mujer verde
'Bañistas lanzando cañas', Ernst Ludwig Kirchner, 1909

Hace diez años, en octubre de 2012, fui invitado por la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia (UPTC) para ofrecer un singular seminario-taller: “La literatura en sus otros lenguajes”. Me dio por averiguar, y exponer de forma hipotética y experimental ante los estudiantes, qué formas y qué conducta adoptaba la literariedad en la música, el cine y las artes visuales. Ha sido la única vez que me desempeñé como docente teórico en un posgrado.

Me instalé en una casa para profesores. Hacía mucho frío y la niebla reptaba por las calles del campus. Por las mañanas, ya a 5 metros no se veía. Me orientaba gracias al ruido de las voces lejanas y de los autos.

Me correspondió desarrollar las 12 horas del seminario en unos días que coincidían, según se leía en los carteles pegados en paredes y árboles, con algo llamado la “semana de la indignación”. ¿Indignación con respecto a qué?, preguntaba yo en mi interior. “Odiamos el capitalismo y la opresión”, me explicaron un día. “Ya empezamos mal”, me dije. Detesto los lugares comunes. El capitalismo te oprime y en general puedes hablar, decir, gritar, opinar, alzar un cartel y criticar sin que te metan en un vehículo policial, una celda, o te interroguen o te pongan un centinela en la puerta de tu casa. Pero estábamos en 2012, yo vivía en Colombia, y esa certidumbre todavía no había sido abiertamente certificada por la realidad de la isla.

En fin, no era para tanto porque se trataba de la “semana de la indignación”. Pero había fiestas nocturnas. Los alumnos becados, que eran muchos, se reunían alrededor de un enorme caldero donde hervían trozos de panela o raspadura de caña. A un cargamento de panelas se le agregaba agua, zumo de naranjas y al final un poco de ron. El frío se marchaba entonces a las montañas, lejos de las fogatas, y uno quedaba medio ebrio, entre músicas y jovencitas y jovencitos exasperados por el deseo. Deseo de conversar, de exponer sus ideas, de conocer a personas nuevas, de tener sexo, de cantar.

Allí conocí a la Mujer Verde (del pelo verde), que fue el origen, creo, de eso que llamo “mujer enriquecida”. He terminado nombrándola así debido a su costumbre de usar el cabello (corto) teñido de un sonoro verde trópico. Ese detalle me pareció kitsch en una joven de complexión aborigen, delgada y de pequeña estatura, hasta que ella misma me puso al corriente de algo de lo que hasta entonces no me había percatado: la Mujer Verde era (es) una mujer trans.

Dentro de la “semana de la indignación”, también denominada “semana del odio” (¿es fácil terminar odiando aquello por lo cual te indignas?), había dos días feriados. Dos días enteros durante los cuales el campus y las aulas quedaban vacíos por completo. Aun cuando podía refugiarme de la soledad en casa de algún amigo, tomé la decisión de permanecer allí, escuchando el delicado silencio nocturno tras pertrecharme de frutos secos, agua, jugos, pan, algo de queso y un poco de jamón. Nada mal. Ya desde la tarde del martes todo iba quedando vacío. Nadie regresaría hasta el viernes.

Quería saber qué significaba el hecho de estar solo (auténticamente solo) y qué se sentía en un sitio que era como una pequeña ciudad de momento yerma, despoblada, muerta. Me encontraría solo. En el “absoluto relativo” de hallarme solo, si así pudiera decirlo. Sin amparo, sin vecindades conocidas. Y una tarde, cuando el sol se ocultaba, caminé por el campus y lo que experimenté me resulta hasta hoy inexplicable.

La Mujer Verde era mi alumna. Me enteré por ella misma. Su trabajo final consistía en el relato de su experiencia (autoficción, así se llama ahora) con lo abyecto. Un relato intervenido por meditaciones suplementarias, como si en un mismo plexo verbal coexistieran una historia cierta, verídica, y su reflexión, su objetivación absorta. La Mujer Verde hablaba en voz muy baja, era cortés, un poco tímida y articulaba sus frases con disfrutable mesura. Me enseñó la bibliografía que usaba y añadió que necesitaba hacerme algunas preguntas para encaminar su trabajo y, de paso, adentrarse mejor preparada en mi seminario.

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Ella no tenía inconveniente en venir a verme uno de esos días feriados, a media tarde. Mi proyecto de soledad no asistida iba a joderse por unas horas, pero valía la pena.

El día acordado hablamos de lo abyecto, de esos estados “no socializables” del cuerpo (y del yo) en los que los fluidos atraen y revelan la presunción del deterioro, sin menoscabo del deseo. Pero la Mujer Verde no había sido seducida (o no se sentía motivada) por los grados de autoridad que el habla adquiere dentro de situaciones de abyección narrables o escenificables, y que contribuirían, gracias al habla, a la construcción de su género, que en todo caso era bastante fluido. Prefería el silencio y la significación progresiva de una mímica llena de insinuaciones y de morbo, por así decir. Olía, por cierto, a una mezcla de perfume boscoso con sudor fuerte.

Su caso era el de tantos sujetos que “no pueden ser” incorporados a las dinámicas culturales, políticas y sociales “consensuadas”. Era una desprotegida, una disidente de esos “ideales regulatorios del Estado”, pues practicaba, en la “elaboración” de su cuerpo, una “sinceridad” que devenía escandalosa. Le habían robado, pues, su condición de individuo por infringir un orden “natural”. Había sido castigada en secreto. Su abyección era el ejemplo de cómo lo abyecto es una de esas fronteras brutales que anhelan definir y separar lo que es humano de lo que no lo es.

Piel de colombiana caribeña. Boca grecolatina pero algo gruesa, como la de los bárbaros del norte en tiempos del imperio romano. Nariz recta, pequeña. Sus ojos tenían el color de la semilla de la papaya madura. Y olía raro, por no decir que mal.

“Quiero hablar de mi cuerpo y de mis espejos”, me dijo al sentarse frente a su taza de café. El café colombiano es maravilloso. Me habían regalado un paquete de Sello Rojo, la marca que yo prefería. Cuando llené mi taza y examiné a mi invitada, me di cuenta de que posiblemente era un varón que “confeccionaba” a una lesbiana butch. Le pregunté, acaso con una premura incorrecta, qué tipo de cuerpo prefería para el sexo, y su respuesta me sorprendió. “Cualquiera, siempre que pueda emocionarse y sentir y disfrutar conmigo”, dijo. “Fantástico”, asentí. Bebimos el café y un poco de agua mineral con zumo de limón. Me habló de su familia, de sus escritos. “Bien… creo que algo saldrá de nuestro diálogo”, aseguré. Fue ahí cuando me observó recto, a los ojos: “Para que algo salga de veras, usted deberá mirarme y verme”, me advirtió con aquella voz suave, bien timbrada, casi medrosa. Pensé que usaba una metáfora. Ya comprobaría yo que no era así.

Volvimos a la bibliografía, al café, a las falsas complicaciones del sexo. ¿La gente necesita complicar el sexo quizás porque es demasiado sencillo ejecutarlo o porque es aterradoramente efímero o porque siempre te dicen que hay que bajar la voz cuando hablas de tu placer y sus concreciones?

Le preocupaba su desnudez. No era, sin embargo, una preocupación trágica. Más bien se trataba de una inquietud traspasada por el fisgoneo de la curiosidad y por el aprieto de convertir en palabras todo el proceso. “Por eso tengo muchos espejos”, dijo. “¿Necesitas inspeccionarte a menudo?”, indagué. “Todos los días”, contestó resuelta, asombrada por mi pregunta. Aludí a la configuración de una mujer butch. “¡Ah!, ¿ve usted?, hay días en que mi butch necesita mirarse”, declaró. “¿Y cuándo ocurre eso?”, pregunté. “Cuando estoy con mi período, que son los días de mi extenuación”, respondió misteriosa.

Una chica trans que se pone bajo la piel de una lesbiana butch y que menstrúa.

“Vamos, invíteme a usar su ducha y tome esto, para que lo registre todo”, dijo al levantarse. Y me dio su celular. El recelo y la turbación me asaltaron. El cabello verde trópico se destacó con gracia por un instante mientras subíamos la escalera, rumbo a mi habitación. Dejó su mochila sobre mi cama y entramos en el baño. Iba despojándose de la ropa con una singular seriedad, sin mirarme y sin titubear. Su pene no era largo. El glande, totalmente cubierto, se destacaba por su elegante grosor. Un vello negrísimo, como de obsidiana hilada, adornaba el pubis. Pero lo más inesperado e insólito era que los testículos, parte de la base del pene y una buena porción del pelo estaban enchumbados en una pasta de color rojo y medio endurecida.

“Respire el aroma del agua y dígame, por favor, qué ve y qué siente usted”, dijo la Mujer Verde antes de sentarse, ceremoniosa y agitada, en el suelo de la ducha. Con los muslos abiertos y la cabeza hacia atrás, el chorro le daba en la verga. Y más exactamente contra el glande. El agua iba disolviendo el rojo sangriento mientras la erección se manifestaba con una magnificencia imprevista y contagiosa. “Tengo que lavarme así, espero que el olor no le moleste”, murmuró. Y después, en un tono más gentil, próximo a la ternura: “No se quede ahí, profesor… venga, entre”. El vapor se había acumulado lo suficiente como para desdibujarnos. Me desnudé y entré en la ducha y me senté frente a la Mujer Verde. Tenía un cuerpo, ¿lo diré así?, hermosamente asimétrico. Acaricié su pene, me manché las manos, olí el hierro de la sangre hasta embriagarme.

Aquello me asustó pero me hizo bien. “Ahora me doy cuenta de que olvidé tu celular encima de la cama”, exclamé. Se envolvió en mi albornoz y me miró. “Gracias por acompañarme en todo esto”, dijo. Salpicado por el agua, su rostro se veía muy bonito.

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