Detalle de la imagen de Patricio Betteo para la cubierta de ‘Falsa guerra’, de Carlos Manuel Álvarez, editada por Sexto Piso, Ciudad de México, 2021

Nunca llegué a odiar tanto como cuando me fui de mi país. Aparentemente había una oportunidad en aquel momento, quedarse allí, contar allí, enviar despachos desde el enquistamiento. Yo no lo quería, relatar y convertirme en el relato. Sentí entonces que podía masticar la rabia, una cáscara amarga que me dejaba la boca pastosa mientras iba por la calle y veía a la gente caminar. Y eso no era lo peor. Lo peor era cuando hablaban y gesticulaban, sobre todo cuando hablaban. Ahí podía meterles el puño en la boca y hacer que se tragaran sus palabras, que no decían nada, que estaban dichas para disimular, para evadir y escabullirse. Creo que el resto también podía hacer lo mismo conmigo y ninguno lo hacía.

Dirigíamos esa energía contra nadie. El hedor de nuestra cobardía era entonces insoportable y todo el mundo olisqueaba y nos tragábamos la náusea y algunos, por olisquear y tragar, vomitábamos, pero otros no vomitaban en lo absoluto. Era, seguramente, la edad de la definición, y tantos de mis condiscípulos, de mis colegas universitarios, no vomitaron. Gente que era como uno, no había ninguna diferencia intelectual o moral en ese entonces entre nosotros, habida cuenta de que el cuerpo moral y el filo intelectual que uno va a adquirir luego para toda la vida es algo que todavía en esa época se está formando, por decirlo de algún modo.

En esa repartición yo pude haber sido perfectamente alguien a quien la rabia le hubiese sido negada, alguien conciliado con las posibilidades que se le abrían. Que no eran muchas. Que no eran, siquiera, pocas, sino que eran, todas las posibilidades, una sola. La posibilidad del balbuceo, la posibilidad de la queja, que es la expresión pacata y temerosa del odio, que es el odio disimulado. La queja se emitía constante en voz baja y nos envolvía como una capa de grasa en la que no se podía nadar, ni caminar, ni correr, inmovilizando el ánimo y los músculos como solo lo puede hacer la grasa, y específicamente lo que en mi infancia llamaban grasa de camión. Una sustancia viscosa y amarilla, muy viscosa y muy amarilla, que son, lo viscoso y lo amarillo, dos propiedades básicas de cualquier enfermedad terminal.

Veía a los adultos, veía a las familias constituidas, veía a las familias desbaratadas, veía a los sujetos que no habían formado familia alguna, los rostros cansados volviendo del trabajo a las cinco de la tarde, los rostros que se pasaban el día sentados en las esquinas de los barrios planeando nada, luminosas catedrales de tedio e infamia, disfrazando la estupidez y el vacío con las ropas de la conspiración, los rostros porcinos de los funcionarios bien alimentados, los rostros filosos de los maleantes de poca monta, ladrones rastacueros de tendederas con ropas desteñidas, los rostros de las secretarias manicures y de los choferes cincuentones con olor a petróleo encima, los rostros de los militares alcohólicos y de las maestras de escuela que vivían casi en la indigencia, y luego el rescoldo vivo.

Quien se haya educado en aquel lugar no puede no haber conocido el sonido de la queja. No puede no haber curtido sus nervios y su temple en ese ruido de fondo. Su configuración sentimental no puede negar los efectos desoladores que tuvo en él o en ella esa cantinela interminable que chirriaba y que ya no se sabía bien de qué se trataba. Una trenza de hierro y servidumbre, un lamento cobarde y un repaso cansino de las cosas que faltaban y que no podíamos tener. El conocimiento, si había uno, se lo debía a la cólera. El odio venía porque no había a quién dirigir la queja, pues si todo el mundo se está quejando, si a toda hora todo el mundo se está quejando, ¿quién escucha? Y esa era la gran pregunta de aquellos años y de los años anteriores y posiblemente de estos también. ¿Quién escucha? Y la respuesta era una y la sabíamos. Nadie.

Ahora, cuando Mandy y Mayle se iban a trabajar, yo solía quedarme escribiendo, o bien me iba a Wynwood o al Downtown a agotar las mañanas y las tardes dando vueltas por la zona, lo que también era otra manera de escribir. Observaba a la gente. Conocía la ciudad, no era en ningún sentido un lugar extraño para mí. Necesitaba encontrar el centro oculto, articularlos a todos ellos (quejicas durante gran parte de sus vidas) alrededor de un vacío inexpresable. Pero no había ya tal cosa. Se trataba de un exilio sin nostalgia, la memoria débil, la rabia diluida, sin conciencia verificable de pelea o resistencia, un tipo de exilio también exiliado de la propia noción simbólica de exilio.

Lo que quería decir no podía decirlo más que por omisión. La ligereza de la letra venía de una densidad visible, anterior a lo que se contaba, también posterior, también simultánea, que probablemente no era necesario reproducir.

Nadie parecía amputado, castrado o traumatizado. Cargaban con una pérdida, un corrimiento de algo medio ilocalizable, una incomodidad vital pero leve, que ni ellos mismos sabían bien fijar o definir. Gente que apenas sospechaba vagamente haber sido expulsada de alguna parte. O tal vez no lo sospechaban, tal vez lo sabían, pero no lo mostraban nunca, no lo necesitaban, no lo consideraban como tal.

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Justo allí, en esa precisión de lo oblicuo, escuché al mal chillar como una rata sorprendida. Se dejaba atrapar, intentaba huir, pero ya había sido rodeado por el cerco de las palabras, que lo apresaban sin matar, lo encerraban sin callarlo. ¿Acaso este libro pretendía ser ese cerco, la luz oscura de una linterna apagada? No sabía. La fragmentación ya no era una tragedia. No había víctimas en la dispersión. Había ramificaciones, meros desplazamientos, historias que entraban en sí y se alejaban del foco que las generaba.

Eso está bien, me dijo Mandy, una de las pocas veces que preguntó por mi libro y le contesté. No busques más, dijo, todo débilmente atado, todo artificialmente atado. Era domingo en la mañana y paseábamos en su yate. Buscábamos mar abierto. En algún punto del recorrido, el yate se desvió. Creo que voy a visitar a mi familia, dije. Bastante te has demorado, dijo él, calmado. Yo lo hago cada vez que puedo, solo no te vayas a quedar, advirtió. No puedo quedarme en ningún lugar, dije, nada más voy a mirar. Siete años es mucho, dijo él. Iré ya, solté, tal vez mañana mismo. Mandy no se inmutó. Después de varias vueltas llegamos a un lago que parecía oculto, del que muy poca gente había oído hablar. Permanecimos varados una cantidad de tiempo que no podría definir, hasta que los peces comenzaron a saltar. Peces dorados, muchos peces dorados, todos distintos, y no sabría decir por qué, pero me empezó a invadir la completa seguridad de que el pez que saltaba una vez no saltaba de nuevo.

El lago era inmenso, un estanque a cuyo lado, como a diez metros del agua, se alzaba un pino, hermoso y grande, aunque quizás no fuera un pino sino otra especie de árbol que yo desconocía por completo pero que para mí pasaba por un pino endémico. Un pino que solo podía crecer en ese lugar, cerca de un muelle de madera que se adentraba en el agua, con el cielo despejado como un susto final.


* Este fragmento pertenece a la novela Falsa guerra, editada por Sexto Piso, Ciudad de México, 2021.

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