‘Venus Victrixʼ, Antonio Canova, 1805-1808

A fines del año 2019 tuve la suerte de encontrar en YouTube el reino de Henri Christophe filmado por drones. La magnitud de la fortificación superaba las memorias de la lectura de El reino de este mundo y dimensionaba su escritura, como si la ambición de una novela tan breve pudiera medirse frente a la aparición del coloso. El dron ofrecía las vistas de un espacio aún más aventajado, permitía sobrevolar la Ciudadela Laferrière, el castillo construido para ganar una panorámica defensiva del norte de Haití y el mar Caribe, el fuerte que mezcló sus cimientos con sangre de toro, el mausoleo de Henri Christophe donde se ha integrado su cuerpo, según Carpentier, faltándole un dedo. El modelo más popular de drones, el mismo con que se filmó el video en YouTube, tiene el nombre de Phantom: el fantasma, el espectro.

Diez años atrás yo había visitado Haití por el sur de la isla, en los meses previos al terremoto. No tenía curiosidad por poner a prueba el “nada mentido sortilegio” de las tierras, mencionado por Carpentier. Me interesaba más el paso de una frontera. Pero para llegar a Anse-à-Pitres se cruza un puente y aunque ambas estructuras coinciden en reconocer una barrera, un puente es lo contrario. Tampoco creía que lo maravilloso fuera a encontrarse exclusivamente del otro lado. Desde antes, en las calles que rodean la Catedral Primada de América, me había acostumbrado a los testimonios recientes de hombres que se transformaban en perros gigantes, de guardianes incorpóreos a caballo que velaban por las tierras en las que había un demonio embotellado, de maestros en la magia de convertirse en pájaro, relatos superpuestos a la visión de haitianos pedaleando racimos de cocos por calles desbordadas de tráfico, noticias de migrantes explotados en la construcción de nuevas torres, y de quienes vivían ocultos en esa expuesta forma de esclavitud que son los bateyes donde generaciones indocumentadas se acumulan cortando caña. El río Pedernales era un vidrio roto. Del otro lado del puente se bañaban unos niños, las mujeres lavaban, de uno de los dos carros modernos sobre las piedras del río con las puertas abiertas salía música. La entrada a Anse-à-Pitres recibía con una polvareda de arena y cemento. Alrededor todo era de color gris y ladrillo. Las calles a esa hora de la tarde estaban desiertas. Parecía el pueblo de un western donde un desconocido entra en busca de un sheriff para cobrar recompensa por un cuerpo de cuyos crímenes allí no se ha oído hablar nunca. Quienes me acompañaban encontraron velozmente dónde comprar botellas de Barbancourt y Mamajuana, y en uno de esos trámites terminé dentro de una barbería. Ahora pienso que esta podía ser la modesta prueba de sortilegio, que el primer lugar visitado fuera el mismo que abriera el primer capítulo de la novela.

Entre las decisiones más radicales de El reino de este mundo resaltan el género y la extensión del libro. En la portada de la primera edición, bajo el título, se adjuntó entre paréntesis “Relato”. Un término oportuno para su aparición, porque no es declaradamente un género, o al menos no lo es si se expone de esa forma, en singular, entre paréntesis, en la portada de un libro que visualmente es más voluminoso que un cuento pero no es una colección de relatos. Tampoco parecía una novela. (Otros títulos de la misma editorial, E.D.I.A.P.S.A., exhibían en portada la distinción “Relatos” o “Novela”.) Es un volumen de doscientas páginas porosas, de caja pequeña y un puntaje alto. Apenas entra un párrafo carpentiereano por hoja. No tiene esa apariencia portátil con que hoy lo identificamos. Parece un libro de más páginas. “Relato” conservaba una ambigüedad referencial: se ubica entre la historia y la ficción, y trabaja en ambas direcciones. Puede ser tanto un relato de los años libertarios de Haití (la reconstrucción histórica en la forma de una narración, acercándose más al término “crónica”), como un relato en el sentido más ficcional y libre. Hoy no hay dudas de que se lee como novela, porque ya la novela ha conseguido recuperar uno de sus terrenos más perdidos: la brevedad. Pero en 1949, la apariencia del volumen requería una alerta. Situarla como novela en su primera edición hubiera sido una decisión errada: ¿qué haría un lector con tanta historia real?, ¿qué, ante veintiséis capítulos tan breves? Si a alguna función correspondía reconocer aquellas páginas como novela era a la lectura.

La portada traía además un falso cintillo impreso en cubierta con una cita, deformada levemente hasta alcanzar el tono promocional, sacada del “Prólogo”. En mayúsculas, sobre una franja azul se leía: “en la encrucijada de la Ciudad del Cabo, todo resulta maravilloso en esta historia que nunca podría situarse en Europa y es tan real, sin embargo, como cualquier suceso ejemplar de los consignados en los manuales escolares. Pero… ¿qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real maravilloso?” La portada resumía su hipótesis en forma de autocita, reforzando la utilidad de una escena de presentación. Suele repetirse una cronología según la cual el “Prólogo” aparece en el diario venezolano El Nacional un año antes que la novela en su primera edición en México. Pero la novela está fechada un mes antes que la columna. Su última página cierra en Caracas, el 16 de marzo de 1948. El texto que terminó siendo “Prólogo” apareció un mes después, el 8 de abril, con el título “Lo real maravilloso en América”. Siguiendo estas dos fechas, el prólogo fue escrito como epílogo, resultado de terminar el “Relato”, como la oportunidad de reafirmar ideas que fueron conseguidas en la ficción y como anticipo del libro por venir.

La propuesta del “Prólogo” no es totalmente teórica y está más cerca de la anécdota personal. Reacciona de reojo al desayuno con pieles, de Oppenheim, al taxi donde llueve dentro, de Dalí (y a cualquier pintura de Dalí), a los montajes de Man Ray, los cuadros de Chirico y Max Ernst, aunque su blanco es André Breton, quien además de escribir y rescribir el Manifiesto Surrealista amenaza con conquistar las Antillas, en particular Haití con sus conferencias en Puerto Príncipe en 1945 y Martinica de la mano de André Masson en el mismo año de publicación del “Prólogo” en forma de columna. Pareciera que Carpentier termina en su versión de la novela histórica, accidentalmente, por demostrar que en América habitaba un surrealismo más legítimo que el practicado en Francia. Su respuesta devuelve, contra el “desierto de rocas” del subconsciente, una geografía concreta, contra “el interior de un cuarto triste” un castillo insólito. La declaración de intenciones insiste en diluir las fronteras del relato histórico y el ficticio. Si El reino de este mundo se hubiera escrito en este siglo, el “Prólogo” hubiera quedado dentro, integrado a la novela. Encontraríamos un Carpentier personaje que narraría su llegada a la isla en 1943, sus días en Haití, su encuentro con las ruinas que lo llevarían a confirmar la distancia con el surrealismo y en algún rincón del volumen (que tendría un similar número de páginas) hubiera proclamado su fórmula de lo real-maravilloso. Creo también que su autor buscaba un libro como este que acabo de describir cuando decidió incluir como apertura el artículo ya publicado.

Tal vez el “Prólogo” ha sido demasiado concluyente cuando, atento a postular lo maravilloso en lo real, anunciaba: “el relato que va a leerse (reaparece aquí el término de portada) ha sido establecido sobre una documentación extremadamente rigurosa que no solamente respeta la verdad histórica de los acontecimientos, los nombres de personajes –incluso secundarios–, de lugares y hasta de calles, sino que oculta, bajo su aparente intemporalidad, un minucioso cotejo de fechas y de cronologías”. Sólo por dar crédito a esta advertencia es posible inadvertir, no las metamorfosis ambiguas o narradas con doble perspectiva, sino las más solitarias, de las que no puede haber documentación rigurosa ni verdad histórica (porque no las atestigua una autoridad europea). Así pasan investidos en historicidad los personajes de ficción, de quienes sólo puede confirmarse, a lo sumo, un nombre en los archivos. Y aunque varios personajes históricos son impulsados a la ficción, no hay énfasis en la separación entre la peripecia y la evidencia. Porque evidenciar sería dejar de narrar. ¿Es cierto que la reina Marie-Louise conservaba un dedo meñique de Henri Christophe? El meñique se vuelve la medida de la ficción. De los escasos personajes sin referente histórico con una exposición nítida en los pasajes de la novela hay uno que, en su episodio final, arma uno de los fragmentos más enigmáticos de la ficción en la literatura cubana: Solimán.

Cuando comienza la cuarta y última parte, la reina viuda Marie-Louise de Haití está en Roma. Su vida terminará en Pisa y allí enterrará a sus dos hijas, pero esto aún no ha ocurrido ni tendrá espacio dentro de la novela. Por ahora, en una estampa homérica, borda un tapete para el convento de capuchinos que la acogerá, sus hijas eligen partituras en cuyas portadas los grabados ilustran los mismos mitos europeos de los que se burlaba Carpentier en el “Prólogo”: las princesas que vienen del maravilloso reino de este mundo banalizan su tiempo libre entre postales de caricatura. Con ellas anda Solimán, quien ha dado muestras de lealtad al protegerlas durante el saqueo de Sans-Souci, las defendió de los presos de la Ciudadela Laferrière, las acompañó al despedir el cuerpo del rey Christophe. Aunque sea uno ficcional, Solimán también trae a Roma su pasado. Como personaje de ficción, tiene señas muy concretas. Era un camarero de una casa de baños que terminó al servicio de Pauline Bonaparte y cuando su esposo, el general Leclerc, le compró una residencia en la isla de la Tortuga para protegerla de las sublevaciones de esclavos, Solimán la siguió como su masajista. En la Tortuga intentó en vano salvar a Leclerc de la fiebre amarilla, y despidió a Pauline luego de iniciarla en los misterios del vudú. Ahora se pasea como el sobrino de un rey lejano y exótico. Es bienvenido en las tabernas, toma siestas en el Foro Romano y ha conquistado a una sirvienta del Palacio Borghese. La visita de la reina Marie-Louise ocurrió en 1828, Pauline había muerto hacía tres años como Pauline Borghese. Pero esto Solimán no lo sabe.

La escena, como el resumen anterior, es conocida. Solimán borracho recorre los salones del Palacio Borghese con su amante y termina en una cámara privada ante la escultura neoclásica de Canova, Venus Victrix, para la que había posado Pauline. Al tocar la pieza y reconocer el cuerpo que había masajeado, Solimán enloquece. “La materia era distinta, pero las formas eran las mismas”. Encargada a Antonio Canova en 1804, la escultura no había sido concebida para su exhibición pública: Pauline había rechazado la propuesta de aparecer como Diana, lo que le hubiera garantizado una toga, y había escogido posar como Venus pues aseguraba su desnudez. De este episodio se han extraído muchas lecturas, como la del colapso entre dos cosmovisiones, el animismo vudú y el mito griego de Galatea, el haitiano no puede traer el mármol a la vida como Pigmalión, o el de una cuenta pendiente del loa que ahora regresa. Propongo una lectura más. Solimán pone sus manos en una representación real de un personaje histórico. En esta superposición, más que confundir con un cadáver el mármol hecho a la medida del cuerpo conocido de memoria, percibe sus propios límites como personaje de ficción y la experiencia le resulta intolerable.

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No se trata del encuentro habitual en la novela entre personajes históricos y personajes de ficción (ni de la ósmosis en sus contactos), sino un encuentro mediado por el tacto entre ficción y representación. Solimán salta dos niveles de inscripción y su cuerpo no se sostiene. A través del tacto ve la realidad y ve que él no pertenece a ella. “Palpó el mármol ansiosamente, con el olfato y la vista metidos en el tacto”. Es una situación inesperada incluso para el narrador, que sigue intuitivamente las acciones de su personaje. En la relectura del capítulo “La noche de las estatuas” me desengaño y creo que no lo estoy leyendo bien, que no lo quiero leer literalmente y lo estoy forzando. Pero aún así, hay frases que permanecen abiertas y una disposición de los hechos que me convencen de que también pasa otra cosa dicha a medias.

Jean-Luc Nancy, quien para Derrida es “el mayor pensador del tacto, de todos los tiempos”, escribe: “La creación del mundo no está en el mundo. Pero si la creación tuviera lugar, no habría para el creador, como tal, ningún espaciamiento, ninguna «zonificación»: ni lugares, ni colores, ni sonidos, ni olores. Habría que decir, al contrario, que la creación misma (y por consiguiente el creador, que no es otro que su acto) es el espaciamiento y la diferencia de las zonas. Lo cual llevaría a decir que la creación es el tocar o el toque del ser en el mundo”. Una operación como esta se da en Solimán ante la superficie de la Venus Victrix. (Venus que manda a buscar al Hades un cofre con la belleza, la sustancia que si es tocada por un mortal, como Psique, muere.) Tras tocar la belleza, que es simultáneamente erótica –por la memoria de Pauline– y estética –por tratarse de la Venus Victrix–, su delirio es la forma más desesperada de la lucidez de un personaje. En el tacto, en el sentir, encuentra un sentido. El blanco del mármol revela el blanco de la página, del sentir a los sentidos.

La irrupción de los oficiales de ronda le recuerda a Solimán la noche de la rebelión contra el rey Christophe. Ve venir hacia él los uniformes, los bicornios, los sables, y los percibe como un anacronismo, como si la novela colapsara y lo persiguieran los tiempos ya narrados. Rompe la más inmediata de las superficies al lanzar una silla contra un ventanal por donde escapa. Pero luego ve que no hay salida. “Le quedaba una insoportable sensación de pesadilla en las manos”. Que la salida posible es un escape a la realidad. Su angustia no encuentra remedio cuando, para colmo, al intentar ayudarlo las princesas le presentan a otro personaje histórico, nada menos que el doctor Antommarchi, quien asistiera a Napoleón en sus últimos días y quien unos años después de su paso por la novela habría de morir en Cuba de fiebre amarilla. Ignorando a los personajes históricos, de frente a la barrera de papel que se materializa en el empapelado de un muro de la habitación, Solimán llora y le pide al que abre las puertas que separan a los hombres de los dioses, deidad de las encrucijadas: “Papa Legba, abre la barrera para mí, para que yo pueda pasar”

Con el ruego de Solimán termina el capítulo y él no aparecerá más. Diez años después la Venus Victrix se movió a la Galleria Borghese donde a fines del siglo XIX la destinarían a una sala propia: Sala della Paolina. Allí estaba en el momento en que Carpentier escribe “La noche de las estatuas” y Solimán toca el mármol en un tránsito a este mundo, de cuyo reino hemos leído.

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