Ernesto Deira, ‘Canta, oh diosa…’ (serigrafía), 1984

En su libro sobre Carpentier, El peregrino en su patria, Roberto González Echevarría afirma, a propósito de la función retórica de la búsqueda de una conciencia o identidad latinoamericana: “la literatura contemporánea latinoamericana es, con pocas excepciones, una literatura burguesa, postromántica, y no la descendiente directa de una tradición autóctona que se remontaría hasta sus primeros orígenes en el periodo colonial”. De aquí deriva el crítico de Yale una conclusión medular: “Por ser burguesa y postromántica, la literatura latinoamericana gira en torno a una carencia, a una ausencia de vínculos orgánicos, y su motor principal es un deseo de comunión, o en un sentido hegeliano, de alcanzar la totalidad a través de la reintegración con una unidad perdida.”[1]

Esta carencia –en apariencia, imposible de superar– ha llevado a los escritores latinoamericanos a encontrar en la “cultura” la entidad ontológica e histórica que les falta, la entidad de la cual sus obras han surgido y a la cual deben regresar. Por otra parte, la idea invita a la constatación de un doble sentido de alienación (cercano a la neurosis) que va a definir la literatura latinoamericana: alienación frente al lenguaje y también frente a la tradición literaria. Al escribir al interior de la tradición occidental y en una lengua europea, los escritores latinoamericanos sienten que escriben al interior de una ficción de la que ellos forman parte[2] y para poder escapar de este cerco deben luchar constantemente por reinventarse y reinventar Latinoamérica.

Si asumimos las conclusiones de González Echevarría, la pretensión de arribar a una imagen de conjunto de la literatura latinoamericana moderna implicaría, por fuerza, saldar cuentas con lo real.

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En una carta de 1976 dirigida a Fernando Savater, incluida en ese libro soberbio, sospechosamente intitulado Ejercicios de admiración,[3] Cioran celebra de Borges su curiosidad por lo universal llevada hasta el vicio: “la facultad que tiene de hablar con igual sutileza del Eterno Retorno y del tango”.[4] La condición de Borges, “destinado, arrastrado a la universalidad, obligado a ejercer su espíritu en todas las direcciones” encarna según Cioran “la paradoja de un sedentario sin patria intelectual, de un aventurero inmóvil, que se paseaba con holgura por varias civilizaciones y literaturas”.

Pero ese comercio libresco con lo extranjero parece responder al imperativo mayor de escapar a la asfixia argentina: “Es la nada suramericana lo que hace a los escritores de todo un continente más abiertos, más vivos y más diversos que los europeos del Oeste, paralizados por su tradición e incapaces de salir de su prestigiosa esclerosis.”

De esta manera, habiendo tenido a Borges como embajador involuntario, los escritores latinoamericanos ostentan a los ojos de Cioran los atributos propios del desarraigo, el bienaventurado sino de no pertenecer, de no asimilarse a una sola forma de cultura.

El de Cioran es un caso atípico: nada más alejado de él que el escrúpulo ideológico aplicado a una práctica cuyo valor fundamental radica en la singularidad; emancipado del dogma –o acaso por mera indiferencia–, Cioran tuvo el buen tino de no tomar la latinoamericanidad como una asignatura, y tuvo también la fortuna de descubrir América desde uno de sus costados más luminosos. Más allá de la excepcional fibra borgeana existen muchas Américas por descubrir, como supo Witold Gombrowicz, ese otro europeo desplazado que asumió el desarraigo como divisa estética, debatido entre la imagen de una América “sorprendentemente silenciosa y discreta en su amable existencia”, encarnación del “rejuvenecimiento de las espléndidas razas europeas”, y esa otra que resultaba de su “somnolienta inmovilidad” y “sus savias que lo diluyen todo”.[5]

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Su dilatada estancia argentina, extendida por más de veinte años, hizo al polaco especialmente sensible a un desgarramiento propio de muchos intelectuales latinoamericanos “en lucha encarnizada y desesperada contra la América de su alrededor y con la América que llevaban dentro”,[6] una lucha que orbita, al cabo, en torno a un cuestionario repetido como un estigma: ¿quiénes somos?, ¿cuál es nuestra verdad?, ¿a qué debemos aspirar?, ¿por qué tanta “anemia” en la música, en la filosofía, en las artes plásticas, tanta falta de ideas, de hombres?… En una de las entradas de su Diario correspondiente al tormentoso año 1959, Gombrowicz se lamenta de que esa discusión[7] “dure ya solemnemente desde hace decenas de años y que incluso se haya convertido en la principal controversia de la intelectualidad latinoamericana”.[8]

Y Gombrowicz no carece de razón.

Apelado por sus paisanos, en 1932 Alfonso Reyes desde Río de Janeiro se vio obligado a poner en su sitio los resabios nacionalistas de Héctor Pérez Martínez y Emilio Abreu Gómez: “La única manera de ser provechosamente nacional consiste en ser generosamente universal”, afirmaba lapidariamente en su célebre folleto A vuelta de correo,[9] que le puso fin –acaso provisionalmente– a una polémica surgida a raíz de una encuesta que indagaba los pormenores de una posible crisis en las letras mexicanas, una encuesta que terminó por enfrentar el grupo de Los Contemporáneos con una facción de intelectuales beligerantemente “nacionalistas” encabezada por el futuro autor de Canek.[10] Unos meses más tarde, Reyes se permitía ironizar sobre las circunstancias de la polémica en unos versos que tituló, por supuesto, “Poesía nacionalista”:

Deja que a comer te invite,
para que te ofrezca, ufano,
este plato mexicano
de huezontle y de quelite
y de papaloquelite.
[11]

*   *   *

La variante bonaerense más sonada del folletín nacionalista llegó una década después, cuando el jurado del Premio Nacional de Literatura por el trienio 1939-1942 resolvió otorgarle el premio a Cancha larga de Eduardo Acevedo Díaz en detrimento de El jardín de los senderos que se bifurcan, amparado en el argumento según el cual “el escritor argentino tiene que escribir sobre temas argentinos”. La decisión provocó la indignación de los editores de la revista Sur, quienes dedicaron su número 94 a desagraviar a Borges en un dossier que contó con las intervenciones de Eduardo Mallea, Bioy Casares, José Bianco, Ernesto Sábato, entre muchos otros.[12]

La sonada reacción de Sur desató a su vez la furia del director de la revista Nosotros, Roberto Giusti, quien había formado parte de la comisión que decidió el premio. Giusti, luego de tachar la obra de Borges como “literatura deshumanizada, de alambique”, como “oscuro y arbitrario juego cerebral”, defiende el dictamen en un artículo encendido con argumentos como este: “Si el jurado entendió que no podía ofrecer al pueblo argentino, en esta hora del mundo, con el galardón de la mayor recompensa nacional, una obra exótica y de decadencia que oscila, respondiendo a ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea, entre el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial –oscura hasta resultar a veces tenebrosa para cualquier lector, aun para el más culto (excluimos a posibles iniciados en la nueva magia)–, juzgamos que hizo bien.”[13]

Si algo tenían en común defensores y detractores, era su apreciación de Borges como “poco argentino”.

Desconozco si Borges se refirió de manera explícita a la circunstancia concreta del agravio, pero su posición al respecto es clara: de sus Obras completas editadas en 1953 –y de las sucesivas– excluyó todo lo escrito “cuando tenía la superstición del nacionalismo literario”;[14] de Giusti afirmó como al descuido en una conversación con Bioy varios años después: “No es escritor: es un funcionario o un parásito de la literatura.”[15] Por lo demás, a principios de los cincuenta, en pleno apogeo peronista, el invidente argentino compartió públicamente sus perplejidades a propósito del entusiasmo nacionalista en su conferencia de 1951 “El escritor argentino y la tradición”: “repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”.[16] Referirse al dilema del “ser argentino” tachándolo de “falso problema” a la altura de 1951 implica a lo menos un desafío al discurso oficialista (peronista) y una franca impugnación a un amplio coro de intelectuales como Marechal, Scalabrini Ortiz, Jauretche y Giusti. Puede intuirse con especial intensidad la magnitud del ejercicio de demolición que se proponía con la lectura de los borradores de la conferencia; en uno de los fragmentos que no pasa a las versiones públicas se lee: “El nacionalismo nos propone la imitación de ese hombre imaginario o conjetural. Nos invita a ser argentinos, o guatemaltecos, o lo que sea. Olvida que, si ser argentino no es una fatalidad, será una afectación. El escritor argentino debe ser argentino, dice (con aparente perogrullada o rigor) el nacionalista, y nada parece más razonable, y aún más inofensivo, que esa exigencia. Ella encierra, sin embargo, lo que llaman los lógicos una falacia de confusión, basada en la ambigüedad de la palabra argentino, que en el principio de la frase quiere decir nacido en la Argentina y, al fin, quiere decir gauchesco, vernáculo, nacionalista, hispanista, enemigo de los Estados Unidos o cualquier –sí, cualquier– otra cosa.”[17]

*   *   *

Unas décadas después, en una fecha tan sugestiva como 1979, el escritor argentino Juan José Saer había advertido en un texto de una lucidez envidiable sobre los desbordes y malentendidos que trajo consigo la novela del boom y su recepción: “La tendencia de la crítica europea a considerar la literatura latinoamericana por lo que tiene de específicamente latinoamericano me parece una confusión y un peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre América Latina y contribuye a confinar a los escritores en el gueto de la latinoamericanidad.”[18] Es decir, si la obra de un escritor no coincide con la imagen latinoamericana que tiene un lector europeo, por ejemplo, se deduce (inmediatamente) de esta divergencia la inautenticidad del escritor, descubriéndosele además, en ciertos casos, singulares inclinaciones europeizantes.

Tres peligros acechan a la literatura latinoamericana, afirma Saer. El primero de los cuales es justamente el de presentarse a priori como latinoamericana (cubana, mexicana, argentina…). “La función de la literatura no es la de investigar los diversos aspectos de una nacionalidad, porque no podría hacerlo sino imperfectamente, sin el rigor y el conjunto de posibilidades ofrecidas por otras disciplinas.”[19] El error más grande que puede cometer un escritor, sugiere Saer, es el de creer que el hecho de ser latinoamericano es una razón suficiente para ponerse a escribir. Lo que pueda haber de latinoamericano en su obra debe ser secundario y venir como por añadidura: “su especificidad proviene, no del accidente geográfico de su nacimiento, sino de su trabajo de escritor.”[20]

En una entrevista reciente, el novelista colombiano Héctor Abad Faciolince ha dicho, en relación con el boom y la literatura de los años sesenta: “Uno podría dudar si los escritores fueron parásitos de la revolución o la revolución parásita de los escritores.”[21] El boom fue un movimiento vagamente generacional donde convivieron estéticas tan disímiles y aun opuestas, como las de Cortázar y García Márquez, que antes de un proyecto estético tuvieron en común una coyuntura histórica (el triunfo de la Revolución cubana en 1959 significativamente) y con ella una profunda ideologización que sigue marcando los ritmos de una parte importante de la República de las Letras latinoamericana (su costado más beligerante y menos sagaz): un componente ideológico cuyo reclamo más inmediato fue la búsqueda de la “identidad” en términos supranacionales, unido a una poderosa gestión editorial, la expansión del público lector hispanoamericano, y la conjunción en un lapsus más o menos corto de un grupo de narradores (buenos narradores) que comenzaron a sentirse contemporáneos de sus contemporáneos, para usar la expresión de Paz, y a experimentar (o pretenderlo) en obras de largo aliento un equilibrio (imposible) entre lo estético y lo social.

Pero el boom se ahogó en su propia mitología, y muchas de sus novelas emblemáticas hoy se nos caen de las manos.

El escritor argentino Sergio Chejfec ha llegado a afirmar en alusión a la literatura posterior al boom: “La literatura ha perdido densidad, tanto estética como ideológica; o en todo caso ha variado el tipo de densidad que estábamos habituados a encontrar en ella.”[22] En efecto, considero con Chejfec que asistimos a una paulatina debilidad de la literatura tal como se la entendió en los sesenta, o sea, como “discurso donde se negociaban con transparencia los valores ideológicos y las nociones de verdad de nuestras comunidades”.[23]

Del impacto y la vigencia en la crítica latinoamericana de estas derivas da cuenta, por ejemplo, una entrevista con Antonio José Ponte publicada en la revista Guaraguao titulada “Cambio de ciclo en la narrativa latinoamericana”, en la cual el crítico Francisco Marín pregunta al escritor cubano su opinión sobre “el peso que han ido asumiendo entre los novelistas de su generación temas como la infancia o los años de formación”, y complementa la interrogante con un juicio de valor sintomático: “¿Hay una retirada hacia territorios más cómodos entre los nuevos narradores?”. La respuesta de Ponte es reveladora. Dice Ponte: “una infancia puede ser tan incómoda (por ambiciosa) como la pretensión de narrar la historia política de todo un continente.”[24]

En mi biblioteca ocupan un lugar privilegiado obras menos visibles y sancionadas, que funcionan como manifestaciones tempranas de esas modalidades a las que se refiere Chejfec. Obras que tuvieron una existencia subterránea al margen de los paradigmas críticos en boga entonces, escritas por autores contemporáneos del boom, cuya resistencia a los mandatos estéticos de los sesenta las hicieron ilegibles, ajenas a una forma de lectura y ciertos acuerdos de representación en la crítica que en definitiva irían reduciendo las opciones estéticas visibles en la literatura latinoamericana.

A este reduccionismo apunta explícitamente Lorenzo García Vega en su singularísimo Los años de Orígenes,[25] la obra definitiva de la autoconciencia –nada complaciente, por cierto– del origenismo: García Vega se refiere una y otra vez a lo largo del libro, con circularidad asfixiante, a las maneras en que el boom convirtió a Lezama en una “momia barroca”, y lo obligó a entrar en un juego de simulaciones castrantes en su proyección pública: “Lezama tenía una obra, pero su obra podía caer, para siempre, bajo el paraguas del vacío. Fue entonces cuando se acercó el boom, y se acercó Cortázar. […] Así que Lezama recibió al boom, y logró que su obra fuera conocida. Claro que, para lograr esto, tuvo que, ante los intelectuales extranjeros, fingir simpatía por el castrismo triunfante.” Y más adelante se refiere con ironía amarga a la violencia de ciertas formas de lectura, el escamoteo de una realidad literaria imposible de asir con los modos petrificados de la institución literaria: “Y es que ya hay profesores dedicados al análisis estructural de la palabra merengue en la narrativa de Lezama. Y es que ya hay profesores con el proyecto de publicar una revista especializada, revista especializada que se dedicará a estudiar el número de veces que García Márquez usa la palabra carajo. Pues el boom puede ser peligroso.” Y sigue: “Pero Cuba se convirtió en la Albania de la América Latina. Llegó un boom, y convirtió a Lezama en una momia. Por lo que ya no es posible hablar de la independencia del texto lezamesco.”

Convencido, a diferencia de Lezama, de la dimensión artificial de la que participa toda construcción literaria –como ha sostenido Juan Manuel Tabío, en un ensayo ejemplar–, García Vega llama la atención sobre el proceso mediante el cual el discurso lezamiano pudo ser instrumentalizado –y de hecho lo fue– por la cultura oficial –de la que, por cierto, formaba parte el propio Cortázar de una manera determinante–, hasta el punto de desnaturalizarlo en su dimensión estética, pero también –y sobre todo– en su dimensión ética. Acaso Lezama sea el ejemplo más elocuente de las posibilidades contradictorias de las rocambolescas y encontradas conclusiones que se llegaron a manifestar frente a contenidos considerados difusos. Modos y posibilidades de representación fueron dictaminados y delimitados en función de una tensión ética siempre propicia a enfatizar la capacidad de transformación de la realidad que entraña toda propuesta literaria, encumbrando el sentido de la literatura como vehículo de significados sociales que demandaban expresarse como condición para su realización.

*   *   *

Considero un acto necesario, acaso una tarea pendiente de la crítica literaria latinoamericana, afirmar el vigor estético y la vigencia de estas obras (con Saer a la cabeza), tanto en términos artísticos e intelectuales, como por su sentido de marginación y resistencia. Obras, en definitiva, poco susceptibles de ser instrumentalizadas, cuyo alejamiento de la convención, y sus gestos de desobediencia, las hicieron casi invisibles. La novela de 1963 Al sur del Equanil, del venezolano Renato Rodríguez, por ejemplo, construye todo su andamiaje nativo sobre el hecho de no pertenecer: los personajes se colocan al margen de su país, del que están exiliados, al margen de la ciudad que habitan, donde sobreviven al borde, y afuera también de la literatura que les sirve de soporte para desarrollar experiencias. No hay aquí ninguna voluntad de saldar cuentas con la historia. Como sucede, por medios distintos, por ejemplo, con Lispector o Piglia o Di Benedetto o Salvador Garmendia o Mario Levrero o Mirtha Dermisache o Néstor Sánchez, cuyas obras parecen surgir de premisas que ubican la autorreflexividad de la escritura y la autorreferencialidad del despliegue lingüístico en un primer plano, funcionan como dispositivos circulares, autotélicos. En todo caso, las marcas que nos permiten asociar sus obras a una tradición nacional, por poner un caso, vienen por añadidura, inscritas en un registro que intenta conquistar un estilo desde la soberbia y la singularidad del yo del escritor. Se trata de escritores que asumen una posición desde la cual intentan hablar como escritores, antes que como cubanos, argentinos o mexicanos… La más alta expresión de su crítica es, sospecho, la conquista de un estilo.


Notas:

[1] Roberto González Echevarría: Alejo Carpentier: el peregrino en su patria, UNAM, México D.F., 1993, p. 28.

[2] En más de un sentido el descubrimiento de América representó la actualización de una ficción, la fundación de un universo que surgió primero en los libros antes de convertirse en una forma tangible y habitable.

[3] Cfr. Emil Cioran: Exercices d’admiration: essais et portraits, Paris, Gallimard, 1986.

[4] Cito aquí, y en lo sucesivo, por la traducción de Juan Manuel Tabío: “Cioran: Borges y María Zambrano”, Rialta Magazine, julio, 2017.

[5] Witold Gombrowicz: Diario (1953-1969), Seix-Barral, Barcelona, 2005, pp. 202 y 207.

[6] Ibídem, p. 206.

[7] Así resume en clave irónica Gombrowicz los pormenores de esa “discusión”: “Un argentino medianamente culto sabe perfectamente que la creación argentina deja mucho que desear. —No tenemos una gran literatura. ¿Por qué? ¿Por qué en nuestro país hay tal escasez de genios? ¿Tanta anemia en la música, en la filosofía, en las artes plásticas, tanta falta de ideas, de hombres? ¿Por qué? ¿Por qué tanto aburrimiento y desidia?, ¿por qué? ¿Por qué tanta aridez y pasividad?, ¿por qué? ¿Por qué…? Y he aquí que de inmediato se multiplican las soluciones: —Vivimos con una luz prestada de Europa. Esta es la causa. Debemos romper con Europa, encontrar al indio de hace cuatrocientos años que duerme en nosotros… ¡ahí están nuestras raíces! Pero a otra fracción del nacionalismo le da náuseas sólo el pensarlo: ¿Qué, el indio? ¡Jamás! ¡Nuestra impotencia viene de nuestro alejamiento de la Madre Patria España y de la Santa Madre Iglesia Católica…! Pero con eso los ateos izquierdistas y progresistas se ponen malos: ¿España, clero? ¡Puaf! ¡Oscurantismo y oligarquía! ¡Estudia a Marx y serás creativo…! Mientras, un joven fino del centro de Buenos Aires, regresando de un té en casa de Victoria Ocampo, lleva bajo el brazo una revue parisina y un poema chino ilustrado con dibujos”. (Witold Gombrowicz: Ob. cit., p. 477)

[8] Ibídem, p. 477.

[9] Alfonso Reyes: A vuelta de correo, folleto, Río de Janeiro, 1932.

[10] Para abundar en los pormenores de la polémica véase Víctor Díaz Arciniega: “1932: la urgencia de las definiciones”, en Los empeños (la vida literaria), n. 1, abril-junio, 1981, pp. 53-64; Guillermo Sheridan: “Entre la casa y la calle: la polémica de 1932 entre nacionalismo y cosmopolitismo literario”, en Roberto Biancarte (ed.), Cultura e identidad nacional, CONACULTA/ FCE, México, 1994, pp. 384-413.

[11] Alfonso Reyes: “Poesía nacionalista”, en “México, Alfonso Reyes y los Contemporáneos (Cartas y notas)”, selección de Miguel Capistrán, Revista de la Universidad de México, n. 9, mayo, 1967, p. VI.

[12] Cfr. “Desagravio a Borges”, Sur, año VII, julio, 1942, pp. 7-34.

[13] “Los premios nacionales de literatura”, Nosotros, n. 76, 1942, p. 116.

[14] Adolfo Bioy Casares: Borges, Ediciones Destino, Barcelona, 2006, p. 430.

[15] Ibídem, p. 446.

[16] Jorge Luis Borges: “El escritor argentino y la tradición”, Obras completas 1923-1972, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, pp. 273-274.

[17] Borges citado por Daniel Balderston: “Detalles circunstanciales: sobre dos borradores de «El escritor argentino y la tradición»”, Cuadernos LIRICO, <http://lirico.revues.org/1111> [10/03/2016].

[18] Juan José Saer: “La selva espesa de lo real”, El concepto de ficción, Ariel, Buenos Aires, 1997, pp. 268-269.

[19] Ibídem, p. 269.

[20] Ídem.

[21] [“A Fidel Castro no lo absolverá la historia”], El País, España, 27 de noviembre de 2016.

[22] Sergio Chejfec: “Mundos postulados”, Parábola Anterior (blog personal de Sergio Chejfec), 20 de noviembre, 2006, <https://parabolaanterior.wordpress.com/>.

[23] Ídem.

[24] Francisco Marín: “Cambio de ciclo en la narrativa latinoamericana. Una conversación con Antonio José Ponte”, Guaraguao, año 13, n. 30, 2009, pp. 55-64.

[25] Lorenzo García Vega: Los años de Orígenes, Monte Ávila, Caracas, 1978. Cito, en lo adelante, por la edición de Rialta Ediciones, Querétaro, 2018.

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