What is most modern in our time
frequently turns out to be the most archaic.
Guy Davenport
En agosto de 1923, casi un año después de que The Waste Land se publicara por primera vez en The Criterion y recibiera también sus primeras críticas negativas, T. S. Eliot hizo una extraña confidencia a su amigo el escritor Ford Madox Ford, uno de los pocos admiradores del poema: “Creo que hay treinta buenos versos en The Waste Land, ¿puedes encontrarlos? El resto es efímero”.
Podemos imaginar al bueno de Ford, perplejo ante ese reto envenenado: ¿escoger treinta versos en un poema de 434? Se sabe lo susceptibles que suelen ser los poetas y Eliot pasaba por un momento de intensa suspicacia (“soy muy consciente de lo desagradable que le resulto a la mayor parte del mundo literario de Londres y de que habrá un gran número de chacales pululando en espera de mis huesos”, le había escrito poco antes a Richard Aldington). Así que Ford, astutamente, prefirió reiterar sus elogios. En octubre, Eliot volvió a escribirle, agradecido de que alguien considerara que “el poema tiene pretensiones de coherencia y unidad”, en medio de una marea de reseñas desfavorables (“Los críticos aquí son demasiado tímidos, incluso para admitir que no les gusta”) y descargándolo de la tarea de elegir el mejor fragmento: “En cuanto a los versos que menciono, no necesitas romperte la cabeza con ellos. Son los veintinueve de la canción que gotea agua en la última parte”.[1]
La coherencia de TWL era, sin duda, una de las principales preocupaciones de Eliot, pese al rotundo espaldarazo de Ezra Pound, fabbro amigo equipado con tijeras de podar: “Ahora la cosa fluye desde April… hasta Shantih sin pausas”. Un vistazo al manuscrito corregido por Pound en París –cuya historia daría para una entretenida novela policial–[2] basta para entender las dudas del autor que, con ejemplar mansedumbre, aceptó aquel destace. A la evidencia de un poema en cinco partes, compuestas en diferentes momentos de su vida y que no parecían tener mucha relación entre sí, vinieron a sumarse los numerosos cortes y supresiones. Además, estaba la cuestión de las citas ajenas no declaradas dentro de lo que Pound definió como “the longest poem in the English landgwidge”.
Mientras trabajaba en las dos primeras secciones, Eliot había tratado de integrar esa multiplicidad en una ventriloquia (de ahí el título inicial del poema, Hace de policía con diferentes voces, sacado de Our Mutual Friend, la novela de Dickens, en la que Sloppy le lee los periódicos a la viuda Betty Hidgen con gran habilidad dramática). Ese conglomerado de voces, ninguna de las cuales prevalece sobre las otras, llevó a Eliot a declarar a Tiresias, adivino y hermafrodita, como “el personaje más importante del poema, que une a todos los demás”. Pero un lector que se acerque a TWL por primera vez comprobará que no es el mejor ejemplo de poema unitario, y debió parecerlo menos en 1922, cuando el referente era la poesía victoriana. Ni siquiera el “comodín Tiresias” otorga unidad estructural a ese murmullo de representaciones que acabó definitivamente, como dijo Joyce, con la idea de la poesía como “una cosa para damas”.
Lo curioso es que, justo por esa esencial discontinuidad, La tierra baldía consiguió su influencia definitiva en la literatura del siglo XX y se convirtió en un indiscutible clásico moderno.
La apuesta de Eliot por un poema extenso dividido en varias partes aparentemente inconexas no le hizo sacrificar el ideal de compresión lírica. Se trataba de una operación eminentemente musical, en la que Pound tuvo mucho que ver: ya para esa época era el oído mejor entrenado de la poesía anglosajona. Si bien hay que admitir, con Hugh Kenner[3] que lo del “fluir sin pausas” sólo es verdad desde un criterio simbolista y no neoclásico, también es cierto que esa intensidad es lo que ha impulsado a muchos críticos a “explicar” TWL y proponernos modelos de interpretación que faciliten el tránsito desde April… hasta Shantih. Tal operación crítica, concebida a la sombra del “método mítico” que Eliot comenta en su célebre ensayo sobre el Ulysses de Joyce, ha permitido dilucidar muchos significados del poema, pero nos ha desviado de un asunto fundamental para entender La tierra baldía: la función poética del fragmento.
El “método mítico”, asegura Eliot en su comentario sobre el Ulysses, era “una manera de controlar, ordenar, dar forma y significado al inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea”. Desde ese punto de vista –un gran angular, digamos–, algo muy parecido puede afirmarse también de TWL. Sin embargo, como han notado los críticos más sagaces, Eliot, a diferencia de Joyce, no utiliza el mito como esquema de una trama sino para hablarnos de una estructura de valores fragmentarios e inconclusos. No debería usarse el mito, trátese de la leyenda del Santo Grial en la interpretación de Weston/Frazer, o de una versión rebajada de la Eneida, o del tejido alusivo que proponen las notas, como “la” interpretación programática de La tierra baldía. Eso sería olvidar las advertencias del propio Eliot sobre los límites de la crítica y su distancia de ciertos métodos de glosa a la manera de Road to Xanadu, por ejemplo.[4] Como bien nos recuerda Walton Litz, La tierra baldía es “un museo de formas métricas, un experimento con el lenguaje, el registro de una sensibilidad especial expuesta a las ansiedades de una cultura particular”.[5] Esta definición (y también la que parece haber guiado el trabajo del traductor Sanz Irles: “formidable artefacto sonoro”), advierten sobre la esterilidad de una crítica empeñada en desentrañar los secretos del poema a costa de su irreductible originalidad.
Ernst Robert Curtius descifró con destreza las referencias de TWL relacionadas con la historia de las religiones, quejándose, en primer lugar, de que en Inglaterra se le daba a esa disciplina “el equívoco nombre de Antropología”.[6] Desde entonces, son legión los que repiten la vulgata exegética que emparenta el poema de Eliot con las interpretaciones de James Frazer (en La rama dorada) y Jessie L. Weston (en From Ritual to Romance): TWL giraría sobre una versión de la leyenda del Grial, en la que un joven héroe llega a un país yermo donde se han agotado todas las fuentes y se ha marchitado toda la vegetación. El amo de esas tierras, el doliente Rey Pescador, vive en un misterioso castillo, cuyos caballeros reciben alimento corporal y espiritual cada vez que se les muestra el Grial milagroso. La lectura que hace Weston de esta leyenda a partir de los cultos primitivos de fertilidad, coloca el centro de atención en la dolencia del Rey: la pérdida del vigor viril, una impotencia que reflejaría, en parte, la que atormentó al propio Eliot después de su matrimonio con Vivienne Haigh-Wood en 1915.[7]
Intentemos resumir el poema tal y como lo haría un no iniciado. Situados en una cómoda posteridad, lo primero es seguir el consejo de Ted Hughes, que ha definido TWL como “un drama para voces”, “un conjunto de gritos humanos… exactamente como en una composición musical, que sólo esperan para ser escuchados”. Esas voces “no hablan entre sí ni con nosotros. Son más como voces en un espacio dantesco, infernal, donde gritan, reviven sus momentos inolvidables y ven extrañas alucinaciones”.[8]
La primera parte de TWL, The Burial of the Dead, arranca con una comparación entre la primavera y el invierno. Gana el segundo, porque es preferible la muerte al dolor y la confusión que implica un renacer periódico. Escuchamos a una mujer, Marie, que conversa con alguien mientras toma café en un hotel de los Alpes y recuerda con nostalgia escenas de su infancia en la Europa perdida de la Belle Époque. Una voz fantasmal, eco del Eclesiastés, se pregunta qué puede nacer de nuevo en esta tierra reseca, si el Hijo del Hombre ha demostrado ser incapaz de sabiduría y experiencia. El mundo sin agua es también un mundo sin significado. La voz invita a buscar cobijo bajo una roca roja donde nos enseñará “el miedo en un puñado de polvo” y algo diferente a nuestra sombra. Hay un interludio (como si alguien hubiera dejado caer una aguja sobre un gramófono) en el que suena un fragmento de Tristán e Isolda, la ópera de Wagner. Luego la tensión se aligera: una voz femenina nos conduce hasta un jardín de jacintos y vemos a una muchacha cargada con estas flores, símbolos del amor perdido. Entonces hace su entrada Madame Sosostris, la adivina resfriada, con su baraja de tarot donde no puede ver con claridad el futuro, aunque sí hacer advertencias. Saca algunas cartas: el Marinero Fenicio que avisa del peligro de la muerte por agua; Belladonna, la Dama de las Rocas; el Rey Pescador como la figura que aparece junto a los Tres Bastos (o las Tres Varas, como prefiere Sanz Irles, para alejarse de la baraja española); la Rueda… Con algunos nos tropezaremos más adelante. La cartomántica no encuentra la carta del Colgado, tradicionalmente asociada a Cristo. Pero sí consigue ver una muchedumbre de almas (tal vez los muertos en antiguas batallas) que el poeta relaciona con la multitud que cruza ante sus ojos el puente de Londres, ciudad irreal, invernal e infernal. Entre la procesión, el narrador reconoce a un tal Stetson, con quien habría combatido en Milas (primera guerra púnica), y le advierte sobre el cadáver plantado en su jardín: tiene que mantener lejos a su perro, pues podría desenterrarlo. El fragmento cierra con la famosa invocación baudeleriana al lector-semejante, una manera de decir “tómame en serio”.
En la segunda parte, A Game of Chess, el tema parece ser el sexo, o más bien, una vida sexual maldecida por la lujuria y la esterilidad. La “partida de ajedrez” funciona como metáfora de la seducción violenta. El escenario es un tocador que recuerda al de Cleopatra y sus placeres orientales, pero que en realidad se descubre, a través de una profusa imaginería simbolista, como la habitación de una joven frívola, aburrida y neurótica que ha encontrado en los cosméticos la dosis de fantasía necesaria para engalanarse y seducir. En la pared, o tal vez sobre una repisa, cuelga una reproducción de la metamorfosis de Filomela, símbolo de la reducción de la mujer a objeto lujurioso. Sabemos por Ovidio que Filomela fue violada por su cuñado Tereo, rey de Tracia, quien luego le cortó la lengua para que no lo delatase. Pero Filomela consigue tejer el relato de su desgracia en una túnica e informa a su hermana Procné: ambas deciden asesinar a su hijo y ofrecerlo a Tereo como cena. Descubiertas, Tereo trata de castigarlas, pero los Dioses, ya un poco hartos, los transforman a todos en pájaros: Filomela será un ruiseñor; Procné, una golondrina y Tereo, una abubilla. De ahí el “Jug Jug” –el canto del ruiseñor, según la poesía isabelina, pero también un término del argot antiguo equivalente al moderno fuck.
La mujer del tocador moderno, sin embargo, no logra convertirse en Filomela. Acecha formas fantasmales desde su cuarto, escucha pasos invisibles que se arrastran en la escalera mientras trata, en una vacua conversación, de calmar sus oscuros temores. Nada le satisface, ni siquiera un animado ragtime. “Piensa” –le ordena a su presunto esposo después de una tirada neurótica. Y él le responde: “Pienso que estamos en el callejón de las ratas / en el que los muertos perdieron sus huesos”. Ella lo amenaza con salir despeinada a la calle. Al final parece que ambos salen, porque la siguiente escena tiene lugar en un pub a punto de cerrar, donde se habla de abortos, dentaduras postizas y la lujuria de los soldados desmovilizados, entre otras anécdotas vernáculas. Un mesero pasa una y otra vez repitiendo que ya es hora de cerrar, y dando las buenas noches, como la triste Ofelia en Hamlet.
La tercera parte, The Fire Sermon, se abre con una vista del Támesis, saturado con desperdicios de la vida cotidiana. Estamos lejos de cualquier paraíso bucólico, “las ninfas ya se fueron” y también los accionistas. Pero el sucio río fluye mientras el protagonista escucha “una risa siniestra” y ve ratas correr por la orilla. Aparece Sweeney, uno de esos irlandeses brutos de Boston que salía en los primeros poemas de Eliot. Y también la Sra. Porter (una prostituta en El Cairo, conocida por transmitir enfermedades venéreas) junto con su hija. Las dos mujeres se lavan los pies, algo que tiene evidentes connotaciones religiosas, sobre todo si viene acompañado de la referencia a la ópera de Wagner donde al protagonista (Parsifal) le lavan ceremonialmente los pies antes de revelarle el misterio curativo del Grial. Sin embargo, ese lavado de pies de las prostitutas en agua de seltz no parece tener el mismo efecto. La reaparición de Tereo, verdugo de Filomela, nos recuerda el vacío de toda lujuria. Después de un interludio obsceno, subraya la importancia que Eliot da a la regeneración sexual, la fertilidad, la fecundidad, en oposición al sexo frívolo de los tiempos modernos. Pausa. El narrador ahora es el hermafrodita Tiresias, testigo impotente de arduas cópulas sin placer. Se describe un flirt entre una mecanógrafa y un joven pretencioso, al ritmo sincopado del ragtime. La ciudad se vuelve cada vez más borrosa, y en medio de esa niebla aparece Eugénides, un mercader de pasas, que invita a Tiresias a almorzar e irse de fin de semana a un hotel. El adivino, viejo y arrugado, divisa fantasmas de seducciones y cópulas traicioneras. Llega entonces una música de no se sabe dónde, las notas de una doliente mandolina flotan sobre el río lleno de aceite y brea. Alcanzamos a oír el eco de las voces de los niños que cantan en la iglesia de Saint Magnus, pero el Rey Pescador arroja sus palabras a un canal. Aquí comienza lo que Eliot llamó la “canción de las tres hijas del Támesis”, en referencia a las tres hijas del Rin en el Anillo del Nibelungo de Wagner, que lamentan el robo del oro y la subsiguiente destrucción del viejo mundo.
El siguiente fragmento, Death by Water, muestra a Tiresias convertido en el fenicio Flebas, que muere ahogado, como había anunciado Madame Sosostris. En la versión original del poema se le comparaba con Bleistein, un judío rico y feo. En la que sobrevivió a la poda de Pound, Flebas está solo y ya no importa si es judío o gentil porque igual morirá sin posibilidad de resurrección, como cualquier hombre. El agua de mar parece castigar su lascivia, mientras el agua de lluvia promete, en cambio, salvación.
Esa agua como símbolo de redención es lo que se añora en el desierto del último fragmento: What the Thunder Said. La sección luego cita el incidente bíblico del Camino a Emaús donde los apóstoles llenos de miedo y dudas se encuentran con Cristo recién resucitado. Pero también se menciona el acercamiento a la Capilla Peligrosa en la etapa final de la búsqueda del Grial, en la que el caballero es puesto a prueba por la ilusión de la nada. Del mundo del dios resucitado (aunque el hombre no pueda reconocerlo) nos trasladamos al misticismo oriental de los Upanishads, que parece ofrecer una solución (al menos en la mente de Eliot) para todo lo que nos aflige. La lluvia salutífera sólo caerá si quien visita el lugar puede entender lo que dice el trueno, esas palabras-mandato del Sermón del Buda: Datta (Da); Dayadhvam (Compadécete); Damyata (Contrólate). Datta también significa renuncia. Dayadhvam indica amor, lealtad y olvido de las ambiciones personales. Necesitamos actos de caridad para vencer el egoísmo moderno y controlar los instintos. El rey se sienta a pescar con la árida llanura a sus espaldas, escucha una nana que habla del derrumbe del Puente de Londres y duda si será capaz de poner sus tierras en orden, juntar los fragmentos de las ruinas y alcanzar “la paz que trasciende el conocimiento”.
En resumen, La tierra baldía trata de una crisis personal que coincide con la inanición emocional de la postguerra vista desde una Ciudad cada vez más ajena. Ese país desolado, regido por un rey impotente, donde ya no hay cosechas y los hombres y animales son incapaces de procrear es, como ha visto Edmund Wilson, el escenario de una crítica a la esterilidad del temperamento puritano y “la terrible tristeza de las grandes ciudades modernas”. “Es fácil reconocer en TWL –dice Wilson en Axel’s Castle— los conflictos del puritano vuelto artista: horror a la vulgaridad y reservada solidaridad con la vida común, reacción ascética ante la experiencia sexual y angustia ante la sequedad de las fuentes de emoción sexual, con el agotamiento tras la emoción religiosa que a menudo la sustituye”.[9]
Curtius también se identifica con esta crítica a una época árida, agostada, pedregosa, en la que cualquier artista sensible estaba obligado a pasar una temporada en un sanatorio. “Es el nuestro –escribe el crítico en 1927–, con toda su desesperanza y su mortal cansancio, un tiempo que ha perdido la confianza en sí mismo y recuerda, avergonzado, la música, la leyenda, la belleza de eras anteriores, a las que apenas se atreve a evocar. Todo lo grande lo degrada a una vulgaridad contorsionada en muecas. Creyó que en la guerra podría elevarse al heroísmo. Pero todo lo que de ella queda es la trivialidad y la odiosa condición de la vida cotidiana a la que se reintegra el desmovilizado. De la magia y la mántica ancestrales, todo lo que este tiempo ha sabido sacar es una sucia cartomancia; del navegante fenicio ha hecho un esmirniota mal afeitado que comercia con pasas de Corinto. El poema de Eliot es un lamento sobre toda la miseria y angustia de este tiempo”.
Todas esas quejas son incuestionables, pero el siglo transcurrido desde entonces las convierte en un mero preludio del horror verdadero. Vendrían otras simas, nuevos Ugolinos, muchas otras almas dantescas. No es que Eliot exagere, sino que esta última centuria nos ha vuelto más cínicos a costa de apocalipsis. La era del psicoanálisis hizo florecer los bulbos del descontento moderno. Y gracias a los biógrafos, sabemos que Eliot culpó a su época de algunos problemas personales que hoy nos mueven a risa. Ese odio y esa rabia del poeta contra la Ciudad corrupta son también parte de cierto espíritu del Modernism, en el que, como dice Eliot Weinberger, “un vanguardista sin rabia era visto como un castrado”. Se comprende que el otro gran airado entre los modernistas, el viejo Ez, haya celebrado los desahogos del treintañero Eliot como a “damm good poem”.[10]
Wilson se burla un poco de esa retórica de joven prematuramente decrépito que, como el protagonista de Gerontion (“pensamientos de un cerebro seco en una estación seca”), clama en el desierto crepuscular por el agua que apague la sed de su espíritu. Es cierto que TWL tuvo el efecto de envejecer a los poetas jóvenes, prestándoles el disfraz del “sin mañana”, y que, tanto en Londres como en Nueva York, muchos poetas de college “se imaginaron por un tiempo habitando exclusivamente playas estériles, desiertos con cactus y desvanes polvorientos, invadidos de ratas”.
Pero el lamento de La tierra baldía va más allá de cualquier pose porque su conexión con el mito le permite fundir voces, tiempos y estilos. Algo hay en este Eliot de aquellos poetas helenísticos que ejercieron como cronistas de la decadencia, tejiendo macarrónicos mosaicos con referencias culteranas y versos de Virgilio. Wilson lo compara con Ausonio, bardo de una Antigüedad moribunda, y Curtius se atreve a definirlo como “un poeta alejandrino, en el más estricto sentido de la palabra”. El tono de TWL, en efecto, recuerda esa sabiduría otoñal, ese aire erudito y universalista que se mueve entre varias lenguas y técnicas, nutrido con la sustancia de los latinos tardíos. Sin embargo, la taracea moderna de Eliot es más compleja, su intencional oscuridad tiene más matices. El poeta consigue una suerte de sincretismo iniciático donde la vivencia personal y la propia situación anímica rebasan cualquier filigrana decorativa. Al final, todo el andamiaje mítico y el simbolismo primordial de TWL (que abarca referencias paganas y cristianas, cartomancia, alquimia, literatura y filosofías orientales) puede reducirse a los dos pilares del drama humano: Eros y Thanatos. Esquivando el tono helenístico del Hugh Selwyn Mauberley (1920) de Pound, otro poema modernista extenso y polifónico, Eliot consigue presentarnos un drama que rebasa los disfraces retóricos. Su búsqueda, dice Richard Ellman, es más espiritual que estética.[11] Su elemento dominante no es lo satírico, sino lo depresivo: un mundo de corrupción, putrefacción y culpa, mostrado con ese realismo inseparable de cierta religiosidad. Curtius acierta de lleno cuando emparenta este ambiente visual con el del Juicio Final de Tintoretto.
Sobre todo, hay en La tierra baldía un drama personal que vincula las ruinas, los desperdicios y las imágenes rotas de un mundo en decadencia con el hecho irrefutable de un poema que tuvo que ser repensado desde los escombros de una concepción diferente a aquella que lo alumbró. Ese trabajo de una crítica que ya no es exterior sino parte de una creación poética lúcidamente torturada, resulta el emblema supremo de TWL. “La mayor parte del trabajo de un autor al componer su obra –advierte Eliot– es trabajo crítico; el trabajo de tamizar, combinar, construir, eliminar, corregir, probar”. Lejos estamos aquí de la obediencia romántica a la Voz Interior. “La actividad crítica encuentra su más alta, su verdadera realización en una especie de unión con la creación dentro del trabajo del artista”.[12] El manuscrito de La tierra baldía corregido por Pound resultó importante como evidencia de que el poema no fue concebido tal y como lo leemos hoy. Las fases de ese drama personal y creativo entran en resonancia con una poesía que no elimina los desperdicios, sino que trabaja con ellos, moviéndose entre los residuos personales y simbólicos de un pasado más o menos glorioso para rescatar lo salvable y apuntalar unas ruinas.
La imagen paradigmática de ese proceso creativo es el río, real y buscado, pasado y presente, ese flujo que promete, al mismo tiempo, libertad y fecundidad. Mientras que la sequedad rechaza las raíces, resquebraja y produce fragmentos (“un montón de imágenes rotas donde golpea el sol”), el agua, en cambio, amalgama y arrastra, prefigurando una suerte de solución mística, un nuevo recorrido del alma por regiones desconocidas y estimulantes.
Metáfora y realidad al mismo tiempo, el río aparece en todas las civilizaciones como fuente de vida. Sangre, savia, semen, pero también, como recuerda Eliot Weinberger a propósito del Sarásvati perdido y añorado de los indoarios, poesía.[13] Río de voces, corriente invisible de la memoria, anhelo y nostalgia. Mientras fluya el río (“Sweete Themmes, runne softly, till I end my song…”), hay poesía. Representación de nuestra necesidad de volver a lo arcaico y habitar un mundo lleno de fragmentos del pasado. Sí, “lo arcaico ha sido nuestra vía de escape ante las abominaciones del siglo” (Weinberger). Y dentro del gusto modernista por las ruinas no restauradas, que confiesan el paso del tiempo y la perdurabilidad del arte, TWL es una pieza fundamental. Ilustra cómo toda poesía moderna está obligada a conversar con los difuntos; ella es ese caudal de un pasado y presente simultáneos, que ha visto morir a los reyes y derrumbarse las ciudades (“torres que se derrumban / Jerusalén Atenas Alejandría / Viena Londres”), ella presiente la inestabilidad incluso en los momentos de gloria, de la misma manera que todo río sabe que puede acabar secándose, como sucedió con el Sarasvati, provocando las migraciones hacia las riberas del Yamuna y el Ganga.
Tal vez por eso, Eliot prefiere el pasaje “goteante” del poema (vv. 331-359: “No hay agua aquí, sino tan sólo rocas”, y ss…), donde el agua se manifiesta como ausencia añorada. Lo mismo sucede con el pasado: es un objeto de deseo que se revela en los fragmentos, los restos, las reliquias rebajadas en esos desechos que pasan flotando por el Támesis en la tercera parte de TWL.
Por el manuscrito corregido, sabemos que Eliot cambió un verso del final, “These fragments I have spelt into my ruins” (“estos fragmentos que escribí [o deletrée] dentro de mis ruinas”) por el definitivo “These fragments I have shored against my ruins” (“Con estos fragmentos apuntalé mis ruinas”). Corrección interesante, porque lo que al principio era simple constatación de que el cronista había visitado a la Sibila virgiliana, cuyos oráculos, como los de Madame Sosostris, resultaban fragmentarios e inconexos, termina casi como un proyecto de ingeniería vital: voy a usar todo esto, parece decirnos Eliot, para construir algo fundamental.
He aquí las bases de la revolución eliotiana de la sensibilidad poética. Ese uso del fragmento fue una de las cosas que le enseñaron los simbolistas. Se habla menos, sin embargo, de todo lo que Eliot sacó de las novelas de su época, su saqueo de las técnicas y temáticas narrativas de Henry James, Joseph Conrad y el propio Madox Ford. Digamos que Eliot convirtió en cubismo poético el legado impresionista de toda esa conciencia narrativa, consiguió la sintaxis de los fragmentos que no renuncian a ser tales.
Abundan las evidencias de su interés por los recursos narrativos. Sabemos que usó como exergo del poema una célebre cita de Conrad en El corazón de las tinieblas: “The horror! The horror!”. (Pound la eliminó, pero Eliot la rescató, años después, para reintroducirla en The Hollow Men.) Sabemos también que la segunda parte de La tierra baldía iba a llamarse In the Cage, como homenaje a la noveleta de James donde una empleada de la oficina de telégrafos vive otras vidas de manera vicaria. Uno de los temas fundamentales de la poesía eliotiana, el remordimiento ante situaciones inexploradas y la amargura de las pasiones inhibidas, es también la sustancia de muchas novelas de James, que se dedicó a diseccionar la civilización puritana, con su mezcla de prudencia, exigencia moral y mezquindad. “Aquellos que necesiten ayuda para llegar al centro emocional de TWL, las guías más seguras no están en From Ritual to Romance, de Miss Jessie Weston sino en The Beast in the Jungle y The Sacred Fount de Henry James”,[14] escribe Walton Litz. Y, por supuesto, están las novelas de Ford, sobre todo la magnífica The Good Soldier (1915), con su extraño punto de vista para contarnos una historia de swingers de clase alta.
Si había alguien preparado para leer La tierra baldía era Ford, que en el prefacio a sus Collected Poems (1911) propuso varias de las cosas que Eliot llevó a la práctica, incluida la necesidad de mencionar los desfiles (processions), “que son buena parte de esa danza de mosquito que es la vida moderna”.[15]
Es curioso también que Paradeʼs End, la serie de cuatro novelas que Ford escribió entre 1924 y 1928, tenga como protagonista a un personaje, Christopher Tietjens, “un tory de una especie extinguida”, cuyo dilema matrimonial y moral es bastante semejante al del joven Eliot. La saga, que trata sobre el impacto psicológico de la guerra en la sociedad moderna, tiene momentos que recuerdan los temas de La tierra baldía, y pasajes en los que el narrador funciona como una antena en movimiento, sintonizando con diferentes voces.
Esa es también la técnica predominante en TWL: por debajo de un poema que se propone como mapa de ruinas y fragmentos resecos fluye el río subterráneo de las voces, el inframundo de un pasado inagotable que nos conecta con los impulsos más auténticos del ser humano. El poeta moderno es, parece decirnos Eliot, un zahorí de todas esas energías e impulsos, el único ser capaz de devolverle la fecundidad al mundo en decadencia.
* Este ensayo es el prólogo a una nueva traducción de The Waste Land al español, hecha por Luis Sanz Irles y editada el año pasado por Olé Libros
Notas:
[1] Las cartas del 14 de agosto (“There are I think about thirty good lines in The Waste Land, can you find them? The rest is ephemeral.”) y 4 de octubre de 1923 (“As for the lines I mention, you need not scratch your head over them. They are the twenty-nine lines of the water-dripping song in the last part.”) están recogidas en Valerie Eliot y Hugh Haughton (eds.): The Letters of T. S. Eliot. Volume 2: 1923-1925, Faber & Faber, Londres, 2009, pp. 238 y 240.
[2] Eliot decidió regalarle el manuscrito de TWL con las anotaciones de Pound a John Quinn, un banquero, abogado y coleccionista de arte que, a instancias de Pound, le sirvió de mecenas y gestionó la publicación del poema en Estados Unidos por el editor Horace Liveright. A la muerte de Quinn en 1924, el manuscrito no apareció en la subasta de sus bienes. Pasó a su hermana y esta, a su vez, lo legó a su hija, la sobrina de Quinn, quien lo habría vendido a la Colección Berg de la Biblioteca Pública de Nueva York. Durante esos años, numerosos críticos intentaron encontrarlo, sin éxito. Al respecto, son interesantes las pistas que intercambiaron Hugh Kenner y Guy Davenport, recogidas en su correspondencia (Questioning Minds: The Letters of Guy Davenport and Hugh Kenner, Counterpoint Press, Berkeley, 2018). No se sabe por qué razón el bibliotecario y curador de la colección no lo declaró hasta 1968, cuando pudo ser encontrado por la viuda de Eliot, Valerie (1926-2012), que se encargó de publicar una versión facsímil (T. S. Eliot: The Waste Land. A Facsimile & Transcript of the Original Drafts Including the Annotations of Ezra Pound, Faber & Faber, Londres, 1971).
[3] Hugh Kenner: “The Urban Apocalypse”, en A. Walton Litz (ed.), Eliot in His Time. Essays on the Occasion of the Fiftieth Anniversary of The Waste Land, Princeton University Press, 1973, p. 48.
[4] En su ensayo “The Frontiers of Criticism” (“Los límites de la crítica”), Eliot toma distancia del famoso libro de John Livingston Lowes, The Road to Xanadu, un análisis detallado, casi detectivesco, de las fuentes del Kubla Khan y The Ancient Mariner de Coleridge, a partir de un análisis de fuentes y lecturas que, aunque fascinante en sí mismo, no tenía ningún valor como crítica propiamente dicha: “Nadie, después de haber leído este libro, debe suponer que ha entendido mejor The Ancient Mariner”, escribe Eliot, advirtiendo, de paso, a todos aquellos que creen que el secreto de TWL está en sus notas.
[5] A. Walton Litz: “The Waste Land Fifty Years After”, en Eliot in His Time, ed. cit., pp. 7-8.
[6] Los fundamentales ensayos que Curtius dedicó a Eliot en 1927 y 1949, están recogidos en el volumen Ensayos críticos sobre literatura europea, Visor, Madrid, 1989, pp. 275-311.
[7] Para un análisis de las cuestiones biográficas relacionadas con The Waste Land, puede consultarse la modélica biografía de Eliot escrita por Peter Ackroyd: T. S. Eliot: A Life (Simon and Schuster, 1984) de la que hay traducción española en el Fondo de Cultura Económica (1992).
[8] Ted Hughes: “Intro to a Reading of The Waste Land”, A Dancer to God: Tributes to T. S. Eliot, Faber & Faber, Londres, 1992.
[9] Edmund Wilson: “T. S. Eliot”, Axelʼs Castle. A Study in the Imaginative Literature of 1870–1930, Charles Scribnerʼs Sons, London-New York, 1931. Hay traducción española en Cupsa Editorial, Madrid, 1977.
[10] Carta de Pound a John Quinn: «Eliot came back from his Lausanne specialist looking OK, and with a damn good poem (19 pages) in his suitcase». (Citado por Valerie Eliot en su introducción a la edición facsimilar, pág. xxii).
[11] Richard Ellman: “The First Waste Land”, en Eliot in His Time, ed. cit., p. 54.
[12] T. S. Eliot: “The Function of Criticism”, publicado originalmente en The Criterion (1923); incluido en Frank Kermode (ed.): Selected Prose of T. S. Eliot, Faber & Faber, Londres, 1975, p. 73. (Hay traducción española “La función de la crítica”, incluido en Los poetas metafísicos y otros ensayos sobre teatro y religión. Tomo I, Emecé, Buenos Aires, 1944).
[13] Eliot Weinberger: “The River” (1988), Outside Stories (1987-1991), New Directions, Nueva York, 1992. Hay dos versiones en español de este ensayo: una en Invenciones de papel, Vuelta, México, 1990, pp. 272-280; otra en Rastros kármicos, Emecé, Barcelona, 2002, pp. 9-20.
[14] A. Walton Litz: ob. cit., pp. 21-22.
[15] Ford Madox Ford: “Impressionism —Some Speculations”, en F. Macshane (ed.), Critical Writings of Ford Madox Ford, University of Nebraska Press, 1967, pp. 139-152. Citado por Sigrid Renaux en “Ford Madox Fordʼs Essay on Poetry an T. S. Eliotʼs The Waste Land”, Letras, 34, UFPR, Curitiba, 1985.