Cuando las campanas llamaban a la misa de noche el señor Valentin Priebe pasaba frente a la Iglesia de Santa Eduviges, donde se detuvo a considerar, mientras sacaba del bolsillo su delgado reloj de oro con un elegante movimiento de la mano, cómo debía pasar el resto del día. Era sábado, su oficina había cerrado a las cinco y en medio del cálido aire otoñal callejear un poco debía resultar agradable para un hombre joven.
Se quitó dos veces el sombrero de terciopelo de color marrón para sacudir cuidadosamente las finas telarañas que arrastraba el viento desde la Biblioteca Antigua, y tiró de su pañuelo, cuyo rosado color contrastaba de manera vistosa con el azul de la chaqueta deportiva. Sus piernas suavemente torcidas avanzaron con gracia cubiertas por pantalones blancos y zapatos de un amarillo claro. Al llegar a la Charlottenstrasse vio pasar resoplando a un auto entumecido; olisqueando se levantó la nariz arremangada por encima del hirsuto bigote rubio. Con gracioso gesto el señor Priebe agitó el pañuelo contra el polvo y dobló calmadamente la cadera. De un salto se deslizó por encima del terraplén.
Llevaba medias de color violeta y a pesar de agitar las piernas con energía no logró que los transeúntes las vieran; los pantalones eran muy largos.
En la Friedrichstrasse observó con la misma mirada osada a hombres y mujeres, dispuesto a ser considerado según el caso como un mujeriego o un aficionado a los hombres. Abría de par en par los ojos pardos y redondos que lanzaban bondadosas miradas de conejo. Su ojo izquierdo, con salpicaduras negras en el iris, estaba un poco hacia fuera; también el señor Priebe sacudía la cabeza a menudo hacia la izquierda, como si quisiera mirar hacia atrás por encima del hombro.
En montones dispersos marchaban las personas a ambos lados de la calle, se paraban frente a las vidrieras de las tiendas, saltaban a los coches, se deslizaban en el asfalto por entre los autos ronroneantes. Si algo le rozaba el brazo al andar por la Mohrenstrasse, una voz trataba de seducirlo: «¿Quieres, muñeco?». Rostro fino y maquillado, peluca rubicunda, ojos muy grandes, nube de almizcle, ramillete de violetas en el pecho. Con la sangre subida a la cara el señor Priebe apartaba la cabeza. Miró fatigado hacia el terraplén y fijó con tanto detenimiento la mirada en un ciclista que este le mostró los dientes.
Al despertar de su parálisis al umbral de unos anaqueles, se puso a deambular frente a la tienda de zapatos de Barthmann mientras tarareaba. Entonces por detrás se acercó hasta estar muy cerca de él una muñequita muy graciosa, peluca rubicunda, ojos muy grandes, ropa interior balanceándose por encima de mediecillas rotas de color azul claro, conversando con un petimetre en sombrero de copa. Ambos rieron al pasar por delante. El corazón del señor Priebe se detuvo.
Montó en el tranvía eléctrico y viajó en dirección al Jardín Zoológico, caminó de un extremo al otro la avenida Hofjägerallee hasta que logró calmarse, y agotado se dejó caer en un coche de caballos. Vivía en la Brunnenstrasse, en un edificio transversal. Los niños hacían ruido en medio del aire tibio de la noche. Antes de atravesar el dintel miró a su alrededor para ver si alguien lo seguía. Su padre estaba sentado en camisa debajo de la lámpara de techo fumando tabaco aderezado; un inválido calvo con espejuelos de color azul, la espalda encorvada. La pequeña Ella ya estaba en la cama junto a la pared; le sacó al señor Valentin el pañuelo del bolsillo y lo olisqueó; él le trajo un plátano de los que se hallaban en la mesa.
El lunes se abrió paso hacia su ómnibus y marchó hasta Wedding. Atravesó un enorme patio lleno de carbón. Amontonadas en pequeñas pilas yacían las piedras negras y llenas de hollín. El patio estaba cubierto de una gruesa capa de polvo, debajo de la cual brillaban las vías férreas a la blanca luz del amanecer. Desde las colinas negras caía polvo incesantemente; poderosas grúas crujían al introducirse en ellas y dejaban caer su carga en los pequeños refugios. Vestido con un sobretodo negro brillante el señor Priebe atravesó el brumoso patio; sus pantalones grises estaban mellados. Lanzó miradas aburridas a los raíles y subió la escalera de caracol de la pequeña casa de oficinas. Bajas y extensas habitaciones de agencias, postigos de madera en las ventanas. Hombres detrás de los atriles; junto a la pared mujeres jóvenes con delantales negros; jugando en máquinas de escribir, haciendo ruidos metálicos.
El señor mordisqueaba su bigote, se movía de un lado a otro ensimismado y distraído, fumando un tabaco desecho. Dos señoritas se miraron y se dijeron mutuamente: «El señor Priebe se ve hoy bastante marchito». Desconcertado, el hombre se desperezó en su atril y dijo a sus vecinos en medio de un bostezo perfectamente audible: «La vida de la gran ciudad no le sienta a uno a la larga. Voy a tener que mudarme a Friedrichshagen». De desayuno comió arenque en conserva. Luego se colocó el binóculo hecho de cuerno, le estuvo gritando a una chica de pecho estrecho y a otra le arrojó a los pies una copia hecha pedazos. La muchacha recogió los trozos, refunfuñó, lloriqueó en voz alta mientras apretaba el delantal a su rostro. Indignado, el señor puso cara larga y se movió algo avergonzado de un lado a otro.
En la pausa del mediodía el señor estuvo observando a esa muchacha, a la que llamaban Antonia, la siguió en la escalera de caracol y con voz gangosa le dijo en tono campechano que lo sucedido anteriormente no significaba nada. Con rudo acento polaco ella le habló de temor al despido y volvió a llorar. Él volvió a subir; los hombres jóvenes en los atriles se miraron sonrientes mutuamente.
A la mañana siguiente el señor Priebe tenía la frente fruncida, luego de intercambiar obscenidades con los colegas; caminó tarareando por el lugar, se inclinó, como por error, sobre la mecanógrafa polaca, que se sobresaltó, y estuvo murmurando con ella por breve tiempo delante de todos. Cuando se alejó de ella empezó a silbar bondadosamente y se sentó en su atril mientras se masticaba las uñas, para lanzarle a su vecino rubio y de peinado liso un meditabundo «Sí, sí». Cuando este le guiñó el ojo, su rostro bien lleno sonrió hasta llenarse de arrugas, de modo que parecía haber sido atado con cuerdas desde las orejas.
Antonia Kowalski era una redonda, bien proporcionada criatura. En ambas orejas llevaba argollas grandes y falsas; en los brazos rechonchos, amplios aros de metal. Vivía en el edificio aledaño a Valentin; un muro de baja altura separaba ambos patios. Habitaba el cuarto piso en compañía de su madre. La mujer, una polaca, había tenido un amorío con un gitano, un calderero, mientras el marido estaba en prisión. Cuando tres años y medio después el esposo salió de prisión y encontró a la pequeña Antonia de un año de edad, expulsó a madre e hija de la casa. Ambas se mudaron a la Brunnenstrasse, a un ático. Antonia creció como un animalillo berrinchudo, apasionado y tierno; solo que en el tiempo de sus molestias mensuales se volvía más tranquila y más sufrida, se encerraba; y también lloraba mucho con la madre. Esta la había concebido por los días de luna llena. En aquel entonces la mujer se hallaba tarde en la noche en la cocina acompañada del gitano, cuando el joven con olor a aguardiente le agarró el cuerpo; en busca de auxilio la mujer corrió a la ventana, abrió de un golpe la cortina y una hoja, de modo que repentinamente la potente luz de la luna se abalanzó con dureza sobre el alféizar y la mesa. Cegada, la mujer retrocedió por un momento. El ya frenético hombre la arrojó sobre el suelo iluminado de blanco, jadeando le arrancó las ropas y así se convirtió en su amante. Ahora Antonia reía y hablaba mucho en sueños cuando la luna aparecía en la ventana. Muchas veces se sentaba de noche a la ventana, los ojos muy abiertos; la madre tenía que sacudirla y llamarla en voz alta antes de mover la mirada y levantarse.
Un día, cuando pitaron la pausa del mediodía, Antonia esperó al señor Valentin junto a la escalera. Le preguntó en voz baja por qué no le dirigía la mirada y por qué la había dejado plantada la semana pasada. «Aquí hay dos entradas para el concierto en Lipps, a las ocho y media en la bolera o dentro en el salón». Puso en sus manos una hoja de programa de color amarillo y atravesó el patio.
El señor Priebe tembló con fuerza. Sus frías manos sudaban cuando volvió a sentarse en su atril. Se sintió confuso y mareado. La saliva le corría por la lengua, descansó la cabeza sobre la carpeta: «¿Y ahora qué?». Se colocó su tieso sombrero abollado, salió despacio a la calle y en vez de ir a comer caminó con rapidez calles completas, la Liebenwalderstrasse, la Prinz-Eugen-Strasse, atravesó la Pankstrasse hasta llegar a la estación de trenes de Wedding, rodeada de verdes cercados; en el tren suburbano recorrió medio Berlín en ida y vuelta. Desde la agencia partió al anochecer a la cervecería tras ponerse una raída levita; solo cuando una joven vestida con ropas de color claro volvió la mirada hacia él al pasar a su lado, partió a casa y se perfumó en traje deportivo. Con lágrimas en los ojos y después de dar muchas vueltas se despidió de la pequeña Ella, que le preguntó varias veces por qué gemía, por qué gemía como un oso.
La música salía estruendosa de todos los jardines de Friedrichshain. Antonia no estaba en la oscura bolera. Desde el salón de baile se escuchaba la voz del maestro de baile. El señor Valentin se apoyó en el brazo de un alegre colega cuando subió la escalera que llevaba al salón. Antonia pasó bailando delante de él en ese instante, llevada del brazo de un atractivo dependiente de comercio. Graciosamente el señor Valentin saludó a la señorita al pasar. Al final de la polca se deslizó hacia él y sin decir una palabra se puso a su lado. «Conque así estamos, pequeño cangrejo de mar», dijo él con voz ronca, mirándola fijamente de arriba a abajo con ojos de experto.
Ella llevaba un vestido blanco con un cinturón de piel de color pardo. El cabello negro caía en ondas por sobre las orejas, peinado desde la misma frente. El gran sombrero blanco de plumas había caído detrás de la nuca debido al baile, de modo que la cara profundamente enrojecida por la sangre relucía a plenitud. Nariz amplia, pómulos prominentes; los negros ojos serios y húmedos. En silencio estaba parado uno frente al otro; entonces ella puso su brazo desnudo y henchido en el de él y con una mirada llena de veneración y ternura lo sacó del salón hacia el jardín iluminado con farolillos de papel.
Afuera, debajo de los árboles de hojas maduras, retumbaban las barracas de tiro al blanco; los carruseles sonaban. El señor Valentin echó atrás al sombrero atrevidamente, encendió un cigarrillo, condujo a Antonia por entre el hervidero de mesas. En voz demasiado alta hablaba, reía, gesticulaba. Ella apretó firmemente contra sí su brazo derecho. A una señorita que pasó por delante con un vaso de cerveza le lanzó un saludo resbaladizo. Antonia reía para sí llena de entusiasmo. En la bolera no había luces. De un salto ella se sentó en una de las mesas salpicadas de arena; tras una pausa él hizo mismo a su lado. Apenas su blanco sombrero de plumas se apoyó en la mejilla de él, ella pasó su mano vacilante alrededor del talle del hombre. Un impulso periódico atravesó su cuerpo, el hombre se deslizó por debajo del brazo de ella, se estremeció: «¡Dios mío!». El sombrero de terciopelo rodó por detrás de ellos a la mesa. Valentin dijo: «Señorita, hoy al mediodía comí algunas salchichas; deben de haber estado malas». Ella acarició su mejilla con la palma de la mano, suspirando avergonzada: «Tiene que hacer algo al respecto, señor Priebe». Tras una pausa él resbaló del tablero de la mesa con una sonrisa y se quedó parado, pálido como un cadáver. Ella lo siguió.
En la noche se tiró a la cama y murmuró a la almohada: «¿Qué puede salir de ahí? ¿Qué va a pasar, qué va a pasar?». Desde la habitación contigua el padre gritó: «Tu cama sigue crujiendo. ¿Quién puede dormir así?». Priebe se tranquilizó un poco. Recordó que Antonia le había parecido bello un jarrón en una tienda. Ya antes de las ocho de la mañana estaba parado frente a una tienda en la Chausseestrasse, fue el primer cliente en atravesar la puerta y con veintiocho marcos compró una pieza de porcelana blanca sin forma, un jarrón con una danza en corro de Cupidos con los carrillos henchidos y sosteniendo una corona.
En la fría Avenida de los Faisanes se encontró al anochecer con la pequeña polaca. Chillando la mujer le arrebató el paquete de la mano. Rompió el papel tan pronto estuvieron solos en un banco. Boquiabierta se quedó contemplando el colorido tesoro. Con cuidado lo depositó a su lado en el banco, besó y mordió resueltamente al señor Priebe en la mejilla. Con algunos movimientos convulsivos él le acaricio los cabellos que caían en la frente, recogiéndolos hacia atrás por debajo del blanco sombrero de plumas y consideró apropiado tocarle el pecho en medio de lúbricas palabras de cariño. Ella dobló con fuerza su mano apartándola de sí, le tomó toda la cabeza con sus manos y besó todo su rostro. Luego salieron a caminar, tomados del brazo. Por los distintos paseos, él la soltaba muchas veces, la recostaba a un árbol y estallaba en una risotada que la desconcertaba; finalmente lanzó una mirada de lado al suelo con rostro de halagada. Pero en medio de todos estos mohines el jarrón cayó al agua en la isleta de Rousseau, para espanto de Antonia, que estalló en sollozos, pero él le prometió uno más bello aún. Junto a la reja de la neblinosa franja de agua graznó con rostro lleno de fatiga: «Un jarrón más o uno menos, ¿qué importa un jarrón?».
En la agencia ya él les había contado algunas veces a varios de los jóvenes acerca de una exótica concubina que se daba el lujo de mantener y que le resultaba fatigosa; acerca de un pequeño y encantador anillo de brillantes que él le había regalado y que acababa de perder en un baile sin por ello haber siquiera pestañeado. Un sábado los colegas lo compelieron a que los acompañara a los distinguidos establecimientos. Primero les dijo que aquello era ridículo para ellos pues allí el dinero se iba como agua, luego la alegría fue en aumento en la medida en que paseaban por Berlín. Valentin, en el mejor de los estados de ánimo, alegremente asombrado de sí mismo, los invitó a visitar un establecimiento tras el otro, que él conocía de anuncios. A gatas se encaramaron en un mísero y trepidante coche de alquiler público, estuvieron bebiendo primero en el Salón de Baile de Mundt, fueron de una cafetería a otra taberna. A las tres de la madrugada la emprendieron a gritos en el Café Minerva, media hora más tarde anduvieron tambaleándose y cogidos del brazo dentro del Café Greif, en la Elsässer Strasse. En una mesa rinconera una dama de color gris pálido le dijo a Valentin que se veía como el casto José; Priebe se hundió en el regazo de una vieja arpía, que hizo a un lado su vaso de cerveza Pilsen y a la que le confesó que era tan tierna como su última novia. Los otros tres le endosaron al cuello la mujer, montaron a ambos en un coche de alquiler y siguieron al lento vehículo alborotando con paraguas y sombreros.
Al día siguiente Valentin no pronunció casi una palabra. Por momentos su rostro tenía un aire de petrificación. Estaba desencantado, no acababa de aceptar lo que le había sucedido en la noche, estaba enfurecido con sus colegas y con gusto les habría pedido que le rogaran por su clemencia. Por la noche se quedó en casa; antes de dormir lloró en la cama lastimosa y abundantemente. A Antonia ni la miraba; incluso cuando ella furtivamente le dijo «Adiós» en el patio de carbón porque debía marchar a la Prusia Oriental a cuidar a una pariente, él solo atinó a decir: «Sí, cuando pueda tener vacaciones, señorita…, pues viaje sencillamente». Empezó a descuidarse, no cepillaba la ropa, a veces salía a pasear al mediodía lleno de miedo.
Poco más de dos semanas duró ese estado. Entonces dio crema a sus zapatos amarillos, para no ahogarse se hizo acompañar en algunos paseos desesperados por un joven cajero; tenía una voz estruendosa, señorial, agitada; era extraño también que sus ojos estuvieran inyectados en sangre como sucede con los borrachos. Una mañana despertó con dolor de garganta. El nudo, la presión no cedían. Un alegre movimiento despertó en él bajo esta divertida distracción, que lo motivó a exclamar constantemente «gluck, gluck» y, al hacerlo, estirar el cuello hacia delante como si fuera un ganso. Para su asombro el doctor al que fue a ver lo remitió a otro. Y este, un sanitario corpulento, de dedos carnosos, sonrió ante la pregunta de Valentin acerca de qué padecía; el hombre se puso a husmear mientras hacía algunas anotaciones en su libreta: «Tiene que preguntarle a la bella señorita que visitó hace algunas semanas, je je: ella sabrá decirle». No escuchó nada más. Bajó a saltos la escalera en medio de risotadas hacia su propio interior. Así que era eso. De puro placer se puso a resoplar en la Königstrasse. En un ataque repentino de alegría compró un periódico humorístico en la esquina de la Spandauer Strasse: ¿habría en él algo de su asunto? Ahora todo volvía a estar bien. De modo que al final la cosa sí había valido la pena. En casa mudó de ropa y se puso a pasear bajo el riguroso aire invernal. Con su gorro de piel y el apolillado cuello hecho con piel de oveja de Crimea daba una marcada impresión de ser un ruso. Con fino gesto de desprecio levantaba ligeramente la pierna izquierda al pasar junto a una dama. «En esta sociedad estaríamos en casa. La enfermedad se ajusta al juego de pieles. De la cabeza a los pies». No tenía los dolores de garganta usuales; era el padecimiento de los libertinos distinguidos, de los señores de mundo. No es terrible; se puede salir a pasear así, beber chocolate. Lanzó a su alrededor una mirada de venganza satisfecha; a un viajero que encontró le dijo: «Volvemos a tener nuestra libertad de movimiento».
Antonia regresó. Valentin la saludó con desdén junto a la máquina de escribir. Su aspecto era muy común, el trabajo mismo ya degradaba. Al mediodía en la calle ella se arrimó cariñosamente a él; anduvieron a pie la extensa Turmstrasse en medio de la nieve. A la pregunta de por qué se comportaba así él respondió que en una ciudad como Berlín sucedían muchas cosas; que se las podía llamar vivencias; que él no se las tomaba a pecho. Ella le pidió que hablara. Después que satisfecho de sí mismo terminara de encender un cigarrillo, y tras jugar largo rato con la cerilla, dijo a retazos que la franqueza era algo que se las traía; que nunca se sabía a ciencia cierta cómo uno debía comportarse en tales momentos, sobre todo con respecto a las mujeres: se oyen cada cosas; que de cualquier manera no era tan sencillo. Los ojos de ella estaban anegados en lágrimas, puso cara ajena y reservada. A él se le apagó el cigarrillo; inquieto balbuceó que iba a pensar en el asunto. Al hacerlo le sacudió la nieve de la falda, que ella había removido después de tropezar con un árbol.
Por la noche en el bosquecillo de Humboldthain sintió ante su rostro congelado un sentimiento de idolatría tan humilde y sentía tanto miedo que se arrinconó a su mano como un perro apaleado y lo confesó todo, ciegamente, como un condenado a muerte. Al final de su discurso cayó del banco de tanta excitación. Antonia, arrastrada por su excitación, lo haló del hombro, le rogó que se levantara, pisoteó su propio manguito, que había caído al suelo. Lloró y lo consoló parloteando mientras regresaban a la ciudad; a cada momento ella lo sujetaba de los botones del paleto, lo abrazaba con tal fuerza que él gemía. Cuando pronto se separaron, ambos con la nariz azulada y cubiertos de nieve en los hombros, ella tenía un aspecto casi felizmente confuso, quería llevar a Valentin hasta su propia casa. Él lanzaba miradas inquietas, resollaba, corría impulsado por las calles estrechas y claras, pasando frente a cines con anuncios de crímenes, por delante del canto de los violines en los cafés, de rodillas, que cada vez se volvían más débiles y le derritieron la cera.
Durante largo tiempo después Antonia y Valentin solo hablaron dos veces. La primera vez al día siguiente del encuentro en Humboldthain; se encontraron delante de la fábrica para regresar juntos a casa. Ella vestía un abrigo de paño de color negro, aparte de ello una ligera boa; en la cabeza un gorro de seda. En sus movimientos en redondo se deslizó hasta aproximarse a él; abrió poco la boca amplia de labios prominentes, en confianza marchó muy cerca de Valentin entre la nieve. Hablaron del negocio, del tiempo, y se pararon a mirar las vidrieras. El resto del camino lo hicieron con el tranvía. Solo en el instante de la despedida él pudo abarcar por una vez su mirada incomprensible, que ella volvió a un lado.
Una semana y media después él le preguntó en la escalera de caracol cómo estaba. Ella respondió, mientras tiraba de uno de sus aretes: «Bien»; que quizás mañana podrían conversar.
Al día siguiente ella no vino a la agencia. Semanas enteras estuvo ausente. Él le escribió, rogando una respuesta. Su madre la mantenía en casa. Se había vuelto silenciosa. Padecía de insomnio. Todavía en los últimos días de ir a la oficina le había dicho a la madre que escuchaba un delicado sonido de campanillas, y, también, profundos tonos de cuerdas zumbantes, que se alternaban en armonías. No era molesto, le gustaba escucharlo. No quería salir a la calle, prefería quedarse en la habitación; nadie más que su madre podía verla. Y cuando una vez Valentin fue a visitarla, le permitieron sentarse frente a ella; pero tocarla, eso sí no lo permitía. Detrás de él ella abrió la ventana. Un impulso repentino de no moverse del lugar la sobrecogió. Solo caminó algunos pasos cariñosos a su alrededor. La madre preguntó una vez si no se aburría. Le colocó en la cabeza el gran sombrero de plumas, la vistió y la abrigó por completo. Le sonrió a la madre: «Acompáñame». La mujer la tomó del codo: «¿Tienes un amante, Toni? Ya tendrás otro». Bajaron la escalera y volvieron a subir. «Sola me alegro mucho más con mis cosas lindas». Y realmente se sentaba arriba hundida en la silla frente a su madre, charlando bella y radiante, acariciando su vestido. El blanco de su ojo era visible. Estaba muy ocupada sin saber con qué. A menudo recorría la habitación con rostro feliz, en pantuflas silenciosas. No se permitía solemnemente ninguna ocupación. Jugaba distraídamente, pensativamente, con todo tipo de trapos multicolores. Se iba armando poco a poco una muñeca, una muñeca de remiendos muy multicolor, una pequeña niña, grande como una mano; se la mostró a la madre, la acurrucó contra sí, la acomodó en la cama.
Bajo la influencia del juego y la charla se fue volviendo más franca. Antonia ayudaba a la madre en casa con aire ensimismado, la acompañaba al mercado. Valentin deseaba estar con ella; se sentaba afligido frente a ella. La muchacha lo miraba con ojos vacíos. Una amiga le aconsejó a Antonia que acabara de despedirlo.
Un día al final de la tarde Antonia estaba parada frente a la ventana de su ático, mirando al edificio colindante. Mientras más miraba tanto más salvajemente se movían sus brazos. Con un movimiento convulsivo se dobló; cubrió sus claros ojos: «Quiero amarlo otra vez. No soporto estar sin él. Quiero amarte otra vez». Por la noche él recibió una nota de ella. Estuvieron solos. El rostro horriblemente abierto se hallaba frente al suyo. Ella dijo, retadora: «¡Bésame, bésame!». «No, no debo, no debo». «El médico no me importa, Valentin. El médico no me puede ni matar ni hacer vivir». Temblorosos, los dos se abrazaron. Ella se aferró de una mordida a su labio; y luego él mordió a su vez. Valentin se tambaleó. Una serpiente los envolvió en una espiral de piedra, los hizo rodar, los dejó tendidos.
Cuando la madre a la mañana siguiente se colocaba la bufanda alrededor de la cabeza para salir a lavar, se apareció Antonia soñolienta, acabada de salir de la cama, y dejó que la mujer la acariciara: «Ya no me falta nada, madre; voy a la tienda». «¿Te reconciliaste con Valentin?».
Tras una larga pausa en que pareció que iba a volver a dormirse, dijo Antonia: «Creo que sí».
En la tienda se comportó apática, dando vueltas cavilosa; finalmente se ausentó. Se mezcló con las pequeñas chicas de la fábrica que al anochecer se iban a bailar a la Brunnenstrasse y a la Chausseestrasse; a Valentin no le dijo ni una palabra de ello. Llena de curiosidad y con cara de avergonzada se paraba junto a oscuras esquinas a las once de la noche en compañía de dudosas damas que le decían todo tipo de bromas. Antonia les tiraba de la lengua, las observaba, se dejaba acompañar por hombres en los cafés y luego se marchaba. Cada vez más silenciosa regresaba de tales paseos a casa; su insomnio volvió a empezar. En aquel tiempo comenzaron en ella las primeras manifestaciones de un extraño sonambulismo. Con su pequeña muñeca en la mano caminaba a hurtadillas en camisón por la sala y la cocina en medio de la más completa oscuridad, pasaba junto a su madre, que roncaba, atravesaba el pasillo y volvía a regresar. Ni una sola tabla del suelo crujía; con mucho cuidado colocaba los pies desnudos en el piso; no chocaba con ninguna silla. Le murmuraba cosas a la muñeca, que sostenía a la altura de su boca. «¿Me llevas? Tú eres buena. Contigo sí voy. Encarámate en mi brazo y sé buena conmigo. Contigo yo sí salgo. Sí, claro, siéntate en el cuello de la blusa, no hay problema. Eres tan linda, tan linda conmigo. ¿Con quién se puede ser tan bueno como no sea contigo?».
Una vez la madre despertó mientras Antonia sacudía entre sollozos la ventana, que no quería abrirse. Sin decir palabra llevó otra vez a la cama a la soñadora, que tras algunos balbuceos volvió a dormirse agitada.
Con respecto a Valentin Antonia fue en este tiempo amable en igual medida. A menudo él venía en secreto a verla; cuando una vez le preguntó cuándo se casarían, ella dijo que para qué, que qué más hacía falta entre ellos dos. Y con creciente impaciencia ella esperaba que anocheciera por completo cada vez que él se marchaba. Abúlica, lo abrazaba y era buena con él; cuando se marchaba gemía lastimeramente, cubría con jabón su pequeño espejo redondo, de modo que no podía verse en él, juntaba las cortinas frente a la ventana. Una vez la madre entró a tientas en la cocina: «¿Estás ahí, Toni?». «¿Quieres ver a Toní, mamá?», y mientras la mujer se acercaba con la lámpara de petróleo, le extendió el pequeño conjunto de trapos, la muñeca, anegada en lágrimas. «Esta es Toni. Esta es mi pequeña y dulce Toni. ¿No es así, madre, no debe ser esta nuestra pequeña y dulce Toni?». Rio y cubrió de lisonjas al harapo; la anciana rio con ella.
Una vez tarde en la noche brilló la luz eléctrica delante de un nuevo cafetucho en la Hussitenstrasse. Había una fuerte helada; envuelta en su abrigo de paño negro, el gorro cubriendo el cabello, la polaquita entró a un pequeño nicho de un edificio y en compañía de dos chicas que reían y chillaban entrecortada e impetuosamente se puso a mirar las vidrieras del frente llenas de anuncios chillones. De pronto se abrió la puerta del lugar; sostenidas de los brazos, tres damas de vestimenta multicolor abandonaron el local acompañadas de dos señores y atravesaron el sucio terraplén, todos en una fila. Uno de los señores bailoteaba graciosamente; tenía un rostro abotargado y muy enrojecido y para divertimento general se le caía constantemente uno de los zapatos; un pañuelo de color rosado sobresalía pintoresco por delante de su arrugado abrigo de dos piezas. Dando tumbos Antonia se acercó algunos pasos hacia el grupo, y se escabulló, mientras el manguito le caía sobre la frente, en dirección a la oscura entrada de un edificio. El señor que se divertía le pasó la mano húmeda por sobre una oreja, arrancándole un mechón de cabellos; mientras pasaba por su lado tartamudeó: «Que vengan todas las niñas. No hay que tener miedo de mí».
A las tres de la madrugada se pusieron a cantar canciones a dos voces y con fuerza en el patio de Valentin; luego, más amortiguados, en honor a su novia, como solía decir el señor Priebe, el éxito musical «Tómame y llévame a solas contigo». Y mientras todos, hombres y mujeres, gorjeaban en círculo, en lo alto apareció a la luz penetrante de la luna, saliendo del tragaluz, una cabeza con el pelo negro suelto, el cuello desnudo, las orlas del camisón entretejidas de rojo, sacó el cuerpo cubierto con enaguas blancas por la ventana y se abrió paso por entre los canalones andando a tientas con paso irregular; pies desnudos; en su mano, por delante del camisón, se movía algo negro, pequeño.
El señor Priebe imitaba en ese momento la voz femenina: «Ay, si San Pedro lo supiera».
Entonces se escuchó un ruido proveniente del techo. El cajero Lorenz, un rostro de cervecero lleno de espinillas, fue el primero en levantar la mirada. Un montón blanco, las piernas extendidas y sin medias, resbaló hasta muy cerca del frente del edificio trasero, golpeó contra una jardinera y cayó sobre la tapa de un basurero, con un chasquido jugosamente grueso y extenso. Encima del bajo cortafuegos salpicó pegajosamente, blanco; sobre el muro quedó algo flojo y oscuro.
«Alguien cayó de la ventana». Los cinco, inmóviles. El señor Lorenz se limpió los labios. «¿Dónde fue eso?», chilló una de las señoritas; llorando atravesó el patio en dirección a la puerta, las otras dos detrás. «No puedo ver eso», murmuró el señor Priebe, «me siento mal; voy a dormir». En el edificio se escuchó ruido, las ventanas se iluminaron. Valentin movió los labios, qué había sucedido realmente, subió temblando las escaleras hasta su casa y se tapó hasta por encima de las orejas: «No quiero saber nada de ese edificio; ay, me siento mal. Voy a cambiarme, voy a cambiarme».
Al amanecer, todavía en la oscuridad, la madre de Antonia tocó a la puerta de Priebe, gritaba y sollozaba junto a la estufa sin calentar, que el cerrojo de la ventana no estuvo pasado durante la pasada noche, que había olvidado hacerlo al caer la tarde. En el puño sostenía una vieja nota de Antonia; en ella se decía que Valentin no debía recibir su muñeca si ella volvía a enfermarse. «Ahí está el trapo. Venga un momento a nuestra casa, señor Priebe». Valentin hizo girar bruscamente a la pequeña Ella y le dijo que escupiera detrás de la señora. Al padre lo increpó sobre cómo abrir la puerta para hacer tales cosas. La niña se puso terca: «Ahora mismo estamos abriendo la puerta».
Después que a la semana siguiente, debido a sus desmesurados berridos con el personal y a su inmotivada escandalera, le sugirieran a Valentin en la oficina que se fuera de vacaciones, se marchó sin despedirse del padre y de la hermana a la esclusa de Woltersdorf y alquiló allí una habitación amueblada. A la patrona le contó que en Berlín lo envidiaban y que por eso pretendían neutralizarlo por un tiempo; por supuesto, historias de mujeres, las inevitables historias de mujeres; que se quedaría por tres semanas. De su discurso en tono acusador borbotearon maldades, vilezas, que le habían cometido. En un rincón del sofá en medio de la oscuridad de la habitación refunfuñaba, sacaba la muñeca de la maleta para juguetear con ella. A la patrona le explicó que a falta de otra compañía había que entretenerse en algo. Entre cálidos sollozos caía encima del manchado harapo, silbando: «Tenemos que impedir estas cosas, Toni, podríamos tener otras cosas en la cabeza». Desconsolado y lleno de desesperación lloraba allá dentro con tal fuerza que la patrona colocó una cruz delante de la puerta.
Cuando la mujer, mientras preparaba sus plantas de reseda, le dijo: «Ya resolverán los problemas», él respondió con una burlona sonrisa torcida: «Tenemos fuerzas, querida señora. ¿Qué piensa usted de nosotros? Se lo haremos pagar a ellos con creces. Solo deje que estemos de nuevo en casa». Y cantó con voz tan bella: «Si San Pedro lo supiera», que la patrona asintiendo con la cabeza dijo: «Dios mío, señor Priebe, qué voz tiene usted».
Ya a las dos semanas, a fines de abril, se largó: «La estancia campestre no es para berlineses, por lo menos no para mí».
En casa acomodó las cosas en el escaparate, se compró una corbata verde, un Lavallier, que podía ondear suelto al viento delante del chaleco. Acordó una cita a las once de la noche con su amigo Lorenz, el cajero. Se embetunó cual si durmiera envuelto en pomadas, se puso nuevas polainas de color gris sobre los zapatos y subió la lámpara colgante para disfrutar en el espejo de sus movimientos. Entonces vio cómo de la maleta sobresalía el brazo de una muñeca. Volvió la espalda a la maleta, mirando con cara de desprecio; tras mantenerse inmóvil por un instante saltó hacia la maleta y volvió a meter el brazo de la muñeca. Tras quitar la venda de la barbilla y mirar de nuevo oblicuamente hacia atrás, el brazo volvió a sobresalir. Valentin abrió la tapa por completo, arrojó a la muñeca en el medio del montón de ropa, se sorbió la nariz lleno de odio: «La basura te la voy. Sacarte. Pasó la época. La basura. Adentro en la cómoda». La tapa retumbó al caer. En el espejo vio inmóvil cómo la tapa se estremecía, se levantaba lentamente, la muñeca atravesaba una ranura y caía al suelo encima de una toalla. Con pasos torpes, las manos en posición de boxeo, Valentin se movió en mangas de camisa en dirección a la toalla: «¡Pérdida de tiempo! ¡Broma infame!». Sin darse por vencida la muñeca se tambaleó en el piso y volvió a caer. Valentin contra ella. La muñeca saltó, se agitó y se adelantó. Cuando con un golpe macizo cayó encima de ella, fue a parar al armario, salió a la blanca luz de la luna y resbaló ligeramente contra la pared. El umbral crujió; de una vez la muñeca ya no estaba en la habitación. El sombrero se lo colocó Valentin lleno de rabia sobre su cabeza de peinado liso, y golpeó el picaporte. Allí estaba la fina criatura bamboleándose en el descansillo de la escalera, erguida por sobre el pasamanos.
En medio de la fría corriente de aire el hombre estaba parado en el marco de la puerta; el abrigo debajo del brazo izquierdo, la correa de una polaina colgaba. Gimió, hundiendo los hombros: «Dios Santo, ¿qué es esto? ¿Despertaré a papá?». A hurtadillas bajó los peldaños, siguiendo el sonido que se arrastraba. Al llegar entre tropezones al largo pasillo murmuró: «Oye, oye, detente, párate ahí. Yo… yo no he hecho nada. Te voy a llevar con Lorenz».
Detrás, detrás.
En la Brunnenstrasse caía una granizada. Al pasar por debajo de la farola la muñeca hizo un arco. Él daba pasos grandes, los de ella eran cada vez más largos. Creció, era como un joven, como un hombre. La Stralsunder Strasse. Hizo ondear su abrigo en la mano izquierda, tragó algunos pedazos de granizo. Ella dobló en la Hussitenstrasse, se detuvo en la esquina, era ancha como un caballo. Él fue hacia ella, cuando se agachó, él se acomodó vacilante sobre sus hombros, y ella salió corriendo con él a cuestas.
La mordió en su cabeza. En la Iglesia de San Sebastián escuchó los primeros gruñentes sonidos desde abajo, sacudió el cuello de ella, gimoteó: «Solo quiero ser honesto». En tono de burla fue subiendo: «¿Quieres? ¿Quieres?».
«Puedes dejarme ir a casa. ¿Cuánto he sufrido ya?». «No lo suficiente».
Pasaron con rapidez por delante de un guardia; el hombre resopló con la nariz. «¡Vaya manera esa de andar! Vamos, vamos, jinete».
Valentin quiso llamar al guardia, pero todo transcurrió de manera muy rápida. Aulló al viento. «Se me va a perder mi sombrero». «No necesitarás sombrero». «Mi abrigo, mi cuello». «Puedes venir desnudo».
Lloriqueando, Valentin se puso las manos delante de los ojos enrojecidos: «No quiero saber nada más de esas cosas. Le preguntaré al pequeño Lorenz qué piensa de eso».
Aparecieron las vías férreas de la fábrica, sumidas por completo en las tinieblas. Valentin gritó, se lanzó: «Nadie ayuda, nadie ayuda». La muñeca lo retenía como pegado con caucho, y mientras él arañaba, agitaba pies y manos en las suaves masas y se retorcía, en su asiento, fue aproximándose el negro bosquecillo de Humboldthain, sin un alma, con barandillas de hierro, árboles tiesos.
«Ji, ji, ji», dijo él, atragantado. Con sonido retumbante la muñeca rio: «¿Vas a llevarme con Lorenz?». La explanada vacía. El estanque negro como tinta se extendía. Ella aflojó sus piernas; se sacudió con rapidez. De un tirón cayó de cabeza en el agua.
Entre borboteos ella saltó detrás. Mientras tragaba agua él trató de salir. «Me estoy muriendo, déjame». Largo como una barrera era el brazo de ella, con el que lo apretaba hundiéndolo en el agua: «¡Solo está empezando! ¡Perro mentiroso!». El agua salpicó hacia todas partes; burbujeó, borboteó por unos minutos. «Debería dejar que te pudrieras».
De manera oblicua el granizo golpeaba sobre el estanque en medio de las tinieblas.
Traducción: Orestes Sandoval López