A ver si me explico.

Producto de una sociedad alienada y de su época, Robbe-Grillet es un artista alienado. De acuerdo. También lo es Françoise Sagan; pero aunque la obra de esta expresa igualmente “la devaluación del mundo de los hombres”, hay en ella una mistificación que devalúa al mismo tiempo la obra de arte.

Como Françoise Sagan, Robbe-Grillet aparece en una sociedad dominada por las cosas. En dos sentidos: porque los hombres valen por lo que poseen y los objetos por lo que representan –y por lo tanto las relaciones del hombre con sus semejantes y con las cosas es siempre en última instancia una relación inhumana, abstracta– y porque la moderna industria capitalista, con fabulosos medios de difusión y propaganda, ha convertido en un fenómeno masivo el culto fetichista al objeto. El anuncio es el sacerdote de la sociedad. Un obrero no tendrá nunca un Cadillac, pero bastará con que abra una revista, mire una valla o ponga el televisor, para encontrar el Cadillac –o el Renault– convertido en símbolo de toda la felicidad y el prestigio que un hombre es capaz de lograr.

Pero el Cadillac representa sólo el símbolo mágico e inalcanzable. En cambio, el obrero puede poseer objetos necesarios –una batidora, un televisor, una motocicleta– que sin ser meros símbolos, reflejan tenuemente los símbolos mágicos recordándole que él no los posee. Por otra parte, el sistema de ventas a plazos crea la ilusión de que incluso con un salario modesto es posible apoderarse gradualmente de esos símbolos. Hoy, en las sociedades desarrolladas, se vive a plazos. El hombre está enajenado en su vida social –el producto de su trabajo le es extraño y lo convierte en un extraño para los demás– y condicionado hasta en sus propias ilusiones: a través de la propaganda y los anuncios, el fabricante le dirá lo que debe soñar. La devaluación de su ser individual y social es, pues, completa.

Robbe-Grillet es un auténtico creador porque –al contrario que la Sagan– desmistifica ese mundo, lo presenta despojado de toda su retórica romántica y de su turbia aureola sentimental. Es ridículo que se le acuse de “deshumanizar” la realidad. Él no es el responsable de esa deshumanización: en cambio, la expresa con rigor y por lo tanto la hace reconocible a escala humana. Es curioso que Portuondo –que no subestima lo que la literatura tiene de “testimonio” y “documento”– le haga implícitamente semejante reproche: en ese aspecto la obra de Robbe-Grillet es irreprochable.[1]

Pero Robbe-Grillet no es un sociólogo. Como escritor expresa, sin proponérselo, los valores del llamado “neocapitalismo” –del mismo modo que Balzac, católico y monárquico, expresó los valores de la burguesía liberal y parlamentaria–; pero como artista expresa una nueva visión de la realidad, organiza un mundo imaginario que quizás sobreviva a la estructura social en que surge, en una palabra, crea una obra de arte. Si se pierde de vista este hecho nunca se podrá hacer verdadera crítica literaria.

Creo que después de las últimas rectificaciones de los viejos críticos marxistas es posible hablar de arte sin tropezar con dogmatismos y conceptos esquemáticos desacreditados.

Un punto ha quedado bien claro: “El arte no es una resultante”. “El medio y la época desempeñan […] un papel importante en la génesis de una obra. Pero no son sus componentes. Plantean cuestiones al hombre. Si [este] es un creador, les dará respuesta” (Garaudy). “Es posible no leer en una obra la ley entera de una época o de una sociedad; el testimonio de su autor puede ser parcial, subjetivo, mistificado, sin perspectiva positiva, y esta obra puede, no obstante, ser auténtica y grande.”[2]

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Las cosas, pues, no son tan sencillas. De ahí que André Grisselbrecht haya condenado a los sociologistas vulgares, incluyendo a Plejánov… y de paso haya atacado a Lukács. Para aquellos, “sea cual fuera el factor determinante que se tome en consideración, la obra de arte aparece […] únicamente como una resultante, como un producto. Es objeto y no sujeto; es solamente efecto, y en modo alguno causa, causa productora. Ahora bien: esto no corresponde a la realidad.”[3]

Grisselbrecht pone en duda también que una sociedad decadente sólo pueda engendrar un arte decadente. Cuando Lukács y Portuondo hablan de “vanguardia”, y la entrecomillan, se refieren precisamente al “arte y la literatura esencialmente formalistas de los países burgueses” (Portuondo), que indiscriminadamente se ha tachado durante años de “decadente”.[4] Pero –dice Grisselbrecht– una sociedad decadente “no produce necesariamente ni únicamente obras decadentes”. “Una cosa es escribir según modos de pensamiento y con técnica nacidos unos y otras en un medio burgués, y otra es escribir para gloria de la burguesía. Porque, en el fondo, los artistas no han gustado jamás del capitalismo […]. La decadencia es un fenómeno ideológico, pero no un criterio de apreciación estética.”

Los movimientos de liberación nacional y el apoyo a la causa del socialismo, agrega Gisselbrecht, son fenómenos que se producen dentro de la sociedad burguesa y frente a ella: el proceso de la decadencia no avanza en línea recta. De ahí “la falsedad de la concepción de un esteta como Lukács, que una vez más en su último libro […] Realismo crítico y vanguardia, ha dado a este error la expresión más tajante.”

Una queja similar podrían hacer los críticos checos y Garaudy, Ernst Fischer, Ana Seghers y otros marxistas europeos, que en 1962 se reunieron en Praga, cerca de “el muñón de piedra de lo que fue el monumento a Stalin”, para honrar a Kafka… un artista que Lukács considera como el prototipo de la “vanguardia” (entre comillas) y que en Praga fue exaltado como un “hombre que en el caos luchaba por la grandeza del hombre, por búsqueda de la ley verdadera de la vida”.[5]

Claro que no hay que impacientarse. En cierto sentido, Lukács fue a su vez víctima y es posible que no tarde mucho en rectificar sus juicios sobre Kafka y otros artistas “decadentes”. Ya en el prefacio a su Estética, escrito en abril de 1960, se lamenta de que “durante la época estaliniana […] se subrayó únicamente lo que significaba diferencias entre el marxismo y las grandes tradiciones”. Se lamenta de que “las numerosas posiciones irrazonables tomadas durante el período estaliniano, en relación con la herencia de la filosofía hegeliana, llevaron a una indigencia a menudo pavorosa del contenido de las investigaciones lógicas”. Asegura que “El análisis preciso de los hechos mostrará con evidencia que en el campo de la Estética los resultados adquiridos con anterioridad al marxismo son muchos más importantes de lo que se cree”.[6]

Es el grito de un intelectual alienado por un poder más grande que su capacidad de comprensión –una forma de alienación religiosa– y su desnudez lo hace convincente y patético.

Espero que hayan quedado aclarados tres puntos: a) Robbe-Grillet expresa artísticamente los valores de un mundo deshumanizado, despojándolo de la aureola mágica con que trata de envolverlo la burguesía. b) La obra de arte no es una resultante ni un subproducto de la realidad, es, dentro de esta, una nueva realidad sujeta a las leyes propias. Por lo tanto, no se agota en el análisis sociológico ni se justifica por su valor documental. c) Una sociedad decadente no produce necesariamente un arte decadente; es más, el concepto de decadencia no tiene sentido al juzgar una auténtica obra de arte, pues esta es por definición un ejemplo del máximo grado de plenitud a que puede llegar el hombre en un momento dado; por lo demás, es un concepto inadecuado para explicar el fenómeno artístico.

Decir que Robbe-Grillet expresa artísticamente el mundo enajenado de la sociedad “neocapitalista”, significa que en lugar de “humanizar” las cosas se limita a establecer entre ellas relaciones temporales y espaciales en las que el hombre aparece a su vez como una cosa perdida entre las demás. De hecho, Robbe-Grillet se propuso emplear sólo lo que él llamó “el adjetivo óptico, descriptivo, que se contenta con medir, situar, limitar y definir…”

Como Robbe-Grillet, el obrero de que hablamos al principio no posee las cosas, es poseído por estas; está como un objeto entre los objetos (sólo la conciencia de clase y la práctica revolucionaria podrían devolverle su humanidad); no puede apoderarse de los objetos, reivindicar ante ellos y ante los demás hombres su condición humana, y ha de contentarse también con “medirlos, situarlos, limitarlos, definirlos”…

No creo que los obreros no calificados de Francia tengan tiempo y paciencia para leer a Robbe-Grillet, pero si lo hicieran podrían reconocer en su frío mundo imaginario las relaciones de su propio mundo de cada día y encontrarían en la soledad de cada objeto una imagen aterradora de su propia soledad. Es lo que Lucien Goldmann llama “la asfixia de lo auténtico por lo falso, de lo real por lo aparente, de la calidad por la cantidad”, y lo que quizás lo lleva a mistificar un poco cuando afirma que tanto Nathalie Sarraute como Robbe-Grillet son, a su juicio, “profundamente realistas, en primer lugar porque van a lo esencial de la realidad: la deshumanización de nuestro mundo. Y también […] humanistas, porque a pesar de que describen un universo de cosas, es patente su nostalgia por los valores perdidos del auténtico humanismo”.[7]

Cuando Portuondo habla de la visión “caquéxica” de esos autores (yo también tuve que buscarla en el diccionario), hace un diagnóstico clínico-moral de un fenómeno histórico y literario. Es como decir que la poesía de Vallejo es biliosa o que la pintura de Van Gogh es esquizofrénica; es no decir nada. La obra de Robbe-Grillet expresa la deshumanización de su circunstancia, pero como toda obra de arte, trasciende su circunstancia y puede ser leída con interés allí donde esa circunstancia no es la misma y quizás aun cuando la estructura social en que surgió haya cambiado.

Porque está en la dialéctica de las cosas el no ser tan simples como quisieran los dogmáticos. Ya Marx advirtió que lo difícil no era establecer las relaciones entre la infraestructura y el arte, sino explicar por qué el arte griego, por ejemplo, seguía produciéndonos después de veinte siglos un placer estético. Marx dio una respuesta errónea al suponer que para la humanidad occidental el arte griego representaba un período infantil de la creación artística. Hoy sabemos que esto no es cierto y que conceptos como “infantil” o “primitivo” no son aplicables a las manifestaciones artísticas maduras de ninguna sociedad, por primitiva que esta sea. La máscara ritual de una tribu africana, las pinturas rupestres de Altamira son, en sí mismas, obras de arte tan totales y acabadas como Las señoritas de Avignon o las esculturas de Moore; el Popol Vuh no es “inferior” al Canto general ni “superior” al Quijote. En otras palabras: el arte y la literatura son siempre manifestaciones absolutas y, en formas diferentes, este absoluto se expresa tanto en las sociedades primitivas como en las más avanzadas.

¿Por qué el arte y la literatura del pasado le dicen algo al hombre moderno? ¿Por qué nos interesan o conmueven todavía la Ilíada y el Poema del Cid, las pirámides de San Juan de Teotihuacán y el Taj Majal, Giotto y Rembrandt, las esculturas egipcias y los cristos románticos, Edipo Rey y Don Juan Tenorio, Bach y Vivaldi, el Decamerón y La cartuja de Parma? ¿Qué tienen en común esas obras y esos nombres, procedentes de sociedades esclavistas y feudales, paganas y cristianas, semíticas y latinas, refinadas y semibárbaras?

En principio, el simple hecho de ser manifestaciones humanas. Toda verdadera obra de arte expresa, como dice Garaudy, una forma de presencia humana en el mundo, y el hombre siente una voraz curiosidad por esos testimonios de su especie que desafían el paso de los siglos y le hacen descubrir dentro de sí una suerte de obstinada grandeza.

Pero esa curiosidad no es todavía estética y, por otra parte, cualquier instrumento creado por el hombre para habilitar el medio y dominar la naturaleza expresa también, sin ser por ello artístico, una forma de presencia humana en el mundo.

Lo que a primera vista diferencia la obra de arte de esos instrumentos es su aparente inutilidad. Está claro: la obra de arte no tiene la misma función social que las demás creaciones del hombre. En la práctica media un abismo entre la rueda y la escultura de la rueda, entre los alimentos y el bodegón, entre la huelga y la descripción literaria de una huelga. Sin embargo, el hombre nunca ha dejado de manifestar su presencia en el mundo mediante esos testimonios “inútiles” que son las obras artísticas y literarias. Está claro entonces: son necesidades humanas ¿Por qué? Porque en ellas el hombre descubrió que no sólo expresaba los objetos y el mundo que lo rodeaban, sino sobre todo que se expresaba totalmente a sí mismo y que al hacerlo se apoderaba también, por un movimiento que sólo podría denominarse mágico, de lo que en relación con él tenían de esencial y permanente esos objetos y ese mundo. En la desesperada lucha del hombre por apoderarse de la realidad total, el arte resultó ser el único medio de aprobación definitiva.[8]

Lo que tienen en común la Ilíada y “La ronda nocturna”, las esculturas egipcias y La cartuja de Parma, lo que hace que nos interesen o conmuevan todavía, no es el hecho de ser “formas de presencia” humana en el mundo. No es tampoco que nos hablen de las costumbres en la Grecia del siglo IX a.C. o en la Holanda del XVII. No es sólo –aunque en parte lo sea– que pinten símbolos o pasiones “eternas” en los que el hombre de todos los tiempos puede reconocerse o divertirse, es decir, salir de sí mismo para vivir la vida de otros en situaciones diferentes. La paradoja del arte y la literatura consiste en que siendo respuestas humanas a una concreta situación histórica, a una relación viva con la realidad, son en sí mismas nuevas realidades con leyes propias que se sitúan por encima de la historia y no están sujetas a sus convulsiones ni a sus cambios. Históricas en el sentido en que lo es todo, lo humano, las obras literarias y artísticas son suprahistóricas en la medida en que constituyen ensayos de inmovilizar la realidad, es decir, de eternizarla.

En el mundo de esta novela, de aquel cuadro, no caben ya la voluntad y la vida tal como se manifiestan en la realidad, como movimiento y cambio. Y esto significa inversamente que no caben el azar ni la muerte, que cada uno de esos mundos sin fisuras está ahí de una vez por todas, idéntico a sí mismo, invulnerable. Ordenada según sus propias leyes imaginarias, la realidad de ese cuadro y de esa novela son productos gratuitos del espíritu y por lo tanto pertenecen al reino de la libertad, donde toda manifestación humana es esencialmente creadora y no puede ser devaluada. El hombre siente “placer” al penetrar esa realidad imaginaria porque encuentra en ella una síntesis que reproduce en lo esencial la dialéctica de la vida, pero que es al mismo tiempo inalterable; es el orden definitivo al que aspira y que jamás puede vislumbrar desde su propia vida contingente.

A través de ese organismo viviente que es la novela o el cuadro, puede por fin mirar la realidad como totalidad, descubrir el secreto mecanismo de relaciones que en la práctica permanecen veladas, observar un conjunto que en la práctica es siempre fragmentario, contemplar lo que en la práctica no hace más que arrastrarlo, experimentar por sí mismo lo que en la práctica no puede experimentar ningún individuo aislado. A través del arte y la literatura el hombre descubre dentro de sí un poder que tradicionalmente se le ha reservado a los dioses. Y la obra artística se le presenta entonces como un momento único extraído del caos y del tiempo: es una realidad humana que se eterniza y ante la que el hombre se complace porque, como hombre, tiene necesidad de perpetuar lo humano, de perpetuarse.[9]

En un universo creado a nuestra imagen el arte sólo podría ser decorativo. Pero en el universo que conocemos es siempre un acto de resistencia tanto como la confesión de un fracaso. Ortega expresó esta idea diciendo que, en el naufragio de la vida, la cultura era un movimiento natatorio. Lo cierto es que es una protesta contra todo determinismo y que si el artista es producto de su medio, lo es también de su reacción ante el medio; de hecho, es esa reacción, esa resistencia, la que lo distingue como artista.

Robbe-Grillet expresa los valores de una realidad dada, pero también y sobre todo su visión personal de esa realidad y los nuevos valores que crea el ordenarla. No es un espejo ni un megáfono; al crear una realidad con las leyes propias suspende su obra por encima de la estructura en que se produjo y la libera de una eventual catástrofe.

Se me dirá: admitimos que Robbe-Grillet es un creador auténtico, que su obra se mantendrá por su calidad literaria, que quizás interese a los lectores del año 2000; pero todo eso no deja de ser bastante abstracto. El problema concreto es este: ¿puede servir la obra de Robbe-Grillet como modelo para escritores cuya realidad es totalmente distinta a la suya? En nombre de la vanguardia ¿debe Robbe-Grillet ser imitado?

Puesta en esos términos la pregunta no tiene más que una respuesta y esa respuesta no tendría sentido. ¿Puede la obra de Marx servir como modelo para economistas cuya realidad es totalmente distinta a la suya? Es evidente que la pregunta oculta una doble trampa. Porque no se trata de repetir mecánicamente una serie de fórmulas sino de utilizar un método que permita extraer de la nueva realidad conclusiones dinámicas. Y esa realidad no es, ni mucho menos, totalmente distinta de aquélla; en muchos aspectos sólo ha cambiado la forma en que se manifiesta.

¿Cesa automáticamente la alienación en una sociedad que decide construir el socialismo? ¿Puede hablarse hoy de una realidad nacional totalmente desligada de la realidad mundial? ¿Hay un solo conflicto, descubrimiento científico o transformación social, sea cual sea el lugar donde se produzca, que de alguna manera no nos afecte? Y a la inversa, ¿no afectan nuestros éxitos y fracasos a una parte del mundo? Durante la Crisis de Octubre, ¿no estuvo expuesto Robbe-Grillet, como cualquier escritor cubano, a achicharrarse en el infierno de una explosión nuclear?

Está de moda insinuar que hay que ser dialécticos, pero, ¿cómo puede ser dialéctico el que ha dividido la realidad en departamentos estancos, donde las cosas llevan etiquetas como si llevaran tatuajes? Portuondo opina que debemos “conocer y estudiar” el arte y la literatura de vanguardia “como conocemos y estudiamos a Homero y a Dante, a Shakespeare y a Balzac, a Proust y a Kafka”; cree que “no debemos ni podemos esquivar el conocimiento de todas las expresiones literarias, ni menos eludir su aprovechamiento, inteligente”; pero advierte que –y aquí da el salto– “lo que carece de razón de ser es aspirar a que tales formas devengan instrumentos expresivos de una concepción de la realidad que las ha superado”.

El lector desprevenido se dirá: “Claro que no”. ¡Pues claro que no! Pero ¡ojo!: ese razonamiento aparentemente riguroso oculta, como la pregunta anterior, una doble trampa. Porque es producto de una concepción estática de la cultura: supone, por una parte, que incorporar los descubrimientos de la vanguardia es aplicar mecánicamente sus fórmulas externas y, por la otra, no advierte que el conocimiento de esas expresiones literarias implica necesariamente su incorporación a las nuevas, que sólo serán nuevas en la medida en que contengan a las que ha superado.

El conocimiento real de las expresiones de vanguardia no supone la imitación de sus formas externas, pero sí la incorporación de sus técnicas y una actitud ante la literatura capaz de llevar a la creación de nuevas formas de vanguardia. Estas siempre podrían ser calificadas de “imitaciones”, puesto que faltarían las referencias para juzgarlas; es más fácil poner etiquetas que abrir bien los ojos. El escritor que realmente conozca “a Homero y a Dante, a Shakespeare y a Balzac, a Proust y a Kafka”, será el único capaz de hacer una obra que sin repetir a Homero ni a Dante ni a Shakespeare ni a Balzac, los contenga a todos e imponga llegado el caso una nueva vanguardia. Pero su originalidad consistirá en haber creado de la nada. Como ha dicho Eliot –y que nadie se alarme–, un poema absolutamente original sería un poema malo. Totalmente originales sólo son Dios y los malos poetas.

Decir esto no es más que afirmar la continuidad de la cultura, su dinamismo. Robbe-Grillet puede no interesar al lector, pero al escritor y al crítico tiene que interesarles porque dentro de la literatura –al revés de lo que piensa Portuondo– es un fenómeno dinámico; es, por decirlo así, Homero, Dante, Shakespeare, Balzac, Proust y Kafka llevados hasta sus últimas consecuencias, es decir, la culminación de un procesos, que no deja de ser decisivo porque haya desembocado –como le ocurrió también a la pintura– en un callejón sin salida. ¿No estaban ya en Proust, en Joyce, la obsesión del tiempo y de las cosas, la amplificación desmesurada del detalle? ¿No está en Kafka y en los norteamericanos –y aún antes, en Flaubert– esa fría objetividad –ese asco por la psicología– que reclama para sí una parte de la nueva novela? El tema de la mirada y de “las cosas mismas”, ¿no fue la preocupación central de la fenomenología? ¿Y no respondía todo esto a una nueva situación histórica y a los descubrimientos en el campo de la sicología, de las ciencias, de la técnica?

No voy a hablar de la transformación que se ha operado en el mundo y en las conciencias durante los últimos cien años,[10] pero si aludiéramos a un solo aspecto –el desarrollo de las comunicaciones, por ejemplo, tan ligado al de la cultura– podríamos decir que nuestro mundo, más que distinto al de nuestros abuelos, es otro mundo.

Técnicamente, la obra de Robbe-Grillet supone ese otro mundo, el mundo del hombre contemporáneo.[11] Es imposible leer un solo párrafo de esa obra sin darse cuenta de que Balzac escribió hace más de un siglo, que han cambiado radicalmente nuestros conceptos sobre el tiempo y el espacio, que la visión del siglo XIX resulta pavorosamente simple e ineficaz cuando se aplica a la realidad del siglo XX, que esta es muchísimo más compleja de lo que se deduce por La comedia humana.

Obras como la de Robbe-Grillet pertenecen a la vanguardia –sin comillas– porque están a la vanguardia: exploran una realidad que se halla ante nosotros, no a nuestra espalda. Por eso ejercen esa especie de fascinación sobre los jóvenes. No se trata de esnobismos: el joven descubre en ellas un lenguaje común a toda su generación, los signos imprecisos de su época; aprecia más los audaces tanteos de Robbe-Grillet que los juiciosos sermones de Zola porque le parecen más auténticos.

Pero aquí surge un nuevo problema.

Se cuenta que una vez un cubista de brocha gorda declaró muy satisfecho: “Picasso y yo tenemos mucho en común; ambos somos pintores modernos”. Ese imbécil estaba diciendo una verdad profunda. Y planteaba sin quererlo el drama del artista en las sociedades subdesarrolladas: tener que utilizar una técnica afinada gradualmente por otros –y es ese proceso el que garantiza el dinamismo de una cultura– para expresar de sopetón una realidad que ni social ni culturalmente está suficientemente jerarquizada. No es lo mismo recorrer en un siglo el camino Balzac-Stendhal-Flaubert-Proust-Grillet (con todos sus cruces y ramificaciones) que saltar de Meza a Carpentier, de Mi tío el empleado a El acoso. Ese conflicto marca casi todas las obras literarias y artísticas de países como el nuestro; nos parecen anacrónicas, o inauténticas, demasiado rancias o demasiado a la moda. Somos verdaderas ranas de la cultura: nos quedamos inmóviles en el agua estancada o avanzamos a saltos.

Pero entre los dos extremos hay que optar por el último: la historia no perdona los anacronismos. Hay que ponerse al día a marchas forzadas, a todo riesgo. Es como en la economía. Para construir el socialismo el proletariado sabe que tiene que apoderarse de toda la cultura humanística y técnica del pasado y que tiene que hacerlo ahora. No puede rehacer paso a paso el itinerario de la cultura; lo que a la burguesía, por ejemplo, le tomó doscientos años analizar y asimilar, el proletariado tiene que apropiárselo en el curso de una generación. Pero esta sugerencia sólo se le plantea al proletario –como el artista– porque aunque no ha creado propiamente esos medios y estos no le “pertenecen”, está suficientemente familiarizado con ellos como para conocer su importancia. Desde su situación de explotado tiene, sobre la importancia de la técnica moderna, la misma conciencia que sus explotadores. Y es que, como el artista, el proletario vive al mismo tiempo dentro y fuera de esa cultura, no la posee, pero se mueve en ella, no ha trazado los planos, pero tiene que manejar la maquinaria, no conoce a fondo los principios de la combustión interna, pero tiene que echar a andar los motores. La familiaridad práctica con una técnica compleja exige que el obrero posea cuando menos rudimentos teóricos, lo convierte en un “técnico práctico” y acondiciona su mentalidad de trabajador moderno. Es un poco lo que le ocurría al cubista del cuento: por una necesidad práctica y sin otro aprendizaje que el contacto con una realidad cultural más avanzada, había llegado a la compleja visión del cubismo aunque no pudiera explicársela.

Pero el verdadero drama, en todo caso, es la desproporción que existe entre las necesidades culturales del artista –o del técnico– y las necesidades de las masas en los países subdesarrollados. “Para un hombre hambriento –decía Marx– no existe la forma humana del alimento, sino sólo su carácter abstracto de comida.” En las sociedades altamente industrializadas, los doscientos años que la burguesía se tomó en apoderarse de la cultura pasada, asimilarla y crear nuevas formas de cultura, fueron también doscientos años de aprendizaje para las masas: se generalizó la instrucción, se elevó el nivel político y técnico del proletariado, se desarrolló una clase media consumidora y productora de cultura. Refiriéndose al proletariado inglés, Engels escribió en 1845:

Shelley, el genial y profético Shelley y Byron, con su ardor sensual y su amarga sátira de la sociedad existente, encuentran la mayor parte de sus lectores entre los obreros; los burgueses no poseen más que ediciones expurgadas, family editions, que se acomodan al gusto y a la moral hipócrita de la actualidad.

[…]

El proletariado se ha creado una literatura propia, constituida sobre todo por periódicos y libros, cuyo valor sobrepasa en mucho toda la literatura burguesa.[12]

Incluso la “cultura de masas” de los países capitalistas avanzados tiene su lado positivo. Subrayamos el aspecto negativo de la publicidad y el papel mistificador que desempeña en la sociedad burguesa. Pero esa avalancha publicitaria va acompañada de una enorme difusión de imágenes que llaman la atención del “cliente” hacia los aspectos más disímiles y recónditos de la realidad y son, a un nivel rudimentario, un verdadero curso de apreciación artística que toman involuntariamente las masas.

En una revista como París Match, por ejemplo, descubrimos no sólo el culto fetichista al objeto, sino también un mundo de formas y experimentos gráficos que para nosotros superan en belleza a toda la pintura académica almacenada en los museos del mundo. El diseño industrial ha convertido objetos que van desde la cajetilla de cigarros hasta las lámparas de mesa, desde las sillas hasta los ceniceros, en pequeñas obras de arte que de cierta manera anuncian la belleza del mundo comunista del futuro, un mundo de abundancia, de formas dinámicas y funcionales puestas al servicio del hombre y no frente a él. Y junto a los anuncios, los reportajes gráficos: las viejas pirámides egipcias captadas con un nuevo tipo de lente, los negros guerrilleros congoleses junto a las chozas de paja enrojecidas por el crepúsculo, las formas abstractas que se derraman por la platina de un microscopio, la curvatura del planeta sorprendida en pleno vuelo por un cosmonauta.

No diré que Robbe-Grillet escribe para las masas, pero sin duda se dirige a un público más amplio que el de Voltaire, por ejemplo, cuyas obras nunca tuvieron, en primera edición, una tirada mayor de mil a tres mil ejemplares. (Un siglo antes –en pleno XVII– ninguna edición francesa sobrepasaba los quinientos ejemplares.) ¿Y qué encuentra ese público en sus libros? El mundo deshumanizado en que vive y el magnetismo del objeto, de los detalles y las formas a que lo tienen acostumbrado la publicidad, el diseño industrial, las revistas gráficas y la pintura de los últimos cincuenta años. El lector encuentra un mundo que básicamente, a pesar de su deshumanización –o precisamente por ella–, le resulta familiar. Pero además le es familiar la manera en que el autor narra su historia, porque es la manera propia del cine. A través del cine las grandes masas, hasta hace poco habituadas a oír narrar, se han acostumbrado, como dice Castellet, a ver narrar.[13]

Una sociedad económica y culturalmente desarrollada necesita de esa actividad experimental, sin función inmediata, que garantiza el desarrollo progresivo de la cultura. Robbe-Grillet y los escritores franceses de vanguardia se sostienen sobre un enorme aparato que incluye decenas de escritores profesionales con un público, centenares de intermediarios –críticos, profesores, periodistas– y un ambiente cultural tenso y orgánico.

Los creadores de un país subdesarrollado, obligados a asimilar una cultura que no produjeron, a emplear técnicas que no inventaron, a ser intermediarios al mismo tiempo que creadores y a dirigirse a un público exiguo, están como suspendidos en el vacío tratando de mantener un equilibro precario entre el presente y el futuro, entre su medio y su época, entre una responsabilidad social igualmente irrenunciables que no acaban de identificarse.

¿Cómo resolver esa contradicción? ¿Debe renunciar el artista a dar lo mejor de sí para llegar a un público muy amplio o debe renunciar a alcanzar ese público, a ser un creador “de minorías”? De nuevo estamos ante una pregunta con trampa. En Cuba sabemos hoy –para no hablar de ignorancia o mala fe– que es una ingenuidad exigirle al artista la solución de un problema social que sólo puede resolver la sociedad misma mediante una Revolución como la nuestra. Ese problema es la educación de las masas, la promoción de nuevos cuadros culturales, el estímulo a un movimiento cultural abierto y dinámico. En ese movimiento caben lo convencional y lo experimental, los escritores de veinte mil y los de tres mil ejemplares. Que cada cual elija a todo riesgo, si es que se puede elegir una necesidad. Como en arte no se puede hacer trampas –según la frase de Chejov–, al final debe imponerse la calidad.

Cuando se le preguntó a Ehrenburg si la sociedad soviética había producido alguna obra maestra, respondió más o menos: “El lector es la obra maestra de la sociedad soviética”. Hoy ese lector está por encima de los propios escritores, en muchos casos, y exige una calidad que el escritor no siempre está en condiciones de darle. Los escritores de talento llenaron una función y han quedado; los malos llenaron una función y han pasado. Obras que en su momento fueron eficaces y populares perdieron su eficacia y su popularidad en cuanto se elevó el nivel cultural de las masas. No hay nada que lamentar: no eran propiamente literatura y el escritor pagó el delito de haber dado –con la mejor intención del mundo, seguramente– gato por liebre.

Hay que dejar que la literatura la hagan los escritores y el lector, no los críticos ni los burócratas. En eso estamos de acuerdo con Portuondo: que se exprese la calidad con “recursos inéditos” que cada escritor debe descubrir por su cuenta; que se ponga a prueba “la calidad creadora” de los creadores.

En cuanto a las medidas prácticas que debieran tomarse de parte y parte, la cosa no está tan clara.

Portuondo invita a los escritores cubanos a visitar Minas de Frío, Topes de Collantes, Tarará, las granjas, minas e industrias para que presencien “el nacimiento de toda una generación que emerge con una renovada visión de la realidad”. Doy por sentado que no espera que de ahí salga esa “literatura para obreros” que criticaba Lenin y que floreció cuando Zhdánov lo santificó por decreto. Así es que la idea me parece buena. Creo que bastaría asegurar el transporte y una licencia en el centro de trabajo, para que la mayoría de los escritores residentes en las ciudades acepten esa invitación. Paso la sugerencia a la UNEAC.

Pero preferiría esto: que esa generación que emerge exprese por sí misma su visión de la realidad, que fueran los obreros y campesinos –o sus hijos que ahora estudian– quienes expresaran la realidad de las minas, las fábricas y las industrias. No creo que un escritor que haya vivido toda su vida en la ciudad puede expresar auténticamente esa realidad con sólo pasarse dos semanas conversando con guajiros y mineros. A lo sumo, podría ir con una grabadora a las granjas, minas y fábricas, pasarse un mes con los trabajadores y entrevistarlos: ¿cuáles son sus experiencias de infancia, a qué edad empezaron a trabajar, con qué jugaban, fueron alguna vez a la escuela, cuándo tuvieron su primer par de zapatos, su primera novia, qué chistes prefieren, cómo viven, qué comen, cómo se divierten, dónde estaban y qué hacían durante la insurrección, qué admiran más en Fidel, cuáles son sus mejores y sus peores recuerdos, sus planes? La lista sería interminable, dependería de la imaginación del escritor. Se coge eso, se le hace una introducción breve, se pasa en limpio, se pule un poco y finalmente se publica como “literatura proletaria” hecha por un escritor pequeñoburgués que se pasa dos semanas en el interior y luego regresa muy contento a La Habana.

Sería bueno también que se crearan dos, tres revistas literarias que estuvieran en manos de otros grupos con un criterio similar hacia los problemas de la creación y la cultura. Que los experimentalistas tengan su revista y los populistas la suya, y vamos a ver qué pasa.

Los creadores están en desventaja si no pueden dirigirse al pueblo igual que los críticos y los burócratas de la cultura. De un novelista o un poeta cubano joven no se editan nunca más de dos o tres mil ejemplares; de un tratado escrito hace quince años por un teórico soviético que ya nadie lee en la Unión Soviética, se editan miles de ejemplares, que van automáticamente a las escuelas y a los organismos de masa. Es la pelea del león suelto contra el mono amarrado.

Para poner un ejemplo más próximo. Hace un año, dirigido a los trabajadores de la enseñanza –es decir, a los que forman culturalmente a los jóvenes– se editó un folleto titulado “Los fundamentos de nuestra educación socialista”. En las páginas 16, 17, 18 y 19 de ese memorable folleto de treinta páginas, el doctor Gaspar J. García Galló estableció una política cultural (“Nuestra concepción artística se llama realismo socialista”), pulverizó al arte moderno en su nombre (“yo les confieso que no me explico la belleza que puede haber en un cuadro de ciertos «pintores». Ojos en la frente o en las piernas y otras cosas raras”) y en nombre del viceministro de Cultura soviética (“Nosotros [sic] no entendemos ciertas pinturas de Picasso. Nos parece que están hechas para tomarles el pelo a ciertas gentes”) e hizo papilla el filin y las canciones sentimentales. (“Pedro, ¿tú sabes lo que significa, como reclamo para la contrarrevolución, que salga un disco con un gran título: Adiós felicidad?”).

Ya el disco salió hace tiempo –lo canta por ahí todo el mundo– pero lo que no ha salido todavía es el folleto que responda a esos Fundamentos con otros Fundamentos un poco más avanzados.

Estoy seguro de que en la literatura también VENCEREMOS, como dice Portuondo, pero lo que no creo es que sea tan fácil. Ese triunfo hay que sudarlo mucho todavía.


Notas:

[1] Sin proponérselo, Robbe-Grillet explica el fenómeno con bastante crudeza (yo subrayo):

Que los objetos y los gestos se impongan, ante todo, por su “presencia”, y que esa presencia prosiga continuamente hasta que tendiera a encerrarlos en un sistema cualquiera de referencias […]. En este universo novelesco futuro, gesto y objetos estarán “ahí” antes de ser “cualquier cosa”; y permanecerán “ahí”, duros, inalterables, presentes siempre, burlándose de su propio sentido que busca, en vano, reducirlos al papel de utensilios precarios, entre un pasado informe y un futuro indeterminado […]. Existe hoy, en efecto, un elemento nuevo, que nos separa —esta vez radicalmente— de Balzac, del mismo modo que de Gide o de Madame de Lafayette: es la destitución de los viejos mitos de “profundidad” […]. No sólo no consideramos ya al mundo como bien nuestro, como propiedad privada, sino que, por añadidura, no creemos tampoco en esa “profundidad”.

[2] Roger Garaudy: “De un realismo sin riberas”, Unión, año III, n. 1, enero-marzo, 1964, pp. 31-96.

[3] André Gisselbrecht: “La apreciación marxista del arte”, Unión, año III, n. 2, abril-junio, 1964.

[4] Decadente es siempre un término ambiguo y peligroso: Hitler lo empleó para condenar las obras de judíos como Zweig y Pissarro y de vanguardistas como Klee.

[5] Roger Garaudy: “Kafka y la primavera en Praga”, La Gaceta de Cuba, año II, n. 24, 18 de agosto de 1963.

[6] Georg Lukács: “Prefacio a la estética”, Unión, año III, n. 1, enero-marzo, 1964

[7] Víctor Flores Olea: “Conversación con Lucien Goldmann”, Casa de las América, año IV, n. 25, julio-agosto, 1964. En algunos aspectos las opiniones de Goldmann muestran un criterio bastante mecanicista.

[8] No quiere decir que el arte exprese “la totalidad de lo real”. La totalidad de lo real no puede expresarla ni el arte ni nada: es un concepto puramente metafísico. Pero de la misma manera que en un fenómeno particular —por ejemplo, la conducta del átomo— se descubren relaciones y leyes aplicables a fenómenos más vastos, una obra artística o literaria, que trata sólo de un fragmento de la realidad, reproduce idealmente las relaciones esenciales de la realidad, la dialéctica de la vida.

[9] La necesidad me obliga a generalizar, a pesar de las diferencias que existen por ejemplo, entre escultura y literatura e incluso entre narración y poesía. Pero esta ya es otra cuestión.

[10] Cfr. Fernando Claudin: “La revolución pictórica de nuestro tiempo”, Cuba Socialista, n. 30, febrero, 1964; y Edmundo Desnoes: “El viejo Lukács y nosotros”, Casa de las Américas, año IV, n. 25, julio-agosto, 1964.

[11] Subrayo técnicamente porque el rigor técnico es lo más valioso en la obra de Robbe-Grillet, lo que mejor refleja cierto espíritu de la época y lo que realmente puede ser aprovechado por otros escritores. Pero se comprenderá la limitación de una obra que se sostiene casi exclusivamente en la técnica. Esta, por sí sola, no puede oponerse a un humanismo por lo demás sospechoso; de hecho, no hay nada más humano que la técnica; su humanidad o inhumanidad no depende de ella, sino del uso que se le dé. Un escritor puede utilizar en parte las técnicas de la nueva novela para iluminar aspectos de una realidad no “deshumanizada”. Pero nuestra realidad se mueve también en el sentido de la técnica, y aspira a tecnificarse. Tenemos que preguntarnos, entonces, si no estaremos hablando de una “deshumanización” que sólo lo sería si se le aplican nuestros viejos esquemas morales. Incluso en el país socialista, la ciudad moderna le parecería bastante “deshumanizada” al ciudadano del siglo XIX y el trabajo en las grandes fábricas le parecería “deshumanizado” al viejo artesano. La hazaña de Gagarin –un típico héroe de nuestro tiempo–, ¿no parece menos “humana” que la de Magallanes, sólo porque no se concibe más que en función de una técnica que sobrepasa las virtudes individuales? El mundo de los científicos modernos –véase la película soviética Nueve días de un año–, ¿no nos da una especie de escalofrío por su “deshumanización”? Por lo demás, no cabe duda de que Robbe-Grillet –en medio de una técnica que puede traer tanto felicidad como destrucción, de un mundo jerarquizado del que sin embargo no se ve la mitad de lo que vio Kafka hace cuarenta años– hace una literatura “satisfecha”. Nosotros no somos tan inocentes.

[12] A propósito de literatura, moral y proletariado, no está de más recordar lo que escribió Engels en 1883, al encontrar entre los papeles de Marx un poema bastante “crudo” de George Veerth:

Llegará un momento en que los socialistas alemanes tendrán que desembarazarse del último prejuicio filisteo alemán, del hipócrita pudor moral pequeñoburgués que no sirve en verdad más que para cubrir secretas obscenidades. Cuando se leen, por ejemplo, los poemas de Freiligrath, se podría creer que los hombres no tienen órganos sexuales. Sin embargo nadie ama las picardías a escondidas como Freiligrath, cuyos poemas son ultrapúdicos. Ya es tiempo de que los obreros alemanes, por lo menos, se habitúen a hablar de las cosas naturales, indispensables y extremadamente agradables que hacen de día y de noche, tan naturalmente como lo hacen los pueblos romanos, Homero y Platón, Horacio y Juvenal, el Antiguo Testamento y la Nueva Gaceta Renana.

¡Qué dirán nuestros críticos y moralistas! ¿Que no deben leerse a Homero ni a Platón ni a Horacio ni a Juvenal ni al Antiguo Testamento ni la Nueva Gaceta Renana?

[13] Pasajes enteros de El mirón —el título no es casual— parecen la descripción escueta de una secuencia cinematográfica. Véase, por ejemplo, en la edición de Seix-Barral (1956) el pasaje de la página 83 que empieza “Es de noche”, etc.


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