1.
Gracias a la gestión de Néstor Díaz de Villegas, se conocen hoy, tras varias décadas condenadas en el olvido, dos películas de Fernando Villaverde realizadas en Cuba durante sus días en el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Las obras son el documental El parque (1963) y el cortometraje de ficción Elena (1965). Este último fue originalmente concebido para componer el frustrado largometraje Un poco más de azul, que completarían otros dos cuentos: El encuentro, dirigido por Manuel Octavio Gómez, y El final, a cargo de Fausto Canel. Solo El encuentro llegó a las salas de cine. Ni Elena ni El final salieron ilesas de las estrictas vigilancias ética y política del poder revolucionario sobre la producción artística. Elena no convenció a las autoridades, en tanto no pactaba con las demandas de la narrativa histórica que demandaba la Revolución. Los desencuentros ideológicos entre Villaverde y el poder comenzaron antes, con El parque, acusado de albergar una atmósfera de pesimismo divergente con el ánimo triunfalista que regía el momento y continuaría después.
Realizado en 1963, en pleno apogeo de la epopeya revolucionaria, El parque se muestra ciertamente alejado de ese ánimo exultante que debía permear el arte de la época. Su composición evidencia características propias del clima de experimentación de aquellos días, mas no disimula su mirada hacia una zona a ratos melancólica de la experiencia social. Mientras las calles se preferían pletóricas a la manera de Asamblea General (Tomás Gutiérrez Alea, 1961), Fernando Villaverde decidió registrar un perfil social donde el fulgor cede a la pesadumbre. Esa tensión entre registrar el Parque Central de La Habana, un accidente social que se espera efusivo, y la atmósfera de tristeza que atraviesa casi la totalidad del registro, volvió incómoda la película para algunas mentes adocenadas.
Las lecturas más recientes de las obras de directores como Sara Gómez y Nicolás Guillén Landrián, advierten una vocación crítica del proyecto Revolución, de la supuesta efectividad de sus mecanismos de modernización y de la creación del “hombre nuevo”. A diferencia de estos directores, que inscriben en sus obras el proceso revolucionario, El parque ni siquiera lo incluye temáticamente. Si bien no hay una crítica o cuestionamiento evidente en la superficie de sus imágenes, su registro parece desentenderse de esa confianza en la transformación del mundo prometida por la Revolución. Aun si tenemos en cuenta las propias declaraciones de Fernando Villaverde sobre sus resquemores, ya en ese momento, por el curso político del país, no deja de llamar la atención que el filme ignore el tiempo de la Revolución y mire nomás el tiempo de la vejez, el tiempo de unos seres que ven próxima la muerte.
Si bien el documental consiste en explorar un día en el Parque Central de La Habana, su discurso trasciende esa motivación inmediata. El parque arranca con la frase: “Nunca viviré la edad del hombre; de niño me convertiré en anciano”; la cual atraviesa el habitus registrado, y explica las dinámicas y rutinas aprehendidas por la película: el clima/el ritmo que emana tal vez de los ancianos, jubilados, viejos callejeros que ven pasar allí sus horas. Las imágenes escogidas para dibujar el parque, en contraste con las palabras de la voz que narra, articulan un alegato sobre la irreversibilidad del tiempo, la nostalgia y la añoranza de días pasados. Esos ancianos que concurren al parque quizá viven sin la demasiada exaltación de esos días, indiferentes a la eufórica marcialidad de un grupo de pioneros que irrumpe en algún momento.
Pero es especialmente inquietante este documental cuando interviene la voz narradora y se escuchan sus evocaciones nostálgicas sin relación aparente con el entorno registrado; cuando cesa la música pesarosa para dejar entrar una desquiciada voz a la que, mientras la cámara contempla la copa de los árboles, se le escucha decir entrecortadamente: “Yo hablo de Dios”, o: “la fiebre acabará con nosotros”. Y, sobre todo, cuando se advierte la ignorancia absoluta de la estatua del apóstol instalada en el lugar. Definitivamente, no es el tiempo de la Historia el que importa, sino “el tiempo humano”: el tiempo de esos ancianos que hacen del Parque Central su mundo.
Elena también resultó incómoda porque nació de ese impulso que prefería contemplar la realidad desde una perspectiva lateral, diferente a la privilegiada por el poder. En un hermoso ejercicio fotográfico y de montaje que suscribe elocuentemente los códigos de la nouvelle vague –una temprana demostración de la falsa regencia del neorrealismo italiano–, Elena narra los desplazamientos de la joven homónima por La Habana de 1957, enfrascada en despedirse de su pareja, un combatiente de la clandestinidad asilado en la embajada de Venezuela, quien debe abandonar el país. Contrario a lo que podría esperarse, no hay en esta película (ni en el relato, ni el diseño de los personajes, ni en la atmósfera de la narración) mirada heroica alguna. La Habana prerrevolucionaria de Elena es muy diferente a La Habana clandestina de El herido, primer cuento de Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1959). Acá no se respira el clima de la lucha intestina que se libraba entonces; nos adentramos en una ciudad a la medida de Elena. No es la subjetividad del revolucionario la que filtra la narración, sino la de su novia, una chica bastante indiferente a esa lucha. Hay una escena en que Elena pregunta a una muchacha, en las afueras de la embajada venezolana: “¿Tú eres revolucionaria?”, y escucha como respuesta: “Un poco, ¿y tú?”. Elena se arregla el pañuelo en su cabeza, mira hacia otra parte, y jamás contesta. Esa misma pregunta va a repetirla, dirigida a Sergio, la Elena de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), y bien visto: la Elena de Villaverde es un poco la Elena que seduce al protagonista de Titón.
Dos momentos son especialmente reveladores en este cortometraje. Aquel donde el plano se abre hasta mostrar el set de filmación, en un giro de distanciamiento brechtiano que permite a la protagonista contar al espectador cómo transcurrirán sus días por venir y el reencuentro con Octavio. Y la secuencia final donde la joven se encuentra con el amigo de Octavio, a quien debía dar un recado; se le ve coqueta y sonriente en su automóvil hasta el cierre del filme, en un ambiguo y sugerente plano donde ella sale del cuadro en dirección a él para prender un cigarrillo. Si el primero evidencia la absoluta contemporaneidad de la sensibilidad creativa de Villaverde, el segundo confirma su interés en esas subjetividades externas al acontecimiento revolucionario: en este caso, una joven deseosa de ver por última vez a su novio, resuelta en su sensualidad y desenfado.
Todavía, y a pesar de esos desencuentros políticos, Fernando Villaverde dirigiría en Cuba otra película maldita: El mar, su debut en el largometraje de ficción. Un filme del que, desafortunadamente, no se conserva ninguna copia, y que quizá esté entre los tantos rollos que parecen condenados a desaparecer en el archivo del ICAIC –y con ellos una zona invaluable del patrimonio estético y la memoria nacionales. ¡El mar corrió peor suerte que Elena! Y esa fue la confirmación definitiva para Fernando y Miñuca Villaverde: no había comunión posible entre sus pensamientos y la ideología que regía la creación en la isla. Frente a semejante realidad, como hicieron entonces tantos artistas, y por motivos semejantes, partieron al exilio.
Hasta hoy de El mar solo conocemos su argumento, escrito entre el propio realizador y Miñuca Naredo, su compañera y colaboradora, directora también, quien en aquel momento todavía firmaba con su apellido de soltera. Miñuca había trabajado antes con Fernando en el texto y la narración de El parque, así como en el guion de Elena, donde también encarnó el papel principal.
Pero la productividad cinematográfica de Fernando y Miñuca Villaverde no cesaría con su salida del país; en lo adelante consolidarían un equipo creativo cuyas obras esperan aún ser rigurosamente atendidas.
2.
Una vez fuera de Cuba, para ambos comenzó un periodo creativo en medio de novedosas circunstancias de producción, con diferentes soportes de trabajo, incitados por otras realidades, y también motivados por otras corrientes estilísticas. Entre 1970 –año en que aparece fechado ese ejercicio de experimentación documental titulado Apollo: Man to The Moon— y 1980 –fecha en que Miñuca realiza Tent City, archivo ineludible acerca del acontecimiento migratorio del Mariel, película con que ponen punto final a su labor cinematográfica–-,aparecen un conjunto de obras singulares, piezas experimentales emprendidos por dos mentes trasgresoras y vanguardistas cuya vitalidad alcanza nuestro presente.
Los trabajos en el exilio de Fernando y Miñuca Villaverde constituyen significativos accidentes del cine cubano de la diáspora, del cine legado por ese primer éxodo de realizadores que rompieron con el régimen ya en las primeras décadas de la Revolución. Las películas producidas por estos autores confrontaron el relato histórico oficial y visibilizaron las problemáticas y la subjetividad del cubano residente fuera de la isla. Pero incluso dentro de ese paisaje puntual, el cine de Miñuca y Fernando Villaverde resulta, sin ninguna duda, una excepción, más que nada por su experimentación con la forma cinematográfica.
Las películas exiliadas que acometieron a lo largo de la década de los setenta se presentan impregnadas del espíritu de rebeldía estética del New American Cinema que tanto defendió/promocionó Jonas Mekas, de todo el universo artístico enarbolado por el movimiento underground neoyorquino. Son audiovisuales de una vocación experimental que los aproxima seductoramente a los terrenos del videoarte y el cine performático; obras poseedoras de una política de representación del cuerpo y la intimidad que, intrínseca al quehacer de los creadores de aquella movida, influenciaría considerablemente el cine contemporáneo.
Asentados en Nueva York, en contacto con la escena independiente de la ciudad, Miñuca y Fernando Villaverde comienzan a registrar con una cámara Bolex de 16mm la cotidianidad de la gran urbe, y sus días en ella. Emprenden esos registros, como deja ver Apollo: Man to the Moon, con aquel desdén por “la perfección de la industria” promulgado por Mekas. Apollo…, suerte de diario neoyorquino, utiliza las noticias radiales generadas en torno al primer viaje del hombre a la luna, a mediados de 1969, para vertebrar una amplia diversidad de imágenes que reflejan las dinámicas y el clima citadinos de esos días. La voice over anuda una serie de estampas urbanas y las dota de una atmósfera a ratos futurista. Diversos estratos de la urbe –su perfil arquitectónico, su estatura tecnológica, sus multiculturales flujos humanos…– son compilados con una absoluta libertad formal. Ahí se trasparenta ya esa noción del registro de la vida cotidiana como estrategia de humanización de la experiencia del hombre frente a la prefabricación propia de Hollywood.
Los inicios de la movida neoyorquina se dejan sentir en toda su radicalidad en ese excelente ejercicio de ficción titulado A Lady´s Home Journal. Nos adentramos en un clima onírico, de estirpe surrealista al estilo de Un perro andaluz, que teje las rutinas de una mujer en su hogar y sus sueños de evasión de esa realidad. A Lady´s Home Journal es un trabajo de puesta en escena y de montaje tan sensual, erótico e inquietante como el personaje asumido en él por Miñuca. Este filme exhibe en su plenitud el tipo de escritura performática defendida por los independientes, destinada a ensayar otros modos de dialogar con la realidad y los sujetos que no tuviese que pactar con los moldes narrativos normados. La densidad de lecturas sobre el cuerpo femenino y la identidad culturalmente construida de la mujer –apuntalada en una imagen tan hermosa como alucinada– garantizan la actualidad de las postulaciones estéticas de la pieza.
Como directora, Miñuca Villaverde entrega una película tan sugerente para el cine cubano como To My Father, suerte de videocarta que rinde homenaje a la memoria de su padre, fallecido en Texas en 1972. El filme es un retrato sensible de la familia como patria. Los planos de los niños jugando en el patio, de las habitaciones vacías donde se percibe la huella humana, de las personas emprendiendo cualquier rutina doméstica, pero sobre todo del cuerpo ya convaleciente del padre, grafican una comunión sentimental, un retrato hogareño donde el dolor de la pérdida se trenza con la alegría del recuerdo. La experiencia humana misma que se aprehende en la intimidad de la casa, matizada por el bolero “Veinte años”, remite irremediablemente a la experiencia del exilio. No por gusto Miñuca inicia la película con una foto de ella y su papá en La Habana de 1954. Memoria y familia se juntan para desnudar un rincón muy personal del yo de la realización –un yo un tanto errante, acaso, que todavía viaja hacia no se sabe dónde, a través de esa interminable carretera que no parece acabar en el plano final de filme–, y se juntan también porque en ese rincón de la memoria hay espacio para la felicidad.
Si en una película Miñuca Villaverde desplegó su vocación experimental fue Poor Cinderella, Still Ironing Her Husband Shirt; un febril ejercicio visual y de representación sobre la mujer y el cuerpo femenino a escasos segundos del videoarte. Una serie de imágenes en negativo, recortes de otra de sus películas —Blanca Putica, a Girl in Love (1973), no presente en la muestra organizada por INSTAR, como tampoco Love Will Never Come (1977)–, y celuloides rayados, sirven a la cineasta para artesanalmente urdir una reflexión sobre la cosificación de la mujer por la mirada machista y su relegación sexual por el aprendizaje cultural.
Quizá ella no trabajó con semejante propósito, y quiso entregar nomás el excelente ejercicio plástico que también es la película; en su trabajo con las luces, la textura, el color, el ritmo cambiante del montaje, se cuece una experiencia estética seductora. Pero ya desde el propio título se acentúan los sentidos desprendidos de las imágenes en loop: un cuerpo femenino desnudo siendo llevado una y otra vez a la cama para ser poseído por un cuerpo masculino. Esas imágenes, en contraste con el rostro de una mujer (representada por la propia Miñuca), invitan a pensar el vaciamiento subjetivo del placer erótico de la mujer. En Poor Cinderella…, la escritura cinematográfica es el cuerpo, y el cuerpo es maldición, placer, gozo y conquista.
Después de salir de Nueva York, e instalados en Miami, ella dirige Tent City; según Carlos A. Aguilera, “lo mejor que se ha hecho sobre el trauma o fractura que se llamó Mariel”. El documental es un testimonio de la artista donde importan tanto sus palabras como el registro del campamento de refugiados del Mariel instalado “debajo de la carretera I 95 que corre de norte a sur de Estados Unidos, justo donde termina La Pequeña Habana”, confesó la realizadora en entrevista con Aguilera. Emprendido con la misma libertad explayada en sus filmes neoyorquinos, Tent City es un valioso documento histórico sobre el éxodo, sobre la descolocación y la incertidumbre de futuro experimentada por aquellas personas, y por supuesto sobre el temprano fracaso del discurso desarrollista de la Revolución.
A modo de reportaje, a ratos de película casera, este documental fija para la posteridad la mirada de unos rostros acusados por la Historia. La sensación de libertad que experimentan estos sujetos desborda la precariedad de sus condiciones de vida en el lugar. La propia Miñuca Villaverde subraya en su narración: “Aunque las carpas están rodeadas por una cerca metálica, se sienten libres por primera vez en muchos años”. Los cuerpos cuir, que continuamente se adueñan de la cámara –sin esconder sus identidades, más bien al contrario–, son el mejor ejemplo de cómo esas personas de Tent City, recién llegadas a una geografía y una cultura diferentes a las suyas, parecen ahora decididas a expresar sin restricciones, finalmente, sus individualidades.
3.
En honor a Miñuca y Fernando Villaverde, el Festival de Cine INSTAR presentará durante su cuarta edición una selección de sus obras. El programa de Presentaciones Especiales del evento llevará a sus diversas sedes los filmes To My Father (1973),
Poor Cinderella, Still Ironing Her Husband Shirt (1978) y Tent City, de Miñuca, y Apollo: Man to The Moon y A Lady´s Home Journal (1972), de Fernando. Además de un merecido acto de homenaje, la exhibición de estos materiales responde una de las preguntas que, según José Luis Aparicio, programador del evento, motivó la curaduría: “¿No es acaso la nación una entidad más compleja que aquella que demarcan los límites geográficos y los extremos políticos?”. La invitación a disfrutar y pensar el quehacer audiovisual de estos artistas se encuentra en perfecta sintonía con ese propósito del Festival de “crear un corredor de imágenes entre varios de los puntos aislados de nuestra dispersión nacional”, puesto que, ha apuntado el joven cineasta cubano, “quizás a partir de esta red imaginaria se pueda conectar nuevamente con la isla, con las diversas y complejas versiones de país que encontramos en su cine”.
Con Tent City, decía al principio, Fernando y Miñuca Villaverde cierran su carrera cinematográfica. Ella misma confiesa: “Me retiro de eso agotada de no contar con medios ni con ambiente alguno en Miami para seguir haciendo cine”. Reincorporadas al bregar del cine cubano por la atención que se les viene prestando en los últimos años, y aunque todavía tímidamente difundidas en las pantallas insulares, estas películas comienzan a suscitar novedosas y sustanciales lecturas. Una cosa sí resulta evidente: la obra de este matrimonio creativo nos sigue pareciendo tan vanguardista como en el momento en que se filmó.
Nosotros ,Fernando y yo, quedamos muy impactados por ese análisis que tú haces de nuestra carrera (o carrerita) en el cine, en Cuba y fuera.
Estás tan claro con todo lo que ocurrió y lo explicas todo tan bien, que hasta nos aclaras cosas. Nos hacer percatamos de cosas que quizás pasábamos por alto.
Que te hayan gustado esas cosas nuestras es además un goce no por vanidad sino por haberte dado un poquito de felicidad.
Gracias mil, Miñuca