Escribía Lezama que la obra de Eliseo Diego “tiene el sabor espeso de un paralelismo tiempo espacio”.[1] Por su parte, Enrique Saínz señala que las categorías tiempo y espacio son los “elementos integradores de la poética de Diego”.[2] Sin duda, tiempo y espacio son dos categorías imprescindibles para acercarse al primer poemario de Eliseo Diego, En la Calzada de Jesús del Monte (1949), algo así como las dos columnas capitales en que el libro se sostiene. Intento, en estas líneas, acercarme a la presencia de la segunda de dichas categorías, el espacio, en el libro mítico de Diego.

En “Esta tarde nos hemos reunido”, conferencia sobre su propia poesía que Eliseo Diego impartió en el antiguo Lyceum de La Habana en 1958, y que resulta esencial para acercarse a este libro y a toda la obra de Diego, el poeta habló de uno de sus libros favoritos, El gran Meaulnes, de Alain-Fournier, y decía que el secreto de la novela era “simplemente un lugar”, que los “hechizos del libro” no vienen “sino de los lugares, es decir, de las estancias, de los sitios donde se está”.[3]

En la Calzada de Jesús del Monte es el canto a un tiempo, a una época ya ida, época de la infancia, y época histórica o, quizás, más que ida, habría que decir, o precisar, yéndose, si atendemos al movimiento, tan presente en el poemario; ese movimiento que transmiten, entre otros elementos, los gerundios (“voy figurándome”, en “El Primer Discurso”; “la pobreza de mi lugar naciendo”, en “Y la calzada de Jesús del Monte estaba hecha”; o “vida cayendo”, en “La Casa”, por señalar algunos ejemplos). Pero, acaso sea En la Calzada, sobre todo, el canto a un espacio, y a un espacio múltiple: una calle, sus objetos, sus cosas y personajes; una ciudad, un país. Dice el poeta en la dedicatoria de su libro: “Séanos concedido hablar, con más que tiempo, en otro espacio libre”. Y cabe recordar a Bachelard y sus palabras que destacan el valor del espacio, incluso por encima de la categoría tiempo:

Creemos a veces que nos conocemos en el tiempo, cuando en realidad sólo se conocen una serie de fijaciones en espacios de la estabilidad del ser, de un ser que no quiere transcurrir, que en el mismo pasado va en busca del tiempo perdido, que quiere “suspender” el vuelo del tiempo. En sus mil alvéolos, el espacio conserva tiempo comprimido. El espacio sirve para eso.[4]

Con respecto al primer espacio, el urbano, que abarca calle y ciudad, habría que decir, con Enrique Saínz, que es en el poemario “un espacio corpóreo, visible en los contornos y matices de los objetos que lo integran”,[5] subrayando esa dimensión de materialidad que este tiene en el poemario, dimensión a la que se ha referido también Raúl Hernández Novás.[6] Porque Eliseo Diego hace cobrar vida al espacio en el poemario, y de él surgen, vívidas, la calle y la ciudad, las poetizadas y, también, las reales. Y aquí me gustaría señalar algo que la crítica poco ha subrayado hasta ahora: puede decirse que En la calzada de Jesús del Monte es el Fervor de Buenos Aires de la poesía cubana. Es cierto que varios críticos han visto las cercanías entre Diego y Borges: Fernández Retamar, Helio Orovio, Mario Parajón, Alberto Lauro, Rafael Rojas o, en lo que respecta estrictamente a los dos libros, el poeta chileno Jorge Teillier, Jorge Luis Arcos o Luis Rafael Hernández; pero poco se ha escrito, poco se ha abundado en estas influencias y/o afinidades.[7] Y habría que recordar que el propio Diego las señaló varias veces en diversas entrevistas, al referirse a la importancia de su lectura de Vallejo y de “algunos poemas de Borges sobre los barrios de Buenos Aires” en la escritura de sus primeros libros de poesía[8] o, al indicar, más explícita, aunque elípticamente, en la entrevista que le hiciera Abel Prieto, los autores y libros que influyeron en sus comienzos en la poesía. Después de mencionar a Vallejo, declara en esa conversación:

También llegó a Cuba, más o menos por la misma época [años cuarenta], Fervor de Buenos Aires, de Borges, que al principio no me gustó; me parecía que Borges rompía el ritmo natural de la poesía española, y para mí el ritmo nunca ha sido un adorno, un artificio, sino un elemento más de significación. Pero, bueno, después me di cuenta de que en aquel libro de Borges había verdadera poesía, y que su ritmo era también válido; aunque yo, personalmente, no acabara de empeñarme con la poesía, amedrentado todavía por la “rauda cetrería de metáforas”.[9]

Tras esta frase hay una elipsis curiosa. Sin transición, dice Diego: “Al fin, un día, una mañana, acompañé a mi madre a ese tipo de asociación de salud que había entonces, que se llamaba las Damas Católicas, y que estaba en el Cerro. Estando allí, esperando a mi madre, veo un tranvía que baja por la Calzada de Jesús del Monte, y me vienen a la mente los primeros versos del libro”.[10]

El poeta no dice, en este caso, con todas sus letras, que Vallejo y Fervor de Buenos Aires hayan estado en el origen de En la Calzada, pero la elipsis, el salto, que a la vez yuxtapone y mezcla la lectura de Vallejo y el libro borgeano con la anécdota junto a su madre y el tranvía, resulta más elocuente que cualquier afirmación directa.

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La presencia vallejiana es, en mi opinión, innegable, pero, a la vez, más difusa en el poemario; puede palparse en la constante evocación de la infancia, de la niñez y su condición privilegiada; en las referencias católicas, en la identificación con la pobreza y en ciertas construcciones sintácticas (“como quien sueña un sueño y eso es todo”, en “Nostalgia de por la tarde”, por ejemplo). En cambio, la intertextualidad con el Borges de Fervor es bastante más notoria. Decía que En la Calzada es el Fervor de Buenos Aires cubano. Y lo es en un sentido doble. En primer lugar, porque es el poemario, por antonomasia, de y sobre La Habana y de amor a la ciudad: si un libro de poemas puede contener una ciudad, la ciudad de La Habana en concreto, o al menos La Habana de la primera mitad del siglo XX, ese libro es En la Calzada. Aunque Diego no diga, en este libro, una frase que equivalga, con exactitud, a la que escribe Borges en su poema “Arrabal” de Fervor: “yo estaba siempre (y estaré) en Buenos Aires”.[11] Pero sí dice, al final de “El Primer Discurso”, ese verso que se le asemeja: “Calzada, reino, sueño mío”, porque “Calzada” es, no cabe duda, el modo, en primer lugar metonímico, pero también metafórico y simbólico de Diego, para nombrar la ciudad, para nombrar La Habana. Y cabe añadir que Diego había escrito sobre su poesía o, más bien, sobre la Poesía: “La Poesía –utilicemos el término en su registro más amplio– consiste a fin de cuentas en la súbita iluminación de ser uno vida y estar vivo en un lugar preciso y no en otro cualquiera”.[12] Y este libro nos trae precisamente eso, una voz poética que es vida y está viva en un lugar preciso, la Calzada de Jesús del Monte, y La Habana. Aunque esa Habana del poemario sea también, como sugiere María Zambrano, como fue la del grupo Orígenes, La Habana y la Cuba secretas.

Pero hay un segundo motivo, tan, o quizás más significativo, para considerar el libro como el Fervor cubano, y es que el de Diego posee destacadas, profundas concomitancias con el poemario del argentino. Como Borges, Diego se acerca a La Habana desde un costado, desde sus rincones, no desde su centro; no pretende abarcarla entera ni tampoco se adentra en sus calles principales, sino que, como Borges, se fija en sus barrios; así, “Las calles”, el primer texto, a modo de poética, que abría Fervor en 1923, puede ofrecernos ciertas claves para acercarnos a En la Calzada: “Las calles de Buenos Aires / ya son mi entraña. / No las ávidas calles, / incómodas de turba y de ajetreo, / sino las calles desganadas del barrio, / casi invisibles de habituales, / enternecidas de penumbra y de ocaso”.[13]

Las calles del barrio, así como la tarde y la penumbra que las acompañan, son, como en Borges, elecciones de Eliseo Diego; el mármol, el polvo, dos presencias constantes En la Calzada, están también en Fervor; y ciertos espacios penumbrosos: los patios, sobre todo. Y los zaguanes bonaerenses, que en Diego se vuelven, como en la ciudad que mira, portales. Lo que indica Sylvia Molloy para el Borges de Fervor (y, por cierto, también para Baudelaire) es, pienso, aplicable a Diego: que hay en el libro “un sujeto deambulante que percibe la ciudad, y en esa percepción, se percibe a sí mismo”.[14]

La calle / la ciudad

Pero si el sujeto borgeano camina por el barrio y por diversas calles, la voz poética en Diego atrapa el barrio de modo metonímico, a través de una única calle, que no transcurre por el centro de la ciudad, aunque la atraviesa y se extiende, pues se trata de una calle muy prolongada.

En su antología Poesía de la ciudad de La Habana, publicada en 2001, Ángel Augier incluye una parte completa conformada con poemas de En la Calzada; ningún otro poemario cubano merece esta suerte. Podemos acudir al libro de Augier, y también al primer historiador de La Habana, Emilio Roig de Leuchsenring, para conocer esa calle que Diego elige recorrer y recrear, con la que elige soñar y fabular en su libro. Escribe Roig: “La que es hoy Calzada de Jesús del Monte, o más bien Avenida de Diez de Octubre, no era sino un tramo de la calzada que conducía a las poblaciones, pequeñísimas, de Santiago de las Vegas y Bejucal, y que era, en los primeros tiempos la única que partiendo de la Ciudad se adentraba en el campo”.[15]

Por su parte, dice Augier:

La Calzada de Jesús del Monte, como se sabe, es una de las más importantes vías de la ciudad. Debe su denominación –según el historiador Emilio Roig de Leuchsenring– “a la ermita, luego parroquia, de ese nombre, situada sobre una eminencia, a la vera de dicha calzada, en lo que era primitivamente un caserío separado de la ciudad”. Se inicia en la llamada Esquina de Tejas, donde termina la Calzada de Infanta y confluyen las del Monte y del Cerro.

La Calzada de Jesús del Monte es muy extensa y en sus extremos, “a la altura del llamado Barrio Azul se bifurca con los ramales que conducen a Managua y a Bejucal”. Actualmente su nombre oficial es Calzada de Diez de Octubre, y comunica con la ciudad los populosos barrios del sur: Víbora, Santos Suárez, Lawton, parte de Luyanó, Los Pinos, Arroyo Naranjo, etcétera.

Se trata de una avenida de mucha personalidad propia, por su caprichoso trazado, serpeante y en ascenso y descenso: por la abigarrada arquitectura de las casas que la escoltan –donde predominan columnas y portales–, sus establecimientos comerciales y el profuso y continuo tránsito de vehículos y transeúntes.[16]

En el poemario aparecen, o se alude a algunos lugares concretos de la ciudad: la propia Calzada de Jesús del Monte, por supuesto, o la Calzada de Luyanó, Santiago de las Vegas, “El paso de Agua Dulce”… Aunque no son muchos. Más que lugares exactos, concretos, encontramos, sobre todo, esos otros elementos más abstractos que, por eso mismo, representan, o pueden representar, diversos sitios de la Calzada y de La Habana; varios, símbolos de la cubanía, o de la habaneridad (si así puede llamarse), como las mamparas o la propia penumbra. Mencionemos y exploremos otros tres, que también se hallan en el poemario y que son muy representativos de la ciudad de La Habana; así, los portales, a los que se dedica un poema en el libro, presentados como “portales profundos, que nunca fueron el umbral venturoso de la siesta […] sino que arden hacia dentro como los ojos blancos de los ángeles”. Y luego, las columnas, también protagonistas de un poema; columnas que, como escribiera Carpentier, constituyen “una de las singulares constantes del estilo habanero”,[17] esa que le da su principal distinción, pues hablamos de una ciudad que se caracteriza por “la increíble profusión de columnas”, de una ciudad que es “emporio de columnas, selva de columnas, columnata infinita”.[18] En el poemario, las columnas aparecen en numerosas ocasiones, bien como “distraídas y grandes en su calma” (“El Primer Discurso”); o “impasibles en su agobiada pesadumbre, altas” (“El Segundo Discurso”); o “en procesión muy lenta”, figurando “el reposo”; o sosteniendo “cuán poderosamente / la combada techumbre del día jueves” (“Las columnas”). Y, por último, la reja, que se vuelve verja en el poemario de Diego y que encontramos varias veces, como en el último poema, “Oigamos, calle mía…”: “Y mis antiguos gestos escucho ciegamente / que las tranquilas verjas de cada tarde cimbran”.

Hay, todavía, en el libro, un elemento de un espacio llamativo, un espacio no físico, el espacio del gusto o del sabor, podríamos decir; el espacio de la costumbre, del hábito, casi de la necesidad; y hablo del café, ese asiduo café habanero y cubano que está también En la Calzada: “Un sorbo de café a la madrugada, / de café solo, casi amargo, / he aquí el reposo mayor, mi buen amigo”; ese sorbo de café que es presentado como uno de los sitios en que tan bien se está: “la confortable arcilla donde bien estamos”; ese café que conforta contra la angustia, la “salmodia de la lluvia”, la noche que se va, el alba que regresa; ese sorbo de café que “nos amiga / en su dulzura con la tierra” (“El sitio en que tan bien se está”). Y aquí, mencionamos que, en la entrevista con Abel Prieto, Eliseo Diego declara que “«El sitio en que tan bien se está» era precisamente el café La isla, que estaba donde ahora está la tienda Flogar, en la esquina de San Rafael y Galiano”. Se trataba, cuenta, de uno de esos “viejos café españoles que tenían mesitas de mármol. Ibas allí con un amigo, y en una mesita de esas te servían una tacita de café, quizás una cerveza, cualquier bobería, y te podías estar allí seis horas, que a los gallegos no les importaba”.[19] Es decir, el café La isla (no otro era su nombre) era, así lo describe el poeta, un sitio cotidiano donde el tiempo se enlentecía; un sitio donde habitaba, como en la propia Calzada, tanto la eternidad como los cotidianos días de la semana, fundiéndose y haciendo surgir otra cosa; un algo que podríamos llamar, quizás, la eternidianidad.

Pero la ciudad del poemario, La Habana del poemario, siendo un espacio corpóreo, material, siendo, en gran medida, La Habana real, es, también, simultáneamente, un espacio fabulado, inventado, mitificado. Guillermo Rodríguez Rivera ha hecho referencia a esa mezcla de lo ideal y lo real En la Calzada: “Con minuciosidad y añoranza proustiana, Eliseo Diego entregaba un universo ideal, pero definitivamente cierto en la historia, en el tiempo”.[20] Dice, asimismo, Roberto Méndez, aludiendo a la condición mítica del libro: “En la Calzada asistimos a una magnificación de lo local, lo regional es tratado como legendario”.[21] Virgilio López Lemus, al subrayar la “madurez” de esa “ópera prima” poética que es el libro de Diego, señala que esta “quizás consista, mejor que en la rigurosa mirada poética del autor, en su sentido de una Cuba secreta (semejante a la que descubrió María Zambrano en todo Orígenes), cuyo secreto a voces es la raigambre identitaria que este libro subraya”.[22]

Julio Pino Miyar, siguiendo también a María Zambrano, enfatiza en la dimensión, podríamos decir, metafísica, y secreta, de una ciudad como La Habana; dimensión que el poemario potencia. Pino Miyar ha escrito quizás el ensayo más penetrante sobre este aspecto, que es, probablemente, el que más acerca En la Calzada a la poética lezamiana. En este sentido, Pino escribe: “hay pocos lugares en el mundo que nos provocan todavía esa rara vocación por el ser como La Habana, porque es allí donde es cualquier cosa menos una nostalgia filosófica o una referencia bibliográfica”[23] y, a la vez, pone el acento en esa Habana no visible que intuye y recrea el poemario, “una Habana invisible, no apta del todo para los sentidos; una Habana presentida e interrogada por el artista, apercibida como oficio de la subjetivad y de su gnosis”, destacando su “capacidad para contemplar lo invisible y cantarle a naturalezas sumergidas”; Pino compara el libro de Diego con el poema “Noche insular: jardines invisibles”, de Lezama, y con el Cementerio marino, de Paul Valéry; con este sentido lee ese precioso verso de Diego: “Porque quién vio jamás las cosas que yo amo” (“Nostalgia de por la tarde”). Por cierto que este verso, del cual dijo Lezama que era “uno de los de más misterio y raíz poética que ofrece nuestra poesía,[24] podría pensarse como constatación de que la poesía, como afirma Roland Barthes, es la imaginación de “lo improbable”, en oposición a la novela, que es la imaginación de “lo probable”. Escribe Barthes: “el poema es lo que, en ningún caso, podría ocurrir, excepto, precisamente, en la región tenebrosa o ardiente de los fantasmas, que, por ello mismo, él es el único capaz de designar”.[25] Y es que, en realidad, las cosas que ama un poeta, las cosas que ve un poeta, no puede verlas, no las ve, nadie más que él mismo; o, en todo caso, sólo se consigue verlas después que él las ha visto.

Pino Miyar recalca el valor de En la Calzada para percibir ese otro lado, mucho más escondido o secreto, de la ciudad: “han sido poemarios como los de Eliseo los que le han devuelto a la ciudad su gracia perdida, su viejo aliento metafísico y su fe abrumadora”. Esta dimensión invisible de La Habana, que Diego fue capaz de ver, de recrear y de crear, desde su propia subjetividad, nos hace pensar en el hermoso libro de Italo Calvino, Las ciudades invisibles, donde su autor, ese italiano nacido en La Habana, escribía: “De una ciudad no disfrutas las siete o las setenta y siete maravillas, sino la respuesta que da a una pregunta tuya”.[26]

Habría, además, que resaltar ese singular vínculo con lo real que establece el poemario, y que se ha ido fortaleciendo con los años; ese dotar de significado, de convertir en mito, en leyenda, a la calzada habanera, a la calzada real. Y aquí habría que decir que ese poder mítico comienza ya desde la aparición del libro. Porque tenemos que recordar que esta Calzada de Jesús del Monte tenía, tuvo ya, desde la temprana fecha de 1918 –es decir, más de treinta años antes de que se publicara el poemario–, otro nombre, un nuevo nombre oficial, ese que menciona Ángel Augier en su antología de 2001, y que conserva todavía hoy: Calzada de Diez de Octubre.[27] Es decir, ya desde que el libro se publica y desde su propio título, se está nombrando un espacio “invisible”, un espacio que ha dejado de existir como tal en la realidad; una calle que, incluso el propio autor, nacido en 1920, no pudo llegar a conocer con ese nombre. Esa circunstancia, ese imperceptible detalle, me parece significativo. Es cierto que podría pensarse que Diego sólo está utilizando el nombre que casi todos, la mayoría de la población, la mayoría de los habaneros, usaban en esos años, y hasta fechas posteriores, para referirse a esta, como a otras calles de la ciudad; es decir, Diego estaba usando ese nombre “antiguo”, tradicional” y “popular” de la Calzada.[28] Como escribía Roig de Leuchsenring en el año cuarenta —y todavía en los sesenta, en la segunda edición de su libro sobre La Habana—, los cambios de nombre de muchas calles habaneras, que se habían producido en los años posteriores al nacimiento de la República, habían tenido, a menudo, escaso éxito; según el historiador, “el público no ha hecho caso del cambio y forzado por el hábito, la costumbre y la tradición, ha prescindido de él, se ha rebelado contra él mismo y sigue denominando a esas calles, no por sus nombres nuevos, sino por sus nombres primitivos”.[29]

Sin embargo, ese título nos está diciendo, pienso, algo más. Nos está diciendo, de manera ambigua, casi sin que se note, que se recrea un espacio, una calle que era ya sueño, fabulación, mito (¿será el de Jesús del Monte el nombre, o uno de los nombres esenciales, que se busca, como “principal costumbre”, y al que alude “El Primer Discurso”? ¿No es precisamente “Jesús del Monte” uno de los nombres de ese “edén perdido” de La Habana?). Por eso, también, acaso, ese verso: “Calzada, reino, sueño mío”. Porque lo cierto es que nos encontramos ante una calle mítica en La Habana, mito que crece con la publicación del libro, y que no ha cesado de ensancharse, pues, como muy bien apunta Pino Miyar, estamos ante una calle que “ya nunca más podrá ser desandada ignorando que su sentido reposa en la belleza de un poema”. Como escribe Bachelard: “Desde el momento en que un poeta le da a una imagen particular un destino de grandeza, un cosmos particular se forma alrededor de la imagen. El poeta le da al objeto real su doble imaginario, su doble idealizado. Este se vuelve inmediatamente idealizante y así nace un universo de una imagen en expansión”.[30]

El país / la República

Pero hay que volver a la relación entre el libro de Diego y el de Borges. Porque la intertextualidad entre En la Calzada y Fervor no termina en el espacio de la ciudad y de las calles, sino que se extiende a otras zonas. Entre ellas podríamos mencionar el gusto por la baraja, el homenaje a los antepasados, el común rechazo a los espejos, o esa idea de la ciudad soñada que puede perderse si se pierde el sueño, que tal vez entronca con la atracción de ambos poetas por los pensadores, filósofos, escritores ingleses.[31] Cintio Vitier dice sobre En la Calzada una frase que permite ampliar aún más, aunque Vitier no se lo propusiera, las cercanías entre ambos poemarios: “El mayor triunfo expresivo de Diego en este libro, es la sugestión, no lograda por confusos medios sino con limpieza magistral, de esa frontera de caos que engendran en torno suyo las cosas henchidas con nuestro fervor”.[32]

Pero quiero destacar, sobre todo, un elemento que me parece fundamental, y que podemos ubicar también dentro de lo espacial; me refiero a la nación, esa que asoma en ambos poemarios introduciendo algo extraño, tanto en las barriadas penumbrosas y aparentemente apacibles de Buenos Aires, como en La Habana de En la Calzada; un algo nacional y político, que las recorre, o las agita, podríamos decir, como especie de espectro hamletiano, aunque de manera diferente, y casi opuesta.

En Fervor es el espectro moribundo –pero todavía medio vivo– de Juan Manuel de Rosas el que se le aparece a la voz poética; espectro que esta intenta acallar, presentando su lado humano, y para el que reclama el olvido, más que el odio, procurando espantarlo y que acabe, de una vez, por disolverse, que desaparezca completamente del espacio argentino, del espacio de los vivos; como leemos en los célebres, y polémicos, versos del poema “Rosas”: “creo que fue como tú y yo / un hecho entre los hechos […] Ya Dios lo habrá olvidado / y es menos una injuria que una piedad / demorar su infinita disolución / con limosnas de odio”.[33]

En el libro de Diego, el espectro moribundo que se le aparece a la voz poética es más abstracto, o más impersonal; se trata del espectro de la República cubana, que el sujeto lírico invoca no una, sino dos veces; no de uno, sino de dos modos distintos, tratando, en este caso, no de que se disuelva, sino de hacerlo re‑vivir; ese “grotesco fantasma” de la república, como lo llama Ida Vitale,[34] pero también ese fantasma-sueño de la república, tal como lo percibe Fina García Marruz[35].

El espectro de la República surge explícitamente, ya en la séptima parte del libro, en medio de un poema fundamental de En la calzada –junto a “El Segundo Discurso: Aquí un momento”–, que es “El sitio en que tan bien se está”. Se trata de un poema que el propio Diego describe como hecho de fragmentos, que representa “una conversación en el café”;[36] de ahí, que como señala Francisco José Cruz, nos deje pocas “presencias definidas”.[37] En este poema, decía, la República surge dos veces; lo hace primero como “grotesco fantasma”, en la parte 6. En esa parte, al fantasma de la República se le convoca como conjuro, tanto del “vacío”, como del “oro” y “las volutas”, e incluso, contra “la lluvia” o “el paludismo”; en realidad, el fantasma, moribundo (pero todavía vivo), sirve poco, como revela esa especie de sarcástico anuncio publicitario existencial, que pretende utilizar al fantasma, inútilmente, también como antídoto o defensa contra la muerte y la nada:

No tenga miedo, señor, somos nosotros, duerma
no tenga miedo de morirse
contra la nada estará la República

Esta presencia fantasmal da cuenta del llamado “sentimiento de frustración nacional”, que embargó a la intelectualidad cubana, y en particular a la generación de Orígenes, con respecto a la república cubana nacida en 1902, sobre todo a partir de los años treinta, haciéndonos recordar esa frase que el propio Diego pronunciara para explicar la existencia del grupo Orígenes: “Quizás lo que nos agrupó es el hecho de que nuestro país en aquella época era un país fantasmagórico, una especie de farsa”;[38] idea que había expuesto aún con mayor claridad en su charla “A través de mi espejo”, al vincular las circunstancias históricas de la época con la propia escritura de En la Calzada: “Creo que en ella [En la Calzada] se refleja bastante bien la frustración del país en aquellos años […]. Sépase que aquella fue una época de diabólica farsa, donde los profesores resultaban mercaderes, los policías, ladrones; los gobernantes, fantoches; y la nación misma, una comedia trágica”.[39]

Más adelante, en la parte 7 del mismo poema, la República se le aparecerá otra vez al sujeto poético, pero ahora estará más cerca del “fantasma-sueño”, o del fantasma‑añoranza, en el entrañable recuerdo del padre, para quien la República era “como decir la suave, / amplia, sagrada / mujer que le dio hijos”. Pero el sujeto poético, que se presenta ahora como hijo, evidencia sus diferencias, aunque también sus limitaciones, con respecto al padre, y experimenta un sentimiento complejo hacia él, que parece mezclar nostalgia, admiración, envidia y desasosiego, por no poder pronunciar como su padre, “con la misma enjundia y orgullo”, según diría Rafael Rojas,[40] el nombre, ese nombre del país, tal como se lee en el poema: “Tendrá que ver cómo mi padre lo decía: la República”, y al final: “Yo, que no sé decirlo: la República”.

Sobre este fantasma-sueño que habita así, también, En la Calzada, dice hermosa, y zambranianamente, Fina García Marruz:

La República que aparece en sus versos no fue la que se frustró en lo político, sino la que soñaron todos los que cayeron por ella […]. Es la República que se refugió en los interiores caseros, en las costumbres y aromas, revestida aún de la ilusión cubana primera. La que se refugió en los cuentos de los ancianos, en los sombreros de los viejos liberales, en las historias del general, en el candor de las retretas. La que huyó con el amarillo de los tranvías y nubló la trama de los mimbres. La que paseó su penumbra por los extraños pueblos con una antigua tristeza, se tendió como un mendigo junto a los portales y el polvo de la columna romana, la que quedó presa en el morado de las mamparas y en el humo acre y silencioso. Él la vio atravesar las tablas pobres y los plátanos hasta quedar en la gran noche solitaria afuera, bajo los astros.[41]

Así, mientras en Fervor, el sujeto poético procura hacer dormir para siempre al viejo y caduco fantasma de Rosas, en En la Calzada, el sujeto lírico intenta despertar, re-vivir, con la burla y la sátira, pero también con el cariño filial, con la añoranza, al, incomprensiblemente, ya moribundo fantasma de la naciente república cubana. Escribe en ese sentido Enrique Saínz: “Padre, patria, república: experiencias que la poesía debe salvaguardar porque ya se perdieron”.[42] La República, ese “sitio en que tan bien se está”, es, así, un sitio vacío, grotesco, saturado de ironía y sarcasmo, pero, también, de añoranza y nostalgia. En cualquiera de sus formas, parece, sin embargo, tener ya poco que ofrecer a la voz poética, y por extensión doble, a gran parte de los habitantes de la Calzada, y de la isla; evidenciando, como señala Rafael Rojas, esa “suerte de caída sentimental o maldición cívica que imposibilitaba al sujeto poscolonial cubano una verdadera experiencia democrática y liberal”.[43] Creo que este poema ilumina ciertos versos, en apariencia enigmáticos, que encontramos al comienzo del libro, en “El Primer Discurso”, donde la Calzada “enorme” (la nostalgia, la infancia, las cosas, el sueño, podríamos pensar) se contrapone a la isla “pequeña” (el país, la nación, la República). La calzada “enorme” es, diríamos, la “inmensidad íntima”, esa que estudia Bachelard en La poética del espacio, quien nos dice que “la inmensidad es uno de los caracteres dinámicos del ensueño tranquilo”.[44]

Afirmaba antes que esos dos poemas, “El Segundo Discurso” y “El sitio” eran, son, los dos poemas centrales del libro; en ellos se halla la médula del poemario. Si el primero es la pregunta por el quién soy y por el nombre del lugar, del sitio en que se está –preguntas que quedan flotando en el vacío–, el segundo es la respuesta: “el sitio en que tan bien se está” es el lugar de la infancia, del recuerdo y la memoria, el sitio de la familia, del sueño y la fábula, el pequeño café, incluso; pero no es el sitio de lo real, no es la casa de la nación, no es la República. Una República que es, así, como señala con agudeza Rafael Rojas, entre las cosas que se nombran una y otra vez en el poemario, la “cosa innombrable”.[45] Una República de la que la voz poética no sólo no sabe decir su nombre (del mismo modo que “no sabe” decir el nombre oficial de sus calles), sino que sabe (y este saber es acaso lo más desasosegante) que no sabe decirlo. Sobre este no-saber, sería quizás pertinente recordar las palabras del poeta Jean Lescure, que Bachelard recoge: “el no-saber no es una ignorancia sino un difícil acto de superación del conocimiento”[46]. Tal vez esto explique que, en el texto, la voz poética, a pesar de todo, mientras tacha el nombre, mientras niega saberlo, acabe, por fin, diciéndolo.

Ese fantasma-sueño de “El sitio” tiene, por cierto, su prolongación en El oscuro esplendor, en el poema “Todas las tardes”. Allí, el fantasma-sueño de la República vuelve a asomar, acaso más espectral que nunca, cuando el padre lee el periódico “Avance”,[47] que trae “testamentos / de cenizas, minucias / de la caducidad”. Y mientras en el crepúsculo (es decir, en la penumbra, como En la Calzada), “crujen las grandes hojas tontas” del diario que el padre va pasando:

La sombra
se está estirando como un gato
a sus pies. Luego salta
y con su mustio lomo
roza la mala suerte del país.[48]

Se trata de uno de los poemas más sugestivos de Diego, donde la condición fantasmal parece inundar y apoderarse de todos los elementos del poema: el crepúsculo con su luz tenue, el periódico que solo trae “testamentos de cenizas”, y el propio padre que se sienta, “todas las tardes”, a leerlo; un padre que lee acompañado por una rara sombra recostada a sus pies; una sombra que asiste al crujido continuo de las “hojas tontas” del diario; y luego, esa espléndida y absolutamente espectral imagen última, de fantasmas que se encuentran, o se desencuentran; imagen que no deja de contener, a pesar de todo, cierta reminiscencia de juego infantil, de espléndido y amargo juego infantil: la sombra, metamorfoseada en gato, que salta, como en un brinco (una vez más el movimiento), y cuyo lomo “mustio” (como la luz, como las páginas del periódico, ¿cómo el padre?) roza, casi toca (¿cómo sin querer?) no al país, sino su mala suerte; esa misma mala suerte, no hay que dejar de advertirlo, de “todas las tardes”. Un poema que pudo haber estado En la Calzada; que sigue, sin duda, su estela.

Pero volvamos a En la Calzada. Decíamos antes que en este libro se habla de la infancia, de la infancia de la voz poética, y de su recuperación y su fabulación. Hay, sin embargo, una pregunta que se impone con la lectura del poemario: ¿es sólo de la infancia de ese sujeto poético que Diego construye de la que nos da cuenta el libro? Podemos pensar que no, que Diego nos habla aquí, también, de la propia infancia de ese país que es Cuba, y del mítico edén perdido de ese país. En ese sentido, escribe Paula Masi: “La poesía para Eliseo Diego no se configura […] como el Edén perdido (hogar, hortus conclusus); es, más bien, el umbral que permite el acceso al lugar de origen y a la posibilidad de contar la historia personal y la historia de la República”.[49] Así, por ejemplo, cuando en “El Segundo Discurso” la voz poética nos dice: “Porque yo soy reciente, de ayer mismo” o, también: “Tendrán que oírme decir no me conozco, aquí en el patio, junto a las columnas que toco provincianas”, podemos pensar que no se está hablando sólo de la identidad individual de ese sujeto poético protagonista de En la Calzada, sino, también, y quizás no en menor medida, de la identidad (o más bien de su falta), de la extrema juventud y del propio autodesconocimiento de ese país que es Cuba. Y es que, en este libro, y tal como ocurre en los de otros miembros de Orígenes, puede leerse, al fondo, bajo la penumbra, como bien escribe Rafael Rojas, “la constatación de la escasa densidad histórica de Cuba”.[50]

Quisiera referirme, para terminar, a una última cuestión. Se ha insistido, desde la crítica cubana, en leer En la Calzada como contraposición a “La isla en peso”, de Virgilio Piñera, y en oponer ambos autores y ambos poemas o poemarios, como si cada uno fuera el reverso del otro: la luz de Diego versus la noche y la sombra en Piñera; Dios versus “la terrible circunstancia del agua por todas partes” de Piñera; el sueño, la fábula y el mito versus la oquedad, el vacío. Y esto es verdad hasta cierto punto, pero, tal vez, no tanto como se ha dicho (hay más penumbra que luz en Diego, y tampoco parece siempre tan apacible la presencia de Dios en su libro; por ejemplo, de ese Dios algo inquietante, que en “El Primer Discurso”, el primer poema, se cierne, “en todas partes”, no sobre la Calzada “enorme”, sino sobre “la isla pequeña”; casi se parece más, ese Dios, al mar, a la “terrible circunstancia del agua” de Piñera, pero en medio de una inmensidad, y de una soledad, incluso mayores: “Cómo pesa mi nombre, qué maciza paciencia para jugar sus días / en esta isla pequeña rodeada por Dios en todas partes / canto del mar y canto irrestañable de los astros”).[51] Pero, en cualquier caso, aceptando, en general, la oposición, creo que ya es tiempo de conciliar estos contrarios; dos escritores y dos textos fundamentales de la poesía y la literatura cubanas, dos textos esenciales también para acercarse a ese país que se llama –dicen– Cuba, advirtiendo no sólo lo que los diferencia, sino lo que los acerca. Escribía en 1954 Fernández Retamar: “Así como en Piñera la progresiva desustanciación de nuestra vida exterior provocaba amargos desgarramientos, en Diego va a producir una nostalgia por otro instante, el inicio de la República”.[52] Además de la segunda parte de la frase, hay que leer, pienso, la primera; es decir, esa que presenta a ambos poetas con una percepción de “progresiva desustanciación de nuestra vida exterior”, o sea, de la vida de la nación cubana. Y es que en Diego está, tanto como en Piñera, la sensación de vacío y oquedad respecto a la nación. Quizás no haya, así, finalmente, tanta distancia entre un verso como “¡País mío, tan joven, no sabes definir!”, del Piñera de “La isla en peso”,[53] y algunos otros de “El Segundo Discurso”, de En la Calzada: “Porque yo soy reciente, de ayer mismo […] / no sé quién ríe por mí la noble broma”. Tal vez la diferencia no está tanto en la percepción, que podría ser, en el fondo, similar, sino en el modo de elaborar la respuesta: la oración del escéptico, en Piñera (una oración tachada, por supuesto), y la oración del que, a pesar de todo, quiere creer, soñar, y que sueña, despaciosamente, todo “los jueves, los unicornios, los ciervos”, en Diego. Serían, acaso, la respuesta de la ironía frente a la respuesta de la analogía. Ambos, modos valiosos, enriquecedores, necesarios, para construir la poesía, y el país. Pero no olvidemos que Eliseo Diego parece saber que la fe, el sueño, pueden no ser más que engaño, “rojo tumulto de incesantes máscaras” (“Oigamos, calle mía…”); que se evaporan, se pierden, como el humo: “Porque yo soy reciente, de ayer mismo, / mientras soñaba, como un sueño / lo miro desangrarse como un sueño / que acaba en humo, en el vacío del alba” (“El Segundo Discurso”). Dijo Eliseo Diego sobre En la Calzada en “Esta tarde nos hemos reunido”: “estimo que su única virtud fue esta: que quise rogar por mi país en la única forma que supe”.[54]

Diego y Piñera son, cada uno a su modo, dos desarraigados, dos poetas en la intemperie de la isla. En la calzada de Jesús del Monte y “La isla en peso” son dos maneras, contrarias pero similares, de ese movimiento “entre el acá y allá” (de la isla a un allá que en este caso pueden ser, en uno, el mito y la ensoñación; y en otro, la oquedad y el vacío) en el que se ha desarrollado la literatura cubana; que es, como bien escribe Ottmar Ette, una “literatura sin residencia fija”, y donde Orígenes se caracteriza, al decir del estudioso alemán, por “lo huidizo y aquello en constante movimiento”.[55] En la Calzada de Jesús del Monte y “La isla en peso” quizás representen dos motivos fundamentales en la literatura de Occidente, a los que también hace referencia Ette: el motivo de la búsqueda y el motivo de la huida.[56]

Dice Eduardo Milán que una de las tareas inequívocas de la poesía es “«salir de aquí» en el doble sentido de la acepción: pertenecer a este lugar, ser originaria de este lugar, y la operación contraria: irse. De una vez: ser originario del lugar, para dejar el lugar. Exilio por todas partes”.[57] “Exilio por todas partes”, frase que resuena de modo particular si estamos leyendo a Diego junto a Piñera. ¿No hay acaso en ambos poetas “exilio por todas partes”? El exilio en el vacío y el exilio en la ensoñación, en el sueño del mito del origen. Dos modos diferentes de exilio; dos modos diferentes, pero complementarios, de “salir de aquí”.


Notas:

[1] José Lezama Lima: “Un día del ceremonial”, Imagen y posibilidad, Letras Cubanas, La Habana, 1981, p. 38.

[2] Enrique Saínz: “En la Calzada de Jesús del Monte: apuntes para una interpretación”, en Enrique Saínz (sel. y prol.), Acerca de Eliseo Diego, Letras Cubanas, La Habana, 1991, p. 342.

[3] Eliseo Diego: “Esta tarde nos hemos reunido”, La insondable sencillez. Ensayos, Universidad Nacional Autónoma de México, 2007, pp. 23-24.

[4] Gaston Bachelard: La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2000, p. 41.

[5] Enrique Saínz: ob. cit., p. 348.

[6] Raúl Hernández Novás: “Un acercamiento a la poesía de Eliseo Diego” [1983], en Enrique Saínz, Acerca de Eliseo Diego, ed. cit., p. 116.

[7] Fernández Retamar es probablemente el primero en percibir la cercanía entre ambos poetas. En este sentido, escribe en La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953): “A esta mitificación de lo histórico se une en Diego la de la infancia […] y las cosas humildes de su infancia, transcurridas en la Calzada; detrás de cuyas actitudes podrían recordarse los nombres de Milosz y Borges –con los que a ratos tiene afinidad la poesía de Diego” (Roberto Fernández Retamar: Obras 6, Letras Cubanas, La Habana, 2009, p. 143). Helio Orovio es, quizás, quien más se detiene en este punto, en su artículo “Los tesoros de la caducidad” (1967), recogido en la valiosa recopilación de Enrique Saínz sobre Diego: “Se le ha señalado a esta primera etapa de la obra de Eliseo Diego el parentesco con el argentino Jorge Luis Borges. Es cierto. Pero el parentesco de Eliseo Diego a Borges es más a su manera de atender los llamados de la poesía, que al verso mismo. Además, ambos recrean el mismo mundo de lo cotidiano. Borges canta el bandoneón, el barrio, los tranvías bonaerenses; Eliseo evoca el sombrero de paja, la glorieta, el suburbio” (en Enrique Saínz, Acerca de Eliseo Diego, ed. cit., 1991, p. 65). Por su parte, dice Mario Parajón en su artículo titulado “Eliseo Diego”: “Si en Hispanoamérica hubo algún poeta al que se le pareció fue al Borges de los patios de Buenos Aires. Creo que esta es la clave para hacer intimidad con su obra” (en Cuenta y razón del pensamiento actual, n.º 86, 1994), y Rafael Rojas afirma: “Como Reyes o Borges, Eliseo Diego hizo girar su poesía en torno a unas cuantas obsesiones; aquellas que, ante sus ojos, resumían la condición humana: el tiempo y la memoria, el espacio y la ciudad, los animales y las cosas, la vida y la muerte” (Rafael Rojas: “El paso de Eliseo Diego”, Los universitarios, n.º 23, 2003, p. 11). En su artículo “Eliseo Diego entre la penumbra y la luz”, Alberto Lauro también percibe estas afinidades, y las diferencias, entre los dos poetas: “Ambos testimonian la pérdida infinita e irrecuperable pero las respuestas son totalmente divergentes” (en Enrique Saínz, Acerca de Eliseo Diego, ed. cit., 1991, p. 312). Jorge Teillier constata las cercanías entre ambos libros, en este sentido, escribe sobre Diego: “Su parentesco espiritual está con Borges de Fervor de Buenos Aires” (Jorge Teillier: “Eliseo Diego: El oscuro esplendor”, Anales de la Universidad de Chile, n.º 141-144, 1967, p. 324); mientras Jorge Luis Arcos, en sus “Notas sobre el canon (Introducción a un texto infinito sobre el canon poético cubano”, escribe: “un libro como Fervor de Buenos Aires parece un antecedente ineludible de En la Calzada de Jesús del Monte de Diego” (Jorge Luis Arcos: Desde el légamo. Ensayos sobre pensamiento poético, Colibrí, Madrid, 2007, p. 44). También Luis Rafael Hernández se ha referido a las cercanías entre ambos poetas y señala asimismo: “las relaciones entre Fervor de Buenos Aires y En la calzada de Jesús del Monte son evidentes en una lectura comparativa entre ambos poemarios” (Luis Rafael Hernández: Eliseo Diego: donde la demasiada luz, Unicornio, La Habana, 2004, p. 56), pero como muestra de esa “lectura comparativa” deja solo la siguiente afirmación: “Los dos autores, en estos libros, se empeñan en edificar las utopías de sus naciones a partir de las alegorías que ofrecen sus ciudades capitales” (p. 56).

[8] Mario Benedetti: “Eliseo Diego y su brega contra el tiempo” [entrevista], Los poetas comunicantes, Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1972, p. 176.

[9] Como se sabe, Diego se refiere al artículo de Ángel Gaztelu sobre la poesía de Lezama, en la que la define con esta imagen. Eliseo Diego: citado en Abel Prieto, “En la Calzada, cuarenta años después”, en En las extrañas islas de la noche (Entrevistas a Eliseo Diego), Unión, La Habana, 2010, pp. 113-121.

[10] Ibídem, p. 114.

[11] Jorge Luis Borges: Fervor de Buenos Aires, Obras completas, Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, t. I, p. 52.

[12] Eliseo Diego: “Vida y obra”, El Libro de quizás y de quién sabe, Unión, La Habana, 2015, pp. 107-108.

[13] Jorge Luis Borges: Fervor de Buenos Aires, ed. cit., p. 37.

[14] Sylvia Molloy: “Flâneries textuales: Borges, Benjamin y Baudelaire”, Variaciones Borges, nº 8, 1999, p. 17.

[15] Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana. Apuntes históricos, Editora del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963, t. II, p. 17.

[16] Ángel Augier: “X. En la Calzada de Jesús del Monte”, Poesía de la ciudad de La Habana, Letras Cubanas / Ediciones Boloña, La Habana, 2001, p. 188 (las citas entrecomilladas de Augier están tomadas de La Habana. Apuntes históricos, de Roig de Leuchsenring).

[17] En su artículo “Quotidienneté et transcendance d’un voyage transitionnel. Notes pour une lecture de En la calzada de Jesus de Monte d’Eliseo Diego”, Daniel Vives señala con acierto cómo en el poemario de Diego pueden encontrarse “les principales coordonnées architecturales et urbanistiques de La ciudad de las columnas, décrite por Alejo Carpentier” (América. Cahiers du CRICCAL, n.º 26, 2001, p. 138).

[18] Alejo Carpentier: La ciudad de las columnas, Instituto del Libro, La Habana, s. p.

[19] Abel Prieto: ob. cit., pp. 116-117.

[20] Guillermo Rodríguez Rivera: “El origen de la familia”, Unión, n.º 2, 1968, p. 153.

[21] Roberto Méndez: “El oscuro esplendor de la Calzada”, en Enrique Saínz, Acerca de Eliseo Diego, ed. cit., 1991, p. 330.

[22] Virgilio López Lemus: El siglo entero. El discurso poético de la nación cubana en el siglo XX, Oriente, Santiago de Cuba, 2008, p. 163.

[23] Julio Pino Miyar: “La Habana invisible. En la Calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego, teología de un poemario”, Letralia. Tierra de Letras, n.º 280, Año XVII, 18 de marzo de 2013.

[24] José Lezama Lima: “Un día del ceremonial”, ed. cit., p. 48.

[25] Roland Barthes: “La metáfora del ojo”, Ensayos críticos, Seix Barral, Barcelona, 1973, p. 284.

[26] Italo Calvino: Las ciudades invisibles, Siruela, Madrid, 1997, p. 58.

[27] Sobre el cambio de nombre de la calle, dice Emilio Roig de Leuchsenring: “A esta calle […] el Ayuntamiento, accediendo a solicitud de la Asociación de Emigrados Revolucionarios Cubanos, le varió el nombre por Avenida de Diez de Octubre” (ob. cit., p. 41). El periodista Ciro Bianchi, señala 1918 como la fecha en que se impone el cambio en su libro Paseo por La Habana (Editorial José Martí, La Habana, 2015, p. 74).

[28] Emilio Roig de Leuchsenring: ob. cit., p. 28.

[29] Ídem.

[30] Gaston Bachelard: La poética de la ensoñación, Fondo de Cultura Económica, México D. F., 2013 [edición electrónica].

[31] En su artículo “Treasure Island en tres poetas hispanoamericanos: Borges, Eliseo Diego y Jorge Teillier, Niall Binns ha explorado la atracción de Borges y Diego hacia esta famosa novela de Robert Louis Stevenson (en Carmen Alemany, Remedios Mataix y José Carlos Rovira (coord.), La isla posible: III Congreso de la Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, Universidad de Alicante, 2001, pp. 101-109).

[32] Cintio Vitier: “Decimoquinta lección. La poesía de la memoria en Diego. Lo criollo y lo cubano”, Lo cubano en la poesía, Universidad de Las Villas, 1958, p. 425.

[33] Jorge Luis Borges: Fervor de Buenos Aires, ed. cit., pp. 48-49.

[34] Ida Vitale: “Una invitación a estarse atento” [1975], en Enrique Saínz, Acerca de Eliseo Diego, ed. cit., p. 136.

[35] Fina García Marruz: “Ese breve domingo de la forma”, Hablar de la poesía: Letras Cubanas, La Habana, 1986, pp. 396-401.

[36] Las palabras aparecen en un texto hasta ese momento inédito del poeta y al parecer sin título, que Ivette Fuentes recupera de la papelería de Diego y publica por primera vez en 2006 (Cfr. Ivette Fuentes: A través de su espejo (sobre la poética de Eliseo Diego), Letras Cubanas, La Habana, 2006, p. 27). Según señala la estudiosa, “el eje central de la conferencia se construye alrededor del concepto eliseano de poetizar” (p. 19).

[37] Francisco José Cruz Pérez: “Eliseo Diego, las precisiones de perplejidad”, Cuadernos Hispanoamericanos, n.º 529-530, 1994, p. 263.

[38] Eliseo Diego: citado en Emilio Bejel, “La poesía de Eliseo Diego (Entrevista con el poeta)”, Inti. Revista de Literatura Hispánica, n.º 18-19, 1983, pp. 43-58.

[39] Eliseo Diego: La insondable sencillez. Ensayos, ed. cit., p. 252.

[40] Rafael Rojas: “Tan callado el maestro”, Motivos de Anteo: Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, Colibrí, Madrid, 2008, p. 344.

[41] Fina García Marruz: ob. cit., p. 400.

[42] Enrique Saínz: ob. cit., p. 363.

[43] Rafael Rojas: “Tan callado el maestro”, ed. cit., p. 344.

[44] Gaston Bachelard: ob. cit., pp. 236-237.

[45] Rafael Rojas: “Tierra sin telos, sin participación”, Motivos de Anteo: Patria y nación en la historia intelectual de Cuba, ed. cit., p. 294.

[46] Gaston Bachelard: ob. cit., p. 26.

[47] El Avance criollo era el nombre completo de ese periódico cubano de la etapa republicana, conocido popularmente como Avance, fundado en 1934, y que fue intervenido por el Estado tras el triunfo de la Revolución cubana en 1960.

[48] Eliseo Diego: Obra poética, Unión, La Habana, 2001, p. 117.

[49] Paula Masi: “Eliseo Diego: la comunidad poética en En la calzada de Jesús del Monte (1949)”, en “El lugar de la poesía. Xavier Villaurrutia, Eliseo Diego y Paulo Leminski”, tesis doctoral, Princeton University, 2011, p. 87.

[50] Rafael Rojas: “Tierra sin telos, sin participación”, ed. cit. p. 291.

[51] Merece la pena citar el artículo de Pablo de Cuba Soria “Cavando (en) la penumbra del poeta. Una visita al «sitio» de Eliseo Diego”, donde el autor escribe: “Que si la poesía de Diego se sostiene desde un catolicismo, resulta innegable, pero es una fe martillada por ‘infernales pesadillas’, jamás una fe de simples lecturas de salmos en un banco de colegio” (en Encuentro en la red, Cubaencuentro, 16 de febrero, 2005).

[52] Roberto Fernández Retamar: La poesía contemporánea en Cuba (1927-1953), ed. cit., p. 143.

[53] Virgilio Piñera: “La isla en peso”, La isla en peso. Obra poética, Unión, La Habana, 1998, p. 34.

[54] Eliseo Diego: La insondable sencillez. Ensayos, ed. cit., p. 41.

[55] Ottmar Ette: “Una literatura sin residencia fija. Insularidad, historia y dinámica sociocultural en la Cuba del siglo XX”, Revista de Indias, n. 235, 2005, p. 741.

[56] Ottmar Ette: ob. cit., p. 744.

[57] Eduardo Milán: “Ensayo sobre poesía”, Ensayos unidos. Poesía y realidad en la otra América, A. Machado Libros, Madrid, 2001, p. 172.

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MILENA RODRÍGUEZ GUTIÉRREZ
Milena Rodríguez Gutiérrez (La Habana, 1971). Poeta y Profesora Titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Granada. Autora de Entre el cacharro doméstico y la Vía Láctea: poetas cubanas e hispanoamericanas (Renacimiento, 2012). Ha preparado la edición y prólogo de las antologías El instante raro, de Fina García Marruz (Pre-Textos, 2010) y Otra Cuba secreta. Antología de poetas cubanas del XIX y del XX (Verbum, 2011), así como del volumen colectivo Casa en que nunca he sido extraña. Las poetas hispanoamericanas: identidades, feminismos, poéticas (Peter Lang, 2017). Ha publicado, entre otros, el libro de poemas El otro lado (Renacimiento, 2006). En 2020 realizó la primera edición en España de En la Calzada de Jesús del Monte, de Eliseo Diego (Pre-Textos, con palabras preliminares de Josefina de Diego).

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