Hace unas semanas asistimos a un nuevo capítulo de esa gran telenovela que es el arte cubano en Madrid. Esta vez el relato ofreció un panorama subidito de tonos y sobrado de arrebatos, un panorama –digo yo– escabroso, licenciosamente teatral, un panorama lascivo y tentador. Y todo, vaya cutrería, acerca de un retrato por encargo que el artista Richard Somonte hizo al presidente argentino Javier Milei y sobre el que habló, en su canal de YouTube, y sin pelos en la lengua, el crítico y teórico del arte español Fernando Castro Flórez. De ese episodio, tan sugerente como mediocre, tan rico como anodino, tan picante como insípido, se ocupan, en algo, las líneas que siguen. Unas líneas que, sin ser blancas, desean evitar el exceso, la impostura concertada y la pasión que se cifra entre el bolero y la vida. Voy a intentar, ingenuo de mí, cierta objetividad crítica. Esto último por decir algo, algo que mantenga viva, ficticiamente incluso, la antorcha de “la verdad” y de cierta imparcialidad.
Siendo así, e imposible de otro modo, este texto va dirigido a los ofendiditos y a los adalides de lo políticamente correcto; también, claro, para las hordas de oportunistas que se sumaron –desde el desconocimiento y la ignorancia más repelente– a esa suerte de apaleamiento colectivo, por parte de un sector de la comunidad artística cubana asentada en Madrid, contra Fernando Castro Flórez; también a los que solo actúan en la sombra, esa misma que prefiere la cobardía del mensaje privado. Una privacidad que, en efecto, evita la honestidad y la militancia de una actitud deliberante, abierta y húmeda.
La cuestión, en apariencia, era simple: el artista hizo lo que hacen los artistas que es ejecutar una obra más o menos virtuosa; el crítico, en cambio, hizo lo que se suponen hacen los críticos y que no es otra cosa que emitir juicios de valor. Uno pinta y el otro opina. Hasta ahí la cosa iba bien antes de torcerse por el camino de las pasiones desatadas y de los arrebatos sin control ni fundamento. Del cumplimiento premeditado de sus respectivas responsabilidades para con su medio, se pasó, escandalosamente, al escarceo típico de cualquier drama latino, de cualquier teatro en el que los actores son solo la proyección fálica de un director omnisciente. Sin prisa y también sin pausa, la dramaturgia se ocupó de rescatar lo mejor del solar y de la chancleta. Toma lo tuyo aquí, parecía el eslogan de un debate que destiló alquimia de todo tipo y color. Al final, lo cierto es que todos, el artista, el crítico y los apaleadores venidos a menos, quedaron muy mal parados al entregarse a una puesta en escena atravesada por la adversidad y el desatino, por las emociones y el desequilibrio. Sucumbieron, sin excepción, en un remolino pasional del que más tarde decidieron el abandono, no sin haber ofrecido antes un paisaje cubista enjundioso en agravios, descalificaciones, ofensas y lloradera al mejor estilo reality.
Lo aberrante de la situación sirvió, y mucho, para colegir lo que siempre he pensado acerca de la crítica de arte, los artistas, las barricadas y el mercadeo de la opinión. Especialmente cuando se pretende hacer leña de un árbol que nunca cayó y que no va a caer; un árbol cuya sombra ha sido –y es– hospitalaria e inclusiva para todos los cubanos llegados a España. Aquí tendríamos que abrir un paréntesis enorme y favorable para otros tantos que no se han venido a vivir a este raro país, y así todo han disfrutado y se han beneficiado de su generosidad intelectual, vía congresos, presentaciones, recomendaciones, invitaciones, defensas e implicaciones muchas, etc.… Pero volvamos al hecho a sabiendas de que su rendimiento sirvió para poner en evidencia, para corroborar, para certificar, para demostrar, para probar, para constatar, para testimoniar, para reflejar, para mostrar, para revelar, para traslucir y para patentizar la terrorífica dinámica de un sistema llamado arte y de lo peligrosos de los linchamientos en las redes sociales.
¿Qué evidenció, entonces, este episodio?
- Primero, que los artistas, definitivamente, no aceptan ni asumen el discurso de la crítica ni sus signos si esta no es elogiosa y complaciente respecto de su obra.
- Segundo, que la soberbia asoladora de esos mismos artistas es la imagen inequívoca de una necesidad de afirmación que muchas veces anula cualquier principio de reflexividad en beneficio de las más soberana de las estupideces.
- Tercero, que a los cubanos y a la comunidad cubana, les resulta imposible alejarse del formalismo totalitario traducido en la frase “conmigo o contra mí”. Los cubanos, vaya paradoja, replican hasta el cansancio la lógica de ese sistema dictatorial, reglamentario y excluyente del que todos salieron huyendo.
- Cuarto, que la vehemencia desproporcionada de los agentes activos del campo del arte –léase otros críticos e intelectuales del medio– está a la que se cae para dar palos a falta de una actitud crítica deliberante y oportuna.
- Quinto, que se está produciendo una preocupante ascensión de cierta perspectiva extremista de derecha en el seno de una comunidad que confunde las bondades sociales de la izquierda con el comunismo-socialismo cubano.
- Sexto, que la reactividad, en tanto desplazamiento de la voluntad reflexiva, nunca es una opción analítica que merezca la pena considerar en el terreno del debate.
- Séptimo, que el concepto de defensa ciega –que no es nuevo, por supuesto– siempre ha dado lugar a todo tipo de barricadas, de oportunismo y de violencia sistémica.
- Octavo, que la acción de reclamar un sitio, de refutar un juicio de valor, o de quejarse de algo, no debe ir de la atención crítica –con cierta o mediana pertinencia– a la urgencia cuestionable del boicot colectivo.
- Noveno, que el desconocimiento y la ignorancia, en que vive hoy gran parte del arte cubano, no deberían constituirse en regla moral, cuando en verdad deberían ser censurables o punibles por ley.
- Décimo, que la falta de recato, la falta de respeto, la falta de prudencia, la falta de civismo y la escasa o nula autoridad para decir y afirmar, conducen –de facto– al ridículo.
“Diario de un escándalo” bien podría ser el título de esta historia, pero no vamos a perpetrar un análisis, o algo que se le parezca, sujeto al repaso de la intencionalidad dramática ni al acercamiento y conteo de cada una de las opiniones, de las intervenciones, de las pataletas y de los molestos oportunismos que hicieron gala de su flagrante miseria. Vamos, en cambio, a pensar sobre los dos protagonistas de este romance mediático; vamos, si acaso, a introducir un tono extrañamente esclarecedor, cínicamente conciliador. Voy, en definitivas, a jugar a ser aquello que no soy, toda vez que ellos dos, Fernando y Richard, se equivocaron, como ya mismo me equivoco yo, en su entendimiento del límite, en la comprensión de esa sabia sentencia que te dice, nos dice, hasta aquí puedo llegar.
Al ser la escritura un ejercicio solitario y onanista, su dominio está gobernado por la polaridad, la contradicción y la perturbación. Escribir, por tanto, me permite acercarme a la apariencia y a la esencia de las cosas desde perspectivas que pueden ser delirantes y engañosas; me permite comprender, entretanto, que no importa lo que sucedió sino lo que juzgamos que sucedió. Dicho esto, y atendiendo a la noción de que toda escritura es la derivación de un acto subversivo y el espejo de una gran ficción, hagamos entonces un poco de malabarismo e intentemos llenarnos de valor –sin miedo–, pese a que el fuego de la solidaridad comunitaria alcance las alas, es decir, mis alas. No obstante, reconozco que arder, arder y arder es más tentador y delicioso que cualquier otra cosa.
Sobre Fernando Castro Flórez, que en su momento fue amigo (hoy somos, si me apuran, dos desconocidos) habría que decir mucho, y tanto que decir. Pero voy a suscribirme, en términos de referencias, al contexto inmediato de lo que este señor ha hecho por el arte y los artistas cubanos. Valga decir que no ha sido poco, más bien diría que ha sido mucho, lo suficiente como para desacreditar todas las acusaciones recibidas durante esos días fatídicos, teatrales y travestis. El exceso, ya lo advirtieron, es una de sus virtudes, para bien y para mal. Su apoyo incondicional al arte cubano ha ido desde la certificación crítica más aguda, sujeta a una pulsión ensayística envidiable, hasta la más virulenta denuncia pública respecto de los abusos y atropellos del Estado cubano y de la Institución Arte en Cuba respecto de sus intelectuales y artistas dentro y fuera de la isla. La falta de memoria de algunos y el analfabetismo de otros es, cuando menos, una ofrenda escandalosa. Considero que las embestidas mediáticas, precedidas casi siempre de un gran desconocimiento o dependientes del nomadismo, solo sirven para recordar su lugar a los idiotas y a los necios. Esto último sin descartar el daño que ellas provocan. Más aún, estoy convencido de que no existe una comprensión suficientemente abarcadora de la naturaleza humana sin la apoyatura convaleciente de la exageración y el disparate.
Pienso en “los apaleadores” mediáticos como una suerte de sujetos sujetados, como una suerte de pasivos agresivos responsables de un imperativo descalificador que solo conduce al despropósito y a la indigencia. Pienso en ellos, también, como los disolventes oportunos, como los árbitros de extralimitadas sentencias, como los incubadores de un virus descarado que usa/abusa de la ignorancia ajena. Más allá de toda enjundia intelectual, estos procedimientos mediocres, inconvenientes y ortopédicos fagocitan cualquier tipo de sensibilidad y de inteligencia.
Para los que no conocen a Fernando, y creo que la mayoría de los que comentaron en redes no le conocen, debo decir que es, en términos intelectuales, un genio, un erudito, un delicado de los últimos, un sobrado de manual y un provocador de fuste. En lo personal es, también, visceral, polémico, performático, hiperbólico, histriónico, exagerado, abundante, barroco, cínico… Pero, por encima de todo, es humano, cercano y muy generoso. Llamarle, como lo hizo cierto artista cubano que habita entre nosotros, “colonialista”, “xenófobo” y “machista”, no solo es un despropósito y una injusticia, sino que es una falta desmesurada a la verdad, máxime cuando ese mismo artista no ha hecho sino tipificar la imagen del machirulo cubano con el roncito y el tabaco en manos.
La acusación colectiva emprendida contra Castro Flórez fue abundante en todo menos en objetividad crítica. Desde los que anunciaron su decepción más oportuna hasta los que se apresuraron en adjetivar sin escrúpulos, quedó trazado el itinerario de una cacería malintencionada y de un linchamiento a lo letra escarlata. La rebeldía (y la cobardía) de muchas de las afirmaciones que alcancé a leer no dejaron de recordar la grandeza de nuestras imperfecciones y la pobreza de las multitudes enardecidas que acreditan su cuestionable legitimidad en las redes sociales.
A Fernando Castro, el apaleado, se le deben infinitas visiones críticas sobre el arte cubano y no pocas curadurías sobre el mismo. Se le deben muchos prólogos, conferencias, tutorías, introducciones, observaciones, asesorías y apuntes frondosos sobre el arte cubano desde el filo de una escritura que pertenece al mejor de los linajes. No solo ha apoyado la carrera y la obra de artistas cubanos instalados en Madrid, sino también la de otros muchos asentados en Cuba y en toda la geografía global. También ha sido, y esto hay que decirlo, tremendamente generoso con los intelectuales cubanos que él –con severa humildad– ha considerado iguales. Voy a evitar los nombres por la extrema sensibilidad en unos casos y la falta de empatía en otros, pero sí puedo (y quiero) hablar de mí. Debo a este señor unos cuantos prólogos personales por los que jamás cobró un céntimo; así mismo debo el prólogo de la antología Lenguaje Sucio: Narraciones críticas sobre el arte cubano, publicada en 2018 por el sello editorial Hypermedia y que reúne en su índice a algunos de esos mismos críticos alistados, también, en las filas de los que detentaron el oprobio, la condena colectiva y el escarnio desdichado.
La exageración de un crítico, su capacidad para agenciar polémicas y para desatar pasiones, no debería entenderse nunca como el resultado de una actitud agresiva, sino como el eco virtuoso de un hacer ceñido al sello de lo propio, lo distinguido, lo reconocible. En un mundo de tanto formalismo, de tanto emprendimiento vulgar, de tanto carácter apagado, de tantas personalidades grises, de tanto “quiero y no puedo”, ser la luz brillante de un género en decadencia, merecería un premio. Y, ya que hablamos de Cuba, asumimos esa luz, también, como el queroseno o el querosén. Es decir, tener luz brillante, luz propia, supondrá, siempre, e indefectiblemente, ser un sujeto inflamable y explosivo. Eso es Fernando Castro, un sujeto-objeto inflamable e incendiario. Un sujeto al que sus padres, vaya ironías del destino, le adjudicaron un apellido que es la pesadilla de todos los cubanos. Ser un Castro, desde el lugar que sea, sí que es un delito. Pero, ¿qué culpa tiene este hombre, qué culpa tiene él de este apellido? Ninguna, obviamente ninguna, claro está. Si existe culpa y responsabilidad, en su caso, es por el hecho de amasar una carrera intelectual con la que muchos soñaríamos. Creo, sin ningún género de duda, que algunos y algunas aprovecharon ese contexto de dependencia tóxica, sin darse cuenta, para permitir que aflore un clarísimo sentimiento de envidia, de mucha envidia. Cuando el derecho a la opinión es ridiculizado a ese extremo, sucede que el concierto de máscaras cae en picado y el boicot se hace demasiado evidente. Los escraches, por definición, remiten a un público borrego y no dejan ser un termómetro que permite medir con eficacia la toxicidad del pensamiento dogmático.
Sobre el artista Richard Somonte, también, hay mucho que decir. Lo primero, y más importante, es que Richard es un excelente pintor, un gran pintor, un tipo dotado de una excelencia técnica fuera de serie, lo que no le exime, igualmente, de ser un mal artista contemporáneo en este preciso momento. De hecho, me resultó infame el diagnóstico de Castro Flórez en el que consagra como mala pintura la que ejecuta Richard. Ese enunciado no solo lo leí como un oportunismo del crítico, sino también como un golpe bajo precedido de una gran cuota de injusticia. La destreza pictórica de este artista es, sencillamente, envidiable, lo mismo que su generosidad para el trabajo y, por ende, su capacidad de producción. Sin embargo, su escogencia de temas es absolutamente mediocre y lamentable.
Somonte tuvo la suerte de exponer en la galería My Name’s Lolita Art una obra extraordinaria, una narración pictórica que conjugó –de una manera casi sublime– la eficacia conceptual con un rango superior de belleza. Este artista, insisto, tuvo la suerte de trabajar con Ramón García Alcaraz, director de esta galería, y uno de los tipos más cultos, inteligentes, simpáticos y sensibles al discurso de la pintura en este país. Esa pintura de entonces tenía (y tiene) todas las credenciales del triunfo. Tanto es así que otra galerista, impecable y sofisticada como lo es Sabrina Amrani, me llamó para interesarse por su obra. Hablo de una mujer francesa de origen argelino, que, si tuviera que destacar algo de ella, sería, al menos para mí, su enorme sensibilidad y su agudeza en términos de apreciación artística.
Sirva esto último, si acaso, para señalar que ese inicio madrileño de Somonte fue brillante en todos los sentidos. Tan oportuno y contundente que obliga a la urgencia de una pregunta: ¿qué provocó en el artista ese proceso migratorio de una obra francamente extraordinaria a una producción artesanal tan triste y mediocre? Me atrevo a asegurar que fue, precisamente, otra gran urgencia la responsable de esa digresión folklórica: la urgencia de vivir. AQUÍ y AHORA, son conceptos fundamentales –y trascendentales– para un inmigrante. Otro escenario en el que tengo, con distancia suficiente, todos los avales para decirle a Castro Flórez, y al resto de críticos e intelectuales españoles, tan entregados a hablar sobre la figura del viaje, las retóricas de los desplazamientos humanos y de los síntomas migratorios, que no existe teoría cultural alguna que pueda satisfacer mínimamente la desgracia de vivir en tierra ajena. La otredad, más que ese concepto convertido hoy en un sintagma rentable y coqueto, es una auténtica maldición.
Richard es un hombre exiliado, es esposo, es padre (de los buenos, me consta), pero también es pintor; es lo uno y lo otro, es todos en uno. Este escenario, sospecho, le obliga a hacer reajustes necesarios, reajustes que no siempre corren la mejor de las suertes. Y lo cierto es que, siendo el gran pintor que es, ha redundado, para mi propio pesar, en un ejecutor de feria que extravió la brújula de ese primer camino preñado de luz. Atender a las críticas, vengan de donde vengan y tengan el tono que tengan, es menester de los artistas que se respetan a sí mismos. Pero, si en cambio, la reacción furibunda y la ridiculización de la voz crítica se convierte en el modus operandi, entonces se pierden todas las perspectivas y todas las posibilidades de análisis. Lo importante no es dominar; lo importante es aprender e interiorizar. No quiere decir esto que haya que asumir en su totalidad los planteamientos críticos del otro, pero sí efectuar un contrabando eficaz con esas ideas, sacarle algún partido, convertirlas en beneficio. Creo que, en el caso de Richard, este llamado de atención –cierto es que con fallos de tono– debería aprovecharse en lo tocante a una (auto)revisión de la actual obra. El aprendizaje nunca termina. Cerrarse a la opinión ajena denota dos cosas: de una parte, el reconocimiento de la impotencia; de otra, la celebración de un estado ilusorio de libertad. Ni la una ni la otra conducen a la felicidad plena, más bien te estrellan contra la enajenación y la ignorancia.
En lo relativo a su destreza y a su pericia como pintor, hay que subrayar otra gran virtud de Somonte, y es que lo suyo es el gran formato. Es admirable su enorme capacidad para hacerse con esos tamaños y ejecutar obras absolutamente desconcertantes. Su retrato del músico Chocolate, bien lo sugirieron algunos de sus seguidores y apologetas, merecería estar en el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba. No se le puede negar su habilidad, bajo ningún concepto ni pretexto se le puede negar. Sin embargo, y muy a pesar de estas epifanías suyas, reconozco en él la persistencia de un pensamiento que no parece joven. Hasta para ser puta, diría una amiga, hay que tener estilo; para envejecer, también. Todo, al final, es una performance, es una actuación más o menos condensada, es un hacer y un devenir, es un ser y un existir. Todo es mapa y ficción: ya nada es el territorio ni la realidad.
La esfera artística es, como otras tantas esferas de producción cultural, un espacio para la generación de sentidos y de discursos. Es un ámbito privilegiado para pretextar la voz y ensayar un léxico perfectamente apto para dar cuenta de la realidad contemporánea. Pero sucede, a ratos, que los responsables de esa gestión significante y significativa se dejan arrastrar por las aguas mansas que bañan un contexto de representaciones bastante mediocres y anodinas. Desde que un artista cubanoamericano, el enorme Félix González Torres, demostrara que el vocabulario minimalista podía también ser abiertamente político, decididamente político, enfáticamente político, quedó claro para muchos la renovación del compromiso crítico del arte más allá de la complacencia retiniana, de la vacuidad temática y del orden más o menos distraído de las formas. Sin embargo, asistimos permanentemente a una puesta en escena en la que los protagonistas atienden atontados a todas las convenciones más restrictivas de la práctica artística. Ignoran esa voluntad interpelante y deliberante, que, la mayor de las veces, desautoriza el acento moralizante y la condición concluyente y totalitaria.
De esto último tampoco se escapan los críticos e intelectuales de la escritura que, también, se entregan a un ejercicio crítico demasiado blando y antiguo, un discurso que muchas veces arbitra la manipulación de la realidad y de los hechos, al mismo tiempo que antepone siempre la conveniencia personal a la relativa idoneidad del juicio de valor. Quizás por lo mismo, en los desempeños de muchos críticos se advierte un impulso tiránico fundamentado, equívocamente, en una suerte de autopercepción divina. Yo, que ejerzo la crítica hace más de veinte años, siempre he partido del hecho de equivocarme, de errar, de extraviarme. La crítica no es absoluta, la crítica es vulnerable, es dialógica, es errónea, es (in)eficaz, es personal y subjetiva siempre; es, en ocasiones, hasta intrascendente. La crítica es, con independencia de su rango intelectual, un ejercicio humano que no ignora el poder, pero ejercer la crítica no debería de ser sinónimo de ejercitar poder. Personalizarla es cada vez más oportuno, sexualizarla es cada vez más viable, convertirla en el exclusivo (e inclusivo) terreno de entendimiento y de traducción de sentidos es, por encima de todo, su mayor contribución en términos de pertinencia y de eficacia. La crítica de arte, la crítica que yo entiendo como locución e interpelación sobre el tejido fónico de las obras, no necesita, no requiere, no pretende convencer a nadie. La crítica no tiene que imponer un argumento, tan solo basta con ofrecer un contexto de ideas, esbozar unas narraciones posibles, advertir un cuerpo –preferiblemente incómodo– de perspectivas. La crítica auténtica, si resulta prudente atender a esta afirmación, es un acto irrevocable de soledad extrema que luego se socializa y cobra sentido en la confrontación pública, esa misma que socava, ciertamente, el lugar de poder. Ahora bien, en ninguna de las circunstancias, la crítica debe o puede (o tal vez sí que puede) formular verdades absolutas al más rancio estilo moderno, como tampoco está dirigida a convertirse en la caricatura de la imparcialidad más ramplona: ni una cosa ni la otra. El alarde de autoridad es congénito a los desplazamientos subrepticios del crítico en su contexto. Es, de alguna manera, parte de su ontología. Ella, la autoridad, redefine la acción y la práctica que resulta de su micropoder. Y lo es, en igual medida, para los que disienten de esa autoridad como para los que se pavonean a partir de ella y en su nombre. Por tanto, la crítica de arte deja de ser un ensayo de categorías divinas e incuestionables, para abrazar, también, su cercanía irrefutable a las convenciones humanas.
Sirva lo anterior para explicar, en un intento igualmente absurdo de tener que explicarlo todo, que las históricas desavenencias entre artistas y críticos no han hecho más que refrendar esa idea relativa a mantener en vilo el juego de poder que entraña, irremediablemente, la persistencia de los antagonismos. Sirva también todo lo escrito para decirles que no sea crean absolutamente nada, que no se crean ni una palabra. No hace falta estremecerse con nada. No hace falta venerar ni maldecir a nadie. Hace falta vivir porque, al final, la vida manda.
Unos rien, otros lloran y otros sacan ventaja…ahora si que se completó el espectro de la cubanidad