‘The Four Paintings about Sun #1’, Ilya Kabakov, 2013

En el año en que nací apareció en Cuba una reliquia del realismo socialista infantil. Poco tiempo después de su publicación, nos cruzamos. Quienes necesitan la ayuda de un lector para entrar a la historia pueden conservar un libro al que le faltan páginas. Tienen permitida la desprotección de los volúmenes, la pérdida de la portada y las primeras hojas. Confían en que una parte esencial del objeto es indestructible. Algo, probablemente la lectura, les ha garantizado su trascendencia. Yo no había leído este libro completo –porque no sabía leer, porque le faltaban páginas, porque quienes me lo leían omitían fragmentos– hasta hace unos años cuando busqué el reencuentro. La experiencia fue la de poner letras a una voz, palabras a una memoria que avanzaba más veloz que la vista. Los cuentos de Barandique se publicó por la Editorial Oriente en Santiago de Cuba. Su autora es Adolfina Cossío Esturo. Fue uno de los libros favoritos de mi infancia; su lectura total es una pesadilla.

El Barandique del título es un Rip Van Winkle local, personaje de Washington Irving y un nombre al que parece acercarse de costado. Van Winkle entretenía a los hijos de la villa con “largas historias de fantasmas, brujas e indios”, antes de subir un día de otoño a las montañas de Catskill, quedarse dormido por veinte años y saltarse la guerra de independencia de los Estados Unidos. A su vuelta del sueño, barbudo y envejecido, descubre que sus conocidos han muerto en la lucha. Barandique, a más de un siglo, vive cerca de otro cerro histórico, la Sierra Maestra, y aunque los últimos tiempos no los ha pasado durmiendo, los veinte años de revolución lo han envejecido hasta dejarlo hecho un narrador oral para los niños del poblado de Ceiba Alta. En sus historias también hay fantasmas, brujas, indios… Además de los pioneros que se acercan al salir de la escuela, vienen a oírlo campesinos de los cafetales, trabajadores de las vaquerías, el administrador de una granja, una enfermera, un ingeniero, el maestro y una machetera que ronda los cien años, hija de uno de los esclavos liberados en La Demajagua. Barandique había sido alfabetizado en 1961, “había adquirido el hábito de leer y se había instruido lo suficiente para abandonar las viejas ideas supersticiosas que antes abundaban entre los campesinos”.

La ilusión de haber superado la lucha de clases era una fantasía de control sobre cualquier oposición posible que reclamara una exigencia de comunidad. No se trataba del definitivo fin de la historia, sino del largo viaje hacia el fin de la realidad. En el recorrido, sin apuro, Barandique entretenía a su pueblo. Este escenario quedaba fuera de los cuentos anunciados en el título: entre una historia y otra se fijaban las escenas de una situación donde los oyentes intervenían con comentarios, la acción era mínima y aburrida, y el tiempo estaba detenido. Quienes me leyeron los cuentos siempre se saltaron esos fragmentos por considerarlos ilegibles, no por oscuros sino por no estar hechos, como tantos otros textos de esos años, para la lectura.

Macedonio Fernández escribe en su Museo de la novela de la Eterna que “en el momento en que un personaje aparece en una página de novela contando otra novela, él y todos los personajes que aparecen escuchándolo asumen realidad, y sólo se les siente personajes a los de la novela narrada: quiéralo o no el lector”. Donde más claramente yo había experimentado esta disposición había sido en Los cuentos de Barandique. Pero enfrentar a Adolfina Cossío con Macedonio es como lanzarla al foso de los leones y quedarse arriba contemplando cómo la doctora les enseña a leer a reglazos. La primera vez que mi vista cayó de pasada en uno de los fragmentos y leí el marco de los relatos me pareció, como la promesa del argentino, que me asomaba a la realidad.

En la distribución del relato enmarcado, Cossío se aplicaba al modelo dictado por el nuevo orden, pero reservaba para la literatura dentro de la literatura la forma tradicional de la fábula, cuentos asentados, según anuncia con la “Nota preliminar”, en los estratos familiares de su pueblo. Involuntariamente, la estructura exponía el lugar destinado a la voz de la ficción: la utilidad, la productividad, el repliegue del autor. Es un libro infantil con una nota que no está dirigida a sus lectores, ni a los lectores de los lectores. Abre con un informe. Luego de anunciar el origen oral de los cuentos, confiesa: “Todos han sido libremente reelaborados por mí, en un intento de adaptarlos a nuestros conceptos actuales y a la ideología de la Cuba revolucionaria”. Pobres leones.

La alegoría moral de los cuentos infantiles se hace consigna y el libro no pierde oportunidad para atacar la pereza, el camino más corto; a los villanos les echan la policía del reino; cuando una bruja es derrotada el castillo se convierte en un internado donde los niños “ríen, cantan, juegan, se instruyen y cultivan su huerto escolar”. La fábula que aporta uno de los invitados comienza: “En la Secundaria Básica en el Campo Triunfo de la Revolución había un embullo tremendo para la emulación entre las brigadas”; otro cuenta la historia de dos tractores de la granja Cuba sí. Cuando la enfermera trae a la tertulia una jaba de mamoncillos, los reparte “del modo más equitativo posible” y al terminar la distribución los educa: “Si se les va una semilla por el tubo respiratorio, puede causarles la muerte”.

Las historias del narrador principal, sin embargo, tratan de regresar a la lógica de quien no ha despertado y recurre a mundos ficticios. Los cuentos más memorables incluían una bruja que le clava un alfiler en el cráneo a una reina, la convierte en paloma y ocupa su lugar; otra secuestra muchachos y en las noches les da de beber un vino que los convierte en burros mientras ella bebe uno que la transforma en leona y se entretiene en perseguirlos; una niña secuestrada en una cueva tiene como vigilante a un gallo que amenaza con picarle los ojos; una cautiva escapa dejando que sus lágrimas sean quienes respondan al llamado del amo mientras ella gana tiempo en la huida. Algo más hacía el libro de Cossío para atraer la realidad, que no era solamente el método Macedonio: algunas de sus historias se extendían en la geografía nacional, y eso daba miedo. Para quienes nos habíamos acostumbrado a reinos tramontanos, zares y zarinas con múltiples hijos, aldeanas de trenzas de fuego, brujas entre abedules y campesinos tontos que llegaban a ser, gracias al ancho destino eslavo, héroes accidentales, encontrar una historia donde el diablo perseguía a una niña por Santiago era escalofriante. Partir una aguja para romper un hechizo es fácil en un cuento ruso, pero en la realidad es una proeza.

Barandique había aprendido a leer y escribir, aunque no se le ve ejercer ninguna de estas operaciones, sólo repetir historias imaginarias. El presente se resistía a tener algo nuevo que contar (más aún, escribir). Los cuentos de Barandique posponían la aventura de quienes lo oían, su círculo de pioneros quedaba incapacitado para apropiarse de un relato, ser su protagonista o narrador. Ser pionero era, en esos términos, la imposibilidad de vivir la aventura. No había descubrimiento del cual ser el primero: eran pioneros en el arte de la inmovilidad y la simulación del tiempo detenido; acompañaban al narrador en su sueño, del que no despertaba nadie.

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En los fragmentos de realidad por fuera de los cuentos, Cossío escribió además una breve investigación de 1979 sobre la rima en la poesía de Nicolás Guillén, y otra sobre un objeto de estudio más inesperado: El alzamiento del 9 de octubre en Macaca. El primero tal vez sea un libro previsible; el segundo, a juzgar por su título, es prometedor. La precisión de la fecha, cuando existe otra en el calendario nacional, más conocida, asignada al día después, a la que le disputa el término alzamiento, ¿quiere decir que ha descubierto que un día antes, en un lugar llamado Macaca, ocurrió algo que pudo haberse adelantado al origen de la primera de las guerras de independencia, y que su hallazgo desmontaría una línea histórica en la que se apoya el relato de la nación? ¿Sería capaz de eso la autora de Los cuentos de Barandique?

Cossío escribe no una teoría conspirativa sino una teoría de la conspiración que tuvo lugar en la zona donde creció. El alzamiento del 9 de octubre en Macaca fue publicado en 1968 a cien años de los eventos a los que regresa. El libro responde a la promesa de su título: dice tener un antecedente en su tesis de grado en 1938 titulada “Verdadera fecha del inicio de la Guerra de los Diez Años”; dice que es su homenaje a los héroes, de 1868 a 1959; dice que su autora es descendiente de la familia de Carlos Manuel de Céspedes.

En la introducción, Cossío enumera sus ocho objetivos: “Demostrar que hubo un alzamiento importante el 9 de octubre de 1868. Que el hecho ocurrió en la finca La Caridad de Macaca, propiedad de los hermanos Céspedes del Castillo. Que los primeros tiros sonaron en el lugar conocido por «la barranca de Vicana». Que la primera población tomada por los insurrectos fue el pobladito de Vicana. Que el jefe de este movimiento local fue Pedro de Céspedes y del Castillo. Que este alzamiento se efectuó bajo el liderazgo y por órdenes expresas de Carlos Manuel de Céspedes. Que el Padre de la Patria había planificado originalmente lanzar su proclamación de la libertad de Cuba en La Caridad de Macaca y no en La Demajagua, donde se vio precisado a hacerlo por una serie de circunstancias posteriores. Que la primera bandera que ondeó proclamando los ideales de la «década gloriosa», un día antes que la famosa de Cambula, fue confeccionada por Adolfina de Céspedes, hija mayor de Pedro y sobrina carnal de Carlos Manuel”.

El personaje principal de su historia es el Tío de la Patria, Pedro de Céspedes, que terminaría siendo su bisabuelo. La bisabuela, Ana Tamayo, tuvo una vida decimonónica y, como toda bayamesa, refulgente: sus padres fueron asesinados en un cayo en el golfo de Guacanayabo por la tripulación que los traía de regreso a Manzanillo luego de un viaje a España. La huérfana, que no había hecho la expedición familiar, creció en Bayamo al cuidado de una esclava. En la juventud su belleza la llevó a modelar para una virgen en la iglesia Mayor de la ciudad. De su matrimonio tuvo cinco hijos y murió joven. La capilla y la Virgen de los Dolores sobrevivieron al incendio de la ciudad. Pedro de Céspedes vivía en la hacienda de Macaca con su segunda esposa cuando el 9 de octubre dirigió el alzamiento y subió con su familia a las montañas de la Sierra Maestra. En 1871 su esposa, su hija mayor y ocho niños fueron entregados a los españoles para sobrevivir a la inanición. La prole insurrecta fue paseada en un carretón por las calles de Manzanillo y embarcada rumbo a Jamaica. A Pedro de Céspedes le correspondería a fines de ese año una misión a Nueva York, donde debía encontrarse con Francisco Vicente Aguilera. Llevaría, además, para otras mujeres, dos piezas como evidencias del sueño de la historia en el que vivían sus esposos: para la viuda de Figueredo, la empuñadura de su espada; para Ana de Quesada, la bandera de La Demajagua. Pero una enfermedad le impidió el viaje y se quedó en Jamaica. Pedro de Céspedes terminó capturado en el vapor Virginius, alquilado para llevar hombres y armas a Cuba, y ejecutado por el gobierno español junto a otros tripulantes acusados de piratería. “Amaneció nublado y frío”, comienza la nota en el Diario de su hermano, en las montañas, el día en que recibe la noticia: “yo quedo en tierra para llorarlo, socorrer a sus hijos y vengarlo, antes que me llegue el turno de abrazarlo en los dominios de la nada”.

Los otros dos personajes de la saga son Adolfina de Céspedes Tamayo y Francisco Estrada. En su relato, Cossío tarda en revelar la acción principal, como si escribiera un enigma, el misterio, en su caso, de por qué esta fecha familiar quedó fuera de la Historia. La autora reserva el recuento del día 9 para el capítulo dedicado a su tía abuela, la hija mayor de Pedro, de quien heredaría el nombre. Esta Adolfina de dieciséis años hizo la bandera que ondeó en Macaca cuando su familia y cuatrocientos hombres subieron a las montañas. En la manigua se casó y tuvo un hijo, con el que bajó en brazos junto a su madrasta y los hermanos para entregarse al enemigo y salir a Jamaica. Su esposo mambí, Francisco Estrada, otro testigo del alzamiento, le escribía en cartas cómo con un compás de dibujo se iba sacando catorce esquirlas de hueso de una herida en la pierna. A pocos meses de que acabara la guerra, fue descubierto y macheteado en el rancho donde se ocultaba. Las vidas de quienes cruzan por una guerra perdida acumulan desgracias que destruyen la lógica de cualquier relato. Al leer su historia sorprende que esa parte de la familia pudiera llegar a dar una bisnieta. Sobrevivieron dos hijas. Adolfina regresó a Cuba y se reencontró con la antigua esclava de su madre. Su hijo y su hermano menor habían muerto de viruela. Tal vez visitó –yo imagino que visitó– la capilla en la iglesia Mayor que había sobrevivido al incendio y alzó la vista hacia la Virgen de los Dolores y en el rostro de la santa, que era su madre adolescente, buscó los rasgos del destino que le había hecho vivir la Guerra de los Diez Años y un Día.

No hay grandilocuencia en Cossío, tampoco un tono confesional, parece alguien que aprovecha la oportunidad de compartir una historia familiar de la que está segura, de la que está cansada de estar segura, y que cree que tiene implicaciones mayores pero ya se ha dado por vencida y su única victoria es contarla una vez más. Su encrucijada es trágica: no se atreve a atentar contra la historia oficial, pero siente la urgencia de relatar el alzamiento pagano que ha protagonizado su familia. “Han sido cien años de olvido”, termina la bisnieta, “cien años en que hemos dejado que sobre sus nombres se acumule el polvo de la indiferencia”. En las primeras páginas de Los cuentos de Barandique, en esas páginas perdidas, descartadas, escritas en un tono de reporte, nos espera el reino del día antes. En la “Nota preliminar” de pocos párrafos, Cossío revela que las historias han llegado a ella por “familias campesinas de la zona de Macaca, en las cercanías de la Sierra Maestra”. ¿Habían oído versiones de esos cuentos los hijos insurrectos en las montañas?

Al bajar de las Catskill, de su sueño de veinte años, Rip Van Winkle no comprende el desfase. Todo lo que encuentra en su pueblo es un delirio: los perros le ladran al pasar, los niños lo persiguen y le apuntan con el dedo a su larga barba; en la taberna ondea una bandera que no reconoce, cuelga un cuadro de un General Washington, y él, para escándalo de los contribuyentes, se declara súbdito leal del rey. Van Winkle es el opuesto del alzado: subió a la montaña y no hizo otra cosa que dormir, al bajar, la realidad había cambiado, pero no la había cambiado él. Durmió por décadas hasta despertar en el sueño de otra generación. “¡Anoche yo era yo mismo, pero me dormí en la montaña y han cambiado mi rifle y cambió todo, y yo estoy cambiado y no puedo decir cuál es mi nombre o quién soy!”. De ese sueño quiere despertar la autora de Los cuentos de Barandique, sin saber ya cuál es la realidad.

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