Pablo Picasso, 1971
Pablo Picasso, 1971

Pablo Picasso, enojoso tótem de la vanguardia del siglo XX, murió en Mougins un 8 de abril de 1973. Militante formal del Partido Comunista francés, hasta ese día, su recepción en Cuba fue siempre ambivalente, sobre todo, después del giro marxista-leninista de la Revolución. Todas las gestiones de llevar a Picasso a la Cuba revolucionaria, desde las más institucionales de Carlos Rafael Rodríguez, Blas Roca y otros dirigentes comunistas, hasta las más oficiosas de escritores y artistas amigos suyos, como Alejo Carpentier y Wifredo Lam, fracasaron.

La explicación de ese fracaso ya carece de interés y se confunde, en el extenso testimonial del desencanto, con la dogmatización de la política cultural cubana. A Picasso no le llegó a pasar lo que a Pablo Neruda, que un grupo de escritores autorizados lo acusara de aliado del imperialismo, pero casi. La tan recordada escena de Memorias del subdesarrollo (1968), en que el personaje de Edmundo Desnoes, filmado por Tomás Gutiérrez Alea, se pregunta por la “paloma que iba a mandar Picasso”, para ser colocada en lugar del águila descabezada del monumento al Maine, dice algo.

“Muy cómodo eso de ser comunista y millonario en París”, agrega Sergio, el mismo personaje, y por él hablaba buena parte de la clase política e intelectual cubana. Lo más sintomático, psicoanalíticamente hablando, es que, a pesar del desdén de Picasso, la alta dirigencia cubana lo siguiera considerando, durante décadas, la cumbre del arte del siglo XX, que en las casas de los burócratas pulularan las malas réplicas del Guernica (1937) y que, con frecuencia, se le esgrimiera como arquetipo del artista comprometido.

En 1962, Nikita Jrushchov le concedió el Premio Lenin de la Paz, mismo año en que se le otorgó a Fidel Castro, y se dice que hay, en los archivos de Picasso, un mensaje de felicitación del artista al caudillo. Tanto en Cuba, como en la Unión Soviética, donde se olvidó a conveniencia el malestar por su retrato de Stalin en 1953, a petición de su amigo Louis Aragon para Les Lettres françaises, Picasso era oficialmente venerado, en buena medida, por nunca haber saltado a la abstracción. Estudios recientes, como los de Abigail McEwen, Ernesto Menéndez Conde y Marty Halley, narran al detalle la cruzada contra la abstracción en Cuba y la resistencia de un puñado de artistas y críticos.

En un texto central de la ortodoxia estética de los sesenta y setenta, Conversación con nuestros pintores abstractos (1961), Juan Marinello había absuelto a Picasso de cualquier pecado abstraccionista con su defensa del “desplazamiento experimental y objetivo” del cubismo. Para aquel año, Picasso se había acercado, cuidadosamente, al expresionismo abstracto, sobre todo en los cincuenta, pero Marinello decidió pasarlo por alto. Menos prejuiciados fueron los jóvenes de Lunes de Revolución, que dedicaron el último número del magazín cultural, en noviembre de 1961, justamente, a Picasso, con sendos ensayos de Edmundo Desnoes y Oscar Hurtado. Aquellos textos adelantaron la revaloración del abstraccionismo y el concretismo cubanos de los cincuenta –Grupo de los Once y Grupo de los Diez, Consuegra y Llinás, Darié y Soldevilla, Oliva y Vidal…– que se verificaría, parcialmente, a partir del volumen Pintores cubanos (1962).

La reticencia a Picasso se manifestaba también en la imagen del artista malagueño como un monstruo mutante, con excesiva capacidad de influencia. En su ensayo sobre Wifredo Lam, Lam: azul y negro (1963), Desnoes sostiene que, durante su estancia en Cuba, entre 1942 y 1945, cuando pinta La Jungla (1943), Lam “se independiza” de Picasso. Hasta entonces la sombra del malagueño había sido absorbente: su reencuentro con el paisaje antillano había dado a las máscaras africanas de Las señoritas de Aviñón (1907) una corporeidad, inexistente en la obra de Picasso. Según Desnoes, Lam había dado con un “cubismo diametralmente opuesto” al de Picasso, Braque y Gris.

Mientras en Europa, Kandinsky, Klee y Mondrian se deslizaban al abstraccionismo, Lam, dice Desnoes, “ve lo cubano auténtico” y lo plasma en el lienzo. De manera que, en el flanco de la crítica cubana, posterior a 1959, más abierta a asimilar los extremos del vanguardismo, es posible localizar una incomodidad con Picasso. Habría que ir más atrás, a la crítica anterior a 1959, especialmente a autores olvidados como Joaquín Texidor, Luis de Soto o Luis Dulzaides Noda, o a escritores atentos a la plástica del siglo XX, entre los que destaca, por mucho, José Lezama Lima, para dilucidar la recepción de Picasso en Cuba.

Es fascinante, en estos días, recorrer la experiencia de Lezama como espectador de Picasso. No creo que otro intelectual cubano del siglo XX –la lectura de Alejo Carpentier, a quien tanto se le asocia en medios habaneros, es menos sofisticada– haya alcanzado esa naturalidad que, en algún momento, le permite dirigirse a Picasso como “Pablo de Málaga”, como si se tratase de un filósofo presocrático. La mirada de Lezama podría rastrearse desde aquella invocación juvenil a Juan Ramón Jiménez, en 1937, en que adjudica, por primera vez, al pintor malagueño la frase “no busco, encuentro”.

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José Lezama Lima sostiene un retrato suyo pintado por Mariano Rodríguez | Rialta
José Lezama Lima sostiene un retrato suyo pintado por Mariano Rodríguez

Luego, Lezama distinguirá a Picasso como el creador de un “órgano” en “los dominios de la plástica”, capaz de desplazarse entre múltiples estrategias pictóricas: periodos azul y rosa, arlequines y jinetes, cubismo, surrealismo… Tras la primera muestra de Picasso en la galería del Lyceum & Lawn Tennis Club, en 1942, Lezama dirá que, a diferencia de otros artistas que quedan atrapados en sus estilos, como “islotes que no logran constituirse en fenómenos de la cultura”, el pintor logró traspasar “la prueba mayor”, que se verifica cuando “las disociaciones de la forma parecen coincidir con las más desesperadas atomizaciones del sujeto”, logrando “una muestra coral, como estilo de todos, cómodamente habitable”.

Antes, de la mano de su amigo Guy Pérez Cisneros, quien escribió frases muy parecidas en Espuela de Plata y la Revista Bimestre Cubana, reaccionaba al lugar común de la crítica de que “Cézanne históricamente era más grande que Picasso”. A lo que respondía con varias preguntas: “¿quién separa en la historia lo cuantitativo adquirido de la cualitativo segregado? ¿Y quién se ha tomado el trabajo de estudiar en Picasso su centro inmóvil, secreto, aquello con lo cual él nunca ha jugado, ni podría jugar? En ese sitio donde Picasso se liberó de la circunstancia histórica, habrá siempre que colocar una corona”, escribió Lezama en 1939, a dos años del Guernica y en medio de la derrota de la República.

Para los cincuenta, sin embargo, se observa en la visión lezamiana de Picasso, como en casi toda la obra del poeta y ensayista habanero, un desplazamiento. En aquella “búsqueda del frenesí de la originalidad” había “un cansancio que impulsaba sus pasos”. Los vanguardistas eran como “perezosos que, de pronto, al llegar a la nueva estación, abrían las ventanas, convulsionaban los brazos y golpeaban las mantas de invierno con largas varas, como un arriero golpea una recua inmóvil en una encrucijada”.

Entonces, el paralelo juvenil Cézanne-Picasso se vuelve más favorable al primero. En los retratos de ambos, Lezama observaba una diferencia sustancial: mientras Picasso “intentaba remedar, más que la técnica de sus cuadros, la devoradora agitación de sus llamas”, Cézanne “lo convertía en un ejercicio, en la sequedad de una disciplina”. En las “deformaciones horizontales” de Cézanne, el poeta cubano atisbaba “el gozo del artesano que asegura la materia por su extensión y su soporte”. Cézanne, que había “comenzado por la humildad de la reproducción”, al fin, “revelaba el viento del espíritu penetrando en el bosque por la casa de la maldición”.

Lezama sobrevivió a Picasso unos tres años y sus últimos comentarios sobre el artista español atestiguan una distancia. En 1975, por ejemplo, comentaba que, alguna vez, un crítico reprochó al artista la ausencia de paisajes en su pintura. Picasso, “con su inteligencia maliciosa”, según Lezama, se apresuró a “colocar arbolitos detrás de las ventanas”. Más de una vez confesó, en aquellos años, su absorto picassiano de los años treinta y cuarenta como una infatuación juvenil.

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RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

6 comentarios

  1. Muy interesante! El primer intento de reclutar a Picasso para la causa del turismo revolucionario fue el de Carlos Franqui en noviembre de 1959. Y fue Franqui también, de acuerdo a su testimonio, el que propuso a Picasso hacer una paloma de la paz (cubista) que Picasso iba a hacer para sustituir el águila en el pedestal del monumento del Maine. Al final Picasso se decidió a ir a Cuba, pero Franqui consiguió a Sartre y a Simone de Beauvoir en su lugar.

  2. Es cierto, pero la idea la recuperaron en marzo de 1962, más institucionalmente, los viejos dirigentes comunistas cubanos, a partir de la coincidencia de Fidel y Picasso en el Premio Lenin. Luego insistieron, por vía más afectiva, Lam y Carpentier.

  3. Hubiese sido útil una nota bibliográfica, que señalara con precisión las fuentes de las citas de Lezama. También una referencia a las influencias de la malagueña María Zambrano en la relación Lezama-Picasso, dada la estrecha amistad de ella con Lezama y con su coterráneo. Se dice, además, que Picasso era tacaño, que gratis ni una foto, mucho menos una paloma. Oí que Castro montó en cólera gallega cuando le dijeron que Picasso preguntó cuánto le iban a pagar sus camaradas habaneros por la susodicha escultura antimperialista. Habría que investigar qué hay de cierto…

  4. No creo que María Zambrano haya sido importante en la visión de Lezama sobre Picasso. Más importante fue, como digo en el apunte, Guy Pérez Cisneros, crítico de arte y gran amigo de Lezama. Cuando Zambrano se estableció en La Habana, en 1940, ya Lezama conocía bien la obra de Picasso y la había comentado. Aunque los dos eran de Málaga, la relación entre Zambrano y Picasso fue breve y enredada, a partir de 1947, cuando Zambrano vivió en París. Jesús Moreno Sanz, uno de los mayores conocedores de la obra de Zambrano y editor suyo en Galaxia Gutenberg, dice en su Cronología de la filósofa que en París, en 1947, «María inició con Picasso una cierta amistad, que a pesar de la fascinación del pintor por la pensadora, nunca cuajará del todo». Alguna vez Zambrano se refirió al arte de Picasso como algo «que perteneció a un momento», frase que contrasta con el entusiasmo del joven Lezama por la obra del artista.

  5. Guy Perez-Cisneros Bonnel, como se sabe, de madre francesa, nació en Toulouse y hasta hizo el bachillerato en Francia. Cinco años más joven que Lezama. Su fértil influencia y amistad con Lezama y el grupo no me parece tan temprana. No era un afrancesado, sino un francés q devino cubano, para suerte de nuestra cultura. En 1935 tenía apenas 20 años. Talentoso crítico de arte, claro.

  6. A pesar de se juventud, Guy Pérez Cisneros era uno de los coeditores de Espuela de Plata, junto con Lezama y Mariano, en 1939. Y desde antes, 1937, en Verbum, se había destacado como crítico de arte. Los primeros comentarios de Pérez Cisneros sobre Cézanne y Picasso los encontramos en aquella revista y luego en Espuela de Plata y, un poco después, en Grafos. Todos van en el mismo sentido de lo que escribió Lezama sobre Picasso por esos años. Algunos empiezan muy jóvenes.

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