León Ichaso (FOTO Instagram / León Ichaso)

El realizador cubanoamericano León Ichaso (1948-2023) legó al cine una no confesa trilogía amarga de películas sobre la Cuba que abandonó a los 14 años junto a su madre y hermana. Tres tragedias protagonizadas por seres descolocados y dislocados, en plena colisión con sus respectivas realidades. Historias de personajes perdidos, aturdidos, incapaces de canalizar frustraciones y superar las circunstancias que los rodean y engullen.

El súper (1979), codirigida por Orlando Jiménez Leal, Azúcar amarga (1996) y Paraíso (2009) son los vértices de un triángulo de extravíos, decepciones y desencantos. Son los paneles de un tríptico que pudiera titularse “el jardín de los exilios”, o leerse como estaciones de un viacrucis nacional que inicia en Cuba y continúa a todo lo largo del mundo. Al final del camino no hay un monte Calvario donde descargar las cruces y convertir el suplicio en reposo. Tampoco hay final del camino. El exilio se convierte en éxodo infinito.

Los protagonistas de estas cintas están mutilados. Cuba les ha sido extirpada violentamente de sus cuerpos, como un miembro insalvable, infectado por un tumor maligno. A la vez, ellos han sido extirpados de un territorio que se vuelve cada vez más alérgico a sus naturales, como signo evidente de desnaturalización y atrofia, de la enfermedad terminal que aqueja a la isla.

Roberto (Raimundo Hidalgo-Gato) de El súper, e Iván (Adrián Más) de Paraíso padecen de manera crónica el síndrome del miembro fantasma. Son seres sin rumbo que, tras escapar de la isla, siguen escapando, solo saben escapar, sobrevivir; aunque sus maneras de lidiar con estas carencias resulten muy diferentes. Azúcar amarga deviene crónica o registro de la enfermedad del joven Gustavo (René Laván), de su muerte paulatina, de la descomposición de su cuerpo aún vivo, de cómo se decide autoextirpar del mundo, optando por un desesperado y bizarro gesto de rebelión.

El súper y Paraíso son historias del día después, Azúcar… es un relato del día antes, una suerte de analepsis autónoma en medio del gran relato colectivo articulado por los tres filmes. Su historia es el recuento de las posibles pesadillas que hicieron a huir despavoridos Roberto y a Iván hacia cualquier parte, ya sea hacia la abrumadora nieve neoyorkina o hacia Miami donde deberá bailar una mortal mascarada –tras suplantar inescrupulosamente al amigo muerto.

Otras constantes de la trilogía son el colapso de la felicidad, la desintegración del futuro, el fracaso de la consumación de un proyecto de vida venturoso, tanto en Cuba como allende sus fronteras, la maldición de Anteo, el vahído del náufrago.

Fotograma de ‘El Super’. Imagen: MUBI.
Fotograma de ‘El Super’. Imagen: MUBI.

Aire congelado

Roberto Amador Gonzalo (Hidalgo-Gato) ha trabajado durante diez años como superintendente de un edificio de Nueva York habitado por otros emigrantes, mayormente hispanohablantes. Vive con su esposa Aurelia (Zully Montero) y la hija adolescente Aurelita (Elizabeth Peña). Su apartamento está bien enterrado en las entrañas de un inmueble que se ahoga bajo el peso de la nieve y el aire gélido del invierno.

Roberto, o El súper, como todos le llaman, ha convertido la vivienda en un nicho de resistencia identitaria, de perenne reafirmación de la cubanía que lo define como sujeto cultural resultante de una lógica histórica, antropológica y social muy singular, aunque siempre huidiza para quienes intentan atraparla en una definición objetivista.

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Las respuestas esquivas a la gran interrogante de la “cubanidad” pudieran encontrarse en su renuencia a aprender inglés, en los menús de bistec empanizado y “plátanos a puñetazos” que consume, en su fobia al frío y la existencia claustrofóbica en que lo obliga a estar, en su dolor por la madre que fallece en Cuba sin que pueda regresar para enterrarla, en la música que baila. Bajo la ligereza costumbrista a primera vista, yacen honduras cardinales que ayudan a comprender una nación cuyas bases más fuertes son las prácticas más íntimas, mínimas y discretas.

Ser cubano no es precisamente la recitación de un credo político de fidelidad a un altar de héroes frente a una biblia llena de principios y sacrificios. Ser cubano quizás sea, sobre todo, extrañar a Cuba cuando se está lejos, y luego clonarla, multiplicarla, hacerla germinar donde quiera que se esté, convertirla en rutina y perspectiva. Pero nunca es suficiente.

La cotidianidad de Roberto se convierte en gesto cultural, en manifiesto de pertenencia a la nación que abandonó buscando la posibilidad de un futuro feliz, realización y prosperidad. Partir hacia el horizonte promisorio implicó el pago de un alto tributo. El súper se amputó la isla, y no se acomoda a las posibles prótesis que sustituirán el vacío. Siempre padecerá el síndrome del “país fantasma”, y en invierno las heridas suelen doler más.

Como Luz Marina en Aire frío de Virgilio Piñera, Roberto se ve sitiado por un clima extremo que lo agobia y asfixia. Las circunstancias a su alrededor siguen siendo malditas. El frío por todas partes, y con este la sensación de no pertenecer. Cuba siempre será sinónimo de cercanía, y El súper no deja de sentirse lejos. Habita el allá, pues solo Cuba significa aquí para él.

El aire frío por el que no cesa de clamar Luz Marina, como solución metafórica para todos sus problemas, se convierte en la ventisca insoportable e inevitable que abate a El súper. Al “qué calor” de Luz Marina, Roberto contesta con un “qué frío” desgarrador. Ambos personajes son fragmentos de un mismo réquiem nacional. La incomodidad es eterna.

El súper tiene un final aparentemente feliz, pero sobre todo abierto, expectante. Roberto consigue trabajo en Miami. Se mudará lejos del invierno ajeno de Nueva York, lejos de la asfixia. Partirá hacia la nueva posibilidad de sentirse completo, hacia un horizonte nuevo, más parecido a su país, más cerca de este.

Miami ha sido objeto de una concienzuda operación terraformadora por parte de todos los cubanos que lo habitan en masa. Es el epicentro de la Cuba ultramarina. Es un pedazo de tierra reclamado por los exiliados, remanso de nostalgia y esperanza casi perfecto. Quizás ahí no se perciban tanto el frío y el calor extremos, aunque se vuelva a tener conciencia de la circunstancia del agua por todas partes.

Sueño en trance

Azúcar amarga es una película desesperada y rabiosa. Se rodó en una época lóbrega para Cuba y los cubanos. Un tiempo decisivo que no derivó en el derrumbe final del régimen como esperaban muchos y dictaba la lógica. Los noventa no fueron una historia triste con final feliz, solo el primer capítulo de una nueva tragedia sin terminar.

Ichaso dirige y coescribe junto a Manuel Arce una historia de callejones sin salida. No divisa un futuro esperanzador para Cuba. Habla de senderos que se borran, luces que se apagan, amaneceres negros y derrumbes. Es el relato de una caída, una muerte prematura, de un sacrificio vano. La muerte física del protagonista Gustavo Valdez (Laván) es el corolario del colapso de su espíritu, de los estertores de su fe en la Revolución cubana, sometida a crisis por la cotidianidad que lo rodea como el frío insufrible al súper Roberto.

Gustavo es un adorador de espejismos que no se atreve a dudar, aunque la incertidumbre inunde las calles habaneras, y termina enfermándolo de muerte. La comprensión cabal de sus circunstancias erosiona su vida como un cáncer fulminante. El climático disparo del francotirador que siega su vida al final de la película parece más eutanasia que ejecución.

Con plena intención disidente respecto al establishment de la isla, abocado todo el tiempo al libelismo maniqueo, Ichaso convierte a su personaje central en alegoría barroca. Es un resumen abigarrado y estridente de las múltiples problemáticas que punzaban la realidad cubana de entonces. Sobre la piel de Gustavo, el director y coguionista tatúa un muestrario de tragedias que alcanza para arruinar cien vidas. Lo empuja con violencia a caminar sobre un sendero de carbones encendidos, como iniciación a los horrores del país que ha estado mirando sin ver. Es un ciego de nacimiento que de repente recibe el don de la vista no solicitado. El torrente de luz despedaza sus ojos, quema su cerebro.

Azúcar amarga padece la obsesión de buena parte del cine cubano de esas épocas: su director busca con urgencia embutir a Cuba entera en una película, sintetizar el país en menos de dos horas y apenas diez personajes. Como si fuera la última cinta que rodará. No quiere dejar nada para el otro día. Es un tiempo de hornos. Sus llamas convocan a la disección ingente, tempestuosa, de la isla menguante, convocan a cartografiar sus venas abiertas.

La película resulta vehemente radiografía de los noventa. El hermano de Gustavo, Bobby (Larry Villanueva) es un friki irredento, desubicado, que termina inyectándose el VIH en un gesto de nihilista protesta. Con él se suicida el futuro, se inmola el porvenir brillante ponderado por la propaganda oficial. El padre, Tomás (Miguel Gutiérrez), es un psiquiatra que trabaja como pianista en un hotel para sobrevivir. La novia, Yolanda (Mayté Vilán), es una joven bailarina que recurre a la prostitución con extranjeros para sobrevivir, y termina emigrando en balsa junto a su familia para no casarse sin amor. García (Luis Celeiro), el profesor, es víctima de la “doble moral”, un funcionario plegado que se dedica a “jugar el juego”, como no deja de recomendarle al joven para que sobreviva a Cuba.

Gustavo está rodeado de tipos y estereotipos, se sobresatura de situaciones que son denuncias y personajes que son símbolos. Su muerte es la de miles, quizás millones. Su rebelión, tristemente, es la de unos pocos.

El regreso del hijo estéril

Paraíso es una película más sosegada, mordaz y cerebral que El súper y Azúcar amarga, aunque su acíbar no es menor. Quizás sea más abundante, pero más frío y cínico. Parece la obra de alguien resignado a la idea de que el cine no cambia nada, por más ardientemente libelista que sea, y opta por jugar con los códigos del cine de género: suspense, thriller, asesinos, psicópatas para componer una desesperanzada sonata.

Si Azúcar… es un relato desesperado, Paraíso es una historia sobre la desesperación y el envilecimiento. En la historia del impostor Iván (Mas) se intuye la atrofia definitiva de una generación, reducida al más elemental instinto de supervivencia, condenada a subsistir entre los escombros que humean donde antes hubo un país. El legítimo sueño de realización y prosperidad se ha envenenado.

En busca de futuro, Iván arriba por mar a lo que aparenta una vitrina repleta de pasado, a un lugar donde se rinde culto a una Cuba añorada. Ichaso filma a Miami como una galería de nostalgias congeladas.

Cuando el recién llegado va al restaurante Versailles, la película se desplaza hacia el campo documental, se permite un breve detour del relato principal y ensaya. El supuesto padre de Iván, Remigio (Miguel Gutiérrez) y su amiga Alina (Lily Rentería) le muestran la nutrida clientela de cubanos emigrados. La gran mayoría son viejos, sombras anacrónicas, residuos de una época pretérita, un ramillete de últimos alientos. Alina los califica de “obsoletos”, de “animales a punto de extinción”.

Ichaso propone al exilio como un mundo de viejos que se apaga. Iván y los demás personajes jóvenes representan la desesperanza, el futuro muerto: su novia Tamara (Tamara Melián), con sus turbios aires de femme fatale, se acurruca al borde de la realidad; El Flaco (Ariel Texido), su amigo adicto junto al que se prostituía en las calles habaneras y su narcotizada pareja (Aly Sánchez) son hijos del cero absoluto. Paraíso es una oda desilusionada al pesimismo. La nota final del réquiem.

Remigio, con su tipo de triunfador, se reconoce a sí mismo como un sujeto extemporáneo. Declara que su casa es un museo –más bien un mausoleo mullido. No vive del todo en el presente. Solo con la aparición sorpresiva del supuesto hijo perdido –un extraño que ha suplantado al verdadero vástago, muerto durante la travesía hacia Estados Unidos–, el futuro vuelve a significar algo para él. Cuando descubre la identidad falsa de Iván, se extingue la efímera ilusión que ha cambiado su vida. Su legado volverá a morir.

El enfrentamiento climático entre el hombre y su hijo espurio parece delatar cierta inconsistencia en la construcción de un personaje como Iván, que hasta ese momento ha asesinado a todos los obstáculos interpuestos entre él y su proyecto de triunfo. Es predecible que asesinará a su padre adoptivo.

Sin embargo, Iván no agrede a Remigio. Quizás concentró sus últimos afectos sinceros en la figura parental que escogió. Le confió los retazos supervivientes de su inocencia. Por eso no valora segar su vida. Remigio tampoco lo denuncia. Lo expulsa de sí con decisión, pero sobre todo con tristeza, decepción y lástima por la muerte de su última esperanza.

Los crímenes de Iván no tienen castigo inmediato. Sería inútil y estéril. Ichaso rechaza la lógica kármica. El joven es desterrado una segunda vez de la segunda Cuba. Su condena es volver a escapar, a exiliarse, huir de todo y de sí mismo, hacia las tinieblas.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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