Roberto Calasso
Roberto Calasso

La ambición de edificar una obra total, el deseo de acceder a un saber absoluto que se extienda como un monstruoso rizoma sobre el mundo y contenga en sí mismo todos los sistemas de signos no es algo que asociemos fácilmente con nuestra época. En rigor de verdad, el mero hecho de que alguien pueda concebir semejante proyecto lo convierte en una figura sospechosa a los ojos de sus coetáneos: nada más lejos de Hegel y la teología que un mundo donde el fragmento adquiere cada vez más el estatus de categoría filosófica fundamental. Sin embargo, algunos pensadores no se resignan dócilmente a esta situación: ambiciosos, excéntricos, altivos y solitarios, perseveran en su búsqueda de la totalidad del conocimiento. Quizás el más extraño, inclasificable y brillante sea el italiano Roberto Calasso.

Resulta casi imposible definir a Calasso: de él puede decirse sin exagerar, invirtiendo la conocida broma borgiana, que su erudición es enciclopédica y no excluye la Cultura Occidental. De la mitología griega a los textos védicos, de las doctrinas esotéricas egipcias a la más abstrusa filosofía heideggeriana, de Baudelaire a Walter Benjamin pasando por Proust y Kafka, la curiosidad de este “Napoleón del pensamiento”[1] no reconoce límite alguno y se despliega con sobrecogedora intensidad sobre la totalidad de los saberes humanísticos. Su ambición es una: todo el conocimiento. Y esto tanto en su obra como en su muy exitosa carrera en el mundo editorial.[2] No se trata entonces de un ensayista literario, ni de un filósofo en sentido estricto, ni tampoco de un historiador de las religiones, sino de todo eso al mismo tiempo y algo más, refractario a cualquier tentativa clasificatoria: la definición menos inadecuada sería probablemente pensador heterodoxo o mejor aún, místico secreto camuflado tras una montaña de los más disímiles materiales (algo parecido a la manera en que el propio Calasso definió a Walter Benjamin). La reciente publicación del primer texto conocido de Calasso confirma que sus principales obsesiones estaban allí desde el principio y nos sacude con la fuerza de una epifanía: ¿cómo es posible que alguien de apenas veintidós años escriba con semejante autoridad? El libro en cuestión, Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne, le sirvió a Calasso para doctorarse con honores en literatura inglesa pero no se parece en nada a las soporíferas tesis de grado que se pudren en tantas bibliotecas universitarias: lo que tenemos aquí es un brillante e inclasificable ensayo que prefigura la monumental obra que vendrá y nos permite acceder a las claves de su pensamiento. Desde el mismo inicio Calasso se propone disipar un persistente malentendido sobre la obra de Thomas Browne: aquel que lo convierte en una suerte de esteta decadente, preocupado sobre todo por la elegancia de su estilo y por “provocar una impresión estética en la sensibilidad del lector”, según la interpretación realizada por el crítico Edmund Gosse en el siglo XIX. Aunque sería imposible negar el esplendor del estilo de Browne, la majestuosa cadencia de esas oraciones interminables que son la gloria de la retórica barroca, para Calasso es un error fundamental considerar al sabio inglés como mero hombre de letras: a pesar de su preocupación por la forma, “no era principalmente la literatura lo que estimulaba su imaginación” sino… todo lo demás. Así, sus obras exploran con inusual minuciosidad los temas más diversos de la teología, la filosofía, la historia antigua, la cartografía, la zoología, la descripción de países conocidos y desconocidos[3] y mucho, mucho más. Existe sin embargo una constante que subyace a escritos en apariencia tan diversos, un innegable fundamento teológico que pone en marcha la formidable maquinaria retórica: para Calasso, Browne es “ante todo un homo religiosus”, alguien que busca en el mundo los signos de lo numinoso y, sin pretensiones de originalidad,[4] se erige en comentarista de las dos Escrituras conocidas por el hombre: la Biblia y la Naturaleza. Browne es entonces un lector y exégeta apasionado de las imágenes del Liber Naturae que se convierten en “señales visibles de lo invisible”, representaciones fenoménicas de una realidad metafísica que sólo se revela de manera indirecta: como la Biblia misma, el mundo es una escritura simbólica que el hombre debe descifrar. No es entonces la teología dogmática el principal interés de Browne sino esa singular “teología de la naturaleza” que durante siglos fascinó a tantos pensadores:[5] a pesar de las múltiples declaraciones garantizando la estricta ortodoxia de su fe (formularias y muy poco convincentes), resulta evidente que Browne estaba lejos de ser un cristiano ejemplar y, mucho más que el apego a la vía recta, lo atraían ciertas doctrinas esotéricas peligrosamente cercanas a la herejía. Se trata de un pensamiento que ha sido calificado (a veces despectivamente) como “cristianismo platónico-hermético” y constituye una de las derivaciones más importantes de la teología occidental. La esencia de estas doctrinas radica precisamente en la noción del Liber Mundi según la cual “este mundo visible no es sino una imagen del invisible y en dicha imagen, como en un retrato, las cosas, lejos de ser representaciones verdaderas, no tienen sino formas equívocas y falsifican la sustancia más real que existe en ese orden invisible” (Browne, Religio medici). Por lo tanto, muy pocos pueden acceder a este conocimiento (como en toda doctrina esotérica se habla constantemente de los iniciados, aquellos que han logrado desgarrar “el velo de las apariencias”) y se necesita un adecuado método hermenéutico para leer correctamente los signos dispersos en la naturaleza. Es precisamente aquí, en este punto crucial de su disertación sobre el intelectual inglés, que Calasso define a Browne como místico de la escritura, alguien que, ajeno a las efusiones sentimentales de personajes como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Ávila, rastrea letras, imágenes y figuras “en el libro infinito del mundo” para remontarse a continuación a las cumbres de la teología. Dada esta obsesión jamás abandonada por las inscripciones, era probablemente inevitable que Browne abordara en algún momento la cuestión de los jeroglíficos, considerados durante siglos como el lenguaje más cercano a aquella lengua perfecta que Adán habría utilizado en el Paraíso.

El interés por la escritura jeroglífica ha sido constante desde la antigüedad griega,[6] pero fue en el Renacimiento que se convirtió en una verdadera obsesión para muchos intelectuales: el neoplatónico Marsilio Ficino tradujo el Corpus Hermeticum, un conjunto de escritos místicos considerados en aquel momento como la esencia de la sabiduría egipcia[7] y se desató un verdadero furor por todo lo relacionado con Egipto y su “lenguaje sagrado”. La fascinación radicaba en la concepción (errónea, pero muy productiva) según la cual los jeroglíficos escapaban a las inevitables “limitaciones” del lenguaje discursivo (que surgió como consecuencia directa de la Caída): en lugar de poseer un alfabeto donde cada letra representa un sonido, la lengua egipcia “representaba directamente cosas seres o principios”, ejecutando una “mediación mística” que acercaba el lenguaje humano (inevitablemente sujeto a la temporalidad) al conocimiento absoluto e inmediato de la Divinidad. Se comprende entonces que un obseso de los signos como Browne haya dedicado algunas de sus páginas más brillantes a este tema[8] y también que Calasso dedicase su primer libro a estudiar precisamente esta faceta del prolífico erudito inglés. Pues resulta evidente que alguien como Calasso ha edificado su obra con absoluta deliberación, articulando su estructura profunda con la misma minuciosidad casi maníaca con que Proust diseñó En busca del tiempo perdido: no es casual que haya elegido a Browne ni tampoco que sólo ahora podamos acceder a un libro compuesto en 1963: uno sospecha que para Calasso este libro revelaba demasiado sobre sus intereses fundamentales en un momento en que la cultura italiana era refractaria a cualquier texto (y autor) que se atreviera a mostrar el más mínimo interés por la teología o lo sagrado. Ahora, cincuenta años después (y con la ventaja innegable que nos proporciona conocer el resto de su obra), podemos considerar Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne como el texto que contiene en sí mismo todos los temas y obsesiones desarrollados profusamente en los textos posteriores y ver en el propio Browne al doble perfecto de Calasso: ambos obsesionados con la adquisición de un saber total sobre el mundo, ambos fascinados por el lenguaje y su esplendor, pero también escépticos sobre sus posibilidades de acceder a un conocimiento que podría encontrarse más allá de las palabras; ambos coleccionistas insaciables de mitos, de todos los mitos. Teología, mitología, el destructivo fulgor de lo numinoso: sólo alguien muy ingenuo podría ver un mero escritor en Roberto Calasso, auténtico místico secreto de esta época sin dioses.

Notas:

[1] Así denominó a Paul Valéry el ensayista norteamericano James Wood en una reseña sobre sus monumentales Cahiers, pero el calificativo es aún más certero si lo aplicamos a Calasso.

[2] En su calidad de principal responsable de la editorial Adelphi, Calasso ha elaborado un catálogo que sólo puede compararse con el de pesos pesados como Gallimard o Seuil.

[3] Y no es gratuita la evocación de Browne en las páginas finales de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”: evidentemente Borges apreciaba las vertiginosas discusiones sobre tierras y animales imaginarios que pueden encontrarse en obras como Urn Burial, Religio medici o The Garden of Cyrus.

[4] Aunque, por supuesto, sus comentarios sí que resultan profundamente originales: “Que nadie diga que no he dicho nada nuevo: la disposición de las materias es nueva.” (Pascal)

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[5] Incluso en el siglo XX, cuando todo esto parecía tan lejano, la obra de Léon Bloy confirmó la persistencia en el ámbito del cristianismo de ciertas tendencias profundamente heterodoxas que no temen exponerse “al terrible peligro de tocar los símbolos”.

[6] Y en el Fedro Platón narra la leyenda que atribuye la invención de la escritura al dios egipcio Thot.

[7] Como es natural, ahora sabemos que se equivocaban (lo más probable es que hayan sido redactados hacia el siglo III d. C. por eruditos griegos), pero no importa: los pensadores renacentistas edificaron sobre este error una de las teorías exegéticas más fascinantes que haya conocido Occidente.

[8] Principalmente en Urn Burial y The Garden of Cyrus.

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