Fotograma de ‘Sueños al pairo’, documental de José Luis Aparicio Ferrera y Fernando Fraguela Fosado, 2020

En un rincón del alma (Jorge Dalton, 2016) tiene una larga secuencia de archivo a la mitad de su metraje. Son registros documentales filmados en La Habana a mediados/finales de la década de 1960. En ellos, jóvenes melenudos y otros manifiestamente homosexuales, son asediados, atacados incluso, en plena calle. Un individuo joven, de pelo bien cortado, camisa a cuadros perfectamente abotonada, los confronta, agarra por las solapas, manotea. Algunos de los confrontados rehúyen el contacto, se escurren. Pero un joven mulato no admite ser acorralado: responde al ataque, y entonces este tipo lo agrede, golpea, mientras otros, dos, tres, le propinan empellones.

Alrededor, en coro entre sobrecogida y divertida, una multitud. Niños, gente de todo tipo. La secuencia no tiene sonido, no escuchamos las voces, no podemos saber a qué viene este ambiente crispado, pues la secuencia está acompañada por “Michelle”, de Lennon y McCartney, en la versión de Lito Vitale, de 1995. El ritmo melancólico, luctuoso casi, dibuja un panorama extraño. Sobre él, en cierto momento, el célebre discurso donde Fidel Castro hizo referencia a “un cierto fenomenito extraño entre grupos de jovenzuelos y algunos no tan jovenzuelos, influidos por la propaganda imperialista, que les dieron por comenzar a hacer pública ostentación de su desorden”.

Pero hay una mirada más en ese tumulto: la de la cámara. Los planos que escogió Dalton para construir este segmento son por lo general composiciones muy cerradas, casi encima de los sujetos que sufren acoso. La cámara, incluso, forma parte de ese acoso. Los muchachos de pelo estirado, de mirada meliflua, son descritos con un paneo lento en plena calle, y luego, nuevamente, en una estación de policía. La cámara emula la mirada del fotógrafo que hace retratos de prontuario policial. Encajona. Embosca. Aplana esos rostros, bajo una luz durísima. Por momentos, en medio de la refriega callejera, corre tras la víctima, cazada por sus victimarios como una bestia salvaje. Parece la cámara de un turista en safari.

El montaje de Dalton empalma esa cacería, subrayando la desolación de los rostros perseguidos. Luego de detenidas, las presas aparecen con sus melenas hirsutas. Por delante, por detrás. Adivinamos casi una voz de mando: “Vírate de espaldas”, para que podamos apreciar la largura de tales cabelleras, el blasón de una libertad que está a punto de extinguirse. A seguidas, un individuo los rapa, máquina en mano. La cámara hace énfasis en el rostro de un muchacho rubio que exhibe su dentadura, en una risotada soberbia, mientras lo despojan de su cabello. Es una risa enajenada. Un loco que ríe mientras lo dejan calvo.

Para el plano final de este segmento estremecedor, Dalton ofrece otro rostro: el semblante desolado de un joven, cercado de gente con uniforme militar, rajado en llanto. Es una mirada de miedo, de un pavor desconsolado, de un saberse atrapado para siempre. El muchacho mira en dirección al objetivo de la cámara encontrando en él acaso un último resquicio de piedad, quizás deseando que su dolor encuentre alivio al ser visto por el ojo del cine. Y como un niño al que han arrebatado su juguete más querido, solloza dramáticamente, con la conciencia de saberse perdido.

Dalton entiende lo que contiene esa última imagen. Por eso la congela, funde a negro.

¿De dónde vienen estas imágenes? En créditos, apenas se refieren como “Represión de jóvenes homosexuales en La Habana, finales década 1960. Archivo Familia Dalton-Caula”; “Material de archivo La Habana década 1960 16 mm.”; “Interior de unidades de la policía (PNR)”.

En un rincón del alma no trata acerca de esos episodios de represión masiva, sino sobre otro, más concreto: la experiencia con la Seguridad del Estado cubano del escritor Eliseo Alberto Diego, a quien el aparato policial pidió vigilar y entregar reportes periódicos acerca de los visitantes que su ilustre familia, presidida por el poeta Eliseo Diego, su padre, recibía. Esa experiencia llevó a Eliseo Alberto a escribir Informe contra mí mismo (1997), compuesto bajo la advertencia de que “lo único imperdonable es el olvido”.

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Una vez vistas las imágenes que describo, la historia personal del escritor es menor, casi ridícula. Eliseo Alberto pudo contar su historia, dejó testimonio de su propia experiencia del terror. Sobrevivió, pese a todo. Pero, ¿quién cuenta la historia de esta gente acosada, apaleada, atrapada? ¿Qué fue de estas personas, algunos de ellos apenas niños cuando experimentaron la violencia terrible de la cacería? ¿Y qué fue de las otras miradas, las de esa masa silenciosa y anónima, que no propina ni recibe golpes, pero asiste a los sucesos?

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En estas imágenes hay algo aún más siniestro, que no es necesariamente lo que vemos, sino el origen de tales archivos. Mi pavor nace de la pregunta: las cámaras que registran ¿asistían de manera espontánea a los sucesos o formaban parte del acto represivo? ¿El registro de los hechos a través del cine formó parte de la propia lógica policial? Filmar la purga anticipa lo que iba a ocurrir con tales imágenes: entrarían en la maquinaria de encausar, condenar, nutrir un expediente policial acerca de un grupo de personas, lo que las llevaría de forma inevitable a transformarse en archivo.

Los archivos tienen la virtud de oficiar como depósitos del tiempo histórico al que cada época encuentra sus resquicios, así como nuevos ángulos de interpretación. ¿Cómo se produjo la transmutación especial de unos archivos que deberían representar la manifestación de la lucha de clases, la ilustración de una purga necesaria y sanadora estimulada, desde arriba, por la dirigencia política, y desde abajo, por el entusiasmo colectivo que implica siempre un margen a la irreflexión? ¿Qué ocurrió en el ínterin? ¿Qué historias supimos que desconocíamos? ¿Qué condición de la Historia se nos reveló para hacernos entender que los archivos, esos que para unos hombres implicaban actos honorables, eran el manifiesto más evidente de un crimen que quedó impune?

Algo traumático tiene que haber sucedido en la conciencia del cine cubano para que las cámaras cambiaran de ubicación, para que la mirada se colocara del lado opuesto de semejante duelo. ¿Cómo estos archivos se volvieron en contra de quienes los produjeron, o al menos, de quienes los usaron a su favor?

Esa es la pregunta que busca responder Santa y Andrés (Carlos Lechuga, 2016), una película que sigue a un apestado, un individuo que lleva consigo todos los estigmas de una sociedad totalitaria. Un hombre al que se le ha prohibido escribir lo que piensa y se le ha obligado a llevar una existencia clandestina a la que, pese a todo, se resiste cuanto puede.

Lechuga dispone su relato con la intención de remontar la interrogante anterior desde un trabajo de ficción que ubica en su centro la representación del proceso de redención de un personaje, Santa, que encarna al sujeto capaz de hostigar a quien considera como una amenaza para su sistema de valores, pero que acaba reconociendo al otro como su semejante. De vigilante celosa, la mujer transmuta en aliada moral de Andrés, en una escalada donde la empatía echa por tierra los prejuicios ideológicos de partida.

Definitivamente, es el proceso de anagnórisis a que obliga el largo de Carlos Lechuga lo que lo volvió inadmisible para los censores que tuvo. El guion de Lechuga trampea al espectador ortodoxo, formado en la “intransigencia revolucionaria”: el único personaje con el que puede identificarse esta clase de mirón, Santa, es justo el que cambia, se vuelve flexible, acepta que su contradictor ideológico no es necesariamente su enemigo. Mal ejemplo.

Cito a Santa y Andrés porque su trabajo sobre el archivo de la historia reciente de Cuba es taimado. La película comienza con una focalización narrativa que nos hace sospechar de Andrés, que no luce de ninguna manera como una víctima. Y termina volteando su mirada hacia nosotros, cuando descubrimos que la protagonista es Santa. Que estamos viendo el proceso mediante el cual se produce una “traición” a la doxa vigente. En honor al olfato de los censores del aparato cultural cubano, la película de Lechuga vendría a ser en pantallas de la Isla el filme gusano por “excelencia”. Algo inaceptable.

Pero Santa y Andrés sirve como ejemplo de que algo ocurrió. Nuestra actitud ante los archivos de la Revolución cubana no será la misma en lo adelante, porque los contemporáneos que miramos tales trazas somos otros. De ahí que el archivo se transforme en el campo de batalla por la hegemonía sobre una cuota de pasado aún vigente que sostiene creencias del presente. Y que el poder se movilice para administrarlas.

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Cuando Sueños al pairo (José Luis Aparicio Ferrera, Fernando Fraguela Fosado, 2020) recurre a los archivos para contar la historia de Mike Porcel, un músico cubano que fue anatematizado y borrado de la historia oficial cubana por decidir abandonar la Isla en 1980, lo hace consciente de estar operando desde la transgresión. Sin esa noción a cuestas difícilmente sería comprensible la distancia que negocia el filme para referir semejante historia.

Porcel está vivo, en Miami, olvidado por casi todos los que alguna vez dijeron conocerlo. Es el trauma encarnado de un país. Pero los realizadores, en vez de procurarnos la buena nueva de su existencia, prefieren potenciar un desapego en la representación, acudiendo a una voz, la del propio Porcel, quien cuenta su historia. El relato, en voice over, hace del músico una figura espectral, una presencia/ausencia que pujamos por imaginar. La narración en primera persona, no obstante, consigue que nos entreguemos al flujo de conciencia que resulta la historia de vida de un hombre cuyo destino lo arrastra definitivamente hacia el trauma, y después de este, a desaparecer, a esfumarse.

La vida de Porcel llega a nosotros como una ficción, como una voz que se cuenta a sí misma sin revelar su imagen definitiva. Los intersticios que deja cuanto dice lo llenan los entrevistados, músicos, amigos, gente que lo conoció. Celebridades de la cultura cubana. Rostros muy conocidos que ofrecen sus versiones acerca de Porcel, esa presencia fantasmal. Frente a los rostros inequívocos (Amaury Pérez, Frank Fernández, Pedro Luis Ferrer…) que refieren diversos sucesos de la vida del aludido, se alza el rostro ausente de alguien cuya imagen no nos queda otra que imaginar. Lo único que nos permite albergar dudas es esa voz y la advertencia del inicio, donde se asegura que es la de Porcel mismo.

Esa decisión formal es, insisto, decisiva. Porque una vez que Sueños al pairo alcanza el clímax de su búsqueda (los episodios que rodearon el éxodo del Mariel; la “caída en desgracia” del desechado artista; los “actos de repudio” contra él y su familia; las represalias contra su hijo en el conservatorio de música; los nueve años de “muerte civil” que le obligaron a permanecer en Cuba; y, finalmente, la carta de repudio que le dedicara el Movimiento de la Nueva Trova del que alguna vez fue parte) descubrimos que, también aquí, como en Santa y Andrés, el protagonista no es Porcel, sino quien lo juzga.

El acto de trasgresión adquiere ahora su medida más alta, porque la interrogante que abre Sueños al pairo no es sobre la víctima sino sobre los victimarios. Sobre quienes hostigaron, vejaron, agredieron, pero también contra el silencio cómplice, el coro mudo que, al borde de la escena del crimen, prefirió callar. O todavía peor, apoyó el linchamiento. Los que, junto a la cámara que apunta, registra para sustentar la condena final del presunto infractor, decidieron ellos mismos ser mirada antes que sujetos éticos. El argumento recurrente de que las actitudes de los hombres en una época determinada no pueden ser evaluadas sin tener en cuenta el contexto histórico, echa a un lado la existencia del libre albedrío y su sentido moral. Pues, antes que sujetos históricos, somos seres éticos. Ese razonamiento justifica a menudo, al menos en Cuba, evitar asumir el peso terrible del miedo que provoca la violencia como método último y absoluto de coerción.

Sueños al pairo pone en evidencia hasta qué punto, pasado el tiempo, la palabra trastabilla a la hora de explicar los actos de aquellos tiempos tumultuosos. O peor, de cuán imposible resulta argumentar cómo al repudio se impuso el olvido, luego de que Porcel se convirtió en un espectro que habla sin que lo veamos, que se aferra a su historia de dolor, una historia que, asegura esa voz, “quisiera que fuera esta la última vez que tuviera que hablar de esto en público”.

Descubrir que este documental no trata sobre otra de las “víctimas colaterales” de la “construcción del socialismo”, sino acerca de cómo ese proceso histórico ocultó en el baúl más profundo un trauma intolerable para sí mismo, es un puñetazo en el estómago. Porque Porcel, a través de su relato sereno, nos descubre que encontró la paz, mientras que quienes lo relatan no pueden encontrar sosiego en sus conciencias. (Cinco nombres ilustres a los que se solicitó entrevistas para Sueños al pairo, refiere un texto casi al final del metraje, no aparecen en el documental. Por discreción, la advertencia no indica si declinaron la invitación o prefirieron permanecer silentes.)

El puñetazo ha generado un gesto desesperado. Para acallar este archivo que se rebela, esta memoria que nos devuelve sucesos vergonzantes, el ICAIC decidió vetar el uso de las imágenes de sus repositorios, como un último acto de violencia y ocultamiento. “Vale aclarar que esta negativa no se refiere al material específico sobre Mike Porcel, a quien está dedicado el filme”, asegura el dictamen reprobatorio de la Presidencia de la institución estatal. “Tampoco se refiere a las problemáticas del momento histórico que rodearon al artista, explícitamente abordadas desde sus criterios en el documental por el propio Mike Porcel y los entrevistados. Nos ceñimos exclusivamente, de acuerdo con nuestro legítimo derecho como titular de las imágenes incluidas en el documental, a no autorizar el uso de estas en un montaje en el que adquieren un sentido contextual que no compartimos”.

El “sentido contextual” al que hace referencia la Presidencia es precisamente el ejercicio de volver la cámara sobre aquellos que alguna vez la sostuvieron, sobre los ejecutores, pero también sobre el silencio general que aún perdura, y que el veto del ICAIC quiere mantener. Es, además, una prohibición absurda viniendo de un Instituto de Cine como el cubano con respecto a una obra cinematográfica: pedirle que no tenga punto de vista. O que tenga uno que se corresponda con la doxa de quien administra hasta dónde puede llegar la libertad de pensamiento.

El ejercicio de la posmemoria en el cine cubano reciente, además de repasar acontecimientos traumáticos, de preguntar qué fue de la gente que resultó apaleada y vejada, de sacudir el silencio cómplice que todavía perdura, ha vuelto a los archivos para evidenciar las cuotas de transgresión que implica revisarlos. Ha sido, por ello, un ejercicio de libre albedrío que desafía la verdad instalada en un imaginario amnésico.

Como corolario, la operación de recordar que impulsa Sueños al pairo, además de colocarnos ante la necesidad de hacernos cargo del pasado del que venimos, nos sacude con una revelación. Después de haber escuchado la voz espectral de Porcel refiriendo su vida cubana y el inmerecido castigo que le trajo ejercer el derecho a elegir, nos ofrece al trovador vivo, en su hogar del exilio, con su esposa, interpretando uno de sus temas. La voz tiene ahora continente, podemos asociarla a una figura, al fin. Y el rostro que mira a cámara, que nos mira, canta, y al terminar permanece en silencio un tiempo incómodo, eterno, sin apartar su mirada de la mirada de la cámara.

El cine, finalmente, encuentra una forma de pedir perdón a los rostros que antes hostigó, ofreciendo al otro la posibilidad de quebrar la cuarta pared, de volver a estar a solas con estos, los testigos silenciosos que podemos, deseo, sostenerle la mirada como iguales. Al final de su relato, Mike Porcel asegura: “En mí no hay rencor”. ¿Y en quienes ven su mirada final?

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