Calvert Casey
Calvert Casey

Ella dio al desmemoriado/ Una almohadilla de olor
José Martí

Veo en los músculos hinchados de sus gargantas líricas
el esfuerzo abrumador que es preciso hacer para mover la rueda
Henry Miller

Novio de Cuba, como si la Isla en su remar le hubiera susurrado sus secretos, leyendo a Calvert Casey (CC) creeríamos que la conoció al dedillo. Contemplativo, su parpadeo (que es el tartajeo del gago que se negaba a ser) lo empuja a la frase de fluida locuacidad y de avis(p)ado detalle. Como un sastre que entallara las prendas con nada más palpar, en los textos de CC (de crítica, narrativos e incluso epistolares) pareciera que piensa con las manos: fisgoneando aquí, removiendo acullá, tachando y glosando, disgregándose terco y solícito, mientras desvalija cofres, archivos, buzones, joyeritos, anaqueles, gaveteros, en pos de las memorias de un país que sólo (vi)vio a girones. Autodidactismo, pasión de arqueólogo y pretensiones de hijo pródigo (de quien eligió la nacionalidad cubana y fue y vino del mundo decidido a comulgar con su matria) se conjugan para hacer un estilo que pacta y no pacta (como su espíritu heterodoxo deseó) con el new journalism, el gonzo, la crítica impresionista, el sicoanálisis, la mirada sociológica, la nota política, la minuciosidad del biógrafo.

No lo respaldan la teoría ni el dato positivista, sino la amenidad del cuentero y el ojo entrenado del voyeur. Tampoco lo pierde la erudición, pues su ejercicio ensayístico busca (como corresponde al traductor que fue) la impersonation: ese actuar (pensar, decir) desde el otro, interpretándolo como en una encarnación, por conocer, por ejemplo, pormenores subcutáneos como las lecturas, los consejos o los apetitos que rodearon el nacimiento de una obra antes de cristalizar. Perseguidor de lo que pespuntea apenas en potencia, de lo ambiguo, de lo intermitente, tentado por el delgado equilibrio (cuerda floja, derriscadero) entre la muerte y la vida, entre romanticismo y realismo, entre el hallazgo literario y el olvidable folletín, entre el viejo régimen y el hombre nuevo, entre la pornografía y el erotismo, Memorias de una Isla (1964) no es el libro local stuff que CC ofreció alguna vez enviar –con sus acostumbradas reticencias– a la escritora argentina María Rosa Oliver. Estamos más bien ante un ideario político que da cuentas del Zeitgeist reinante en la variopinta Cuba de los años sesenta y de los malabarismos de su autor para conciliar, cuando le parecía posible, sus afinidades electivas (José Martí, Ramón Meza, Miguel de Carrión y, asimismo, Franz Kafka, Henry Miller, D. H. Lawrence, Jean Genet) con la imago mundi revolucionaria que aún soñaba contribuir a incubar desde la letra.

Tales propósitos se insinúan en el prólogo escrito por Casey a la primera publicación de sus Memorias de una Isla en Ediciones R. Por él conoceremos que el libro se organizó en cuatro secciones (autores cubanos y extranjeros, lugares y apreciaciones), con un orden que atendía tanto a la naturaleza del tema como de la prosa –siendo que algunos textos bordean la crónica y el testimonio–; y conoceremos también que hacia 1964 lo aunado allí había aparecido ya en publicaciones periódicas (excepto el inédito sobre Pedro Henríquez Ureña), al par que se nos confiesa algo insoslayable: que, pese a ello, un CC temeroso del extravío de su prole ansiaba que aquel “duplicado”, de nada menos que tres mil ejemplares, acallara sus recelos y le(s) deparara larga vida.

Sin embargo, dilectos de las ironías, pensaríamos que no fue la multiplicidad ni la propagación lo que salvó estas Memorias de cuyas repercusiones entre escritores y críticos de la época se tiene apenas noticia, sino que, al contrario, fue su amuleto, su pase a bordo de la nuestra, la escurridiza forma en que permanecieron en boca de cultores y entendidos, al tiempo que desaparecían los ejemplares y que los textos se reeditaban disgregados en antologías de España (1997) o de México (2009). Género menos esperado, no atrae el ensayo la suerte de la narrativa (que en el caso de CC fue y ha sido retomada, antologada y traducida, aunque dispersa, mucho más a menudo). De modo que no es hasta ahora, pasado medio siglo, que devolvemos Memorias de una Isla (engrosadas con una cronología y una bibliografía de notas prolijas) a manos de su lector primero.

Si entre los once textos desconocemos los favoritos de CC, un par de hechos son más seguros. Por ejemplo, que entre todos la atención mayor ha tendido a recaer sobre “Diálogos de Vida y Muerte” –consagrado a José Martí–, “Hacia una comprensión total del XIX” y “Notas sobre pornografía” (lo que se comprende por ser temáticas clave en un país que ha sacralizado sus héroes y su historia, al tiempo que ha satanizado lo porno). Que CC poseyó un especial tino para distinguir cuáles entre los publicados rebasarían su contexto para ser legibles con fruición aún en el futuro. Y esto último lo afirmo a mi pesar, puesto que, dibujándose la ocasión, habría deseado que entre los suyos existieran otros tantos ensayos olvidados de raigambre semejante a la de estos que aquí se reeditan –a los que acaso habría sumado, sin ocultar su circunstancialidad, el contraste entre México y Estados Unidos de América de “Apuntes de vuelo”, o sus ideas sobre EL astillero de Juan Carlos Onetti y La vorágine de José Eustasio Rivera, y no mucho más–; y lo afirmo sin desdén hacia su crítica teatral, cuyas bondades tanto hemos oído ensalzar y cuya repercusión en la época, al calor de las puestas en escena, se explica dada la vivacidad con que las aderezaba un clemente pero agudo CC.

He insistido antes en lo avis(p)ado, entrenado, minucioso (y recién le agregué “agudo”) de las observaciones, de la mirada que Casey logra y genera en nosotros (como dilatación y exacerbación de los sentidos, como espejismo, espéculo y especulación). La porfía de quien echa a andar un huso para hilar paja en oro o empuja el pedal de una polea clueca para hacer un traje sastre de su tiempo y de todo lo anterior, sin descuidar un ojal ni tampoco un dobladillo (que es decir un reverso: el tramoya, que con CC viene a ser el escenario), y sin dejar clavados los ojos a la mesa, sino viendo, a través de lo que gira, le(n)guas más allá: empinado hacia un idioma todavía desconocido. De Henry Miller lo dice –al par que lo cita– y no sería errabundo creer que lo comparte: “La misión del artista se le revela en una visión de mundos que vacilan: «hacer del caos un orden que es sólo suyo. Sembrar la discordia, el fermento, de modo que los que están muertos puedan volver a la vida. Veo en los músculos hinchados de sus gargantas líricas el esfuerzo abrumador que es preciso hacer para mover la rueda»”.[1]

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Y asimismo celebra “la capacidad de ver, de separarse del mundo habitual para observarlo como quien lo mira por primera vez”, en consonancia, en el caso de Ramón Meza, con “la capacidad para fijar el detalle grotesco, cruel, obsesivo, o la nota cómica”.[2] De modo que vibran en él dos movimientos primordiales de ensanchamiento en los que se perpetúa, como tantas veces confiesa o se le escapa, su sed de totalidad: de un lado, el ansia de una visión cada vez más penetrante y pormenorizada que no en balde tiende al fragmento; del otro, el esfuerzo por traducir y proyectar esos atisbos de alcance panorámico al reino de lo escrito. Enamorado de quienes pretendieron desde la literatura cambiar la vida, CC investiga, expone, recompone y fantasea preguntándose incesante, como quien adivina en la respuesta –que no se hará para él, pero tal vez sí en el lector– el pasadizo que lo llevará a un abismo más lejos. Revolucionar o, al menos, hacer que gire la rueda de la historia, la de la existencia –con los feudos del Samsara–, la del tarot y la fortuna, y escuchar fascinado el retintín monótono de las aspas del destino/ el casino/ y los molinos de plegaria, escarbando en los ojos de quienes viven prenda/idos de esas ruletas. Del torno del alfarero a la almazara, al trapiche, al arcaduz de noria (lleno y vacío), a la veleta. Casey escribe con gozo y con trabajo: amasa, exprime, tritura, se moja, se enfanga, danza, se marea. Preso en los giratorios portentos, bregando en busca de un firme (país-memoria, respiración-liberación, piedra brillante del espíritu), se le diría inspirado por The Blarney Stone: aquella roca de la elocuencia situada en lo alto de un castillo irlandés en las afueras de Cork –lo que conviene a su nombre y a su linaje–, y cuyo solo beso se cuenta que asegura el don de la palabra.

Hallándolo obnubilado ante el frescor de los edénicos pinares de la otra isla –casi lo único que su ironía no toca–, queriendo devolvernos el placer de sus frondas y prescindir del aire acondicionado; hallándolo aterrado en los aeropuertos[3] y habiendo insistido ya sobre su contrapastoral modernista, me tienta la idea, la intuición, de que sus revisiones no están hechas a lomo de pájaro, ni siquiera al trote del tranvía. Los vericuetos dejados en sus textos –como si pensara escribiendo– se me figuran huellas de llantas de bicicleta, como estarcidos indemnes sobre la calle, contra el contén, el césped: lazos, zigzags y mil intentos de fuga de sus propios fantasmas, cruces violentos sobre sus zonas sacras, vapuleo de sus mitificaciones (como adorador de Martí, como extranjero en su tierra, como hijo castrado del cristianismo, como pornófilo). Los hedores, los semblantes, los espasmos, las dudas, las voces capturadas (ya a través de Meza o de Carrión, ya a partir de sus propias excavaciones en el siglo XIX y en la Isla de Pinos) semejan tomas en vivo, imágenes en movimiento, aunque se trate de épocas o mapas manuscritos de bibliotecas y páramos distantes.

Pero más arriesgado, más fatigoso que dar voz a los sin rostro, me parece su obstinado reptar por documentos muy o poco revisados, para entender de otro modo (releer, “leer mal”) los éxitos tanto como los fracasos escriturales de sus héroes. Osadía mayor cuanto se trata de interpretar personalidades sucesivamente decodificadas, como las de un Martí, Héroe Nacional, un Meza al que sus propios contemporáneos aplaudieron al desbarrancarse hacia el realismo y un Carrión cuyo camafeo sobre la inmoralidad y la pureza nos azuza –según CC– a creer que la vida no está precisamente en los pabellones de lo aséptico, y que la difuminación del bien y el mal salta sobre todo maniqueísmo.

Si sus visitas a la obra de varios narradores nos dicen de su afán compartido con aquellos contemporáneos que quisieron gestar una literatura nacional (escribir la novela de la Revolución), como rito de paso para la afirmación identitaria, si su ensayismo delata sus pesquisas en pos de hallar sus pariguales en materia de eros, obsesiones, temores y esperanzas, en cambio, no iría tal vez descaminado interpretar los hallazgos de Memorias de una Isla como designios de la partida de un Casey que afirmaba en el vacío la legitimidad de su ser, que alertaba sobre la germinación perniciosa de polémicas y políticas que amenazaban con quebrantar las idílicas bodas de la Revolución y los creadores, y plantaba bandera dando su parecer sobre temas que aún hoy resultan espinosos. De ahí pues que en estas páginas descorra el paraván entre las clases cubanas para ver de una y otra parte la pacatería como el relajo, enuncie lo pornográfico como universal, sitúe a América en relación inequívoca con la cultura de Occidente y vea en el hombre nuevo un ser sordo a los estereotipos de género. Sin embargo –lo he dicho ya al estudiar sus ensayos en relación con su narrativa–[4] el mapa de la Cuba de sus Memorias y la imago mundi de la Cuba de fines de los sesenta y de la siguiente década –del Servicio Militar y las UMAP al Caso Ginsberg, de los fabulistas a la literatura de la violencia, del surrealismo al testimonio, de Ediciones R a Ediciones Revolucionarias, del Caso Padilla a la muerte del Che, de Primera Plana a Verde Olivo, del intelectual orgánico al pueblo artífice, de los Van Van al CAME), coinciden sólo de manera quiral.

Justo por ello, y justo entonces, las contradicciones entre él y el pathos metafísico de la Isla en revolución debieron tornarse arduas. Si por un lado Casey rechazaba la pompa vacua del clasicismo varado “en la avenida” G[5] y llegó a recorrer las ideas decimonónicas sobre la nación y el pueblo cubano como crisol de razas para hacerlas confluir con el proceso revolucionario que vivía,[6] por el otro, su visión sobre el país era ostensiblemente romántica, idílica. Loaba su verdor. Odiaba, por ejemplo, en esa Isla de Pinos que luego se llenó de carrileras de toronjales, la jungla de “diversiones planeadas y bosques urbanizados”[7] que los Estados Unidos pretendían hacer de ella y se refugiaba constantemente en parajes solitarios y paradisiacos. Si Casey elogia en “Anaquillé o la autenticidad” la maravilla de un ballet que pone a danzar las creencias africanas, a negros y a blancos, a neófitos y a profesionales, aunque no aprecie como folclor esas religiones, ni crea en el espiritismo, es porque quiere alentar sus misterios, reavivar la irracionalidad que los puebla. Si homenajea en una publicación de la UNESCO a Miguel de Carrión, las obras suyas que ensalza son aquellas de “personajes del pecado” por hallarlos “más libres y más reales”.[8] Allí destaca la vía del conocimiento sexual como parte imprescindible de la plenitud del hombre y aventura que la mojigatería y el libertinaje son rasgos de todo cubano y no de una clase específica.

Como otros en la época, CC aspiraba a dejar por sentado que el arte, como la ciencia, es un proceso continuo en el que se trabaja “a partir de los descubrimientos de otros, de las exploraciones que otros han hecho en las tinieblas”.[9] Y por supuesto que se negaba a renunciar a cualquier herencia. De ahí que pretenda revaluar un modo kafkiano de mirar que es pieza indubitable del arte capitalista descalificado por Ernesto Guevara como vía caduca, alienada, de enfrentamiento con la realidad. Si con “Un libro de Pedro Henríquez Ureña”, CC nos recuerda en 1963 lo “inexistente” de una herencia indígena, factual, en países como Cuba, República Dominicana y Puerto Rico –aunque la sabemos, en nuestro caso, palpable en ciertos sabores, vocablos y topónimos–, ¿cómo habría entendido en los setenta el celo de la Isla por promover, junto a los países subdesarrollados de América, Asia y África, el desarrollo de las culturas autóctonas, su rescate y cultivo? Si expresa que el hombre americano es un hombre occidental y que toda su obra ha de ir en pos de enriquecer esa cultura, ¿cómo habría asumido aquel movimiento que, queriendo validar lo latinoamericano, deslindarlo, alzó un muro (otro paraván) y prácticamente llegaría a cancelar el diálogo con Estados Unidos y algunos de los países capitalistas de Europa?

Por otra parte, si en un cuento como “El Sol” Casey se ocupa de la fatídica posibilidad de una explosión nuclear, no es, no sólo, para cantar a la vida; está haciendo que cante la perennidad de la muerte que flota sobre nuestras cabezas, como la cantó José Martí “jugando con ella, tocándola, besándola”. Y ni hablar de su propuesta de validar lo pornográfico como una categoría de lo universal. Si insiste sobre la libertad del hombre con Henry Miller, no olvidemos que trata de un escritor que vende en un mercado non grato, y que se enfrentaba a las instituciones encarnando en cierto modo al francotirador que, junto a la Beat Generation, criticaba José Antonio Portuondo. Si su propia obra se detiene en mendigos, enfermos, prostitutas, personajes preteridos, no parece que sea para auparlos a abandonar su estatus, sino por el efecto estético, por las posibilidades narrativas de esos contextos. Si en “Amor: el río Almendares, ahora en su edad madura, tiene 12 millones de años” su protagonista se conmueve con la escena de solidaridad acontecida en el ómnibus entre un hombre y una anciana, luego se niega a la posibilidad de procrear. Y si “El paseo” puede ser leído como una crítica de costumbres, la mirada no delata amoralidad entre las prostitutas que textualiza –no las juzga–, y se enfrenta más bien a la tradición de un rito de paso que el joven personaje evade. Finalmente, si con “El centinela en el Cristo” CC canta a la posibilidad del hombre nuevo, su dibujo es tan desprejuiciado, espera tanto de él, que bien se lee su ensueño de que surja un ser otro, de sexualidad ni coartada ni deslindada. Su jolgorio es visible en cómo detalla al “pequeño muchacho campesino de pómulos altos”, “de melena negrísima y tirante, atada fuertemente a la nuca con peinetas de carey en un mechón de muchacha, con absoluto desprecio por los atributos convencionales de su sexo”,[10] entremezclando su imagen nada más y nada menos que con la de la dueña del prostíbulo en “El paseo”, quien también “tenía un pelo negro y hermoso, que se ataba a la nuca en un moño muy apretado. La negra masa de pelo, tirándole casi de los párpados, parecía a punto de desprendérsele.”[11]

Pese al palimpsesto, el homoerotismo o la feminización con que Casey toca a la figura del centinela no deben ser entendidos como subversión de un paradigma, sino como su franca creencia en él, su fe en una cristalización que evitaría angustias a muchos, pues la promesa de este nuevo ser inclusivo debía ir aparejada de otro surgimiento: el de una nueva moral, un mundo otro donde Sodoma y Gomorra tendrían cabida en los Jardines del Edén. Con los años el espejismo se esfuma y, ya en el cuento “In partenza”, se expresa la inexistencia de ese ser, la improbabilidad de un giro de los valores morales estatuidos, en la actitud de rechazo, excluyente, que mantienen los participantes en la sesión de espiritismo, sobre todo el más joven de ellos, ante el “amanerado” que se presenta en el salón. Después el protagonista pone mar por medio y, olvidada la canción que le enseñó su cocinera y que debía asegurarle el regreso, presumiblemente a La Habana, lo encontraremos en Cracovia. Allí, (con)sumiéndose bajo “el sol de la dicha manquée”, se lo ve a punto –mas no del todo decidido– de internarse en la promisoria Europa, trastabillando entre el “Meski Damski”; es decir, entre lo masculino y lo femenino, agobiado por los estereotipos y sostenido, no por mucho tiempo ya, de la placenta de la matria.

Mas, tiempo antes de llegar a esa zona de crisis, Memorias de una Isla, tanto como sus gustadas narraciones citadinas –que él mismo calificó de “melancolías habaneras”– resultan el testimonio escrito de las nupcias espirituales de Casey con el país que una y otra vez debió recorrer, primero tímida y luego ávidamente, en viajes de exploración y reconocimiento, ya tras su venida de Baltimore, acaso en los años treinta, ya tras su partida a Canadá y su estancia por Nueva York, en los años cincuenta, que culminaron con la escritura de “En San Isidro” y “El regreso”. Desasidos y reencontrados, los cuerpos se olisquean, se funden y se rechazan con la misma euforia. Como en las postales de bienvenida y despedida, el entusiasmo contornea con un halo dorado los paisajes trazados a plumilla. A profanar esos (en)cantos de sirena, a paladear con sorna el agridulzor de lo local y desbrozar su “maloja literaria” para hallar la nuez de los días en “Hacia una comprensión total del XIX”, a exorcizar la pátina como musgo crecido con que la nostalgia cubre los lugares pasados, va dirigido también el esfuerzo de CC, quien –como Aimé Césaire en su Cahierd’un retour au pays natal– entra en la casa deshabitada y espía bajo los muebles vestidos con sábanas blanquérrimas y desgarra las nubes como velos de novia bajo las que se sonrojan pacatos los espejos, empeñado en mirar(se, que es mirarnos).

Aunque al final, en un toma y daca de forcejeos y recuerdos, rasgada la foto de los amantes, él se impuso el abandono de la escritura en español, y la Isla adormilada demoró décadas en recuperarlo para sí; los fósiles de la comunión perviven (como un olor hincado entre las uñas) en los recorridos insomnes del autor por escrituras y lugares: de Casablanca a los cementerios de La Habana, de sus alamedas a las alcantarillas de “Meditación junto a Caballería”. Vueltos sus ensayos a los anaqueles de nuestros libreros, la negación de CC a ser un extranjero en su matria –reiterada de “El regreso” a “Anaquillé”– se reactivará como un conjuro con cada nuevo lector que llegue a repasar sus Memorias hasta esas líneas finales donde el autor y su Isla rehúsan ser comprendidos si no es en su propio idioma, el de la piedra de la elocuencia y el de la rueda de bicicleta. Vale la pena intentar ese paladeo. Vale la pena pedalear.

Notas

[1] “Miller o la libertad”.

[2] “Meza literato o los «Croquis habaneros»”

[3] Cfr. Calvert Casey: “Apuntes de vuelo”, Ciclón, año 2, n.o 4, 1956, pp. 57-59.

[4] Para este prólogo he retomado parte de mis ideas sobre la ensayística del autor vertidas en Diseminaciones de Calvert Casey, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2012.

[5] Cfr. Calvert Casey: Notas de un simulador, Seix Barral, Barcelona, 1969, p. 123 y ss.

[6] Cfr. Calvert Casey: “Cuba: nación y nacionalidad”, Lunes de Revolución, 28 de septiembre, 1959, pp. 2-3.

[7] “La visita”.

[8] “Carrión o la desnudez”.

[9] “Entrevista” [a Emmanuel Carballo], La Gaceta de Cuba, no 29, 5 de noviembre, 1963, p. 12.

[10] “El centinela en el Cristo”.

[11] Calvert Casey: El regreso, Ediciones R, La Habana, 1963, p. 20.

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JAMILA MEDINA RÍOS
Jamila Medina Ríos en poesía: Huecos de araña (Premio David, 2008), Primaveras cortadas (México D. F., 2011), Del corazón de la col y otras mentiras (La Habana, 2013), Anémona (Santa Clara, 2013; Madrid, 2016), País de la siguaraya (Premio Nicolás Guillén, 2017), y las antologías Traffic Jam (San Juan, 2015), Para empinar un papalote (San José, 2015) y JamSession (Querétaro, 2017). Jamila Medina en narrativa: Ratas en la alta noche (México D.F., 2011) y Escritos en servilletas de papel (Holguín, 2011). Jamila M. Ríos (Holguín, 1981) en ensayo: Diseminaciones de Calvert Casey (Premio Alejo Carpentier, 2012), cuyos títulos ha reditado, compilado y prologado para Cuba y Argentina. J. Medina Ríos como editora y JMR para Rialta Magazine. Máster en Lingüística Aplicada con un estudio sobre la retórica revolucionaria en la obra de Nara Mansur; proyecta su doctorado sobre el ideario mambí en las artes y las letras cubanas. Nadadora, filóloga, ciclista, cometa viajera; aunque se preferiría paracaidista o espeleóloga. Integra el staff del proyecto Rialta.

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