Leila Guerriero no escribe ensayos o crónicas o textos, como pudiera pensarse de un volumen donde se muestra a Roberto Arlt, a Piglia, a Fogwill, a Hebe Uhart, a Marta Minujin, a Nicanor Parra o a Kuitka, para solo citar a algunos de los muchos que planean sobre este libro. Tampoco suele hacer investigación, a la manera que lo hace la academia o el mejor periodismo, por ejemplo.
Leila Guerriero lo que ha hecho –en cada uno de sus perfiles– es un Plano americano (Anagrama, 2018), como el título de su propio libro indica. Un plano falso, ya que muchas veces su encuadre es otra cosa: un plano figura, un plano escorzo, un plano recurso, un plano múltiple; y donde la escritora Leila Guerriero hace literalmente lo que quiere. No solo con su tema (ese que siempre acopla vida y obra), sino con todos los flujos que la mayoría de las veces atraviesan su objeto de estudio, sus obsesiones, tanto las de ella como la de “sus” autores.
Si alguien me pidiera que clasificara a Leila Guerriero diría que es una antropóloga que se dedica a cazar y estudiar mariposas nocturnas.
Una antropóloga tuerta.
Clava ese ojo único en su lepidóptero y desde allí lo despieza. En los retratos que construye tienen la misma importancia obras que rumores; casas y adornos y amantes que hayan pasado la última noche con su investigado que manías y perritos.
Su ojo único es un ojo collage, un todoscopio.
Le hace una foto fija a alguien y después va observando con mucho cuidado hasta que de pronto cambia. Por eso en sus transficciones el muerto está muerto, pero de pronto está vivo y de pronto conversa y se barniza las uñas y se toma una copita de coñac antes de tocar el piano.
Es un muerto no muerto, digamos, como ese cadáver de Roberto Arlt que Piglia describe magistralmente en su ensayo sobre el autor de Aguafuertes porteñas pero que en verdad casi nadie vio o recuerda y cuyas fotos –el de Adrogué asegura que el periodista Juan Carlos Martini se las mostró una tarde en su despacho de la editorial Corregidor– nunca han aparecido.
La foto de un cadáver que cambia el rumbo de la literatura argentina (dixit Piglia) pero que nunca ha sido vista.
Y lo mismo puede decirse de su visita a Aurora Venturini, la atípica autora de Las primas o Nosotros, los Caserta. Descubierta para Hispanoamérica a sus ochenta y cinco años gracias al premio Nueva Novela del periódico Página/12, y que en el fondo parece el phantasma de uno de sus personajes. Siempre déspotas o siempre oligofrénicos. Siempre al borde –desde su mucho deci– de no decir nada.
Todo lo contrario de un Fogwill, por ejemplo; o de Dorotea Muhr, la viuda de Onetti, quien habla de los últimos años del gran narrador, de sus “enredos” con Idea Vilariño, de la escritura de algunos de sus libros, del whisky, de su odio hacia todo lo norteamericano (esto es una especie de religión uruguaya), y de la pistola de plástico con la cual le apunta en una foto famosa.
Un Onetti, un texto, que quedará como base para futuras biografías o desmontajes de archivo.
Estudios todos –repito– que hace pasando por encima del ensayo, la crónica o la propia entrevista, y a la vez fundiendo todo eso en una suerte de daguerrotipo chiquitico, de foto-escritura, que es en lo que se convierte la vida cuando uno además de cazar mariposas, se las come.