobre seguro. Yo debo inventármelo todo. A veces es una inmensa marcha a tientas hacia una casi imperceptible luz. Y a veces me digo: ¿de qué sirve?” (Diario, año 1930).

Contradicciones. ¿Hacia qué dirección pudo moverse esta naturaleza fiel, cada una de cuyas obras ha dejado sin embargo una impresión cambiante -al punto de ser acusada de flaquear por su inconstancia–? Hay que disipar aquí el prejuicio de la rigidez: algunos espíritus llegan a parecer constantes a fuerza de ser siempre de una sola pieza; escamotean sus mudanzas (por muy consecuentes que sean) y no muestran su nueva opinión sino por su lado más firme, que solidifican con enorme violencia. La actitud de Gide ante ellos es más humilde y mesurada. Con una consciencia que la moral ordinaria ha tenido el curioso hábito de llamar enfermiza, Gide se explica, se entrega, se retracta con delicadeza o bien se afirma con coraje, pero no abusa con el lector tras alguna de sus alteraciones; Gide coloca todo sobre el movimiento de su pensamiento y no sobre su brutal profesión. Descubro en su actitud variadas razones: 1ro) las flexiones de un alma son la marca de su autenticidad (todo el esfuerzo de Gide está en que tanto él como el prójimo devengan auténticos); 2do) el placer estético que experimenta al hacer relucir lentamente los ínfimos cambios de su naturaleza (para Gide el movimiento es lo mejor del hombre), como un mago que se entrega al más hermoso de sus trucos; 3ro) la profusión de sus escrúpulos en la búsqueda de la verdad, perseguida entre los matices más delicados (la verdad nunca es brutal); 4to) finalmente la importancia moral atribuida a los estados de conflicto, quizás por su condición de garantes de la humildad.

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En Japón, donde el conflicto entre catolicismo y protestantismo, entre helenismo y cristianismo, no tiene mucho sentido, Gide sin embargo es muy leído. ¿Qué les gusta de él? La imagen de una conciencia que busca honestamente la verdad.

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El único punto en el que se pudiera hablar de una evolución en Gide es este: en cierto momento el problema social adquirió para él más importancia que el problema moral. En 1901 escribía: “¿Problema social?, desde luego. Pero el problema moral le antecede. El hombre es más interesante que los hombres; no fue a ellos, sino a él, que Dios hizo a su imagen. Cada uno es más valioso que todos” (Diario). Más tarde, en 1934, cuando las conmociones en el mundo lo alejan de la obra de arte: “No hay casi nada que no me haga compadecerme. Sólo veo desamparo a mí alrededor, donde quiera que vaya mi mirada. Quien hoy permanece contemplativo da muestras de una filosofía inhumana o de una ceguera monstruosa” (Diario) Pero, ¿hay aquí una verdadera evolución? Todo lo más, la recrudescencia de su fervor evangélico, al que se entrega más libremente al no tener ya los obstáculos de la juventud, además del peso de la actualidad, que humanamente siempre lo resintió.

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Algunos escogen una vía y la conservan; otros las cambian, cada vez con mayor convicción. Gide se aferró a una encrucijada, con constancia, con fidelidad, a la más importante de las encrucijadas, la más trillada, la más concurrida de todas, aquella sobre la cual pasan las dos más grandes rutas de Occidente, la griega y la cristiana; prefirió esa situación total en la que podía recibir las dos luces y los dos soplos. En esa situación heroica, protegido por nada, pero también encerrado por nada, dio motivo a todos los ataques, se entregó a todos los amores. Tenía que poseer este hombre cierta dureza para mantenerse en tan arriesgada situación, de la que sus obras maestras son testimonio.

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Muchos no saben si deben reprocharle a Gide más su paganismo o su protestantismo. Son como el burro de Buridán, entre el agua y el cardo; y por su indecisión el cardo debe ser más grande y el agua debe seguir corriendo.

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El cristianismo de Gide está demasiado ligado a su destino privado (digamos para ser más claros: conyugal) para que sigamos hablando de él sin caer en grandes tonterías.

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A pesar de todo, no podemos esconder esto: “Quien quiera salvar su vida la perderá”. Esta palabra de Dios está en el fondo de toda obra de Gide. Su obra puede ser considerada como cierta mitología del orgullo. El orgullo es para Gide el hecho moral capital. Todo crítico debería insistir sobre esto, darle un sitio al tema del Dostoievski que se alía estrechamente al Numquid et tu?, y del díptico de El inmoralista y de La puerta estrecha. Es inútil pretender conocer al menos un poco a Gide si no concebimos con fuerza la importancia de esta palabra evangélica.

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Desde hace cien años, hay tres hombres que han sentido por la persona de Cristo la más viva atracción –¿puedo decir la más fraterna?– que yo entiendo fuera de un conocimiento dogmático o místico: Nietzsche (como hermano enemigo), Gide, y en Rusia, el escritor Rozanov.

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“Ante este asiatismo”, escribe Gide (tratándose de Renan, Barres, Loti, Lemaitre), “¡cuán dorio me he sentido!” (Diario, año 1932). El helenismo de Gide alcanza la plenitud durante su vejez. En tiempos de Los alimentos, mantenía algo de helenístico: Pierre Louÿs no estaba muy lejos. Pero luego Gide será un verdadero griego, es decir, un trágico. En los últimos años del Diario hay páginas admirables en las que sabiduría y sufrimiento dan un sonido extraordinario de pureza y de proximidad. Ahora, lo difícil y que habían logrado los griegos del siglo V es ser sabios sin ser obligatoriamente razonables, ser felices sin renunciar obligatoriamente al sufrimiento. Ninguna seguridad durante la última sabiduría de Gide, siempre ese temblor (das Schaudern); es una sabiduría que no niega, que no sofoca el sufrimiento; no paraliza los demonios, y de su párpado vuelto pesado por la edad, no observa a Dios con serenidad insultante. En las últimas páginas del Diario me parece ver a Edipo, pero Edipo en Colono, ya no Edipo rey.

La obra de arte

“Yo me consideraba primeramente como un simple artista y, como Flaubert, sólo me preocupaba por la buena calidad de mi trabajo. Su significación profunda, hablando con propiedad, no me interesaba” (Diario, año 1931). Sólo ante reacciones ajenas, Gide tomó conciencia de esta significación profunda de su obra, la que sistematizó en sus obras críticas. Libros como Los alimentos no serían tan hermosos, tan duraderos si los hubiera conscientemente recargado de cualquier intención, antecedente a la obra y que la utilizará como un marco cómodo. Son libros exactamente poéticos en los que el autor, como el vates latino, no es más que un intérprete; su mensaje lo supera e inicialmente tal vez él no lo comprende bien, pues viene de algo más fuerte que él, de algo que lo posee, de un dios. Una vez creada, su obra casi lo sorprende; deja de ser parte de sí, de tal manera que no puede sino enamorarse de ella, como Pigmalión de la estatua.

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El pretexto legítimo. No debemos confundimos con los trabajos críticos de Gide; es ahí donde reúne lo más profundo de sí mismo. Son libros sistemáticos –si admitimos que Gide haya tenido un sistema–; para los otros, son demasiado obras de arte, demasiado gratuitos. No es sino de segunda mano, esclarecidos por estas obras críticas, aunque, por así decirlo, muy a pesar suyo, que Los alimentos o Edipo pueden adquirir figura de evangelios y su mensaje de ética nueva. La obra de Gide es una red de la que no podemos desechar ninguna cuerda. Me parece completamente inútil recortarla en grupos cronológicos o metódicos. Casi que sería necesario que fuera leída, como ciertas Biblias, junto a un cuadro sinóptico de referencias, o incluso como esas páginas de la Enciclopedia en las que las notas marginales aportaban al texto su valor explosivo. Gide es a menudo su propio escoliasta; importante para conservar la gracia, la libertad en la obra de arte. La obra de arte de Gide es felizmente huidiza, escapa –gracias a Dios– a toda influencia de partidos y de dogmas, así sean revolucionarios. Si fuera de otro modo, no sería obra de arte. Pero inferir de esto que el pensamiento de Gide es igualmente huidizo, es un error. Gide se deja muy bien tomar y definir en sus obras críticas, en su Diario. Cuando llegamos a conocer a este Gide de su obra poética se desprenden nuevas resonancias, una mirada al hombre corajudamente sistemática.

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“Quise indicar en esta Tentativa amorosa la influencia del libro sobre quien lo escribe, y durante su escritura misma. Pues al salir de nosotros, nos hace cambiar, modifica la marcha de nuestra vida. Nuestros actos poseen una retroacción sobre nosotros”. (Diario, año 1893). Me gusta cotejar estas palabras con las de Michelet: “La Historia, en el progreso del tiempo, hace al historiador, en vez de haber sido hecha por él. Mi libro me ha creado. He sido su obra”. Si admitimos que la obra es una expresión de la voluntad de Gide (vida de Lafcadio, de Michel, de Edouard), el Diario es verdaderamente lo inverso de la obra, su complemento opuesto. La obra: Gide tal como debiera (quisiera) ser. El Diario: Gide tal como es, o más exactamente, tal como lo hicieron Edouard, Michel y Lafcadio (varias citas bien hermosas al respecto, en el Diario).

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Porque en cierto momento deseó ser alguien que nombró Menalque, Lafcadio, Michel o Edouard, Gide escribió Los alimentos, Las cuevas, El inmoralista y Los falsos monederos. “Creo con bastante frecuencia en el deseo de pintar personajes conocidos. Pero la creación de nuevos personajes sólo se convierte en una necesidad natural en aquellos atormentados por una imperiosa complejidad, que su propio gesto no puede agotar” (Diario, año 1924).

Relatos y Novelas. La estética de Gide comprende dos corrientes que consumen, una la importancia que concede a la naturaleza moral del hombre, la otra, el placer orgánico que experimenta al imaginarse en la piel de otros.

Relatos. (André Walter, Sinfonía pastoral, El inmoralista, La puerta estrecha).

Ficcionar –apenas– un caso, un tema, un sufrimiento. No se trataba del arte extremo, casi sería el apólogo, pero un apólogo que no dependería de ninguna teoría. En resumen, todos estos relatos casi son mitos. Existe una mitología gideana (mitología prometeica y no olímpica) en la que cada personaje no tiene miedo a reproducir un poco al otro, y que, como toda mitología, tiende un poco a la alegoría, al símbolo o al menos quizás pueda ser interpretada como tal. Cada héroe compromete al lector, invoca el ejemplo o la iconoclasia. La mitología, como estos relatos de Gide, no prueba nada: es una obra de arte en la que circula mucha fe; es una hermosa ficción en la cual accedemos a creer porque explica la vida y al mismo tiempo es algo más fuerte, algo más grande que ella (ella da la imagen de un ideal; toda mitología es un sueño). Y estos relatos de Gide, como todo mito, son una equivalencia entre una realidad abstracta y una ficción concreta. Todos estos son libros cristianos.

Novelas. (Las cuevas, Los falsos monederos). La característica de estas novelas es su completa gratuidad; son juegos. (Con relación al deber, el juego es lo que se hace para nada.) No prueban nada y hasta sólo son psicológicos en la medida en que muestran un embrollo y una incoherencia propios de la vida. Son hijas del placer superior de imaginar historias en la que uno mismo se introduce bajo los más disímiles y agudos aspectos posibles (todo lo que uno no puede ser). Es el mismo instinto de fabulación propio de los niños, el que propicia tanta ligereza, tan espumosa irreverencia a Las cuevas, y a Los falsos monederos tan inimaginable complejidad. Que Gide haya concebido sus personajes con un placer profundo y que su deseo de ser ellos mismos haya hecho que lo hayan encarnado, puedo probarlo en modestos detalles, pero detalles que no engañan: la voluptuosidad de Lafcadio al llevar hábitos nuevos, minuciosamente descritos (como un niño detalla el juguete que desea, mucho más si es imaginario); la actitud de Edouard hacia Olivier. Como igualmente en los juegos infantiles la realidad se entremezcla de golpe con lo fantástico: historias vividas son insertadas en la novela sin que Gide se esfuerce en modificar los nombres: el episodio del viejo La Pérouse, el robo de Georges.

Los falsos monederos. “¿Qué quisiera que fuera esta novela?, una encrucijada, un encuentro de problemas” (Diario, año 1923). Sin dudas, a la crítica le interesaría considerar este libro como una gran novela rusa pensada y escrita por un gran escritor francés. El tono, el ambiente del episodio de los niños en Los hermanos Karamázov, de cierta medida se halla integralmente en la primera escena de Los falsos monederos. Como toda novela de Dostoievski (salvo quizás El eterno marido), Los falsos monederos conforma un nudo de historias diversas cuyos lazos no aparecen desde un principio. (Fue tras el consejo de R. Martin du Gard que Gide reunió estas intrigas independientes en un solo volumen). Como Las cuevas, Los falsos monederos es una novela diabólica; quiero decir que al estar constantemente quebrada la unicidad de la acción en provecho de perspectivas imprevisibles y a menudo no explotadas, encontramos aquí una fantasía infernal. Prueba a contrario: los relatos de Gide son obras evangélicas; tono e intriga ahí tienen la simplicidad de los ángeles.

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Onomástica de los personajes de Gide. Distinguir los héroes por el nombre y los personajes por el apellido. Los patronímicos son muy a menudo característicos o irónicos (¡pero escogidos con qué fineza!): Baraglioul, Profítendieu. En los apellidos de estos personajes, Gide reúne sus aficiones, aquello que enorgullece a la mayoría pero que, a los ojos del autor, les impide ser auténticos. Los nombres, al contrario, son siempre vagos, impersonales: Edouard, Michel, Bernard, Robert. Son vestiduras débiles que no engañan a nadie; la personalidad de estos héroes está en otro lado, menos en sus nombres (id est: sus familias, su sociedad), de los que no son responsables. Están también los nombres mitológicos o exóticos (escogidos así simplemente porque son hermosos): Menalco, Lafcadio, de una excentricidad histórica o geográfica que desclasifica o destierra al héroe, avisándonos que no lo encontraremos en nuestro tiempo o en nuestro espacio, y justificando –tal vez irónicamente– lo raro de su moral o de sus actos. Personajes que parecen decir: “Tranquilos, no encontrarán Menalco ni Lafcadio entre nosotros; pero quizás sea una lástima”.

Novelas de Gide. Notar que el lado habitual de la novela (observaciones, atmósfera, psicología) ha sido pasado por alto. Todo eso se considera adquirido. La novela ha sido escrita por encima de eso, a partir de la trama ordinaria; ella confía en la calidad del lector.

Nuestra época, en algunos de sus más grandes escritores (a decir verdad desde Edgar Allan Poe) bien podría definirse por esto, que el artista desmonte por sí mismo los procedimientos de la creación y que se interese por ellos tanto como por su obra. Acabamos de comprender que el arte es un juego, una técnica (esto data del día en que los franceses inventaron la fórmula del Arte por el Arte. Ver Nietzsche: Más allá del bien y del mal, afr .254). No creo malinterpretar a Valéry al decir que se hizo poeta para poder dar cuenta con exactitud de los procedimientos de la poética. De ahí el sorprendente diario de Edouard, y además, numerosas páginas del Diario.

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Ciencias naturales. El Diario inducirá al futuro crítico a considerar detenidamente el gusto de Gide por las ciencias naturales. “Deseché mi vocación; hubiera querido ser, hubiera debido ser naturalista” (Diario, año 1938). Ese gusto le permitió mirar penetrante y atentamente el mundo formal. Todo poeta, si se emplea a fondo, debe acercarse al naturalista. Las ciencias naturales aportaron a Gide numerosas comparaciones, hasta partidas completas de demostración (en Corydon, en sus ataques contra los libros científicos de Maeterlinck). Nada mejor que plantee el problema ontológico. Muchos grandes espíritus se valen de la ciencia para explicárselo, primero a sí mismos, luego a sus lectores. La atención que Valéry concede a la epistemología y Gide a las ciencias naturales, deberá motivar la reflexión.

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Lugares comunes. A veces descubrimos en Gide la sombra de un lugar común, pero revestido con ese estilo siempre admirable que, quizás en ese momento, lo arrastra. Pero no estoy seguro de que Gide haya deseado ese pensamiento neutro para mejor hacer resaltar la gracia de su expresión, o incluso por humildad, más exactamente por esa conciencia que lo lleva a explicar detalladamente (en el Diario) menudos problemas de traducción. Con este hombre nunca se sabe; Gide procuró estar apto para tomamos la delantera en la apreciación de sus propias debilidades, de modo que difícilmente podamos imputárselas. No estamos seguros de que gustoso las haya revelado, aunque sí de golpe, sin dejar claro si tenía conciencia de ello o no.

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Coquetería de lo uniforme. Consiste en que es más difícil brillar allí donde todos disponen de armas semejantes y ordinarias, allí donde la victoria es más cara. Para Gide, hay también cierta coquetería del lugar común, de lo unifonne. Con la misma idea y las mismas palabras que todo el mundo, Gide logra decir algo de valor. Es la regla clásica: tener el coraje de decir bien lo que es evidente, de manera que nunca será con la primera lectura que un autor seduzca; seduce más bien por aquello que no ha dicho, pero que con naturalidad seremos llevados a descubrir, pues las líneas esenciales han sido bien dibujadas. Pero también han sido suprimidas las líneas accesorias. Es lo propio del arte (ver al respecto algunos dibujos significativos de Picasso). Montesquieu decía: “No escribimos bien sin saltar las ideas intermedias”, y Gide agrega: “No hay obra de arte sin cortes”. A ello lo acompaña una primera oscuridad, o una enorme simplicidad, que hace que los mediocres confiesen que no comprenden. En ese sentido los Clásicos son los grandes maestros de lo oscuro, incluso del equívoco, es decir, de la preterición de lo superfluo (ese superfluo al que el espíritu vulgar es aficionado), o si se quiere, de la sombra propicia para meditaciones y descubrimientos individuales. Obligar a pensar por sí mismo sería una definición posible de la cultura clásica; no será desde entonces el monopolio de un siglo, sino de todas las rectas conciencias, ya se llamen Racine, Stendhal, Baudelaire o Gide.


* Publicado en el n. 27 (julio de 1942) de Existences, revista trimestral de la Asociación Los estudiantes del sanatorio, del Centro Universitario de Cura de Saint-Hilaire-du-Touvet, en donde Roland Barthes, con veintisiete años, se reponía de una crisis de tuberculosis. Esta traducción apareció originalmente en el número 45 de la revista Unión, 2002, que incluyó un dosier dedicado a Barthes con cartas, fotos, artículos y ensayos del autor de El grado cero de la escritura.

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