El comentario de Ambrosio Fornet a nuestro prólogo a El derrumbe, de José Soler Puig (véanse ambos artículos en La Gaceta de Cuba, n. 39, La Habana, 5 de julio de 1964, pp. 6-8 y 9-11, respectivamente), constituye, por su fondo y por su forma, un vivo ejemplo de lamentable confusión que padecen aún algunos intelectuales, no importa su edad, en esta etapa final de integración de una conciencia socialista en nuestra patria. Para Fornet, criticar la producción de los escritores más jóvenes (desde el punto de vista cronológico) y denunciar el centralismo y el esnobismo que aún perdura en algunos predios capitalinos –lo que tácitamente implica reconocer que hay otros rincones habaneros limpios de tal pecado–, constituye una prueba de la incapacidad de “los viejos” para entender y juzgar a “los jóvenes” ¡Viejísimo argumento cuya invalidez científica está al alcance de un cualquiera, aunque ignore la teoría de las generaciones! Curiosamente Fornet se apoya en la opinión del “joven” crítico y poeta anglosajón T.S. Eliot, nacido en 1888, que jamás renunciara a enjuiciar a sus contemporáneos, burlando con toda razón y justicia, el marco estrecho de la coetaneidad que determina las generaciones. “Creo, como Eliot –escribe Fornet–, que cada generación necesita sus propios críticos, sus propios traductores, su propio público; para interpretar ciertos fenómenos –como para hacer el amor o pilotear un Mig– tener más de cincuenta años es un serio inconveniente”. A lo cual podría replicarse sin rebasar este amable aunque nada científico nivel de frases ingeniosas, con la sentencia atribuida a un joven escritor ochentón que aún engalana con ágil donosura nuestra prensa diaria, Rafael Suárez Solís: “Se tiene la edad que se ejerce”. Y es indudable que hay productos del ejercicio de mentes juveniles (desde el punto de vista cronológico) que se desmoronan y deshacen de pura senilidad.

Pretender que los tartamudeos mentales –repito y subrayo el calificativo– de Nathalie Sarraute y de Alain Robbe-Grillet son, como afirma Fornet, “una nueva visión de la realidad que ha producido una manera distinta de expresarla, una nueva concepción de la literatura”, es entender las cosas al revés. Porque esa “nueva concepción de la literatura” lo que revela es una visión caquéxica de la realidad, la visión que de la realidad tiene el hombre alienado, enajenado, cosificado, que ya, desde 1844, había denunciado el joven Marx. “Con el valor creciente del mundo de las cosas –escribía Marx– marcha, en directa proporción, la devaluación del mundo de los hombres”. Y esa devaluación del hombre, su alienación, es la que nos expresa el arte y la literatura esencialmente formalistas de los países burgueses. Un arte y una literatura que constituyen la “vanguardia” (entre comillas) de tales países, y es esto lo que quiere expresar Georg Lukács cuando las estudia o menciona, pero que, por esa misma causa, no pueden constituir la expresión de un concepto socialista de la realidad. Arte y literatura que nosotros debemos conocer y estudiar, como conocemos y estudiamos a Homero y a Dante, a Shakespeare y a Balzac, a Proust y a Kafka, como exponentes de concepciones de la realidad que han caducado ya para nosotros, pero que calaron, desde ángulos diversos, en la totalidad de lo real, descubriéndonos aspectos parciales e importantes de la misma. Lo que no tiene sentido es su imitación servil, el mirar nuestra nueva realidad socialista con las pupilas caquéxicas de una sociedad en bancarrota. Tiene muchísima razón Fornet cuando sostiene: “Si el surrealismo y la «vanguardia» embriagan todavía, debiéramos escandalizarnos, no de nuestro esnobismo, sino de nuestro atraso cultural”. Pero lo lamentable es que Poesía, revolución del ser se publicó en La Habana en 1960 y El otro Cristóbal no se filmó en París hace treinta años, sino en la capital de la Cuba revolucionaria y socialista.

Es decir, no debemos ni podemos esquivar el conocimiento de todas las expresiones literarias, ni menos eludir su aprovechamiento inteligente, pero lo que carece de razón de ser es aspirar a que tales formas devengan instrumentos expresivos de una concepción de la realidad que las ha superado. Y aquí quiero insertar mi pequeño “rincón martiano”, esa forma enternecedoramente cursi y provinciana, pero patriótica y políticamente justa y eficaz, de recordar constantemente las lecciones del fundador de nuestra conciencia patria. Aconsejó Martí: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”. Y ahí está dada, sintéticamente, la fórmula de un justo y fecundo provincianismo, que conduce a la universalidad, frente al estéril cosmopolitismo esnob. Todos los grandes creadores literarios o artísticos fueron cerrilmente localistas, provincianos, en el mejor sentido de la palabra. Sus obras se aferran a su propia circunstancia nutricia con tal hondura y pasión que tocan a lo universalmente humano, y ahora no nos estorban los pleitos provincianos de los florentinos, con los nombres propios de sus auténticos protagonistas, para gozar la Divina Comedia.

No conviene, sin embargo, confundir el provincialismo negativo de quienes, según Oliver Wendel Holmes, creen que el eje del universo pasa por el campanario de su aldea, con el justo provincianismo de los que saben injertar el mundo en el tronco de su nación o su provincia. Y esto porque al Hombre, con hache mayúscula, no se llega sino a través del hombre cotidiano, el de carne y hueso y hache minúscula, con el que convivimos, construimos o luchamos. Se es tan provinciano en La Habana como en Santiago de Cuba, en Bayamo o en Quivicán. Tan provinciano en el sentido positivo como en el peyorativo. Todo depende de la actitud vital y de la concepción de la realidad con que se encaren los problemas. Pero es inocultable que en las capitales hay siempre mayores oportunidades de incurrir en el fácil pecado del monopolismo, que es la caricatura de la universalidad.

Por lo demás, estoy de acuerdo con Fornet en que mi prólogo refleja una inocultable irritación contra el centralismo capitalino. Irritación que es urgente que hagamos manifiesta cuantos deseamos que los bienes culturales, como los artículos de primera necesidad, sean distribuidos equitativamente en toda la República. ¿Qué otra cosa sino justa irritación puede provocar el hecho de que haya que esperar, cada dos años, la celebración del 26 de Julio en Santiago de Cuba para que nos caiga una avalancha tal de espectáculos culturales que resulta imposible disfrutarlos todos? O enterarse por la prensa diaria, por la televisión y la radio que en La Habana actúan conjuntos dramáticos, musicales o circenses “para todo el pueblo de Cuba”, sin que, en realidad, rebasen la capital; o que tales libros están a la venta “en todas las librerías de la República” y jamás aparecen en las del “interior” o del “campo”. Tendríamos que resignarnos a aceptar que la República termina en El Cotorro o que el pueblo de Cuba no vive más acá de San Francisco de Paula. Ni le interesa tampoco habitualmente a la capital averiguar qué se hace en las provincias –no hablo por Santiago ni por Oriente solamente–, en qué forma se trabaja y qué necesidades tienen sus escritores o artistas. Esto irrita justamente y hay que expresar esta irritación y demandar en voz alta el remedio. Hay que sustituir el concepto centrífugo, paternalista, de la política cultural capitalista que entiende que a las provincias hay que guiarlas como menores o incapacitados mentales, dándoles, en dosis limitadas, ciertas manifestaciones literarias o artísticas, sin recoger nada de su producción supuestamente inferior, por una concepción más justa que fomente y sepa aprovechar el aporte del hombre de tierra adentro a la integración de una nueva visión de la realidad. Y esto no por ingenuas concepciones rousseaunianas, no por tonta idealización del “hombre natural”, sino porque, aunque en la capital se ha visto a los habaneros llenar la Plaza de la Revolución, se han organizado millares de CDR y los capitalinos “sin perder la serenidad fueron a sus trabajos durante los días de la crisis del Caribe”, sin negar todo esto ni ignorar que la nueva patria tenemos que hacerla entre todos, la capital y las provincias, no es menos cierto que el pago diario de la construcción socialista resuena con eco más profundo en el interior de la República. El que quiera medir la diferencia entre la capital y el campo en la expresión de la nueva realidad revolucionaria, que lea las dos obras de un mismo autor: Cuba ZDA y La situación, ambas de Lisandro Otero.

No se trata de proponer a los jóvenes escritores temas concretos ni mucho menos reducir al reportaje o al relato revolucionario toda la producción narrativa. Lo importante es que la visión de la realidad o, mejor aún, la concepción del mundo que ilumina los reportajes de Cuba ZDA enciende también las páginas novelescas, imaginativas, libremente creadoras de la obra futura de Lisandro Otero. Lo que pedimos es que nuestros escritores, vueltos aun al pasado reciente, se sensibilicen para la realidad contemporánea. Nosotros invitamos a los jóvenes creadores a visitar Minas de Frío y presenciar el nacimiento de toda una generación que emerge con una renovada visión de la realidad. No les pedimos, como resultado de su visita, un reportaje –que ya se ha hecho–, ni una novela a la manera también intentada por Daura Olema, no. Lo que deseamos es que cada hombre haga suya esa nueva visión de la realidad y se esfuerce en expresarla utilizando recursos inéditos que a él corresponde descubrir. Aspiramos a que los jóvenes expresen con absoluta novedad un nuevo concepto de la vida que está surgiendo ya entre nosotros, que conquisten, para usar palabras de Fornet, “una nueva visión de la realidad” y que produzcan “una manera distinta de expresarla, una nueva concepción de la literatura”.

Cuba ha renovado radicalmente su vida, ha hecho una Revolución socialista, lo que implica el nacimiento de una nueva conciencia, de una inestrenada visión de la realidad. Hay que alcanzar, primero, esa conciencia y esa visión, no sólo en el estudio de textos marxistas, sino, sobre todo, compartiendo el quehacer de todo un pueblo que construye el socialismo, mirándolas nacer en las pupilas limpias de los niños de Minas de Frío, de Topes de Collantes, de Tarará, que se preparan para forjar la conciencia nueva de las nuevas generaciones cubanas; descubrirlas, en el surco de las granjas colectivas, en el afanoso laboreo de minas y de industrias recién surgidas, en la seria decisión de “Patria o Muerte” del miliciano y del soldado o junto a la tumba del compañero del batallón fronterizo, asesinado por la cobarde vesania yanqui. Después será el verter esa nueva visión y expresar esa nueva conciencia en formas desconocidas hasta hoy. No sugerimos temas, reclamamos una distinta actitud vital, afirmativa hacia el presente en que se construye el porvenir. Cómo habrá de hacerse eso, es cosa que concierne a los artistas y escritores y es este mismo tener que hacerlo todo desde la raíz lo que ha de poner a prueba su talento creador.

Yo creo en el talento creador de nuestros escritores. Si no creyera en él no polemizara con Ambrosio Fornet. Creo que la Revolución sorprendió a cada uno de nuestros creadores con una obra armada ya en su mente o tristemente recluida en la gaveta de su escritorio. Cuando el Gobierno Revolucionario dio a todos oportunidad de materializar sus proyectos, surgieron a borbotones, en la nueva circunstancia, obras concebidas y hasta creadas en una etapa anterior. Recuérdese el caso ejemplar de Cuba baila, una película con indudables calidades, que hubo que retener en bóveda hasta que otras la precedieron en el estreno por falta de actualidad. Lo mismo ha ocurrido con muchas novelas. Eran novelas destinadas a denunciar una realidad caducada y ahora padecen una inevitable ranciedad, no obstante su ostensible aire de familia con las más “nuevas” corrientes del mundo capitalista, y precisamente por eso. Responden a una visión de la realidad superada entre nosotros en virtud de la Revolución socialista. Y la función del crítico consiste en llamar amigablemente la atención de sus contemporáneos –no importa que sean o no coetáneos– hacia la nueva concepción del mundo que nace a nuestra vista y que son ellos, los artistas creadores, los llamados a expresar. El crítico, compañero y no adversario del artista creador, que discute fraternalmente los problemas en cuya solución todos estamos, en alguna forma, empeñados.

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Del viejo libro de los Evangelios procede la advertencia de no poner el vino nuevo en odres viejos “de otra manera los cueros se rompan, y el vino se derrama, y se pierden los cueros; mas echan el vino nuevo en cueros nuevos, y lo uno y lo otro se conserva juntamente”. No por antiguo se ha de tener en menos este consejo que comporta un reto a la juventud, perennemente renovado: hay que poner la vida nueva en nuevos recipientes, hay que hallar la forma inédita para el contenido que pugna por nacer ante nuestras pupilas renovadas; hay que crear un instrumento expresivo capaz de revelar la más joven concepción de la realidad de nuestro tiempo. Para ello hay que olvidar, que negar dialécticamente, los modos formalistas que expresan la alienación del hombre capitalista. Todos estamos de acuerdo en que el empeño es difícil y tiene que poner a prueba la capacidad creadora de muchos hombres. Pero yo tengo, rebasados los cincuenta años, una fe juvenil en la capacidad y el talento de mis contemporáneos, sean o no mis coetáneos, y estoy absolutamente seguro de que en esto, como en muchos otros empeños, también ¡VENCEREMOS!

* Este texto fue publicado originalmente en Cultura 64, año 1, n. 8, agosto, 1964, pp. 8-9.


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