Fina García Marruz

Entre nosotros y en otras latitudes es muy común el elogio inmerecido, casi siempre por excesivo empleo de adjetivos que no se ajustan a la verdad. Eso crea situaciones difíciles para el crítico que quiere ser justo y objetivo, pues cuando valora a alguien con la estatura que la hace merecedora de calificativos ciertamente grandes, puede pensarse que escribe ditirambos vacíos, usados tantas veces en ocasiones que todos saben infundadas. Lo mejor es proceder con prudencia a la hora de calificar una obra y más aún el quehacer de toda la vida. A veces la edad hace creer al auditorio que las alabanzas provienen de la piedad por los años y no por los méritos reales de quien las recibe. Este no es el caso. La singularidad de la poesía y el ensayo de Fina impide que se piense que estamos en presencia de un crítico cordial que siente pena por la persona y no real admiración por su escritura, de la que podemos decir sin hipérboles que es de las tres o cuatro mayores de la literatura cubana de cualquier época, sin distinción de género. Obra riquísima en su extensión y en sus calidades, la de Fina García Marruz se inicia en la segunda mitad de la década de 1930, cuando aún no había cumplido los veinte años. Esos primeros textos nos revelan la presencia de una autora que había venido mirando su vida y el mundo circundante de un modo diferente, con una nostalgia que habría de comunicársenos de inmediato como algo ya inolvidable. Sus poemas de entonces nos llegan muy adentro: algo especial nos conmueve por su refinado candor y por esa vivencia que los anima. Veamos estas estrofas de “Nocturno”, uno de los tres recogidos en Poemas (1942), cuaderno que reunieron Cintio, Eliseo y la hermana Bella para regalárselo a Fina en su cumpleaños decimonoveno:

Hay noches como esta en que persisto
extrañamente, sin decir preguntas,
realizándome acaso para siempre.
Bajo los vagos aires florecidos
aprende ya la estrella su oro lento,
girando sin cesar vierte su mármol de
prematuro adiós sobre mi sangre.

A ti te reconozco, lamentadora, antigua, con tus
pesadas alas de miedo y de sustancias infieles,
sobre mi habitación caída, húmeda, en las torres
heladas que la espuma destierra alimentas
los pájaros oscuros del regreso.[1]

Ahí está el tono esencial de su lirismo como un núcleo del que irán derivándose sus palabras en las sucesivas entregas, en las que veremos siempre una rememoración que nos llega de la lejanía, de un profundo sentimiento de ausencia. Desde ahí, desde esas impresiones en las que se establece un diálogo misterioso entre el hablante y el cosmos, entre el individuo y lo estelar, va creciendo el placer de estar en la vida, en sus pequeños espacios y las colosales dimensiones de lo inabarcable, poblados ambos de cuerpos absolutos, pletóricos, significantes. En la obra poética total de Fina hallamos revelaciones inesperadas, irrupciones de lo desconocido dentro de realidades, paisajes, objetos que están en nuestra vida cotidiana y forman parte del conocimiento elemental del mundo real, el cual, de tanto verlo día a día, se torna familiar y de pronto, ante la mirada entrañable de la poesía, se vuelve una presencia estremecedora, hallazgo insólito, iluminación de una plenitud que nos colma. Nos cuenta la autora, en su ensayo “Hablar de la poesía” (1970),[2] que en su infancia veía a diario un árbol en una calle cerca del colegio, nítida entidad que entonces no le había revelado su inaudito ser, y años después se le apareció de pronto en la memoria y le trajo “como una sensación de bienaventuranza”, momento en el que el tiempo se detuvo, instante en el que la eternidad fue felizmente entrevista. Se trata de una vivencia de un alcance que la cotidianidad no nos permite disfrutar y que se nos entrega por el recuerdo, de donde pasa a la palabra dentro del poema o en la prosa reflexiva, género este que en la obra de Fina alcanza una jerarquía del más alto linaje, como apreciamos en cualquiera de las páginas de sus ensayos, en los que nos detendremos más adelante.

Fina García Marruz
Fina García Marruz

En Las miradas perdidas (1951), quizá el poemario donde mayor fuerza alcanza lo que podríamos llamar en su obra la distancia insalvable, esa lejanía que solo nos permite percibir la plenitud desde un allá anhelado y nos mantiene separados de lo que hemos amado en silencio, sentimos muy vivamente una tristeza delicada, como de quien no puede anegarse en sus deseos de sobrevida; pero que al mismo tiempo sabe que la palabra que brota de esa experiencia nos comunica una alegría que la autora recibe desde su nostalgia, pues está segura de que la espera una plenitud perdida y apenas vislumbrada. En otro momento dije, refiriéndome a esa compilación donde recoge textos de 1944 a 1950, entre ellos uno inolvidable de 1947, “Transfiguración de Jesús en el Monte”, publicado de manera independiente ese propio año, que contiene páginas pletóricas del testimonio de una belleza que nos deslumbra en su delicadeza y al mismo tiempo nos sobrecoge en las ocultas resonancias de lo que nos revela, entremezclándose el gozo por la presencia y una nostalgia arrasadora por lo otro, lo oculto; pero no por ello imperceptible, y más adelante continúo abundando en ese mismo sentido: “se establece un diálogo entre el ser aparente y la esencia lejana, misteriosa, subyacente en la inmediatez de los cuerpos reales, compañeros cotidianos”. Vistos desde la concepción de la propia autora, esos cuerpos no son ciertamente “apariencias”, sino entidades consistentes, vislumbres de lo absoluto, símbolos, en consonancia con la poética de Cintio Vitier, con quien ella mantiene afinidades fundamentales, conclusiones a las que ha llegado por sus propios caminos y meditaciones, más allá de la unión matrimonial durante más de seis décadas.

En otra compilación poética, Visitaciones (1970), igualmente espléndida, desbordante de una belleza que brota con fuerza singular y sin rebuscamientos en los temas ni en el léxico empleado en cada página, hallamos momentos de significativa brevedad, instantes como rápidas iluminaciones de espacios y de objetos, y dilatados relatos de un lirismo del que no podemos desentendernos, absortos como estamos en su lectura incesante, continuamente tocados por detalles de una riqueza inesperada en la que cada momento nos abre más y más posibilidades de hallazgos entrañables. Innumerables vivencias de muy diversa naturaleza nos entrega este volumen que se ha venido integrando con una sorprendente naturalidad en el día a día. La totalidad brota de estas páginas en fragmentos de una fuerza que no habíamos visto ante experiencias más o menos similares, se va conformando un cosmos que emerge desde lo más íntimo de las vivencias de la autora hasta un exterior que nos habla de la grandeza de la creación, de la conmovedora gracia de un ser que nos rebasa, tan misterioso como esas historias menores en apariencia que muchos otros poemas de este libro nos entregan. En el segmento que tituló “Voces cubanas” reúne una lejana memoria del país que en cierta forma lo define, le da su contorno y lo vuelve más él mismo rescatando sonoridades y músicas que alcanzan en estos instantes un ser ya imborrable, como testimonios de un estilo, una manera de estar y de ser en el tiempo, como una sobrevida que no puede ser arrasada por la fugacidad. Ante semejante rememoración, vivísima, nos vemos con una claridad que nos acompaña y de algún modo nos redime de una intemperie siempre acechante. Esas evocaciones son instantes puros, memorias que alcanzan, en su distancia, una resistencia impenetrable frente a la muerte, paradoja que solo desde la poesía se comprende y cobra vida para nosotros. Leídas esas sonoridades y contemplados de nuevo esos rostros, tenemos la sensación de que hemos renacido a otro espacio, nos movemos hacia otros momentos que ahora vuelven a ser nuestros y nos fortalecen como alimento para el alma. En la sección que da título al libro hallamos otros recuerdos medulares que retornan inesperadamente y nos hablan con una energía vivificante. En esas vueltas al pasado que estas páginas nos traen sentimos una solidez suficiente, aunque al mismo tiempo tengamos despierta la conciencia de su ausencia, de esa distancia insalvable a la que me referí anteriormente. Los textos erigen ante los lectores una fijeza, una detención temporal que escapa a la devastación que nos va despojando del ser de las cosas y nos hace sentir un desamparo metafísico, cercanía de la muerte. Entre otros muchos que colman Visitaciones, libro desbordante que nos redime de soledades y angustias, podemos tomar como ejemplo de lo que decimos dos espléndidos poemas: “Su día feliz” (1953) y “El Parque Japonés” (1957), inolvidables en la riqueza de sensaciones y recuerdos que leemos conmovidos. Transcribo el primero:

Dichoso aquel que estuvo junto a un árbol en
su día feliz, pues ya su aroma no perderá
jamás, aunque los años traigan, con nuevo
sol, nueva corona.

Dichoso aquel que acompañó la dicha
con acre olor de pinos otoñales. Una
ráfaga puede hacer señales y devolver la
casa más perdida.

- Anuncio -Maestría Anfibia

Dichoso tú, paseo entre los árboles que
dimos con aquel que ya no existe. Suave
amigo, tus pasos se perdieron.

 Pero recuerdo cómo te volviste a
decirnos adiós, oh cuando vuelvo a los
árboles viejos, a los árboles.[3]

Nos llega la nostalgia; pero asimismo, con similar vigor, la intemporalidad de aquel árbol, su permanencia frente a la Nada, su símbolo magnífico que nos habla de un reino accesible, del porvenir. En la prosa evocadora del parque viene a nuestra memoria lo que no vimos –gran paradoja–, como también sucede a la autora, y construimos de nuevo nuestra infancia con lo que pudo ser, existiese o no en la realidad, y renacen ante los ojos ávidos del recuerdo los familiares, sus ropas, el espacio poblado de maravillas, con hojas caídas en un césped de belleza redentora, una fiesta silenciosa en la que nos adentramos gracias a la poesía de esta página inolvidable y en cierta forma eterna. Ahora, como en toda la poesía de Fina, vemos con nitidez momentos reveladores, fugaces instantes que se quedan como vivencias absolutas en nuestra vida, deseosa de esas miradas que pueden penetrar en honduras que no logramos percibir por nosotros mismos, ciegos como estamos por una cotidianidad abrumadora y desolada, presente en todas las épocas con una densidad que quiere distanciarnos de esa alegría deseada. Leamos estos fragmentos de insólita intensidad, evocando el parque soñado y vuelto a evocar con el otro parque japonés de Buenos Aires, tampoco visto; pero igualmente sentido en la canción:

A nosotros no nos llevaron nunca, que no era cosa de cuidar a tantos niños. Ver su traje de chiffón crema, áspero al tacto, pero de rica plegadura en la caída, es ver caer las horas más exquisitas de la tarde, imaginar el encuentro de otras damas y otros caballeros de rostro impreciso que se inclinan ligeramente al saludar. […] En el Parque Japonés no estuvimos nosotros nunca. Lienzos lo evocaban, cambiándolo, como los rostros en el sueño. Pero puedo hablar del amarillo que era él para nosotros, el perfume y la tela que era, mezclados a un arreglo peculiar y a una distancia. // […] En cuanto al Parque Japonés, ya no sé si existe aún o si existió nunca. Quizá se ve su sombra en la hoz fina de la lima menguante, quizá salga del último cajón del mandarín. Y sin embargo, era un lugar real, cierto, al que iban compuestos y muy arreglados, mi hermano y mi tía, al salir de la casa que aún está en Santa Emilia, entre Flores y Serrano, aunque yo no pueda probar ya su existencia sino por una sombrilla de crepé que he dejado de ver hace no sé qué tiempo o el sonido del varillaje recio que se cierra.[4]

Como en la poesía, en sus ensayos mayores, de una plenitud que nos convoca y nos imanta poderosamente, las figuras y las calidades tratadas se nos van integrando en los numerosos detalles que los análisis revelan. En los poemas un color, un sesgo de luz, un detalle de la vestimenta, un objeto cualquiera, irradian de pronto con una inesperada cualidad (movimientos, matices visuales, olores, dilatación del espacio exterior, una zona menos visible de un interior, un sonido suave), en tanto que en los ensayos una frase sin contexto, un verso de transparencia inusual o de oscuridad más o menos aparente, una imagen evocada o una inesperada asociación de las ideas expuestas por el autor tratado, reviven en nosotros una totalidad, una certidumbre, una entidad viviente de rasgos más firmes y definitorios que muchos análisis de textos y reflexiones filosóficas de mayor o menor hondura. A lo largo de sus prosas ensayísticas, en las que encontramos indagaciones de corte más académico, como sus Estudios delmontinos (2008) o la investigación titulada “Obras de teatro representadas en La Habana en la última década del siglo XVIII” (1962) –frutos ambos de su labor como investigadora en la Biblioteca Nacional José Martí–, y además memorables acercamientos libres a figuras de diferentes épocas y linajes, encontramos ejemplares maneras de tratar los temas, en consonancia con los propósitos de cada trabajo. Fina se ha enfrentado a cinco grandes en varios análisis detenidos: Martí, Lezama, Quevedo, sor Juana Inés de la Cruz y Darío, y también a Juan Ramón Jiménez y María Zambrano, pero en menos páginas, y a otros –de obra no tan encumbrada– en aproximaciones igualmente dilatadas, como Bécquer y Gómez de la Serna. A su vez, Samuel Feijoo y Octavio Smith han merecido sus consideraciones, y asimismo este tema extraordinario, “Lo exterior en la poesía”, donde despliega sutilezas de un refinamiento que siempre nos ha conmovido más allá de escuelas y de teorías, lección que mucho nos enseña de la manera que tiene la autora de dialogar con la obra de esos grandes de la palabra. Detengámonos en esas meditaciones. Veremos que el texto está tensado con afirmaciones que solo hallamos en verdaderos maestros de la sensibilidad, en poetas (en prosa o verso) de gran estirpe. Por momentos parece que estamos en presencia de páginas de Rilke, plenas de una mirada penetrante que quiere adentrarse en su tema desde el espíritu, no desde una posición racionalista ni profesoral, sea dicho esto sin desdoro para los profesores. Las disquisiciones de la ensayista nos conducen por creadores conocidos, maestros que nos han traído obras paradigmáticas. Discutibles o no, las primeras afirmaciones de este ensayo nos sitúan ya en una compleja y rica cuestión: la naturaleza de “lo exterior”:

Lo exterior no es lo externo. La poesía está buscando una exterioridad mucho más profunda. Pues las cosas que nos rodean están en relación con nosotros, ligadas indisolublemente a nuestra vida o nuestra muerte, pero no podemos siquiera imaginar algo que esté fuera de su relación con nosotros, fuera de nuestra vida y nuestra muerte, del mismo modo que no nos podemos imaginar a nuestro Ángel o a Dios. // Reparemos en que solo hay dos realidades absolutamente exteriores a la imagen que de ellas tenemos o nos hacemos: nosotros mismos y Dios. He aquí dos imprevisibles, dos desconocidos. ¿Es que, hasta hoy, se habían constituido alguna vez en objetos para la poesía? Es evidente que no. […] La poesía se hizo “objetiva” en los clásicos, “subjetiva” para el romántico, pero qué lejos estaban ambos de la verdadera intimidad, que es siempre extraña como un ángel, de la verdadera allendidad de lo Exterior. [5]

Continúa la reflexión desde esa altura, sin descender nunca a banalidades ni a afirmaciones peregrinas. Esa búsqueda de la esencia propia de la poesía moderna, la que se abre con Baudelaire y llega al menos hasta el momento de la escritura de este ensayo, allá por la década de 1940, quiere esclarecernos una problemática fundamental, y para ello no se vale esta agudísima poeta de simplezas ni de un léxico sensiblero ni “bonito”, del que después podría decirse esa frase vacía y tonta: “¡Qué lindo escribe Fina!”. Valga para contradecir esa lindeza lo que nos comenta de Rimbaud, de Lope de Vega, de Platón, de Cervantes, de Lezama, de Casal, de Martí, de Proust, de Joyce, de Kafka. La autora contaba con algo más de veinte años. Entonces solo unos pocos podían escribir cosas semejantes; hoy, de esa edad, fatalmente nadie, al menos que yo conozca, no obstante algunas inteligencias muy lúcidas que están ahora comenzando, desde acá, a escribir poesía y a pensar en su singularidad. Termina el ensayo de esta manera radiante, después de disquisiciones inolvidables que revelan profundas y sustantivas lecturas, en la autora, de los grandes del siglo XX:

Al no poderse llegar a lo Exterior, que es lo angélico, por la letra, y al haberse renunciado ya a los humildes y poéticos dominios de lo externo conocido, se queda el poeta, como Hamlet, entre los dos extremos de la realidad, a solas con su dubitativo monólogo. Pues solo puede el Diálogo realizar esa comunicación imposible, mística, cuando se da en toda su pureza, cuando la unión con lo que nos sobrepasa, que es lo íntimo, lo cerrado, la “fuente sellada”, devuelve, en su Soledad, la familia perdida.[6]

El tema ha sido tratado no solo con el necesario conocimiento de su tesis central y de las figuras citadas, sino además con una cierta nostalgia, visible en esa última frase, ese retorno de la familia perdida, lo que nos recuerda aquel extenso ensayo suyo que tituló La familia de Orígenes, escrito en 1994 a propósito de los cincuenta años de la aparición de la revista de igual nombre, rememoración tocada por una sabiduría que le viene de sí, de las escrituras del grupo y de la participación de la autora en ese inconcebible proyecto cultural, al que evoca, al pasar medio siglo, con una tristeza de la que nada más puede librarla la poesía.

Fina García Marruz
Fina García Marruz

Atentos ahora a uno de los ensayos mayores, aquellos en los que se detuvo en figuras de gran talla, veremos cómo nos va dando su fuerza y su significación. Detengámonos en el de Quevedo, ese coloso universal que colmó toda una época y al que Borges elogió quizá como a nadie. El propósito de Fina es mostrarnos al hombre desde el escritor y al escritor desde el hombre, personalidad rica en su diversidad y en las calidades de su obra poética y de sus páginas en prosa. No teme al enorme reto que tiene delante y nos dice en la primera línea del texto: “Atrevimiento grande parece escribir de quien fue señor de tan vastos dominios del idioma, que se dijera que, más que un escritor, fue varios a la vez, y no bastase un solo nombre para nombrarlo”.[7] Ya entró en materia, y desde ahí sabemos que lo ha hecho con un señorío propio del tema. Pero entrar no lo es todo, es necesario avanzar por esa enorme vida y por esa escritura que nos parece que no termina, toda sustancia verdadera, sonoro idioma que desde su fuerte belleza logra comunicarnos una poderosa ética en medio de una sociedad en descomposición, con una corte vanidosa de personajillos de poco seso y mucha ostentación, totalmente desentendidos de los mayores problemas nacionales y ajenos a las enseñanzas morales que la fe que profesaban en lo externo les mostraba con suma claridad. Para penetrar en ese coloso que se puso por entero, a su modo, al servicio de la noble causa de enmendar la miseria de todo orden de España, Fina poseía el conocimiento, ya muy profundo en ella hacia 1980, fecha en que se propone escribir su Quevedo, de la vida y la escritura íntegra de Martí, otro incansable batallador que había puesto su talento y su ejemplar denuedo al servicio de su país, hombre de una talla ética e intelectual de primer orden y que también quería transformar la realidad sociopolítica de la nación; pero que además venía, como hijo ejemplar y sin paralelo en el ámbito del idioma en su momento, de la misma raíz espiritual que nutrió a Quevedo, uno de sus mayores maestros, como muy bien nos deja ver Fina en los paralelos que hace de ambos. Haber llegado tan profundamente en el conocimiento de Martí le facilitó a la ensayista su acercamiento al gran poeta y prosista moralizante de la España del siglo XVII, en especial en la manera de tratar sus ideas y de relacionarlas con su literatura. A medida que avanzamos en las reflexiones de Fina a propósito de Quevedo se evidencia la real y justa trascendencia de su quehacer, cómo se integran los hechos fundamentales de su trayectoria vital (en la corte, en sus relaciones con las amistades, en las prisiones, los amores, las batallas factuales y literarias) con los postulados ideoestéticos que nos legó en sus páginas, las más y las menos perdurables. No estamos en presencia de una biografía ni de un ejemplo de análisis literario, sino de algo mucho más sustancioso: la integración de una figura enorme de nuestra espiritualidad, magisterio el suyo que rebasa con mucho lo puramente literario hasta alcanzar una dimensión en verdad trascendente, pues está en los orígenes, dentro de nuestro idioma, de una eticidad con ansias redentoras para la sociedad y para la persona, herencia cuya importancia no cesará mientras no se alcancen la Justicia y el Bien, y cuyo poder fecundante vemos en el propio Martí, en Vallejo, en Darío, hijos, cada uno a su modo, de Quevedo y, por él, de una riquísima tradición que viene de los clásicos grecolatinos y los evangelios, fuentes inspiradoras de este maestro de la hispanidad. En este libro de Fina todo posee un gran aliento vital, nada merece ser obviado por cansador o por vacuo. La inquieta prosa de la autora, entremezclada con acertadas y justas citas de Quevedo para ilustrar su tesis, nos va integrando la estatura moral de la figura e iluminándola como paradigma de un escritor en quien se integran perfectamente la búsqueda del Bien y la Belleza, de manera que los espléndidos textos poéticos que tanto nos han deslumbrado a lo largo de los años, los vemos y los sentimos ahora, con la lectura de estas páginas de Fina, como parte de esa ética por la que el gran poeta agonizó desde su primera juventud ante las miserias de su España. El paralelo que encontramos en el capítulo “Góngora y Quevedo”, magistral en el señalamiento de las diferencias de esos dos inabarcables paradigmas de nuestra poesía, no se detiene en ingenuos señalamientos de estilo, a veces muy visibles y a veces menos, sino en primer lugar en las diferencias cosmovisivas entre ambos, las distintas maneras de percibir y concebir la realidad, en las que subyacen la viva pasión que incendiaba a Quevedo y la distancia más o menos indiferente de Góngora frente a los desmanes y flaquezas de su época. El contraste subraya –muy bien trabajado por la ensayista–, la voluntad moralizante, reformadora, de la figura del autor de los sonetos a Lisi, con lo que nos explicamos la significación que de uno y otro creador en las líneas de la poesía de la lengua en el siglo XX. Ello nos permite sustentar la tesis, por ejemplo, de que la poesía de Lezama está menos cerca de la de Góngora que lo que podemos pensar a primera vista, y más cerca de Quevedo o de san Juan de la Cruz, con quien el gran satírico tuvo una singular cercanía, en especial por su celo de reformar la sociedad desde sus más genuinas raíces cristianas, como ha visto acertadamente Fina en este ensayo. Fina nos muestra en estas páginas a un Quevedo que se constituyó en fuente, no en una influencia más o menos fecunda, distinción que hace la autora en diversos momentos de su obra reflexiva.

Pasemos rápidamente por las consideraciones que despliega nuestra ensayista en su trabajo Darío, Martí y lo germinal americano (2001), otro espléndido ejemplo de su alto magisterio crítico. De nuevo la cercanía, tan fecunda, de Martí, ahora con un fundador de talla americana y maestro indiscutible de la hispanidad. El texto comienza con un retrato de Darío niño en un butacón, una imagen de la que va emergiendo poco a poco un mundo fascinante en el que se gesta una de las hazañas espirituales más relevantes y vigorosas de América: el modernismo, formidable movimiento que fue, según Juan Ramón Jiménez, en su primera etapa discípulo del nicaragüense, toda una época, presente no solo en la poesía y en la prosa, sino además en el vestir, en los muebles, en el estilo de vida, en los temperamentos, en los gustos sociales. Con su proverbial sabiduría para tratar estos temas y a figuras que han dejado una impronta perdurable en nuestra sensibilidad, Fina se detiene a esclarecer la significación del afrancesamiento en Darío, y lo hace en términos paradigmáticos, gracias a los cuales la figura del poeta se nos muestra en una dimensión más alta, alejada ya de cualquier visión superficial de un americano que quiere imitar lo foráneo o evidenciar un vano refinamiento:

En el París del “fin de siglo” formaban escuelas diferentes los “parnasianos” estatuarios y los “decadentes” simbolistas, como antes “románticos” y “naturalistas”. Darío –y es característica común a su “América mestiza”– necesita fundirlo todo, hacer un aprendizaje melódico (que Rama llama “mozartiano”) tocando todas las partituras. Pregunta con malicia: “¿A quién debo imitar para ser original?”. “Todo lo quiere imitar el arpa mía”, frase en que lo que importa es menos ese imitar que ese “Todo”. “Yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy”, dice Martí. Esa voracidad incorporativa del americano, que acaso pueda provenir de una cultura originalmente arrasada que necesita cobrar fuerzas afuera para robustecer el tronco propio. El americano asocia la idea de “totalidad” con la de libertad. Por eso Martí decía que estudiar varias literaturas era el único modo de librarse de la tiranía de una sola. De igual modo Rubén no busca con esa apertura a lo universal, ese “Todo lo quiere…”, imitar nada –de ahí lo irónico de su pregunta– sino escapar, a través de lo integral de su experiencia, de una derivación unilateral que, por serlo, sería dependiente, no libre. Intuye que solo una totalidad podría dinamizar de nuevo la raíz trunca, generar un movimiento nuevo. […] Lo que busca es, en fin, un nuevo nacimiento.[8]

Esa es la tesis de Lezama en La expresión americana (1957) cuando habla de los creadores de acá y afirma que es necesario asimilar la gran herencia de la cultura universal y devolverla acrecentada, criterio que él mismo llevó a consecuencias extraordinarias en una obra a la que nada es ajeno y en la que esa totalidad nos es devuelta como otra cosa, de dimensiones realmente grandiosas. Esa otredad es lo americano en su obra, centro en el que se fusionan las más diversas fuentes primigenias, como observa Vitier en las páginas que le dedica al autor de Paradiso en Lo cubano en la poesía (1958). El afrancesado Darío, ha subrayado Fina en estas reflexiones, lo es por una búsqueda más alta y fecunda que la simple imitación, y más alta incluso que la misma creación literaria, pues quiere nada menos que un nuevo nacimiento (apetencia que hallamos asimismo en la poesía de Vitier), algo germinal que sea capaz de refundar las patrias americanas, algo, como diría Lezama en carta de 1939, “de veras grande y nutridor”. Esa sed de vivencias culturales diversas, rasgo del intelectual latinoamericano, la vio un autor como Emile Cioran –abierto él también a esa multiplicidad en sus vastísimas lecturas y preocupaciones– al contrastar a los escritores de Hispanoamérica con los de Europa central, de más cerradas inquietudes, verdad que no desmienten algunas excepciones ni los que sobresalen por sus investigaciones, forzosamente obligados a expandir sus intereses en busca de fuentes, precedencias y coincidencias en autores y movimientos espirituales de otras culturas en sus relaciones con sus temas de estudio. El acercamiento a Darío que encontramos en las páginas de este trabajo de Fina está a la altura de los más serios aportes de otros ensayistas que se han dedicado a esa figura durante muchos años, de una presencia muy superior a la de Martí entre los continuadores por la escasa difusión de nuestro poeta en los finales del siglo XIX y comienzos del XX. Si comparamos, pongamos por caso, las consideraciones que integran este Darío con las que nos entrega Octavio Paz en su magistral ensayo, publicado en su libro Cuadrivio, ejemplo de una gran prosa reflexiva del idioma, vemos que el texto de la cubana no le va a la zaga en penetración y en la observación de matices definidores, rasgo esencial, como ya señalamos, de sus análisis al caracterizar a una figura y sus aportes a nuestro proceso espiritual.

Cintio Vitier y Fina García Marruz
Cintio Vitier y Fina García Marruz

Esa es, sin duda, la más notable virtud de los tres acercamientos que hizo a la obra de Lezama: el que tituló “José Lezama Lima, «estación de gloria»” (1970), preciosa evocación, como las de sus más memorables textos líricos; el que escribió a propósito de Dador (1960), ese poema libro que muy bien, sin ruborizarnos, podríamos considerar de los cuatro o cinco más grandes y poderosos de toda la poesía hispana del siglo XX; el que tituló “La poesía es un caracol nocturno” (1984), y el que nos dejó en la conferencia La familia de Orígenes, mencionado en líneas anteriores. Miremos con cierto detenimiento mínimo el que dedica al gran libro de 1960, poesía de una compactación inaudita, reciedumbre mayor con la que se construye un cosmos sin fisuras, cuerpo verbal que nos impacta con una fuerza descomunal. Fina lo va leyendo para nosotros por fragmentos, por sus instantes más preciosos, en los que logra ver maravillas que ella ilumina como nadie, forma de penetrar en esencias que no se entregan de otra manera que vistas así, como destellos que provienen de la cultura universal y que el extraordinario poeta que hay en Lezama los incorpora con entera naturalidad hasta formar su descomunal visión de la realidad con el suceder misterioso que nos va revelando línea a línea del poemario. No pretende la autora en ningún momento darnos una interpretación unívoca, sino irnos mostrando sus grandes fragmentos, tan valiosos como la propia extracción que ella hace de esas presencias en el texto. Hacia el final nos dice, después de haber recorrido esas páginas lezamianas con una agudeza inusual en la crítica de poesía que conocemos de nuestro idioma, algo que nos conmueve de manera especial:

Buscamos en este libro, más que el poema acabado, de formas gustosas y netas, el oscuro chorro de poesía, la manante fuente. Ella, como hemos visto, entrega, junto a los rumores de las cuestiones que la inquietan, esa súbita corporeidad que a veces nos sorprende. […] A nadie extrañe cierta dureza. Esto que pudiera sonar como “mal oído” es esencial a esta poesía, brusca por honrada, a esa final sensación de rechazo ante las complacencias de lo sucesivo, a la que no cuadra bien el verso que resbala por las sílabas. Su poesía no es pasiva ni de mera recepción, sino de flecha disparada, de tensión suma. A veces parece que pidiera algo inaudito a las palabras. Esta poesía está llena de principio a fin de la pasión por el cuerpo glorioso, por el tema de la resurrección. Poesía huraña, sabe que el placer iguala lo distinto y la distancia, hace distinto lo igual y establece sus preguntas entre la unión que engendra y la distancia que crea. No busca la perfección porque sabe que el acabado de la falsa madurez no deja intersticios para la otra irradiación que busca.[9]

Su Martí, la figura a la que se acercó con más devoción y a cuyo estudio dedicó el mayor número de páginas, libros enteros, se nos aparece en toda la plenitud de su significación como un hombre raigalmente, americano y al mismo tiempo universal. De la lectura de los volúmenes que tituló Temas martianos, en los que la autora reunió el grueso de sus trabajos en torno a la figura mayor de nuestra historia, nos llega un Martí real, íntegro, de una dimensión que no nos traen otros ensayistas e investigadores, pues las aproximaciones de Fina se detienen en la vida y en la obra de una manera muy suya, similar a la que vimos al tratar a otros creadores. Nadie ha iluminado el quehacer martiano desde tan adentro, mirándolo desde ese modo tan revelador de su más profunda naturaleza. El estilo de Fina nos ha permitido ver y especialmente sentir a un Martí diferente, no obstante que ella cuenta con los mismos datos que los restantes estudiosos. No estoy hablando de diferencias de calidades en el tratamiento de los rasgos caracterizadores de la poesía o los diarios de Martí en relación con los textos y los análisis de otros críticos, ni siquiera de que Fina haya aportado hallazgos determinantes para una más justa intelección del revolucionario o el escritor, sino sencillamente de su estilo otro, para mí tan conmovedor en su capacidad de evidenciarnos riquísimas asociaciones y paralelos deslumbrantes, como sucede en sus restantes prosas reflexivas, en especial las que hemos considerado en estas valoraciones.

De izquierda a derecha Cintio Vitier, Fina García Marruz, Ángel Gaztelu, Lezama Lima, Tangui y Julián Orbón, Bella García Marruz y Eliseo Diego (FOTO Diario de Cuba)
De izquierda a derecha Cintio Vitier, Fina García Marruz, Ángel Gaztelu, Lezama Lima, Tangui y Julián Orbón, Bella García Marruz y Eliseo Diego (FOTO Diario de Cuba)

Entre sus trabajos acerca de Martí, el más penetrante es sin duda El amor como energía revolucionaria en José Martí (2003), síntesis suprema de su extraordinaria obra de integración y fundación nacional, en la que se fusionan su labor política y literaria en unidad cerrada, indisoluble, tesis central de las meditaciones de la ensayista desde sus primeros textos para definir la jerarquía de Martí y su americanidad, hecha desde su asimilación de la herencia espiritual que lo precedió. En un texto relativamente temprano, de 1952, ya se adentra Fina en su tema con las mismas razones que veremos después en sus libros con más argumentos. Creo que la mayor hondura que alcanzan las páginas de ese breve ensayo inicial está al final, cuando la autora insiste en la inseparable relación entre meditación y acción, la segunda consecuencia de la primera, esta preparación previa para la realización dinamizante de aquella. Desde esa conclusión, de una sabiduría que ha podido ver muy adentro en la vida del espíritu, sabemos que la extraordinaria labor histórica de Martí hasta su muerte es el fruto no solo de un empeño patriótico, de un amor insondable a su tierra y al ser humano, sino en primer lugar de un riquísimo trabajo interior que se fue ahondando con los años y que tuvo una formidable exteriorización en su poesía, sus discursos, sus ensayos, sus artículos periodísticos, sus cartas, sus tareas de organización y de promoción, todo ello preludio de la guerra que se iniciaría contra el colonialismo español en 1895. Después de considerar brevemente al hombre, su vida y su obra, sus escritos, llega a una conclusión que resume lo que nos ha venido comunicando y que nos muestra, como en cerrada síntesis, la figura del héroe: nos reafirma que en Martí “el acto es su intimidad”.[10] Es decir: la acción es ontológica, de muy adentro, esencial, consecuencia de un trayecto vital del que no se pueden separar sus distintos elementos. Nuestro diálogo con esa figura se hace más pleno, más fructífero, más lúcido.

Comenzamos este ensayo aludiendo a la poesía de Fina, a su conmovedora nostalgia, a la belleza que cobra la realidad cuando ella nos la muestra en sus poemas. Esas vivencias nos acompañan siempre como una posibilidad de sobrevida, como otro espacio que nos permite conocernos más a fondo. Esa obra se nos aparece como interminable por su esplendor y por la vastedad que abre ante nosotros. Sus ensayos, otra manera suya de hacer poesía en sus análisis de figuras y problemáticas del conocimiento, nos deslumbran asimismo con esas rápidas iluminaciones que nos entregan, en las que alcanzamos a ver lo desconocido y disfrutamos de esos autores tanto como con sus propias obras. Muchas veces, después de hacer una primera lectura de un poeta, vamos a un texto de Fina que hable de esa obra y nos percatamos de cuánto escapó a nuestra percepción, nos lamentamos; pero también nos empeñamos más en ver como ella, en aguzar nuestra lectura para descubrir matices, en adentrarnos en el texto nuevamente para dialogar otra vez con esas páginas, ahora más reveladoras. Demos gracias por tanta belleza, por el refinamiento de su mirada, por su sabiduría, por sus conversaciones, por su amistad, por su sencillez.


Notas:

[1] Fina García Marruz: “Nocturno”, Obra poética, prólogo de Enrique Saínz, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008, t. 2, p. 367

[2] Fina García Marruz: “Hablar de la poesía”, Como el que dice siempre, prólogo y selección de Adolfo Castañón, Universidad Nacional Autónoma de México, DGE / Equilibrista, México, 2007, p. 34.

[3] Fina García Marruz: “Su día feliz”, Obra poética, ed. cit., t. 1, p. 185.

[4] Fina García Marruz: «El Parque Japonés», ibídem, p. 187.

[5] Fina García Marruz: “Lo exterior en la poesía”, Como el que dice siempre, ed. cit., pp. 415-416.

[6] Ibídem, p. 426.

[7] Fina García Marruz: Quevedo, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 7

[8] Fina García Marruz: Darío, Martí y lo germinal americano, La Habana, Ediciones Unión, 2001.

[9] Fina García Marruz: “Por Dador de José Lezama Lima”, Como el que dice siempre, ed. cit., pp. 400-401

[10] Fina García Marruz: “José Martí”, Como el que dice siempre, ed. cit. p. 349.

Colabora con nuestro trabajo
Somos una asociación civil de carácter no lucrativo, que tiene por objeto principal la promoción y fomento educativo, cultural y artístico. En Rialta nos esforzamos por trabajar con el mayor rigor profesional en la gestión, procesamiento, edición y publicación de los contenidos y la información. Todos nuestros contenidos web son de acceso libre y gratuito. Cualquier contribución es muy valiosa para nuestro futuro.
¿Quieres (y puedes) apoyarnos? Da clic aquí.
¿Tienes otras ideas para ayudarnos? Escríbenos al correo [email protected].

2 comentarios

  1. Muy bien por Rialta al reproducir el profesional ensayo de Enrique sobre Fina, uno de los escasos poetas fuertes de habla hispana en los últimos sesenta años y ensayista excepcionalmente aguda. Hace un mes aún Fina y Enrique vivían… El tiempo fuga, se fuga, nos fuga.

Deja un comentario

Escriba su comentario...
Por favor, introduzca su nombre aquí