En una convención de ciencia ficción celebrada en Metz en 1977, Philip K. Dick pronunció una conferencia titulada “Si encuentran ustedes malo este mundo, deberían ver algunos de los otros”. Se trata de una de las meditaciones más fascinantes que he leído, y no solo sobre ciencia ficción sino en especial acerca de cómo podrían conectarse (y cómo se conectan de hecho en una mente como la de Dick) el fluir del tiempo, las experiencias reminiscentes, la idea de Dios, de los universos paralelos, la necesidad de olvidar y las conjeturas en torno al destino de la raza humana.
Al adentrarse en esos temas, creo que Dick pone de relieve una humildad y una valentía laudables: emite, con entusiasmo atemperado a ratos, opiniones y disquisiciones muy personales, pero se basa esencialmente en argumentos de sus novelas.
Hace 40 años Ridley Scott estrenó su película Blade Runner (1982), parcialmente apoyada en un relato de Dick. En el centro de la trama hay una médula sugestiva y turbadora: la querella entre la “naturalidad” del artificio y la “artificiosidad” de lo natural. Y al menos desde cierto punto de vista, esa escaramuza conceptual pone en entredicho la idea de la existencia de Dios.
En el primero de los Four Quartets, de T. S. Eliot, hay unos versos que conectan muy bien con el asunto del tiempo, las “paradojas” de olvidar/recordar, la identidad de Dios y el porvenir (que no siempre se identifica con el futuro). A su vez, estos “aprietos” que pertenecen a la Historia y a la Lógica se articulan con los encadenamientos y entramados que Scott y Aaron Guzikowski proponen en la serie Raised by Wolves (HBO Max – Scott es uno de los productores ejecutivos y dirige algunos episodios). Los versos de Eliot, siempre actuales, dicen así:
Time present and time past
Are both perhaps present in time future,
And time future contained in time past.
If all time is eternally present
All time is unredeemable.
What might have been is an abstraction
Remaining a perpetual possibility
Only in a world of speculation.
What might have been and what has been
Point to one end, which is always present.
[El tiempo presente y el tiempo pasado
Acaso sean presente en el tiempo futuro
Y tal vez al futuro lo contenga el pasado.
Si todo tiempo es un presente eterno
Todo tiempo es irredimible.
Lo que podría haber sido es una abstracción
Que sigue siendo posibilidad perpetua
Solo en un mundo de especulaciones.
Lo que podría haber sido y lo que ha sido
Apuntan a un solo fin, siempre presente.]
Más allá del hecho de que se trata de una historia donde las preguntas intentan definir: 1) los límites y limitaciones de lo humano (que vendría a ser “lo natural”, digamos), 2) los términos del artificio (sus restricciones, sus impedimentos), y 3) las fronteras, traspasables o no, que separan o modulan a ambos territorios (en la modulación, y a los efectos de una tecnología que permita crear “vida inteligente”, modular significaría compartir rasgos de lo artificial y de lo natural)… Más allá de ese hecho, reitero, el acierto de Ridley Scott en Blade Runner se hallaría, creo, en la posibilidad real de construir un espacio-tiempo absolutamente singular y poblado, en lo concerniente al drama, por personajes en cuyo diseño ese espacio queda analogizado.
Pero Scott dibuja primero el espacio-tiempo (first things first), y está convencido de que representarlo como una dimensión verídica, cierta, inquietante y espectacular es casi lo único que podría convertir la película en la representación de un orbe habitable.
Me manifiesto así, por medio de estas pobres metáforas, para añadir de inmediato que Scott, como otros cineastas –Federico Fellini y David Lynch, por ejemplo–, confía en la realidad instantánea del cine, afirmada a su vez en su posible (y probable) condición novelesca. En una entrevista incluida en un reportaje sobre la realización de Wild at Heart (1990), Lynch alude a la índole material de algo que, con normalidad, juzgamos arte, quimera y espejismo. Y observa, desde una gravedad mesurada, que los efectos de una película pueden evaluarse y comprobarse de muchas maneras (cuando Laura Dern, el personaje de Lula en Wild at heart, se mueve frente a un espejo, Lynch desecha esa toma y la retoca al pintar la pared donde está el espejo con un color endiabladamente preciso), y asegura que esa ilusión posee un momento de realidad ineluctable, pues allí nacen emociones, sentimientos, palabras, ideas y gestos (todo eso es materia en firme, sin duda) que son la parte humana (y novelesca) de la existencia.
El relato (insistiré en lo novelesco) de donde brota el mundo que Scott modela en Blade Runner es una narración de Philip K. Dick: Do Androids Dream of Electric Sheep? (1968). En términos de visualidad, Dick (un escritor que vivió dentro de sucesivas perversiones de la lógica, lo mismo en lo tocante a la ciencia que en lo que se refiere a la historia, el paso del tiempo y sus emblemas, como ya insinué) se encuentra “lejos” de Scott, se desvía de ese estilo que posee sus equivalencias y sus asideros precisamente en la barroca elegancia nocturna de la película, donde siempre es de noche y está lloviendo, y en la que la luz artificial mantiene un compromiso casi lírico con el carácter sistemático de la sospecha y con ese conjunto de figuraciones, vislumbres y recelos que transforman la ciudad de Los Angeles en el sumario posible de una distopía.
Esa “lejanía” (un escritor y un cineasta pensando en la artisticidad ficcional de lo distópico) es la que marca la diferencia y conduce a Scott a elaborar un universo asfixiante, lleno de objetos significativos, texturas atrayentes y arquitecturas macizas, descolocadas en cuanto a estilo, en un eclecticismo a punto de dialogar con el art déco y el art nouveau, pero siempre proclive a lo bruñido y lo ultramoderno, como puede verse en el apartamento de Deckard, el protagonista, y en el salón de la Tyrell Corporation, donde lo recibe el genial hacedor de los Nexus-6.
Se sabe bien lo que la película narra: una historia neo-noir que recombina diversas poéticas hasta conseguir un mood único, que solo un artesano como Scott era capaz de engendrar. Él va a las formas, muy funcionales, de las historietas clásicas de detectives, y encuentra a un hombre hastiado que está de regreso de todas las aventuras y los desengaños, y desde allí teje el desgaste del mundo, su desvarío, su soledad esencial, y nos cuenta cómo ese hombre, capaz de encontrar el amor de modo inesperado (en la replicante Rachael, única de su tipo, tan humana como muy humana) y en medio de una extrañeza que roza el absoluto, está obligado a perseguir y eliminar a un grupo de replicantes de la serie Nexus-6, los más avanzados, los más fuertes y lúcidos, y casi muere en el intento.
La ciudad que Scott sombrea, estiliza y retoca en Blade Runner tiene dos caras. En una aparece la densa realidad intercultural de la vida. La otra muestra un futuro retroactivo (luminarias típicas de los años cuarenta y cincuenta, ventiladores de esa misma época, elevadores de hierro y peinados y sombreros de los años veinte o treinta) que subsiste gracias a la manipulación genética masiva. La tecnología “dura” se ve poco o nada. Su invisibilidad quizás tenga que ver con el hecho de que ese futuro ha llegado a los procesos nanotecnológicos hipercomplejos y al orbe de las aplicaciones cuánticas. Además, es una suerte que el filme no sea exhibicionista (la ciencia ficción en manos de Scott nunca lo es). Cuando aparece algún vehículo espacial, vemos un artefacto que pasa a baja altura y muestra un rostro bonito (siempre el de una joven asiática) arrojando propaganda sobre las virtudes de la colonización del espacio exterior.
Lo sobresaliente de la poética de esta película, en lo que se refiere a cómo enfrentar tecnología y espíritu, intelecto y alma, se halla precisamente en el subrayado de lo que resulta de esa querella. Y lo que resulta es esencial: los límites de lo humano son tanto más confusos en términos éticos cuanto más desarrollo alcanza la tecnología. Y, al mismo tiempo, esos límites se indefinen hasta el delirio en términos somáticos. He aquí una cuestión que deviene filosófica y de la que se desprenden numerosas interrogaciones.
El encuentro íntimo de Rachael y Deckard ocurre en el apartamento de este, frente a un piano incongruente lleno de partituras y fotografías vintage que el detective colecciona. Rachael toca la música que se deja leer allí, en el atril, y lo que suena es ese piano idílico y lastimero (para nada futurista, en comparación con los sintetizadores de Vangelis, a cuyo cargo estuvo la música de Blade Runner) y un saxofón inspirado. Puro cool jazz.
Al final queda la frágil certeza de que lo humano sigue siendo un asunto de conductas y aspiraciones. Y cuando Deckard es vencido por su propia mezquindad al ver morir a Roy (el último de los Nexus-6), solo le queda la opción, ya muy deseada, de salvar a Rachael e irse con ella para construir una vida insólita y al margen, pero que sea de veras eso: una vida.