‘Demonen’, Anonymous, 1808/1911, Colección de Rijksmuseum
‘Demonen’, Anonymous, 1808/1911, Colección de Rijksmuseum

Las relaciones entre ensayistas e historiadores han sido siempre turbulentas. La historiografía académica, inscrita en el campo de las ciencias sociales, sobre todo aquella que se ha mantenido reacia al giro narrativo propuesto a fines del siglo XX por Lawrence Stone, Hayden White, Frank Ankersmit y otros teóricos de la historia, desprecia el ensayo. Por su parte, los escritores o críticos ensayistas, especialmente los que practican formas artísticas de la escritura, como la novela o la poesía, rechazan mayoritariamente las ciencias sociales y, dentro de estas, la historia. Son, por lo general, más hospitalarios con la filosofía que con la historia.

El caso de Paul Valéry, cuestionado por Siegfried Kracauer, sería uno de los más emblemáticos. Comenta Kracauer en Historia. Las últimas cosas antes de las últimas (1995), que Valéry rechazaba la historia tanto como admiraba las ciencias naturales. Lo que molestaba a Valéry, como luego a José Lezama Lima, era la rígida causalidad que los historiadores aplicaban a la interpretación de los sucesos del pasado. Según el poeta francés, era esa lógica hereditaria o genética, disfrazada de causalidad, en la que cada acontecimiento es hijo de otro o muchos otros acontecimientos, la que la hacía difícilmente asimilable desde la literatura. Prefería Valéry leer historias especializadas –de la arquitectura, la geometría, la navegación, la danza o la táctica–, antes que esas historias generales que intentan poner “a todos los huérfanos al cuidado de sus padres”.

Kracauer, naturalmente, defendía la disciplina echando mano de la crítica de Hans Blumenberg a la idea del progreso como escatología. La multiplicidad de causas y orígenes de los eventos históricos no podía ocultarse porque de ella dependía la intervención del azar o de lo incondicionado que tanto interesaba a los poetas. Lo que observaba Kracauer era que en la crítica de la causalidad múltiple de Valéry o en su defensa de lo contrafactual subyacía una protesta contra el hecho de que la historia moderna no fuera plenamente escatológica y unilateral, basada en la relación binaria entre una causa y un efecto. Dicho de otra manera, Valéry, en nombre de la poesía o la literatura, demandaba a la historia la racionalidad positivista de las ciencias naturales y exactas.

Algo parecido objeta Carlo Ginzburg al teórico y crítico literario Erich Auerbach, quien en su influyente obra Mímesis (1942) cuestionaba un pasaje de la novela Rojo y negro de Stendhal porque se hablaba del aburrimiento de los salones y tertulias parisinos sin contextualizar que aquel tedio era producto la crisis de la sociedad francesa antes de la Revolución de Julio de 1830. El historiador Ginzburg enmienda al crítico literario Auerbach, quien, a su vez, reitera la demanda de contextualización, típica de la historiografía positivista profesional, con el argumento de que Stendhal estaba en lo cierto. Los salones y tertulias parisinos eran tediosos en los siglos XVII o XVIII, antes o después de la Monarquía de Julio de Luis Felipe de Orleans.

Reproches similares a la historia y los historiadores se leen en muchos escritores latinoamericanos. Sin embargo, en algunos de los mayores prosistas del continente, como Jorge Luis Borges o José Lezama Lima, el ensayo es inconcebible sin el diálogo con la historia y los historiadores. Daniel Balderston lo ha estudiado para el caso de Borges y Sergio Ugalde Quintana para el caso de Lezama. La lectura que el primero hizo de Carlyle y Macauley fue fundamental para su apropiación de toda la tradición intelectual inglesa. Algunos de los mejores momentos de la ensayística de Lezama, especialmente en La expresión americana, tienen como trasfondo la familiaridad y el debate que el cubano estableció con la obra de historiadores de las civilizaciones y morfólogos de las culturas como Oswald Spengler y Arnold Toynbee.

Otro caso ejemplar de diálogo entre ensayo e historia en Hispanoamérica sería Alfonso Reyes. Más que en Borges o en Lezama, la historia ocupa un lugar central no sólo en la ensayística de Reyes sino en su propia práctica de la teoría y la crítica literarias. La historia y los historiadores están presentes en los mayores escritos de Reyes sobre América y México, Visión de Anáhuac (1915), México en una nuez (1930) o Pasado inmediato (1930), por ejemplo, pero también en sus estudios helénicos y sobre literatura, retórica, crítica y filosofía antiguas, en sus ensayos sobre la Nueva España e, incluso, en El deslinde. Apuntes para la teoría literaria (1963), su más ambicioso ejercicio de teorización estética.

Reyes se interesó en los grandes historiadores antiguos, Heródoto, Tucídides y Jenofonte, sobre todo, y en los pequeños, los jonios presocráticos (Cadmo y Hecateo de Mileto, Helánico de Lesbos…), usados y borrados por los primeros, pero también en los olvidados alejandrinos: Éforo, Teopompo, Timeo… En estos observó un antecedente antiguo de la que llamaba “escuela epidíctica moderna”, que llega a nuestros días, y que, “subordinando el criterio histórico al estético”, retrata muy bien ese “no” de algunos escritores a la historia. Bajo el pretexto del esteticismo epidíctico, esto es, la idea de que lo único que cuenta es la buena escritura, da lo mismo si Pompeyo ganó la batalla de Farsalia o Napoleón la de Waterloo. Sobre esa epidíctica antigua o moderna, concluye Reyes:

“No, el verdadero pecado de la escuela epidíctica está en que sus manidos recursos retóricos no alcanzan el deseado éxito artístico, sino simplemente fatigan y son orillados, a fuerza de sermones, a convertir la historia en una filantrópica distribución de premios y castigos, olvidando todas las complejidades patéticas de la conducta, el valor de los actos en su choque con las circunstancias adversas, el aprovechamiento inteligente de las circunstancias propicias, o hasta el gracioso y bien inspirado abandono a la casualidades felices.”

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