Autorretrato de Vivian Maier
Autorretrato de Vivian Maier

A veces se descubre, después de la muerte de un escritor que no pudo encontrar editor en vida, que este ha escrito una obra maestra. A Confederacy of Dunces, de John Kennedy Toole, es un ejemplo de esto –y de la forma en que el término “obra maestra” se aplica casi como compensación por el lamentable retraso–. En el mundo de la fotografía se pueden realizar numerosas impresiones diferentes a partir de un negativo similar. Los fotógrafos pueden acumular un conjunto de trabajos y luego desaparecer de la vista. A veces gozaron de cierta fama y celebridad (E.O. Hoppé, Ida Kar) antes de sucumbir a una oscuridad que solo se levanta póstumamente. A veces eran apreciados en los círculos fotográficos (William Gedney) y luego desaparecían incluso de la vista de sus compañeros. En ocasiones, la obra se descubre a tiempo para que el fotógrafo disfrute de un reconocimiento tardío en vida. Si Jacques-Henri Lartigue fue el gran ejemplo de esto, entonces Miroslav Tichý fue un ejemplo del extraño síndrome por el cual el descubrimiento se produjo tan tarde que la aclamación parecía póstuma incluso en vida. Luego está alguien como E. J. Bellocq, de cuya obra y vida casi nada se supo hasta después de su muerte.

Vivian Maier representa un ejemplo extremo de descubrimiento póstumo, de alguien que existe enteramente en términos de lo que vio. No sólo era desconocida en el mundo de la fotografía, sino que casi nadie parecía saber que ella incluso tomaba fotografías. Si bien esto parece desafortunado, tal vez incluso cruel –un síntoma o efecto secundario del hecho de que ella nunca se casó ni tuvo hijos, y aparentemente no tuvo amigos cercanos– también dice algo sobre el potencial incognoscible de todos los seres humanos. Como escribe Wisława Szymborska sobre Homero en su poema “Censo”: “Nadie sabe lo que hace en su tiempo libre”.

Esto nos alerta sobre una posibilidad remota, o más bien sobre dos versiones de una posibilidad similar. En primer lugar, que una de las personas fotografiadas en la calle por Maier también podría haber sido un fotógrafo de armario que perseguía el mismo pasatiempo con una obsesión compartida. En segundo lugar, que, si buscábamos mucho y detenidamente, podríamos encontrar a Maier en imágenes tomadas en la calle por uno de los fotógrafos famosos a cuyo trabajo se parece en ocasiones el suyo.

Los numerosos destellos en su trabajo de escenas que recuerdan a Lisette Model, Helen Levitt (tanto en blanco y negro como a color), Diane Arbus, André Kertész, Walker Evans y otros, plantean interrogantes sobre el alcance del conocimiento de Maier sobre estos fotógrafos y sobre una más amplia historia de la fotografía. ¿Tomó ciertas fotografías porque, conscientemente o no, se parecían a trabajos que había visto en exposiciones o revistas, o es simplemente una coincidencia? Quizás este punto también pueda revertirse de manera útil: ¿respondemos a estas imágenes tan fácilmente porque conocemos el trabajo de Model et al. y vemos sus fantasmas en la obra de Maier?

De cualquier manera, es importante mantener un sentido de perspectiva crítica. Después del inevitable grito a los cuatro vientos para llamar la atención que merece un descubrimiento como este, no es necesario exagerar el valor de la obra para conferirle la calidad de milagro. Maier es una incorporación importante al canon de la fotografía callejera; algunas de sus imágenes son excepcionales. Pero incluso dejando de lado la cuestión de la calidad –y la cantidad de calidad– el retraso en el descubrimiento significa que el trabajo de Maier no ha desempeñado su papel en la configuración de cómo vemos el mundo en la forma en que lo ha hecho Arbus (incluso si parece que ocasionalmente se topó con sujetos arbusianos antes de Arbus). Tiene necesariamente la calidad de un eco visual, una serie de ecos que sirven al útil propósito de cuestionar las formas en que se establecen y definen la identidad y el estilo fotográfico –más estrechamente ligados al contenido que a cualquier otro medio.

Un aspecto del contenido de Maier existe en relación particularmente reveladora con su estilo y situación. Muchas de sus fotografías de mujeres las muestran presionadas históricamente –su ropa es la expresión de esto– entre los roles estrechamente limitados de la década de 1950 y las libertades a menudo frustradas de la década de 1960 y más allá. Maier se ganaba la vida del mismo modo que esa figura por excelencia de la ficción victoriana, la niñera (o institutriz), una outsider cuyo acceso privilegiado a la vida doméstica no le permite desarrollar ningún otro don que el de la observación. En el caso de Maier, es como si una sensibilidad exquisitamente adaptada a estas circunstancias largamente prescritas, y producto robusto de ellas –de las cuales su ropa, el habitual sombrero flexible y el abrigo, son la expresión perfecta– hubiera sido liberada para merodear discretamente por las calles de Chicago y Nueva York. Inevitablemente, hay una conmoción en la forma en que Maier se sintió atraída por ancianas que sirven como representaciones proféticas de su propio destino: solitarias, de aspecto excéntrico, envueltas en abrigos, albergando algún secreto de toda la vida intuido por el don del escrutinio momentáneo de la cámara.

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