FOTO Marlon R. White

Los dos teníamos veinte años, o casi. Yo quizás tuviese ya unos veintidós. Pero da igual. Nos pasábamos las madrugadas en F y 3era oyendo a Silvio. Él pensaba que nada en el mundo lo definía en aquel momento como esos versos cantados que dicen “Si hay días que vuelvo cansado / sucio de tiempo / sin para amor / es que regreso del mundo / no del bosque, no del sol”. Como no lo podía definir ni siquiera Vallejo, creo que me quería decir. Sin saber que esos versos lo definían, sí, pero lo definían sólo en la medida en que lo embalaban contra el futuro, ese forcejeo del que no terminamos de volver.

Siendo un muchacho ferozmente adoctrinado, no reconocía sin embargo otra doctrina que la de su propio padre. Me dijo que había sido él quien se lo había explicado todo cuando tenía trece años. Antes de eso, siendo más niño, él había ido y había hablado en muchas tribunas para reclamar la devolución de Elián, y en una de ellas, o en una en la que reclamaba la devolución de los cinco oficiales de la inteligencia cubana presos en Estados Unidos, “los cinco héroes”, Fidel le había dado un beso. Y él me decía que qué cosa más grande esa, haber alcanzado sobre la frente o sobre la mejilla un beso de Fidel. Era el año 2009 o el año 2010 cundo hablábamos de estas cosas. Fidel llevaba enfermo mucho tiempo ya y él intuía que había sido uno de esos últimos niños en pañoleta roja que habían recibido el aliento mítico de aquel centauro.

Pero no fue hasta que tuvo trece años que se le ocurrió hacerle por primera vez un par de preguntas a su padre. Y su padre ahí mismo se lo explicó todo. Los dos estaban en una piscina, no sé a qué altura les daría el agua, quizás muy cerca del pecho, y su padre le habló de la Revolución y de la Cuba prerrevolucionaria y de la salud y los hospitales y de la alfabetización y las escuelas, y de los Estados Unidos y el bloqueo, y de todas las cosas que todos los niños y los jóvenes cubanos deben tener bien claras en cuanto sea posible. “Tao, tao, tao”, me decía que le había explicado su padre. Que no se fuera a marear con ningún cuento.

Y él se había ido a pasar sus tres años de preuniversitario en la vocacional de Matanzas, y allí había repetido bien alto todas las cosas que había aprendido a cabalidad desde los trece años, y lo habían aplaudido mucho. Y me contaba estas cosas como se cuentan los recuerdos más valiosos a los amigos o a las novias, y yo lo escuchaba sin saber muy bien si envidiarlo o compadecerme. Pero lo escuchaba, y después empezábamos a discutir. Un combate que los dos librábamos desde las regiones más ensombrecidas de la inocencia. Él hablaba de Cuba como un pedazo de tierra al que le colgaran dos testículos ahí mismo, debajo de las provincias centrales, dos testículos cuya sustancia matérica era la de la Revolución. Cuba como un animal descontrolado frente al imperialismo. Y yo hablaba como el que sabe que hay algo podrido, aunque no sabe bien cuándo, dónde ni cómo, pero no hablaba como un Hamlet, qué va, aunque eso ahora no importa mucho. Y cuando terminábamos de discutir nos poníamos a oír a Silvio o a Serrat o a Los Beatles, o nos poníamos a leer, porque teníamos muchos libros que nos robábamos de las librerías de La Habana en esos días en que robar libros todavía se sentía muy bien. O si no él se ponía a escribir sus primeras crónicas y yo me ponía a escribir mi última tesis. Y junto al mar oscuro que se asfixiaba frente a la beca de F y 3era jugábamos noche tras noche el mismo juego como dos hermanos.

Y justo antes de que llegara la vida llegó a aquel cuarto de F y 3era una niña que traía el alma de los doce años, aunque ya tuviese diecisiete. Y la niña empezó a cuestionar con toda la fuerza de su adolescencia intacta las verdades que se colaban por los agujeros de la ventana astillada de aquel piso 7 y que él y yo habíamos ido atrapando como podíamos, y nosotros nos pusimos a reírnos y ella, viendo como nos reíamos, empezó a escribir poemas y nosotros nos pusimos a reírnos de sus poemas también, y cuando terminábamos de reírnos nos íbamos juntos los tres a comer pizzas a 17 y 12, en el tiempo en que las pizzas de Pachi se hacían en una caseta con planchas de zinc.

Y después sí que llegó la vida, sobre la que pensábamos que navegábamos ya, sin darnos cuenta del todo de que aquellas eran secuencias de un ensayo que se repetía como un sueño. Y Cuba empezó a llegar también. Y cada uno se enteró por su lado de que mientras discutíamos el carácter o el valor o la verdad de la Revolución en una colchoneta gastada en el Vedado, más de setenta hombres y mujeres, procesados en juicios sumarísimos, se secaban como pasas en las prisiones de Cuba. Los setenta y cinco presos de conciencia de aquella atroz Primavera Negra del año 2003, declarados culpables en virtud del artículo 91 del Código Penal​ y de la Ley n.o 88 o Ley Mordaza. Y cada uno se enteró también por su lado del Proyecto Varela y de la muerte siniestra de Oswaldo Payá, y de los chillidos de aquel pájaro ciego que sobrevolaba el destino de todo el que se atreviera.

Y claro, los chances de que alguno de los tres lo hubiese sabido en aquel momento justo eran todavía muy remotos, porque precisamente la ausencia de ese conocimiento nos permitía vivir nuestros 20 años de aquella manera. Precisamente esa ausencia sintonizaba a la perfección con “el desprecio totalitario por los hechos y la realidad” del que habla Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo, cuando dice que en la Rusia estalinista “todos los hechos que no estuviesen conformes o que ofrecieran la posibilidad de no coincidir con la ficción oficial –datos sobre cosechas, criminalidad, auténticos incidentes de actividades «contrarrevolucionarias», a diferencia de las ulteriores conspiraciones ficticias– eran tratados como carentes de existencia”.

Y ese desprecio del Estado, traducido en primera instancia en el silencio casi absoluto de los medios de difusión, ese oscurantismo del que éramos todos víctimas, nos salvaba también de la verdad. Que es lo mismo que decir que nos salvaba del horror. Y a veces, incluso, nos atrevíamos a pensar en algunos que se habían ido, y que veían con más lucidez, como resentidos, cuya visión se había trucado en bilis. Porque su lucidez no alcanzaba a ver la grandeza que reposaba en el fondo del cuerpo maltrecho del socialismo cubano. No sabíamos todavía que en la Cuba en que vivíamos no había socialismo sino capitalismo de Estado, ni sabíamos tampoco que una dictadura no necesita desaparecidos ni muertos diarios para ser una dictadura.

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Creíamos, como creían tantos otros muchachos de esa edad, que había alguna especie legítima de justicia en el hecho de que el Estado no violentara a los ciudadanos que no se atrevían a transgredir sus órdenes tácitas, sino únicamente a los que las transgredían. Esas órdenes que no estaban amparadas por la constitución cubana, sino sólo por el sentido común que desarrolla un hombre o una mujer que se sabe viviendo en una dictadura, aunque no sepa todavía que ese es el nombre que designa el estado de terror en el que vive. O sea, creíamos, aunque no nos lo dijéramos nunca, que el hecho de que el Estado violara constantemente la constitución del país, hecha para proteger a sus ciudadanos y no al revés, era un saldo que se justificaba precisamente por la condición implícita de justeza de ese Estado.

Todavía hoy no me he podido explicar, aunque (o más bien quizás porque) yo misma haya sido una víctima de él, la naturaleza exacta del adoctrinamiento que debe recibir una persona a lo largo de su vida para vivir en paz dentro y como parte a su vez de una contradicción de este tipo. Después de que uno lee Archipiélago Gulag, y aprende un poco sobre las purgas de Stalin, por ejemplo, a través de las cuales millones de personas eran enviadas a Siberia sin una sola evidencia que las conectara con alguna actividad “contrarrevolucionaria”, en algunos casos sin una sola sospecha incluso, uno entiende que un pueblo como el ruso haya llegado a encontrarse en tal estado de desolación y confusión que hubiese podido llegar a agradecer otro orden de cosas en algún momento, un orden de cosas en el que sólo los verdaderamente implicados en esas actividades pudiesen ser procesados. O sea, uno entiende que el mismo pueblo, sin saberlo o a sabiendas, legitimase la culpabilidad imputada a los que sí participaban de acciones en contra del régimen. Pero uno no acaba de entender cómo una cosa así pudo suceder en un país como Cuba.

Quizás sólo a través del artilugio en el que ese estado de terror se nos presenta como el forzoso reverso de una idea superior, de una utopía, un sueño del que ningún hombre bueno pudiese renegar. El estado de terror es, y sin que esto provoque al menos en apariencia un conflicto conceptual en la mayoría de los cubanos, la única manera de instrumentar efectivamente el sueño. Pero la doble contradicción radica, se entiende, en el hecho de que Cuba parece haberse movido siempre en dirección contraria a ese sueño, como si el sueño mismo repeliera al Estado cubano. Y llegar ahí es llegar a una de esas zonas en que nos damos cuenta de que el mecanismo que sostiene el orden de cosas en Cuba se excede en algún punto tan escandalosamente a sí mismo, que penetrarlo deja de ser un acto de discernimiento para convertirse en un acto de intuición.

No recuerdo exactamente cuándo le enseñé a la niña a robar libros. Pero recuerdo la última vez que lo hicimos juntas. Era sábado y se acababa casi el año 2012. La Moderna Poesía estaba cerrada y cruzamos a una tiendita de Artex que había del otro lado de Obispo. Hacía un tiempo me había llevado de ahí mismo todos los libros de Kafka en varias ediciones de bolsillo y me había ido muy bien. Cada una andaba con una mochila muy vieja. Al principio todo marchó sobre ruedas, ella metió en su mochila un tomo grueso de una selección de cuentos de Cortázar, y yo metí en la mía Infancia, de Coetzee. Algunos de los libros venían envueltos en un nailon lustroso y casi todos costaban entre 10 y 20 CUC. En la tienda había cuatro personas además de nosotras dos: una cajera que no alcanzaba a vernos desde donde estaba, un custodio distraído que se acercaba de vez en cuando a la caja a contarle algo a la cajera, y dos cuidadoras que hablaban en el fondo de la tienda y que a ratos entraban al almacén y nos dejaban a la merced de nuestra prudencia.

Seguimos metiendo algunos libros más distraídamente, pero en algún punto ella empezó a hojear un diccionario francés con auténtica fruición y yo me di cuenta de que todo estaba perdido. Una de las cuidadoras entró desde el fondo y yo le dije de todas las maneras que pude que soltara eso. El diccionario era enorme y estaba lleno de dibujos en colores. Ella no podía parar de hojearlo. La cuidadora empezó a mirarnos. Le dije que nos íbamos a embarcar, que las mochilas estaban repletas y se iban a dar cuenta, que nos acabáramos de largar de ahí. Pero ella no podía soltarlo. Simplemente no podía, aunque al sol de hoy no haya aprendido a decir ni una palabra en esa lengua. Lo metió en la mochila y caminamos hacia la salida. Pero no llegamos. La mujer vino llamándonos desde el fondo de la tienda y le dijo que abriera la mochila. Las dos mochilas estaban a tope. Ella la puso sobre el mostrador de la caja y encima de todos los otros libros el diccionario resplandeció como una flor recién cortada.

Yo le dije: “Pero Kathy, ¿cómo te has puesto a robar libros en este lugar? ¿Cómo se te ha ocurrido una cosa así?” Se lo dije de golpe y sin saber desde qué región venían las palabras, y la mujer me miró desorientada, y Kathy también me miró desorientada y la mujer la volvió a mirar a ella y le dijo que si ella sabía que por eso le podían mandar a buscar a la policía, y Kathy le dijo que sí, que ella lo sabía, y la mujer le dijo que sacara los libros y Kathy sacó un par más y luego le dijo que los otros no, que los otros eran de ella. Nunca supe de dónde había sacado el temple para decir eso, porque estaba claro que, si los libros que quedaban dentro de la mochila eran de ella, lo eran sólo en la medida en que yacían precisamente ahí y no ya en uno de los estantes de la tienda, o en la medida en que cada libro, por ejemplo, costaba casi el salario entero de un mes de trabajo de su padre.

La mujer no dijo ya nada más y yo me fui de ahí con mi mochila llena de libros y Kathy se fue con el fondo de su mochila llena de libros, y yo comprendí que su mochila iba en realidad mucho más cargada que la mía, porque en ella iba también una fuerza vigorosa, una fascinación por lo rebelde que la cuidadora de la tiendita de Artex había sabido descifrar en su rostro. Doblamos en la esquina y luego por O’Reilly. En algún punto nos dimos cuenta de que estábamos corriendo. Cerca de la Plaza de Armas nos fuimos calmando y nos empezamos a reír y a repartir lo que traíamos en las mochilas.

Unos años después yo me vine a los Estados Unidos, donde la herida del capitalismo me fue perforando de tal manera el alma que, durante un tiempo, inexplicablemente, Cuba llegó a convertirse en una suerte de bálsamo. Él se fue a México y fundó una revista desde donde los jóvenes cubanos pudieron empezar a hacer periodismo. Ella se quedó allá, se graduó un año después y un día se le ocurrió aparecerse en una lectura de poesía con una camiseta que decía “Yo voto no” como respuesta a la campaña mediática a favor de la nueva constitución, una camiseta en la que palpitaba la rebeldía hermosa y temeraria que la cuidadora de la tiendita de Artex había reconocido en su rostro. Y yo me la imagino esa tarde, metiéndose la camiseta en el cuerpo y en el mismo gesto metiéndose ella a su vez en el cuerpo del país.

Hoy los dos sufren prisión domiciliaria. Ella en un alquiler de La Habana y él en la casa de su abuela en Cárdenas, que es también la casa de su padre, un hombre que lloró suavemente, pero sin consuelo, con un vaso de whisky en la mano, desde el fondo de sí mismo y frente al televisor, aquel 11 de agosto del año 2006 en que Fidel cayó en cama. El mismo televisor que ha dicho con la misma voz, con la única voz que tiene, la voz insidiosa del oprobio, que su hijo, su muchacho de trece años con el agua a la altura del pecho, tiene vínculos con terroristas. Los cubanos más hermosos embarrados en la saliva de la lengua totalitaria. Una lengua que, ante la imposibilidad de desconocerlos esta vez, los escupe hacia el fondo más disparatado de su propia ficción. Yo espero hace meses ya por mi pasaporte enviado a renovar, y me gusta creer, antes de ir a dormir cada noche, que esa es la única razón por la que no estoy cerca de ellos.

El 21 de noviembre, unas horas antes de sumarse a la huelga de hambre, Kathy me dijo en un audio que no podía más con la apatía de la gente, que no entendía por qué no estaban en la calle ya. Yo pensé en la niña de diecisiete años con el alma de doce que entró un día por la puerta del piso 7 de F y 3era y le dije que no sabía. El 23 de noviembre, el día antes de volar a Cuba, le pregunté a Carlos cómo se sentía, y él me escribió “Es que es una losa / como la que tienes tú”. Luego todo el mundo sabe lo que pasó. Entró a San Isidro, abrazó a todos los muchachos, besó a Luis Manuel. Kathy, mirándolo, no se moría de hambre sino de felicidad. Dos días después la puerta de San Isidro “crujió como un hueso fracturado”, pero ya el animal dormido comenzaba a recuperarse del aturdimiento, ya despertaba del letargo.

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