David Huerta (FOTO Juan Boites / El Universal)

Observa Jordi Doce en un pasaje de su brillante introducción a la antología poética de David Huerta, El desprendimiento (Galaxia Gutenberg, 2021), que hay en la obra del poeta mexicano un vaivén entre la elegía y el elogio. Una oscilación que deja a su paso siluetas de personajes que acompañan al poeta en la vida y la escritura y configuran su autorretrato en familia.

En El espejo en el cuerpo (1980), cuaderno que interroga el arte de la danza, aparecen Vaslav Nijinsky e Isadora Duncan. El bailarín ruso se presenta como antecedente primordial de cualquier movimiento humano: “donde Nijinsky termina todos empezamos”. La locura y el sueño del bailarín, en La siesta de un fauno, es el primer motor de la vigilia y la lucidez de los demás. La actividad del mundo viaja a su origen en un gesto, como una cacería sucesiva: la bufanda en el auto deportivo caza a Isadora Duncan y la bailarina caza a sus espectadores con giros en el aire.

Luego de la metafísica íntima de Incurable (1987) y la física misteriosa de Los objetos están más de cerca de lo que aparentan (1990), Huerta volvió a un tono similar en La música de lo que pasa (1997). Los perfiles provenían ahora del sonido de la realidad, con Raimundo Lulio y su Ars Combinatoria como emblemas en el frontispicio. Ahí vemos a Beckett, ángel caído que huye de luz, a Garcilaso, que cambió el amor por la escritura, y a Wittgenstein, desmenuzado por una torch singer con tenedores de Cante.

Imagen de cubierta de El desprendimiento. Antologia poetica 1972 2020 de Davida Huerta Galaxia Gutenberg Barcelona 2022 | Rialta
Imagen de cubierta de ‘El desprendimiento. Antología poética 1972-2020’, de Davida Huerta, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021

La música en la poesía de David Huerta nos deja también un óvalo mozartiano que se deshace en la melodía pura. El poema es un diálogo con otro, de Derek Walcott, en que el cuerpo es imaginado como la cavidad de un sonido solitario que guarda en sí mismo todas las tonalidades del pentagrama. La mano izquierda de Glenn Gould, según Huerta, al arrancar las Variaciones Goldberg, activa treintaidós agujas en el ojo de Wittgenstein, que bien podría ser también el de Pitágoras.

En la poesía de Huerta está Juan Rulfo, andando como sus personajes bajo la luna seca que ilumina un camino sinuoso entre los matorrales. Están también Fernando Pessoa y Franz Kafka, enfundados en el traje raído de los oficinistas. Y está José Lezama Lima de múltiples formas, una de ellas como el “chorro de abejas increadas que muerden la estela” en Muerte de Narciso (1937), junto a Joseph Conrad y su “prosa sublunar de halos místicos”.

En sus últimos cuadernos, especialmente en After Auden (2018), Huerta regresa a sus lecturas del American modernism, tan decisivas para poemarios como Incurable (1987). En “De naufragios” pululan los poetas mediterráneos que leyeron Pound y Eliot: Virgilio, Dante, Quevedo, Góngora. En “Hacia Wallace Stevens”, más que el poeta de Hartford, es su lírica objetivada la invocación de mayor relieve.

Stevens dibujaba “naranjas vívidas” junto al café, en una mañana de domingo. El poeta mexicano fija en la mirada una mandarina que es una “idea fría”, capaz de ignorar el paso del tiempo, desde la eternidad. Los personajes, en la última poesía de David Huerta, acaban descritos como paseantes entre los que avanza el poema hacia el esplendor de la forma.

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RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

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