No, hay cosas que yo tampoco entiendo en el artículo de Portuondo. Por ejemplo, eso de la “proverbial miseria lingüística de los narradores hispánicos, que nos hemos esforzado siempre en hacer aparecer, de modo sofístico, como sobriedad y deliberada economía”. Supongo que se refiere a los hispanoamericanos: pero nunca he oído hablar de la sobriedad de Gallegos o Asturias: tampoco de la miseria lingüística de Quiroga, Yáñez o Cortázar. Hay casos en que puede hablarse de sobriedad y economía –Azuela, Borges, Rulfo–, pero para eso no hay que esforzarse tanto; el propio Portuondo, cuando dice que el lenguaje de El derrumbe “no rebasa […] el habla cotidiana”, no piensa en miserias lingüísticas, sino en la función que ese lenguaje desempeña en la novela.

Que en 1964 se asocie el behaviorismo a Goytisolo me parece, a mí también, una extraña asociación. En España se sentirían un poco confundidos: Castellet, el crítico de la generación de Goytisolo, al hablar de la narración objetiva y el behaviorismo, se refiere extensamente al cine y cita párrafos de Dashiell Hammett y Ferlosio; de Goytisolo no habla. Y no es que este no propugne ni practique el behaviorismo; es que como los demás narradores de su generación –hijos de Hemingway y nietos de Baroja–, como escritor de su época, Goytisolo se ha encontrado la actitud behaviorista hasta en la sopa como uno de los fenómenos de la época, exactamente como cualquier joven narrador cubano.

Tampoco entiendo que un crítico como Portuondo se ponga a sugerir temas. Proust se hubiera sentido perplejo si le hubiésemos sugerido la caza de una ballena como tema novelesco; y valdría la pena haber visto la cara de Melville en el salón de madame Verdurin. Julio Lobo me parece un magnífico personaje novelesco para quien se proponga expresar lo mismo que Dreiser; por lo demás, no es mejor ni peor que una mujer insatisfecha que se aburre en un pueblo de provincia o que Pisabonito, ese personaje santiaguero a través del cual podría expresarse tanto la soledad del hombre en un mundo despiadado, como los prejuicios y la hipocresía de toda una sociedad. En un caso como este, el novelista podría preguntarle al crítico: “Si tiene un tema tan bueno, ¿por qué no escribe usted mismo la novela?” Claro que el crítico podría contestar: “Porque yo soy crítico, no novelista”. Pero correría el riesgo de que el novelista respondiera: “Pues entonces, haga usted sus críticas y déjeme a mí escoger mis temas”.

Sí, ya sé que todo el mundo está impaciente porque acabe de aparecer “la gran novela de la Revolución”. Pero, ¿y si no aparece este año? ¿Y si no aparece el año que viene? ¿Nos vamos a pegar un tiro? Quizás eso, “la gran novela de la Revolución”, sea una frase inventada por los críticos para no detenerse a analizar seriamente las novelas que van apareciendo. Lo que la Revolución ha estimulado y habrá hecho madurar en diez años es una novelística nacional; pero puede ser que la gran novela de la Revolución no se escriba hasta de aquí a diez… o a cien años, o quizás ya se está escribiendo y sólo de aquí a cien años los críticos la reconozcan como la gran novela de la Revolución.

Portuondo asegura que la mayor parte de los novelistas cubanos no han visto los “contornos novelescos” de la Revolución (lucha armada en la Sierra, en el Segundo Frente, etc.) porque están pendientes todavía del “último tartamudeo mental de Nathalie Sarraute o de Alain Robbe-Grillet”. Es una afirmación gratuita. No hay un sólo escritor cubano que no haya visto los “contornos novelescos” de la Revolución. Pero una cosa es ver los contornos y otra estar en condiciones de llenarlos; la cuestión no es tan sencilla. Y el motivo que aduce Portuondo, tampoco; que yo sepa, ningún narrador cubano posee el don de la telepatía: no veo por qué otro medio se pueden seguir los tartamudeos mentales de dos señores que viven en París. Pero si Portuondo se refiere a los artículos y las obras que esos señores publican, hay que aclarar un detalle: no son tartamudeos. Son una nueva visión de la realidad que ha producido una manera distinta de expresarla, una nueva concepción de la literatura. Personalmente, no creo que sirva en bloque para expresar nuestra realidad –nadie expresa su realidad aceptando en bloque los descubrimientos ajenos–, pero hay aspectos de la realidad que esos señores han iluminado por primera vez de manera sistemática, y a la larga los narradores cubanos tendrán que incorporar sus descubrimientos, si es que les interesa más enriquecer su visión de la realidad que evitar el sambenito de snobs. Es extraño, además, que Portuondo imagine pendientes de los “tartamudeos” literarios de París a los mismos escritores que “apenas han tenido tiempo para, al margen de su labor revolucionaria de cada día, ir dejando el testimonio de lo que ellos están ayudando a construir”. ¿Es que pueden estar al mismo tiempo tan concentrados y tan alterados? ¿O será que seguir esos tartamudeos es también un deber de todo escritor revolucionario?

A pesar de las objeciones, Portuondo no cree —como Seymour Menton— que las novelas publicadas después del triunfo de la Revolución sean “uniformemente mediocres o peores”; cree que “hay indudable calidad” en la mayoría de las obras que cita… y salvo Los días de nuestra angustia, de Navarro, y Tabaco, de López-Nussa, las cita todas. Me parece que tanto Menton como Portuondo, desde posiciones políticas opuestas, hacen una generalización que no tiene nada que ver con la crítica literaria. El viejo Iriarte preguntaba: “¿Quién podrá, dime ser bueno,/ para quien ninguno es malo?” A Menton habría que virarle la pregunta al revés: “¿Quién podrá, dime, ser malo,/ para quien ninguno es bueno?”

Y si hay cosas que no entiendo en el artículo de Portuondo, la primera es esta: que uno de nuestros viejos críticos de mayor prestigio se queda en la superficie al analizar un fenómeno tan complejo como el del nacimiento de una literatura en medio de una Revolución. Creo, como Eliot, que cada generación necesita sus propios críticos, sus propios traductores, su propio público; para interpretar ciertos fenómenos –como para hacer el amor o pilotear un Mig– tener más de cincuenta años es un serio inconveniente. Pero lamento que esta generación no pueda contar con los viejos críticos, aunque sólo sea para polemizar en firme con ellos. Porque con críticos extranjeros como Menton, no vale la pena. Esa gente sabe muy bien cómo encasillar a los escritores y hacer generalizaciones para estudiantes de High School; pero no tiene una maldita idea de lo que es literatura. Ni de lo que podría ser una verdadera crítica literaria. ¡Y si además de ser malos críticos son gusanos!… No, no valen la pena.

Lo que sí entiendo en el artículo de Portuondo es su irritación: es una irritación típicamente provinciana que los provincianos conocemos muy bien. Y especialmente los orientales. Porque además de las razones históricas que acumulan en las provincias –en todas partes y en todas las épocas– un resentimiento contra la capital, en Oriente existe un oscuro sentimiento mesiánico que hace considerar a la provincia como la capital espiritual de Cuba. Esas frases que ahora vemos de vez en cuando –que el sol sale por Oriente y que el viento del Este sopla más fuerte que el viento del Oeste– las aprenden los niños de Oriente junto con la cartilla. No es que se enseñen en las escuelas: es que están en la atmósfera como algo respirable que casi pueda tocarse. Es cierto que los habaneros siempre han dividido mentalmente la isla en dos partes: La Habana y “el campo” (una generalización que a los provincianos nos cae como una patada en el estómago). Pero no es menos cierto que los orientales dividimos la isla en dos partes: la verdadera Cuba –¿de dónde han salido todas nuestras guerras de independencia?– y el resto, de Cascorro a Mantua, es decir, la parte del país que siempre ha tenido que esperar la llegada de los mambises o de los rebeldes orientales. Y del mismo modo que algunos trasladan al arte y la literatura criterios económicos –se habla de la producción de novelas revolucionarias y del rendimiento de los pintores abstractos–, Portuondo ha trasladado a la literatura el mesianismo oriental cuando dice que allá se prepara “el renacimiento literario que exige la Revolución y que, como la lucha armada de ayer y la renovación literaria de 1913 al 17, nacerá en las provincias [léase Oriente] muy cerca de la tierra que renueva sus frutos”; o cuando afirma que los orientales serán “individual y colectivamente, quienes traigan el nuevo lenguaje, la palabra precisa de la nación socialista”. Está claro: si la Revolución nació en Oriente, la nueva literatura debe nacer en Oriente también. Es decir, está claro para Portuondo, porque otro podría preguntar: “¿Y en qué se basa esa afirmación, o mejor dicho, esa profecía? ¿Por qué “él nuevo lenguaje, la palabra precisa de la nación socialista”, no puede salir de Cumanayagua o de un caserío de la Sierra de los Órganos, que en definitiva están más cerca de la tierra que el propio Santiago?” Si fuéramos rigurosos, habría que responder: porque no son centros culturales y los movimientos literarios y artísticos sólo se producen en los centros culturales, es decir, en las ciudades. Pero ¿qué son Camagüey, Santa Clara –cuya universidad tiene un movimiento cultural más intenso que el de Santiago– y las demás ciudades importantes de la isla, incluyendo la propia Habana? En realidad, plantear la cuestión en esos términos es absurdo: se necesita más de una provincia para producir una literatura nacional, como se necesita una nación para hacer una Revolución socialista. Plantear una concepción regionalista de la literatura sólo puede interpretarse como una broma: pero si se tomara en serio, podría dañar a los mismos provincianos, porque con orgullo regional no se escribe buena literatura: ni siquiera buena literatura provinciana.

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Así que, como provinciano entiendo a Portuondo, pero no estoy de acuerdo con él. El problema no es aferrarse al provincianismo, sino sacudírselo, soltar la costra provinciana. Afortunadamente –y pésele a quien le pese– esa costra no puede durar: la Revolución la agrieta, la despega, la raspa, la tritura cada vez que da un paso adelante. Porque esa costra es un lastre. Y la visión idílica de la Naturaleza, de la tierra virgen y del “hombre natural” caducó hace más de un siglo. Estaba bien para Rousseau y Chateaubriand, pero el mundo moderno y el socialismo no tienen nada que ver con ella. La Naturaleza es inhumana; el campo es inhumano como la Naturaleza –una de las metas del comunismo, una de las condiciones necesarias a su existencia, es la de humanizar el campo borrando las diferencias que lo separan de la ciudad; y el “hombre natural”… en fin, ese tendrá que encaramarse con las jutías en un palo, porque no tiene nada que hacer en un mundo que ha llegado a la cibernética y a la conquista del espacio. En “el campo” se hará una fuerte resistencia a esta implacable visión de las cosas, pero a la historia no le interesan los prejuicios regionales. Por lo demás, la resistencia la harán los viejos; al joven lo asfixia el provincianismo –no el hecho de vivir en un pueblo de provincia, sino el que traten de imponerle lo provinciano como modelo, cuando hay tanto de tradicionalismo, de gazmoñería y de pobreza espiritual en la vida provinciana–. Cuando los jóvenes que hoy estudian en La Habana y en los países socialistas regresen a sus pueblos y a sus bateyes, se va a producir una segunda Revolución en el interior del país que va a dejar a los viejos boquiabiertos. Algunos pondrán el grito en el cielo, pero tendrán que apartarse: eso ya no hay Dios que lo pare.

A la provincia hay que modernizarla –más industrias, más mecanización, más técnicos, más transportes, más bibliotecas, galerías, centros de diversión– y eso quiere decir más urbanización, una vida más compleja y dinámica, que a la larga acabará con eso que Portuondo llama la “pureza esencial del provinciano”. Lo dice refiriéndose a Soler Puig, pero creo que confunde los términos. Soler es un hombre sencillo y franco, pero es también un novelista; está tan lejos de los diletantes y los esnobistas como del provinciano “esencialmente puro” –si es que ese tipo existe–, porque los provincianos esencialmente puros podrán perder el sueño por cualquier cosa, pero no por hacer literatura. A Adán nunca se le hubiera ocurrido escribir un libro. Hay algo esencialmente demoníaco en eso de que un hombre trate de organizar una imagen del mundo y dar su propia visión de la realidad escribiendo novelas. En ese sentido, Soler es menos “puro” que millares de habaneros y parisienses a cuya actitud ante la vida es mucho más ingenua y provinciana que la suya. Provinciano puro sería un pariente mío que no se explica cómo se las arregla la gente aquí para cruzar las calles, y se ríe de la ignorancia de los habaneros que le dicen mamey al zapote y fruta bomba a la papaya. Uno se divierte con él hasta que descubre lo injusto que puede ser en su maniqueísmo. Porque como todo buen provinciano, mi pariente es maniqueo. De un lado ve toda la pureza y del otro –justamente en La Habana– toda la corrupción, la hipocresía, el oportunismo y el fraude. No es sólo que crea que en La Habana –como en toda capital– hay una gran burocracia, es decir, un gran número de parásitos, y ventajas que no se encuentran en el resto del país, y lugares donde las cómicas –así llama a las actrices y coristas– enseñan las piernas sin que nadie parezca escandalizarse; es que, para usar un conocido término metafísico, considera que esta es una ciudad intrínsecamente perversa y que sus habitantes son tan superficiales y perversos como la ciudad. Yo le pregunto si él no cree que dondequiera los hay buenos y malos –es una manera de decir–, si no ha visto a los habaneros llenar la Plaza de la Revolución, si no sabe que han organizado millares de CDR y sin perder la serenidad fueron a sus trabajos durante los días de la Crisis del Caribe. Pero él no entiende de sutilezas. En la cueva del diablo no puede haber más que azufre y llamas.

Lo he recordado leyendo las frases que Portuondo le dedica a La Habana: “Todo lo podrido y esnob que aún perdura en algunos predios capitalinos”; “En La Habana, centralista y esnob”; “La capital aún guarda rincones maleados de falsa imitación de lo foráneo burgués, embriagada de surrealismo y de vanguardia, de formalismo hueco y de coquetería esnob”.

Realmente, una capital así no se merece un pueblo como este.

Aparte de la repugnancia bíblica con que Portuondo fulmina a la ciudad, hay dos cosas que me han llamado la atención en este aspecto de su ensayo. Primera, que tácitamente reconoce una secreta relación entre la literatura y el mal, puesto que atribuye todos los progresos de Soler Puig como escritor a su estancia en La Habana. Segunda, ese de: “embriagada de surrealismo y de vanguardia”; porque de ser cierta esa ebriedad, significaría que culturalmente La Habana es tan provinciana como cualquiera de las provincias.

Pues el surrealismo –uno de los grandes momentos culturales de este siglo– ya cumplió cuarenta años, y la vanguardia, lo que Lukács llama la vanguardia –escritores como Joyce y Kafka– podrá ser vanguardia para Lukács, como ha escrito Desnoes, pero no para la nueva generación de escritores, que los tiene entre los monstruos sagrados… de la retaguardia. Si el surrealismo y la “vanguardia” embriagan, todavía debiéramos escandalizarnos, no de nuestro esnobismo, sino de nuestro atraso cultural. Quiere decir que después de casi medio siglo siguen siendo novedades, cuando hace rato que debieron haber sido incorporados y asimilados. Y es cierto: para el pueblo –incluso millares de jóvenes que empiezan a leer y algunos a descubrir su vocación literaria– son novedades. Si no lo fueran, podría decirse que la burguesía cubana se preocupó realmente de la cultura de las masas. Pero es la Revolución la que tiene que sacar –la que va a sacar– esas “novedades” a la calle para que acaben de ocupar el lugar que les corresponde y de aquí a cinco o diez años, cuando digamos vanguardia, estemos hablando seriamente de vanguardia. Entonces los escritores de provincia no tendrán que venir a La Habana para descubrir “sus propias limitaciones”, o para emplear el monólogo interior o aprender a “valorar los factores oníricos” en la literatura. Saltarse a los grandes, o ponerles etiquetas, es igualmente inútil. Hay que apropiárselos. Lo otro sería convertirlos en fetiches y hacer de la cultura –el reino de lo humano– otra forma de alienación de lo humano.


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