Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba (PCC), compartió el 11 de septiembre un artículo sobre “el arte revolucionario de dialogar”. Lo de dialogar se ha vuelto un tema recurrente en la discusión pública en y sobre Cuba. Y no es que el periódico Granma sea público; más bien es la materialización paradigmática de la evasión de lo público y su sustitución por el Estado del partido único. Tampoco es que haya ahí debate alguno. Nada más lejos del debate, o del diálogo, o de la discusión pública, que Granma. Pero una publicación suya sobre “el arte revolucionario de dialogar” en el que hay apenas una enumeración de interrogantes respondidas todas de modo monofónico por “La Revolución”, evidencia –mejor que cualquier argumento– la única forma en que el aparato monológico de reproducción ideológica estatal logra decir algo sobre un tema que sabe que debe ser tocado, pero desconoce profundamente. Su intento por tocar el tema es, en realidad, su intento de apropiárselo.
El aparato de reproducción ideológica desconoce el término en su sentido intrínseco: un diálogo requiere al menos de dos partes comunicándose entre ellas, y no trata nunca de una de las partes hablando de cómo se comunica con la otra; debe alimentarse más de la diferencia que de la semejanza, o de lo contrario corre el riesgo de terminar siendo un juego de roles entre iguales –hemos visto mucho de eso en las últimas semanas: con las mujeres, con un grupo de periodistas y hasta con la Asociación Hermanos Saíz–. El diálogo debe también garantizar una simetría mínima entre las partes –algo, por supuesto, inexistente entre el aparato de un Estado que se ha apropiado de la vida social y una sociedad cercada, violentada y privada de sus derechos– y crear un clima de paz y garantías para los participantes. Después del 11 de julio, quedó claro, más allá de todo deseo de sostener la ilusión, que la respuesta al descontento, a las demandas y a las necesidades populares, es la violencia organizada del Estado y sus fuerzas represivas. El aparato de reproducción ideológica desconoce el diálogo también en su sentido de herramienta social para enfrentar la fragmentación social y como salida pacífica a crisis sistémicas. No podría ser de otra manera. El Estado cubano y sus instrumentos no pueden producir más que juegos de roles entre fieles o variantes discursivas del monólogo “revolucionario”.
El tema pudiera pensarse como un ejercicio hipotético, como un ejercicio para pensar la posibilidad (o la imposibilidad) de un proceso de diálogo en Cuba conducido desde el Partido en su condición de “rector de la sociedad cubana”. Un ejercicio hipotético sobre el diálogo del resto de la sociedad cubana no sería necesario porque ya existe, aunque no de manera formal y no de carácter vinculante. Incluso la intensidad de las discusiones que vemos a diario en las redes sociales son el germen de un diálogo que luce más ahora mismo como una discusión multitudinaria y a gritos; es esa la forma inicial de conversación en una sociedad que lleva décadas sin poder alzar la voz. Para el ejercicio hipotético, me remito a un texto que propone leer el proceso de la “revolución” cubana a partir de cuatro máquinas hegemónicas: la unidad, la continuidad, el enemigo y el líder. Pensar a partir de la idea de máquinas abstractas, de Deleuze y Guattari, resulta en principio un ejercicio que abre posibilidades analíticas, con todo y la complejidad de sus categorías.
El problema que las máquinas abstractas siguen poniendo a consideración, y que el autor de “Cuatro máquinas hegemónicas cubanas y una fuga de utopía”, Leyner Javier Ortiz Betancourt, explora, es el de la posibilidad de las líneas de fuga. Toda máquina posee sus líneas de fuga. Observando máquinas como la de la homogeneidad, es tentador decir que no hay ahí posibilidad ninguna para la fuga o que, de haberla, esta es siempre limitada, incapaz de agenciamiento alguno. Para esto, siguiendo la propuesta de Deleuze y Guatari sobre las máquinas abstractas, vale la pena considerar que ellas son de tres tipos: “máquinas abstractas de consistencia, máquinas abstractas de estratificación y máquinas abstractas sobrecodificantes o axiomáticas”. Mientras que las dos primeras actúan respectivamente sobre la consistencia y la estratificación, las últimas realizan las “totalizaciones, las homogenizaciones, las conjunciones de cierre”. [1] Si la unidad, la continuidad, el enemigo y el líder pueden considerarse máquinas abstractas, son de esta última clase. Lo que las caracteriza es su blindaje contra posibles fugas.
La línea de fuga es, sin embargo, siempre existente. Está ahí, en disputa con líneas de segmentaridad, y puede conducir incluso a nuevas segmentaridades. Lo que escapa de la homogeneidad puede siempre potencialmente tender nuevamente a lo homogéneo. Y luego está el problema de la captura; de la capacidad de las máquinas de recapturar aquello que pretende escapársele. La pregunta es entonces aquí si el agenciamiento que permita la fuga puede nacer del mecanismo mismo de la máquina. Hay esas raras excepciones en las que pareciera que provienen de ahí; cuando la fuga es un efecto colateral, un subproducto; cuando existe como reducto que se va acumulando en las márgenes, como se acumula el óxido en una maquinaria a la que no se atiende y se engrasa sistemáticamente. Pero, ¿puede realmente la maquinaria de la homogeneidad producir variabilidad y diferencia? ¿Puede la maquinaria de la continuidad producir rupturas? Preguntarse esto puede traducirse directamente a la pregunta: ¿Puede el partido único producir un diálogo que incluya a otros sectores sociales? La pregunta no es si lo desea, sino si puede, puesto que el deseo redunda aquí en producir sucedáneos de diálogo, monólogos distribuidos entre varios actores para parecer conversaciones, espacios de contención que marcan márgenes y límites; presentación del deseo fundante de la homogeneidad como vocación por la diferencia.
A las máquinas abstractas de la “revolución”, que conocemos en tono más coloquial e intuitivo como la maquinaria, se le pueden –y se le deben– contraponer agenciamientos. El más grande de ellos se expresó claramente el 11 de julio. Quizás puede entenderse que esa expresión clara de miles de cubanos manifestándose en las calles el 11 de julio corresponde a la propuesta del autor de “Cuatro máquinas hegemónicas cubanas y una fuga de utopía” sobre la posible línea de fuga: “Me refiero a un momento de expropiación en el cuál la maquinaria deja de ser controlada por el Estado como cerebro organizador de la producción y pasa a ser supervisada por las masas, entendidas como fuerzas productivas de carácter colectivo”. El pueblo (con todas las heterogeneidades que supone el singular de pueblo), ese punto ciego de las cuatro máquinas abstractas, abriría –habría abierto ya– la línea de fuga. Este reconocimiento, sin embargo, no vuelve positiva la respuesta a la posibilidad de apertura a un diálogo, y mucho menos de que quien pudiera abrir ese diálogo sea el mismo que durante décadas ha construido una nación como un interminable monólogo. Lo que hace es anunciar claramente que el monólogo se ha vuelto insostenible.
En algunos textos sobre la necesidad del diálogo como herramienta política, lo que se presenta es una exhortación para realizarlo. En la exhortación ya hay una respuesta implícita; supone la existencia de condiciones de posibilidad para una respuesta positiva. Si alguien puede ser incitado en una dirección, es porque se cree en que tal resultado puede realizarse. En la exhortación opera una suerte de desplazamiento: de la indagación a la sugerencia; del diagnóstico al plan de acción. Se enfrenta así la necesidad; no hay salida posible que no sea en dirección de la violencia estatal si no se produce algún tipo de ruptura con las infinitas resonancias de la segmentaridad estatal y su reforzamiento continuo de la homogeneidad, cada vez más de la mano de la violencia explícita. La exhortación también evita la ruptura, y enuncia una fidelidad y una confianza que resiste incluso a la evidencia. Se pospone en la exhortación el reconocimiento de que las condiciones de posibilidad no existen y que, de hecho, al mínimo atisbo de su aparición, son negadas aparatosamente. Se trata posiblemente también de un deseo de actuar como operador de la fuga que pueda, porque se sigue ubicando dentro del régimen productivo de las máquinas abstractas, contribuir a conducir a su disolución o reconducción. Pero termina siendo funcional, con independencia de las intenciones, a la puesta en escena de la “capacidad dialógica” del Estado cubano en su versión de monólogo dramatizado como diálogo y, en ese sentido, refuerza la clausura de la maquinaria.
Es necesario seguir insistiendo, para hablar de máquinas abstractas, en que ellas mismas no pueden conducir a su disolución. Pueden hacerlo, en todo caso, los que habían sido tratados siempre como sus puntos ciegos. En ese pueblo que se lanzó a la calle el 11 de julio; en las redes que desde antes había creado la solidaridad con el MSI, en el reconocimiento de la legitimidad del 27N, en el reclamo reconocible del “derecho a tener derechos”, en las tramas de ayuda mutua que articula una sociedad civil que se reconoce capaz de enfrentarse y, lo que es aún más erosionador para la maquinaria estatal, de organizarse sin su consentimiento o sus instrumentos, está la capacidad real de agenciamiento dialógico. No en un giro radical del partido único y una apertura.
Más allá de la reflexión analítica que permite pensar dónde emergen los puntos de fuga, la observación de la realidad de los últimos meses confirma la incapacidad radical de la maquinaria de producir un diálogo. Lo lejos que la maquinaria de reproducción de las máquinas abstractas de la unidad y la continuidad está dispuesta a llegar para garantizar su funcionamiento, quedó demostrado con la represión que siguió inmediatamente a las manifestaciones del 11 de julio. Y después de la represión inmediata, la criminalización de la oposición, la contestación y la disidencia, el giro ha sido en la dirección de puestas en escena que apelan a figuras retóricas de la narrativa oficialista: el líder en los barrios pobres cara a cara con el pueblo; los espacios de escucha para representantes de sectores sociales (periodistas y artistas de forma predominante). Meses antes, el 27 de noviembre de 2020, una posibilidad de diálogo (nacida de un sector de la sociedad cubana y no del Estado y su pretendido representante único, el PCC), había tomado las inmediaciones del Ministerio de Cultura y demandado la apertura de tal posibilidad. Esta fue no solo fue negada, sino que sus promotores fueron presentados como delincuentes al servicio de un poder foráneo, para ubicarlos en la narrativa de Guerra Fría que sirve tan bien a las máquinas abstractas de la unidad, la continuidad y el enemigo. La narrativa funcionó tan bien que hace unos días un artículo de la revista estatal Alma Mater, que trataba en apariencia sobre la validación de un testimonio de violencia de dos estudiantes universitarios, insertó en el texto el comentario: “lo que va salvar el país; no va a hacerlo el elitismo del 27N, ni el anexionismo del MSI”. Es, por supuesto, una opinión de uno de los estudiantes que firmaba el artículo, pero convenientemente colocada en el texto como línea de separación insalvable con movimientos que, además de no corresponder con la descripción, pudieran y debieran ser actores protagónicos en cualquier diálogo.
La estrategia mediática que combina negación de la realidad de las manifestaciones del 11 de julio (“no fueron tantos”, “casi todos eran delincuentes violentos”, “no eran reclamos legítimos sino impostados por la penetración del Imperio”, “no hubo violencia estatal ni militares vestidos de civil”) con control de daños (un presidente que escenifica diálogos manejables y contenidos y visita barrios pobres) y medidas para contener y castigar el disentimiento (el más reciente ejemplo el del Decreto Ley 35) añade a la evidencia del cierre radical de cualquier diálogo necesario aún más violencia. Una línea de fuga producida desde el propio entramado productivo de las máquinas abstractas está en la estrategia mediática que ha acompañado a la represión contra los manifestantes. Se sitúa tan lejos de la realidad, que la realidad misma termina trabajando en su contra.
Pero la línea de fuga prolífica radica justamente en la que intenta ser negada. La insistencia en su negación es de hecho la evidencia de cuán prolífica resulta. Es a ella a la que también en lo analítico, es necesario considerar la fuente principal del agenciamiento libertario anunciado el 11 de julio. El Estado cubano no es más la fuente ni el administrador de la hegemonía. Si hay un diálogo posible que pueda conducir por una vía pacífica la transformación radical inevitable de la sociedad cubana, este no vendrá del Estado; no podría provenir de ahí. Vendrá de la fuerza y el empuje desde abajo, de las redes vivenciales, del autorreconocimiento del poder de la sociedad civil para transformar sus propias condiciones de vida. Solo ese empuje podría crear al menos dos de las condiciones indispensables para un diálogo colectivo: inclusión de la diferencia y simetría mínima entre las partes. A una operación así, llamaron Deleuze y Guattari “ampliar nuestro territorio por desterritorialización, extender la línea de fuga”.[2]
Notas:
[1] Guilles Deleuze y Félix Guattari: Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Les Editions de Minuit, Paris, 1980, p. 511.
[2] Ibídem, p. 17.