Joseph Beuys y James Lee Byars, 1983. FOTO Benjamin Katz

¿Puede el aleteo de una mariposa en Brasil provocar un tornado en Texas?
Ernst Lorenz, meteorólogo

El sábado 24 de mayo de 1997, el empresario cultural John Brockman recibió un email del crítico y comisario internacional Hans Ulrich Obrist:

Querido John, acabo de recibir un mensaje muy triste que James Lee Byars murió ayer en El Cairo. Muy enfermo pasó los últimos meses de su vida cerca de los faraones. Cordialmente,

Hans Ulrich

La extravagancia como acto de certeza rige el ideario de James Lee Byars, quien se autoproclamó El Artista Desconocido más Famoso del Mundo. Un alter ego masculino de la fluxus pop Yoko Ono, la célebre viuda de John Lennon, quien produce arte contemporáneo y no son muchos quienes lo conocen o distinguen. Deambular fue su tabla de salvación personal; anclar en un territorio o imponer una marca no era lo suyo; Byars transitó por Asia, los Alpes, Berlín, Nueva Escocia, Los Ángeles. Tal vez adelantó la noción del artista como globetrotters. Peregrinó hasta elegir el lugar del sueño eterno: reposar bajo las pirámides.

Contrario a los performances tediosos e interminables de Fluxus, las acciones de Byars eran breves, duraban apenas unos minutos. Entonces desaparecía como un mago en su traje chillón y sombrero de copa. Algunos sospechan que Byars ansiaba trascender como el payaso eventual de un milagro espectacular.

El oficio de emigrante era impartir clases de inglés, actividad que ocasionalmente revirtió en performance. El arquitecto Robert Landsman, quien frecuentó a Byars en Kyoto, recuerda una lección particular. Aquel día, Byars ordenó a su grupo no hablar y seguirlo en peregrinación hasta el apartamento que habitaba. Allí había colocado en el piso una hoja de papel en blanco. Después, solicitó a sus alumnos que se tendiesen boca abajo sobre el papel, formando un círculo con sus miradas aglutinadas en el centro del papel; mientras en la habitación de al lado Landsman tocaba la shakuhachi (flauta de bambú ejecutada por monjes japoneses en los ceremoniales del culto sintoísta).

Más tarde, cuando Landsman se unió a los alumnos, un insecto voló repentinamente a través de la ventana abierta y comenzó a danzar dentro del círculo sobre el papel y cayó muerto. Byars puso un dedo en sus labios, gesticuló para solicitar a todos que se incorporasen y abandonaran el lugar. La lección de “inglés” había concluido. Ficción novelesca o testimonio de un suceso creíble.

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Sören Kierkegaard distinguió entre “genio” y “apóstol”, dos figuras excluyentes, una ligada a la fe; la otra relacionada al conocimiento. Byars quiso interpretar ambos roles, a veces actuando de conceptualista lingüístico fundador del “Centro Mundial de la Pregunta”; y en otras, como artista/mensajero espiritual a quien le apasionaba jugar con las paradojas o trampas de la certidumbre.

A contrapelo de su parquedad efímera, Byars glorificó el exceso y la belleza, favoreciendo la geometría clásica y luminosa, mediante colores simbólicos como el dorado, rojo o rosa. Braceando “fuera del mundillo artístico”, insistió en procurar vínculos con las “cabezas trocadas” influyentes del medio, a través de una correspondencia que se volvió un ejercicio diario.

Cada mañana se levantaba y escribía cartas. Se calculan unos cientos de misivas. A pesar del silencio como recompensa, Byars perseveraba. Alguien le haría caso. Las cartas reflejan un interés por fusionar las culturas de Oriente y Occidente. Ello emparenta a Byars con viciosos contemporáneos. Los beatniks americanos (Allen Ginsberg, William Burroughs, Jack Kerouac) estuvieron marcados por el romanticismo zen y el embrujo de sus obras.

Lee Byars se apropió (a su modo estrafalario) de costumbres del Teatro Noh, la caligrafía japonesa o el ritual de doblar y envolver papeles.

Un episodio también ficcionalizable sitúa a James Lee Byars como inspirador del arte de correo. De 1973 a 1986, le envió cartas y postales a Joseph Beuys. Lejos de epístolas suplicantes o laudatorias, lo que le manda son garabatos, poemas o frases entintadas sobre papel de arroz. Seguidores del artista coinciden en que se trataba de una falsa correspondencia, pues Beuys evitó la reciprocidad inmediata.

Charlando con Roberto Bolaño, precursor de variantes ficcionales, el escritor argentino Ricardo Piglia cuenta que Erik Satie no abría las cartas que recibía, pero las contestaba todas. Miraba quién era el remitente y le escribía una respuesta. Para un deslumbrado Piglia, la correspondencia es fantástica porque habla de cosas distintas y esa, por supuesto, es la esencia del diálogo. Sin embargo, un reticente Bolaño observa, en “cierta deferencia para con el interlocutor”, una imposibilidad de comunicación. En un gesto de artimaña intimista-procesual, Beuys conservó las cartas y tarjetas para reconocerlas como obras de arte electrónico. Así reaccionó con un ademán silente al guiño de un “cómplice”, que sería validado en el momento propicio.

La oportunidad cristalizó en la “ciudad de la seda” (Krefeld, Alemania, 1982). Beuys convidó a Byars para representar un “encuentro pendiente”, luego notorio. Le pidió tumbarse junto a él y retozar sobre losas de mármol. Byars vestía de negro y su rostro estaba cubierto por un pañuelo de seda negro que impedía reconocerlo. Beuys mostró su cara de chamán novelesco, hablaba y sonreía a los fotógrafos. Mientras, el “anonimato” como destino se encargó del “artista invisible”.

Ahora le tocaban al “socio de Beuys” sus quince minutos de fama. Ahora el zorro disfrazado de performer reencarnaba en el coyote Little John. Ese que Beuys intentó “espiritualizar” durante tres días en una galería de Nueva York. Vagos rumores comentan que el coyote estaba amaestrado o drogado. O hubo una negociación previa entre salvajismo y compasión en nombre del entendimiento. Little John, originario de Nueva Jersey, miró por la ventana, durmió en su lecho de paja y los montículos de fieltro de Beuys. Jugó con las mantas que lo envolvían, orinó sobre copias del Wall Street Journal y se acostumbró a la presencia humana. Aunque se negó a ser levantado en andas, Little John demostró una curiosa templanza frente a su partenaire acurrucado en una esquina. Joseph Beuys, sospechoso de construir una biografía apócrifa, tenía la virtud de auratizar poses casi únicas. Un emblema facturado con el acento warholiano.

La “fierecilla domada” nacida en Detroit procuraba asegurar neoyorquinamente (mejor tarde que nunca) un glamour mediático, sirviendo de contrafigura al gurú estrella de la pasarela antropológica contemporánea, quien se tapó los ojos ante la capital que le arrebató el influjo del arte moderno a París. Beuys quiso no-ver la ciudad de Nueva York como esa falsa ilusión en la que nunca creyó, eje de la porfía entre centro y periferia, hegemonía y otredad.

A los cuatro años, los padres de Byars le regalaron un esmoquin para lucir en ocasiones especiales. Vació su casa de muebles, puertas y ventanas para disponer piedras esféricas para una exhibición de un día. Rentó una granja para mostrar sus esculturas abstractas una medianoche invernal de luna llena. Los invitados asistieron al show en trineos. Viajó a Japón y permaneció diez años en Kyoto, y retornaba esporádicamente a su país. Todo para acabar en suelo germano, enmascarado y maniobrado por los hilos de Joseph Beuys, el artista europeo más importante del siglo veinte en Norteamérica.

“Beuys debería ser presidente de los Estados Unidos”, vaticinó el camaleónico Andy Warhol; allí donde un nativo a la manera de James Lee Byars era ignorado. Si la leyenda asegura que Marcel Duchamp “descubrió” al escultor francés de origen rumano Constantin Brancusi, algo parecido alegaríamos de Beuys con relación a Byars. En los dos casos, tuvo repercusión que los “grandes” manejaran a los “pequeños”. “¿Quién recogió un millón de minutos de atención? ¿Qué preguntas han desaparecido? ¡Oh, Dios, dame un mundo para recorrer!” La biografía de Byars como la de Beuys también forma parte de la literatura fantástica. ¿Habrán sido otras prefiguraciones de Jorge Luis Borges? Ellos buscaron configurar personajes auráticos, para seducir a los mortales que desean parecerse a los dioses del Olimpo terrenal.

Karl Kraus sustentaba: “La obra de arte es la que propone como solución un enigma”. Esa fue una obsesión que acompañó a James Lee Byars durante sesenta y cinco años de vida: un extravagante con aspiraciones de Tutankamón avantgarde, alguien que escenificó su “práctica de la muerte” contra la pared de un cuarto forrado en oro y vestido de lamé, postura similar a la octogenaria aristócrata inmortalizada en una revista del corazón a punto de estirar la pata.

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