Guillermo Cabrera Infante

Honra y se honra esta nueva entrega de Cubañejerías al dar continuidad a los homenajes iniciados en la entrega anterior, donde conmemorábamos tres aniversarios de insoslayable recordación si de hablar de la cultura cubana del siglo XX se trata: el centenario de la revista Carteles y los sesenta del diario Revolución y su emblemático suplemento Lunes de Revolución. En esta ocasión, nos centramos en los dos primeros a través de la figura de quien fuera importante colaborador de los tres: el controvertido y polémico Guillermo Cabrera Infante (1929-2005).

Rememorando el nonagésimo aniversario de su nacimiento el pasado año y adelantándonos al decimoquinto de su deceso en el inmediato febrero, en esta entrega presentamos al lector tres olvidados textos suyos que nos lo muestran cercano al arte de las tablas –una conexión poco cultivada amén de la versión escénica que escribiera de su cuento de Así en la paz como en la guerra, “Josefina, atiende a los señores”, estrenada el mismo año de aparición del volumen (1960), y de su posterior casamiento con la actriz Miriam Gómez.

Los tres textos guardan cierta unidad temática por centrarse en el teatro norteamericano. Uno de ellos, además, nos depara la agradable satisfacción de develar un seudónimo suyo, hasta donde se conoce, completamente desconocido. Expuestas las coordenadas generales por donde transitarán estas notas, pasemos a los habituales comentarios, que sólo pretenden ubicar a los lectores en los contextos de los materiales ofrecidos como novedad.

Como es sabido, cuanto sucedía en Cuba a partir del derrocamiento de la tiranía batistiana el 1ro. de enero de 1959, concitaba, para bien o para mal, a favor o en contra, la atención de muchos en todo el orbe. Innumerables escritores, intelectuales y artistas de reconocida fama internacional comenzarían a viajar a la Isla para tomar contacto directo con la nueva realidad en incesante proceso de cambio. Mucho ha dado que hablar, por ejemplo, la visita de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Menos se ha escrito, sin embargo, en torno a las de Carlo Coccioli y Tennessee Williams, de cuya escasa repercusión los entendidos bien pueden dar cuenta y razón.

Aquí nos detendremos precisamente en el exitoso dramaturgo norteamericano Tennessee Williams (1911-1983), quien no era un extraño en el paraíso que para sus coterráneos fuera La Habana de la década de 1950, no sólo por sus varias visitas a la ciudad, de las que da cuenta en sus Memorias,[1] sino por la cada vez más creciente escenificación de su teatro desde antes de la bien llamada “época de las salitas”.

De quién es José Attila y cómo termina hablando con Tennessee Williams

La revisión de la Cronología del teatro dramático habanero 1936-1960 (2003), de Jorge Antonio González, permite apreciar que entre julio de 1947, cuando se lleva a escena por primera vez a Williams en Cuba,[2] y finales de 1958, cuando Andrés Castro dirige en Las Máscaras Algo salvaje en el lugar, un total de 15 de sus obras, con cerca de quinientas funciones, habían sido disfrutadas por los habaneros, cada vez más asiduos al teatro en la década de 1950.[3]

Era tal la expectativa que las obras del norteamericano venían despertando que llegó a darse el caso de que en noviembre de 1955 La gata sobre el tejado de zinc caliente se estrenara con apenas la diferencia de seis días por dos agrupaciones en distintos escenarios: por Teatro Experimental de Arte (TEDA), bajo la dirección de Erick Santamaría, con cuatro funciones a partir del jueves 24 (continuadas durante todo diciembre con 25, y enero y febrero del año siguiente, con 37 más); y por la Compañía de Chela Castro, nada menos que en el inapropiado Teatro Martí, el 30, con repetición al día siguiente, pero en la Sala Teatro Farseros (y 4 nuevas puestas en marzo de 1956, también en Farseros).

Con la entrada de 1959 la fiebre Williams comenzaría a remitir, por razones que ignoramos, pero que, evidentemente, no guardan relación directa con el cambio de régimen y el temprano inicio del deterioro de las relaciones de Estados Unidos con Cuba.[4] Tal vez haya surgido cierto cansancio en propietarios de salitas, directores y hasta en el público. En el lapso 1959-1960 Williams sólo estaría en las carteleras capitalinas con El dulce pájaro de la juventud (Las Máscaras, director Andrés Castro, 42 funciones entre agosto y noviembre de 1960). Deben existir causas, por el momento escapadas a nuestra percepción, que ayuden a explicar la casi nula atención despertada en la prensa por la presencia del destacado dramaturgo en La Habana en fecha no bien datada de marzo y abril de 1959. Hemos revisado numerosas publicaciones y sólo en el diario Revolución y en la revista Carteles hallamos referencias al respecto, precisamente en los textos de Cabrera Infante que presentamos, y en una nota anterior sin firma titulada “Tennessee / Está en La Habana / Visitó Palacio / Habló con Fidel”, también en Revolución, y donde se expresa:

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Anoche visitó Palacio, durante el Consejo y en un descanso de la sesión charló con los ministros. Se habló, naturalmente, de teatro. Pero lo más interesante, quizás, fue cuando el tema pasó de las tablas a la política. Se habló de Cuba, de América y de Norteamérica. Y comentando la simpatía con que han visto muchos norteamericanos la revolución cubana –muchos más de los que se inquietan por dólares y fobias– puso en boca de Hemingway esta frase: “la de Cuba es la revolución más linda que he visto”.

[…] estará muy poco tiempo entre nosotros. El ganador del Pulitzer, amigo de nuestro voluptuoso sol tropical, amigo de nuestro carácter y de nuestra revolución, partirá pronto. Quizás mañana. Tal vez hoy.[5]

Sin elementos probatorios de ninguna índole, presuponemos que esa nota anónima no debió haber sido redactada por Cabrera Infante, quien, como se colige de la entrevista con Williams de que dio razón en Revolución y en Carteles, no lo había conocido personalmente antes.

El primero en el tiempo de los dos textos que Cabrera Infante publica en abril de 1959 en torno a la presencia del célebre dramaturgo en la capital de Cuba es una entrevista que sale en la página 2 de la edición del 9 de abril de Revolución, bajo la firma de G. Caín, titulada “El Tennessee desemboca en La Habana” y acompañada por tres fotos de Raúl Corrales. Encabezando la primera página, también con ilustración fotográfica resaltadora, el titular “Tennessee Williams en La Habana” es seguido por las siguientes palabras: “El autor de El tranvía llamado deseo fluye en un bar y habla de sus experiencias más recientes: «He conocido a Fidel y a Hemingway. Son dos hombres formidables»” (reiteradas en la 2, debajo del título y en caracteres más pequeños), que remiten a la página donde se encuentra la entrevista. No la comentaremos porque se ofrece íntegramente. Pero sí apuntaremos que la juguetona y típica relación establecida por Cabrera Infante entre el nombre literario del dramaturgo y el gran río de su país, presente en el título y después en el contenido de la entrevista, se repite en el otro texto suyo sobre esta casi incógnita estancia de Williams en La Habana: “Un autor con nombre de río”, que vio la luz en Carteles, también ilustrado con foto de Corrales, diez días después, pero oculto el autor bajo un seudónimo que aquí emplearía por primera vez: José Attila.[6]

¿Por qué un nuevo seudónimo? Por la sencilla razón de que ya su nombre real aparecería una vez en la entrega de la revista como autor de “Elección y coronación de una reina”, junto a otros tres trabajos firmados por su conocido G. Caín (“Disidentes y renegados en la noche más larga de Hollywood”, “Una Esperanza elegida y coronada” y la habitual sección de “Cine”). Se hacía necesario, por tanto, ocultarse bajo una nueva y desconocida identidad autoral. ¿Por qué José Attila? Tal vez porque apenas unos días antes Lunes de Revolución, bajo su dirección, había publicado algo relacionado con el poeta húngaro Attila Joszef. Lo cierto es que, durante el trimestre abril-junio de 1959, José Attila frecuentaría tanto las páginas de Revolución como las de Carteles, pero después desaparecería sin dejar rastros, ni despertar suspicacias en quienes se han adentrado con posterioridad, a lo largo de seis décadas, en las páginas de ambas publicaciones, en ocasiones, incluso, “tras las huellas de Caín”.[7]

El lector podrá comprobar semejanzas entre ambos textos a la vez que diferencias, dados el distinto carácter de las publicaciones en que aparecieron y los heterogéneos destinatarios habituales de ambas. No es nuestro objetivo orientar esa lectura. Pero sí queremos citar, aunque ya esta presentación se está haciendo demasiado extensa, lo que respecto a su encuentro con Fidel Castro dejara escrito Williams en sus Memorias:

Hemingway me dio una carta de presentación para Castro. [El periodista y crítico británico] Kenneth Tynan y yo nos dirigimos al palacio. Castro estaba celebrando en aquel momento un Consejo de Ministros. Sus reuniones ministeriales no eran cortas. Nos sentamos en los escalones de la sala de juntas y esperamos. Al cabo de unas tres horas la puerta se abrió impetuosamente y nos hicieron pasar. Castro nos acogió muy efusivo […]. Cuando Kenneth Tynan me presentó, el Comandante exclamó: “¡Ah, el de la gata…!” Se refería a La gata sobre el tejado de zinc caliente, lo cual me sorprendió y encantó, claro está. Nunca se me hubiera ocurrido que pudiera conocer una obra mía. Seguidamente nos presentó a todos los ministros de su gabinete. Hubo café y licores y la reunión resultó un estupendo acontecimiento, bien digno de las tres horas de espera.[8]

Cabe añadir, como elemento de interés para futuras aproximaciones al tema, que la publicación de esa otra versión de la entrevista en Carteles debió decidirse a última hora, cuando ya el sumario del número estaba emplanado, por cuanto el título no fue incluido. Quienes acostumbran a investigar apresuradamente a través de índices y sumarios jamás hubiesen dado con él. Para concluir con las informaciones sobre las presencias de Williams en La Habana apuntamos que en los convulsos primeros días de marzo de 1960 (piénsese en el sabotaje al vapor La Coubre) se hallaba de nuevo aquí, como se recoge en el diario La Calle el día 10 (p. 2), ocasión en que coincidiría con Sartre y Beauvoir. A esta referencia no le hemos dado seguimiento investigativo hasta ahora, pero sí dejamos constancia de que en marzo de 1960 la casi moribunda Carteles (terminaría su periplo vital en julio) dio cabida en sus páginas, en versión de M. A. Rosabal, a un extenso artículo de James Clair titulado “Tennessee Williams, triunfador y atormentado (El niño terrible del teatro norteamericano)”.[9]

De cómo g. caín termina escribiendo de Mujeres

Por último, presentamos otro olvidado trabajo, en el cual Cabrera Infante se pone en función de crítico teatral muy a tono con los nuevos tiempos: la representación en la sala Hubert de Blanck de la ya veinteañera obra norteamericana Mujeres (The Women), pieza de Clare Boothe Luce (1903-1987), estrenada con éxito en Nueva York (1936) y llevada al cine (1939) con guion no firmado de Scott Fitzgerald y bajo la dirección del afamado George Cukor (1899-1983), con un elenco integrado por estrellas del renombre de Norma Shearer, Joan Crawford, Rosalind Russell, Joan Fontaine y Jeanette MacDonald, entre otras.

Más de dos décadas después había tenido su estreno habanero en la sala Hubert de Blanck, co-dirigida por María Julia Casanova y Cuqui Ponce de León, en una temporada iniciada el 11 de diciembre de 1958 y prolongada hasta el 12 de marzo de 1960, con un total de 324 funciones, según Jorge Antonio González en su Cronología del teatro habanero 1936-1960. En los días iniciales de la temporada, acaso para otorgar cierta validez artística al acontecimiento –que, en sí mismo, al parecer no tenía– en el vestíbulo de Hubert de Blanck se exponían obras de los pintores cubanos Cundo Bermúdez, Servando Cabrera Moreno, Agustín Fernández, Carlos Enríquez, Raúl Milián, Amelia Peláez, Fidelio Ponce, René Portocarrero, Daniel Serra Badué y Víctor Manuel.

Para una mejor inteligencia de los justos y “revolucionarios” reparos de Cabrera Infante a la obra, es conveniente el contraste con criterios del todo diferentes, como los de una de las protagonistas en aquella puesta, la carismática María de los Ángeles Santana, quien al cabo de los años comentaría:

Entre los principales méritos de Mujeres estaban la buena traducción del texto y su acertada adaptación al ambiente cubano hecha por María Julia Casanova, con lo cual puso de manifiesto cómo las obras teatrales encierran una universalidad, independientemente de los puntos geográficos y medios sociales en que sean escritas, al abordar estados comunes del sexo femenino en cualquier latitud del mundo.[10]

Por su parte, según la misma fuente, un reputado crítico de orientación marxista como José Manuel Valdés Rodríguez expresaría en el diario El Mundo: “Las canciones de Olga de Blanck […] alusivas a diversas características, situaciones y personajes de la obra, representan un eficacísimo complemento lírico y contribuyen a acentuar la cubanía de esa versión libre… que ha hecho, con inteligencia y sensibilidad teatrales, María Julia Casanova”.[11] El artículo de Cabrera Infante, firmando como g. caín, salió en el número de Revolución correspondiente al 9 de marzo de 1959, página 21.

Hasta aquí nuestras informaciones y comentarios previos a la presentación de materiales de los archivos del redactor de la columna en la entrega de este mes de enero de 2020. Debe aclararse que los textos de Cabrera Infante se reproducen con la mayor fidelidad posible a las versiones originales de Revolución y Carteles; sólo se han realizado algunas correcciones ortográficas, sobre todo en nombres. Los puntos suspensivos entre corchetes indican que faltan palabras o frases por deterioro de la publicación. Esperamos que los tres trabajos resulten de interés a los asiduos seguidores de la columna y que les permitan, a ellos y a otros especialistas, futuros ahondamientos y ampliaciones en los varios aspectos abordados. Si ello sucediera, el redactor quedaría altamente gratificado. Entonces, disfruten las primicias que se ofrecen. Y hasta la próxima.

Ricardo Luis Hernández Otero


El Tennessee desemboca en La Habana

g. caín

La voz de la telefonista, en su inglés con acento, recorría los pasillos y rebotaba contra las empapeladas paredes, contra el piso de mosaicos blancos, contra el artesonado del techo –toda la ambigua mezcla de estilos, de géneros y de formas que es ese enorme, agradable “pastiche” llamado Hotel Nacional– y repetía una y otra vez: “Llamada para Tennessee Williams”. La voz seguía todavía reclamando en su inglés con acento a ese escritor con nombre de río y yo pensaba que le preguntaría a él cómo había llegado a llamarse como un río –¿era en represalia porque había un río perdido en Estados Unidos al que llamaban Carlos?

Y al atravesar la puerta del bar –una oscura brújula interior me decía que ese era el sitio indicado– vi a un señor bajo, tostado por el sol, con una camisa de palmeras (las palmeras grises, el cielo ocre), rubicundo, que hablaba de espaldas (no por favor, no se trata de un monstruo: vuelto de espaldas a quien entrara: esto es: hacia mí) con una dama, evidentemente americana y de mediana edad.

—¿El señor Williams? –pregunté en mi inglés con acento.

—Sí, el mismo –dijo Tennessee en su inglés con acento inglés. Williams ha convertido su cantado sureño en un acento casi oxfordiano.

—Nosotros teníamos una entrevista junto a la piscina.

—Oh, sí –dijo, volviéndose completamente: llevaba unos shorts y sandalias– pero, vea, me voy a Varadero –y como buen americano no pudo fallar en llamar a Varadero Veradero.

—¿Pero podríamos hablar un momento? Venimos de Revolución.

—Ah, ¡La Revolución! –exclamó–. ¿No quiere sentarse?

—¿En otro sitio? En la barra hay que conversar de perfil –le digo y pienso: “Cosa que sería muy buena para los griegos, pero no para los gringos”.

—Bien entonces, allí –dijo, señalando para la mesa con su mano de dedos regordetes: el dedo anular convertido en vacilante índice y dirigiéndose a la dama acompañante–: ¿Vienes, querida?

—No, no, gracias –dijo ella–. Prefiero terminar mi martini.

—Anoche conocí a Fidel Castro –dijo Williams, como terminando un pensamiento evocado por el nombre de nuestro periódico–. Es un hombre formidable. Muy bien parecido. De una sensación de fuerza, interior y exterior. Muy convincente hombre. Me impresionó mucho. También conocí a Hemingway –e hizo un extraño movimiento con la cabeza–. Un viejo venerable. Un gran carácter. También me pareció de gran fuerza interna. Me habló muy bien de la Revolución.

Me dijo: “Es la más linda revolución que he visto”.

—¿Por qué se llama así? –le pregunté.

—¿Quién? ¿Hemingway?

—No, usted. Tennessee.

—Me llamaba Thomas Lanier Williams. Es un nombre perfecto para un compositor de sonetos ingleses. Así que adopté ese apodo.

Temblé un momento al pensar qué habría ocurrido si Hemingway, Faulkner, Steinbeck, Capote hubieran seguido idéntica y americana política. Michigan Hemingway, Mississippi Faulkner, California Steinbeck, New Orleans Capote. ¿Cómo diferenciarlos de los boxeadores o de los vagones del ferrocarril? Mientras pasaban por mi mente tales terribles pensamientos, Williams seguía hablando de Hemingway.

—… eso es uno de nuestros más grandes escritores. De hecho, el más grande de los escritores de habla inglesa…

Y cuando iba a preguntar, levemente alarmado, pero casi consintiendo: ¿De todos?, decía:

—… viviente, por supuesto.

—¿Qué le parece Hemingway como teatrista?

—¿Cómo?

—Sí. La quinta columna.

—Me parece una pieza de mucha fuerza, muy vigorosa. ¿No es verdad que Hemingway es un hombre encantador?

—Por lo menos conmigo lo ha sido…

—Eso digo yo. Debía haberlo conocido antes –otro movimiento de la cabeza, acompañado de un movimiento contrario de los ojos–. De pronto pareció un actor en una película de Eisenstein. La dama de compañía decía algo a Raúl Corrales, el fotógrafo. Tennessee vol […] en un sorprendente buen inglés.

—¿Cómo dice? –dijo Williams.

—Que se olvide de la cámara, de que lo estoy retratando.

Williams sonrió gentilmente y entonces me di cuenta que Tennessee Williams es un hombre profundamente tímido: su acento cuidado, su atuendo inglés –hasta el bigote rubio es inglés–, su gentileza son signos externos de su timidez. Raúl seguía moviéndose alrededor de él, como un personaje de Williams en una pieza montada por Elia Kazan. La señora volvió a hablar desde la barra.

—… los pies –alcancé a oír–. Luego, fuera, Raúl me explicó: “No quería que le retratara los pies”.

—¿Qué le parece El gato en el tejado caliente en el cine?

—Terrible. Han acabado con la obra.

—¿La adaptación es suya también o solamente de Poe?

—No, mía no. James Poe trabajó con otros tres escritores, pero entre todos destrozaron la pieza teatral.

—¿De los filmes hechos con sus obras, cuál le gusta más?

El tranvía.

—¿Y Baby Doll?

—Algunas cosas.

—¿Es cierto que usted declaró que todo lo que sabe de teatro se lo debe a Lorca?

—Sí, es cierto.

—Pero Lorca es un técnico teatral pobre.

—No creo. El creó su propia técnica. Además en teatro la técnica no cuenta. Lo que importa es la vitalidad y la fuerza interna. Lorca tenía de sobra de eso.

—Kubrick dice que usted es el mejor técnico del cine.

—¿Quién?

—Kubrick. Stanley Kubrick.

—No lo conozco. Nunca he oído hablar de él.

—Es el director de Patrulla infernal.

—¡Oh! Muy buena película. Una gran película. Muy valiente. Es extraordinaria. No me explico cómo pasó inadvertida en Estados Unidos.

—¿Quizás porque era pacifista?

—Quizás. De todas maneras es una obra maestra. Una pequeña obra maestra.

Williams está impaciente. Pregunta la hora. Su secretaria –¿es la secretaria?– se la dice.

—Tenemos que estar temprano en Varadero –explica como disculpándose–. ¿Dónde podemos comer en el camino?

—En Matanzas.

—¿Queda lejos?

—Unos cien kilómetros.

—Entonces comeremos en las afueras. Me gusta mucho la comida cubana.

—¿Y Mundo de cristal?

—¿Qué cosa?

— La obra de teatro.

—Me gustó mucho cuando la hice.

—¿Por qué no hace una película algún día con tres de sus piezas pequeñas, Auto da fe, por ejemplo, o Recuerdos de Berta?

—¿Y cómo se acuerda usted de esas obras?

—Las han puesto aquí. ¿Ha visto alguna de las obras suyas puestas en Cuba?

—No. Pero vi El tranvía en televisión y me pareció un desastre. Sería la traducción, no sé. Pero no era la obra que yo escribí.

—¿Usted habla español?

—No, pero voy a tratar de hacerlo. Porque le dije a Castro que me venía a vivir a Cuba.

—¿Sí?

—Sí. Me encanta el trópico. Me gusta el calor.

—¿Y Cayo Hueso?

—No se puede ya vivir allá. Antes era un lugar interesante. Una colonia de artistas, de escritores. Ahora no es más que un puesto de marineros de la Armada.

—¿El retrato que pinta Hemingway en Tener y no tener es exacto?

—Sí, sustancialmente. Cayo Hueso debió ser mucho […]

—[…]

—Buscarme una casa y venir para Cuba. Una casa modesta. Me gusta vivir modestamente.

Casi se levanta y sonríe y en todo el movimiento hay una infinita disculpa, una disculpa casi oriental. Comprendo. Raúl comprende. La señora que acompaña a Tennessee comprende. El camarero comprende. Comprendemos. Varadero está lejos y es prometedor. Hay sol bueno, mar de espuma y Tennessee Williams…

Un autor con nombre de río

José Attila

En el bar del Hotel Nacional, al frente un martini seco casi terminado, con una cáscara de limón flotando sobre el líquido transparente, flanqueado por una dama norteamericana, nos encontramos a Tennessee Williams. El autor de Un tranvía llamado deseo y de muchas otras obras importantes del teatro norteamericano es de corta estatura, concentrado, suave. Tiene el cabello y el bigote bronceados, un tanto oscuro, los ojos azul claro, grandes y un tanto dormidos, y la tez bronceada como reliquia de largas temporadas en la playa. Nos recibe amablemente, estrechándonos la mano con una sonrisa afable, invitándonos a sentarnos con él y tomar algo. Es demasiado temprano y aún el desayuno está demasiado cercano para admitir el alcohol. Rechazamos la oferta.

—Espero poder venir a vivir a Cuba. Siempre me ha gustado vivir en los Trópicos –nos dice–. Su voz es suave. Con un acento inglés increíble. Tennessee Williams nació en el sur de los Estados Unidos.

—Así se lo dije a Fidel anoche, cuando lo conocí. Es un hombre muy bien parecido, muy enérgico.

—Tiene que serlo –observamos.

—Indudablemente.

Recordamos unas fotos de su casa, pequeña y curiosa, y le preguntamos por qué la hizo fabricar así.

—Odio las casas grandes y fastuosas. Prefiero un lugar pequeño y cómodo. Así puedo trabajar mejor.

Se sonríe al escuchar sus palabras.

—Aunque realmente no estoy mucho tiempo allí. Viajo mucho, ¿sabe?

—Y cuando viaja ¿escribe? –le preguntamos.

—Sí. Llevo mi máquina de escribir y mis manuscritos conmigo. Ahora mismo estoy trabajando en un guion cinematográfico. Es una obra mía que se puso en Broadway no hace mucho, Late Summer Evening y que ahora va a ser puesta en la pantalla.

—¿Van a llevar al cine alguna otra obra? –le preguntamos.

—Sí. Pronto harán Orpheus Descending.

—Fue escenificada aquí en La Habana –le informamos– aunque le cambiaron el título. En español se llama Algo salvaje en el lugar –y recordamos la obra puesta en Las Máscaras el pasado verano.

—No sabía que ponían tantas obras mías aquí en La Habana.

—Son muy populares.

El fotógrafo trabaja incansablemente. Gira en torno a Tennessee una y otra vez tratando de encontrar ángulos originales, combinaciones de luz. Tennessee trata de mantenerse indiferente, de no notar la presencia del fotógrafo, pero no puede disfrazar totalmente su timidez y su preocupación por la cámara y su agente.

—¿Cuál de sus obras le gusta más?

—Camino real –la pronunciación española está cargada de acento.

—Yo no hablo español –continúa– aunque todos los veranos voy a España.

—Si vive en Cuba, ¿escribirá sobre los cubanos?

—Espero hacerlo. Son gente muy buena, muy cordiales, alegres.

Le preguntamos acerca de su psicoanálisis.

—El psicoanálisis es una ciencia joven, en edad infantil. Me ayudó mucho en mis relaciones con los demás aunque yo no estaba demasiado maduro para intentarlo. Sin embargo no ha mejorado mi trabajo. Tampoco lo ha entorpecido. Me ayudó personalmente, sólo eso.

Miramos fijamente a Tennessee. Él se siente molesto, un poco. Recordamos la figura primitiva de Kowalsky y de otros personajes suyos. ¿Compensación? Nos preguntamos recordando el término psiquiátrico.

—El tema de mis obras es la disolución humana y la caída, y no la de tal o más cuál hombre o de una familia del Sur sino del hombre en general. Cuando se llega al fondo de rocas. Eso es lo que quiero pintar, investigar. Sin embargo todos mis personajes tienen un elemento de ternura, rasgos de cariño.

Comprendemos. Aun en su primitiva brutalidad los personajes de Tennessee tienen que poseer esos rasgos de ternura, de blandura suave. Porque el autor es así, suave, ligero, con una afabilidad extraordinaria, como un niño bueno que ha seguido siempre siendo niño y siendo bueno.

—No creo que existan personas buenas o malas. Cada uno lleva dentro de sí elementos del bien y el mal. Así son mis personajes. Odio y amor, brutalidad y ternura: así es el hombre.

—¿Quieres otro martini? –pregunta desde lejos la dama que lo acompaña.

—No –responde Tennessee volviéndose hacia ella.

Le preguntamos acerca de su obra que trata de la vida de D. H. Lawrence.

—Sí. Frida Lawrence me ayudó mucho pero además yo hice un estudio de la vida y de la obra de Lawrence. Es maravilloso.

Saltamos a otro tema. Montamos en el tranvía.

—Pero Kowalsky no es el protagonista. Es Blanche DuBois. No es el hombre sino la mujer. Ella vive en un plano de irrealidad diferente a Stanley Kowalsky. Ella es la verdadera protagonista.

Queremos continuar charlando con Tennessee. Tener una charla larga, interminable. Sin embargo él tiene que marcharse. Va a Varadero. La dama que lo acompaña se acerca.

—Vamos.

—¿Hay algo más? –nos pregunta Tennessee.

Sabemos que hay mucho más, que son muchas otras las preguntas que quisiéramos hacerle, pero hay que ser cortés y dejar que el autor vaya al mar, a Varadero, a buscar un poco de descanso en la natación y en el agua tibia de nuestra playa.

—No, nada más.

Tennessee se levanta sonriente y nos alarga la mano. Nos despedimos. Luego se aleja con paso suave, lentamente. Nos vamos después que él. La entrevista terminó. Cae el telón.

Teatro / Mujeres

g. caín

¿Qué es lo que me anima a escribir sobre una obra estrenada hace semanas y comentada en extenso por Héctor Alonso, aquí mismo, hace semanas? Varias causas, pero la primera de ellas es que Mujeres ha sido un éxito rotundo de taquilla (en relación con el pequeño mundo teatral en que vivimos) y un ejemplo a imitar por las otras salas teatrales. Y esto sí es grave, porque las virtudes de la pieza son meramente taquilleras, mientras que sus defectos llegan bastante más lejos.

Mujeres es un show cómico-musical, derivado directamente de una traducción, más bien una adaptación de la conocida (y no por ello mejor) obra teatral de Clare Boothe Luce. Añadir aquí que Clare Boothe Luce es la esposa de Henry Luce, el magnate dueño del consorcio Time, Life, Fortune y que al éxito en la carrera periodística y matrimonial (¿por qué no?), ha sabido añadir la de cierto lustre político, puede no ser inoportuno, pero por otra parte tampoco es muy relevante. La pieza de la Boothe se desarrolla entre la alta burguesía norteamericana y su acción ocurría en los círculos que comúnmente están vedados a los hombres –si se exceptúan a los conserjes y a los criados. Esto es: un salón de belleza, un gimnasio femenino, una tienda de modas, un tocador de señoras, el hogar en las horas de oficina y, por supuesto, una partida de canasta.

En estos cuarteles un grupo de “amigas” (y las comillas se encarga de ponerlas la obra, como para demostrar que la amistad entre mujeres es imposible) halan de sus respectivos pellejos como el practicante veterano tira del esparadrapo –sin importarle si ocasiona un mero pellizco o si en la cara adhesiva se lleva también la carne herida.

Hay una mujer bien casada, una falsa y cómica marquesa o duquesa, que se divorcia a diario (y se casa a diario también, claro), una amiga escritora (que en la adaptación cubana es novelista radial o cosa parecida) y soltera, una vieja casada, una joven recién casada y una abogada dedicada a los divorcios. Después de muchos chismes y mucho comadreo, las amigas logran que la protagonista se divorcie, mientras su marido se casa con una vampiresa de alquiler, y al final, después de unas lágrimas convenientes, hay una reconciliación por todo lo alto –no sin más chismes, dimes y diretes y una leve bronca que amenaza con descender “al solar” (al menos en Cuba, porque el equivalente americano lo he olvidado).

¿Y qué de malo en todo esto?, se preguntará el lector. Aparentemente, nada. Pero si se profundiza un poco se verá que la obra es profundamente inmoral. No en el sentido católico, ni en el de la moral burguesa, sino en un sentido más humano y más profundo y, por supuesto, mucho menos hipócrita. Las heroínas pasan su turbia vida de lo mejor. ¿Que abren un nuevo beauty parlor? Pues allá van las amigas. ¿Que se inaugura un restorán de postín? Al acto concurren todas como una sola mujer. ¿Que hay una fiesta? Ninguna se siente indispuesta. Y así vencen al tedio y de paso al tiempo y al espacio, porque el dinero se convierte aquí en el equivalente de la lámpara de Aladino. Con mucho menos riesgos, como es de suponer. Estas atractivas mantenidas no conocen el trabajo, ni los pesares de la miseria, ni el aguijón del hambre. Y claro, la vida resulta tan fácil para ellas, que no queda más remedio que complicarla –domésticamente.

Aquí la verdadera amistad, la confraternidad femenina, la camaradería entre mujeres, no existe prácticamente. Hay en cambio maledicencia, neurosis y derroche a pasto. Esto no sería realmente serio, si la obra no se hubiese adaptado a Cuba. A una Habana imposible y falsa, pero no por ello menos palpable. Las adaptadoras (y al reparto todo femenino hay que añadir, que la dirección, la adaptación y la música, todo el trabajo creador es femenino aquí) han querido trasplantar ciertas costumbres americanas y europeas, que aunque ya estaban a medio trasplante entre nosotros, no dejaban de parecer menos falsas y ajenas. Así, la casa de la protagonista tiene un pórtico estilo Nueva Inglaterra, un césped inglés y la fachada de ladrillos visibles –todo como en USA–. La aparición de las clases más humildes no sirve más que para arrancar risa y una muchacha, que en condiciones más realistas lucharía muy duro por la vida, pasa aquí de empleo a empleo con una facilidad, una desfachatez y una “confiancita” bastante desagradables. Y las relaciones de la heroína y su pequeña hija son tan calcadas de las vistas en las películas, que cuando la actricita que encarna a la hijita tiene que llorar, casi se echa a reír de puro falso que suena el momento.

Por supuesto que hay algo positivo en la adaptación. La música es original de Margot (¿o es Olga?) de Blanck y a veces es agradable. La imitación de zarzuela (o “musical”, más bien opereta) es aceptable en su humilde concepción económica (las cantantes están dobladas y la música aparece grabada). El nivel de actuación es eficiente y el ritmo de la puesta es rápido, dinámico. (De las actrices hay que separar a Rosita Lacasa, que sigue siendo tan elegante de presencia como perfecta en la dicción castellana, y cuando abre la boca lo mejor es olvidarse de la pobre dicción cubana de los demás. También hay que dejar aparte a Loli Rubistein. Yo no sé si la encantadora bobería es cosa natural o no, pero sea como sea aquí la proyecta con una naturalidad y una propiedad gratas. Y Raquel de Olmedo saca provecho a su ubicua empleada y a su dicción habanera). Y al público parece agradarle el espectáculo.

Y lo último es lo peor. Porque si esta tendencia tiene frutos, ahorita veremos adaptaciones de obras tan inútiles, tan inmorales y tan poco apropiadas –adaptadas con la misma media lengua que hace que la vampiresa tenga un teléfono en el baño ¡en Cuba!–. Es preferible antes la importación directa, escrupulosa y fiel al original, como en El largo viaje de un día hacia la noche. O en caso de querer saborear un ambiente nuestro igualmente falso e igualmente frívolo hacer que Núñez Rodríguez escriba otra ¡Gracias, doctor! Así al menos estaremos de lleno en tierras del vodevil y lo que suene cubano tendrá un acento más criollo que el de Manela Bustamante. Este es el de Eloísa Álvarez Guedes.


Notas:

[1] Escribe Tennessee Williams en su Memorias: “Antes de que Castro tomara el poder en Cuba, Marion [Vaccaro] y yo solíamos pasar en La Habana unos fines de semana que eran el disloque. A ella la alegre vida nocturna de La Habana le gustaba tanto como a mí, y acudíamos a los mismos lugares para disfrutarla”. Citado por Leonardo Depestre Catony: “60 años atrás: Tennessee Williams en La Habana”, Cubaliteraria.

[2] Me refiero a Mundo de cristal, función única por la Academia Municipal de Artes Dramáticas (ADAD), dirigida por Modesto Centeno en el Teatro de la Escuela Valdés Rodríguez, que al año siguiente acogería la primera puesta en escena de la entonces irreverente y hoy clásica Electra Garrigó de Virgilio Piñera.

[3] Las obras más escenificadas fueron, en este orden, Mundo de cristal (113 funciones), Algo salvaje en el lugar (78), La gata sobre el tejado de zinc caliente (72), La rosa tatuada (70), Un tranvía llamado deseo (50) y Baby Doll (37); pero también El caso de las petunias pisadas, El más extraño de los amores, Auto da fe, Recuerdos de Bertha, Humo y verano, Propiedad clausurada, Los seres inútiles, Una carta de amor de Lord Byron y Un largo adiós.

[4] Varios autores norteamericanos siguieron subiendo exitosamente a los escenarios habaneros durante 1959 y 1960: William Inge (Parada de ómnibus y La oscuridad al final de la escalera), Clifford Odets (Esperando al zurdo), Arthur Miller (Las brujas de Salem, Panorama desde el puente y La muerte de un viajante), Thornton Wilder (Nuestro pueblito). A la vez se iniciaría la próxima (y lógica y duradera) fiebre Brecht.

[5] “Tennessee / Está en La Habana / Visitó Palacio / Habló con Fidel”, Revolución, La Habana, 8 de abril, 1959, pp. 1 y 15.

[6] Cfr. José Attila: “Un autor con nombre de río”, Carteles, La Habana, 19 de abril, 1959, p. 44.

[7] La relación de tales colaboraciones no ha lugar aquí por cuanto no ofrecen otras novedades en torno al asunto específico que tratamos.

[8] Leonardo Depestre Catony: “60 años atrás: Tennessee Williams en La Habana”, Cubaliteraria.

[9] Cfr. James Clair: “Tennessee Williams, triunfador y atormentado (El niño terrible del teatro norteamericano)”, Carteles, La Habana, 6 de marzo, 1960, pp. 36-37, 79-80.

[10] Ramón Fajardo Estrada: Yo seré la tentación. María de los Ángeles Santana, Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2013, p. 622.

[11] Ibídem, p. 625. En la Cronología del teatro habanero 1936-1960 no se precisa la fecha de la crítica de José Manuel Valdés Rodríguez.

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RICARDO HERNÁNDEZ OTERO
Ricardo Luis Hernández Otero (La Habana, 1946) es investigador y profesor universitario. Por cuatro décadas laboró en el Departamento de Literatura del Instituto de Literatura y Lingüística de Cuba. Sus campos de especialización comprenden aspectos como la prensa cubana, el vanguardismo y la obra de José Martí, entre otros. Es coautor, con J. Domingo Cuadriello, de Nuevo diccionario cubano de seudónimos y autor de las compilaciones Escritos de José Antonio Foncueva, Revista Nuestro Tiempo, Crónicas [de Excelsior] de Alejo Carpentier, Sociedad Cultural Nuestro Tiempo: resistencia y acción, Mirta Aguirre: España en la sangre; España en el corazón. Actualmente se desempeña como Jefe de una Redacción en la Editorial Nuevo Milenio y está al frente de la Revista de Literatura Cubana en su nueva época.

1 comentario

  1. Estimado Ricardo Luis: Voces lejanas, por supuesto, cubanas, me recomendaron enseguida su trabajo “Tres textos de Guillermo Cabrera Infante: teatro norteamericano en La Habana”. De veras que lo disfruté. Claro que no me molesta que nos ataque a Elizabeth Mirabal y a mí cuando denuncia la suspicacia dormida en “quienes se han adentrado con posterioridad, a lo largo de seis décadas, en las páginas de ambas publicaciones [Carteles y Revolución], en ocasiones, incluso, ‘tras las huellas de Caín’”. ¡Su alusión a Sobre los pasos del cronista es casi cabrerainfantiana! A fin de cuentas (Boris Polevoi revisitée), usted integró el jurado que le concedió a ese libro el Premio UNEAC 2009. Pero lo que sí no le puedo perdonar, ni le perdonarán los asiduos seguidores de su columna, ni los futuros graduados de Filología, ni los futuros especialistas del Instituto de Literatura y Lingüística, es que atribuya a Guillermo Cabrera Infante el seudónimo de José Attila. José Attila era, es, Enrique Berros. Sí, el mismo Berros que azotaba a Vitier por Lo cubano en la poesía en el primer Lunes. Y como remedial de lecturas, dos obras: Lunes de Revolución. Literatura y cultura en los primeros años de la Revolución Cubana (Verbum, 2003) de William Luis y Cuerpos divinos (Galaxia Gutenberg, 2010) de Cabrera Infante. En la primera, Cabrera Infante rememora que durante su viaje junto a Fidel Castro por Estados Unidos, Canadá y América del Sur –abril, 1959–, habiendo quedado Enrique Berros como responsable de Lunes, Adrián García-Hernández Montoro publicó un trabajo sobre Bolivia y su revolución traicionada, a modo de “fantástico take-over comunista del periódico Revolución a través del magazín”, y concluye: “Berros nunca tuvo en mente, ni siquiera le pasó fugazmente por su enorme cabeza , que yo podía echarlo de Lunes. En cuanto tuve las pruebas (en realidad confesión propia) de sus actividades, procedí a suspenderlo de empleo y sueldo” (pp. 138-139). Compúlsese ello con Cuerpos divinos –donde Cabrera Infante parodia los nombres de casi todas las figuras reales que evoca–, en los fragmentos sobre la fundación de Lunes: “Adriano [García-Hernández] colaboraría en el magazine y José Atila [sic] trabajaría en él como una suerte de jefe de redacción y, a veces, crítico” (p. 489), y en la posterior confrontación con García-Hernández: “Ya oí la versión de Franqui. Ahora quiero oír la tuya. Te advierto que no he hablado todavía con José Atila –Adriano sonrió ante la mención del seudónimo–, ya que creo que tú habrás tenido más que ver que él en el problema boliviano” (p. 548). ¿Entiende ahora por qué (y cito sus palabras) “desaparecería sin dejar rastros” aquel José Attila que en 1959 entrevistaba también a Graham Greene y a Alec Guinness para Carteles y publicaba críticas de cine en Revolución? Coda: Si hojea Sobre los pasos del cronista (Unión, 2011) –espero que no se trate de uno de esos ejemplares que la imprenta despachó con pliegos en blanco–, leerá en la página 155: “Es necesario detenerse en el caso de Enrique Berros, que en ocasiones usaba el seudónimo de José Attila…” Nos hemos buscado tantos problemas Elizabeth y yo por ese libro, que no me queda más alternativa que reclamarlo. Hasta la próxima, Carlos Velazco.

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