Tulio Raggi

Durante la fundacional década que fueron los años sesenta para el cine cubano de animación, Tulio Raggi (1938-2013) formó parte del primer grupo de animadores que exploraron este campo prácticamente virgen de la creación artística nacional, en tanto otros realizadores reescribían y redimensionaban un cine de “acción real”, de preexistente y nutrido catálogo. La animación cubana nacía y crecía a la par de estos entonces jóvenes artistas como Tulio, que descubrían y se descubrían simultáneamente.

En una década de búsqueda y experimentación inusitadamente libre, sin coyundas institucionales que forzaran a la animación en una moldura didáctica, moral e infanto-juvenil, bajo la dirección de Raggi se registraron un puñado de obras donde destaca singularmente el catálogo de villanos, a cuya construcción como antagonistas prestó una atención desproporcionada en contraste con los personajes positivos –“buenos”– que muchas veces ni gozaron del privilegio protagónico, apenas esbozados, al parecer hasta con renuencia.

Por lo que varios de estos animados iniciales de la obra de uno de los realizadores más importantes de la historia del audiovisual cubano pueden considerarse abiertamente antiheroicos, con todo lo que de seductor tiene “el lado oscuro de la Fuerza”, dada la libertad creativa que permitían tales personajes, respecto a la ejemplaridad impoluta y moral exigida a sus contrincantes luminosos.

Primero fue el profesor Bluff

Esta concepción se convertiría desde entonces en uno de los rasgos distintivos de la extensa obra de Raggi, extendida por otras cinco décadas, casi hasta la misma hora de su deceso, signada también por el humor negro (El negrito cimarrón, 1975), la noche y la tiniebla (El alma trémula y sola, 1983), la violencia (El paso del Yabebirí, 1987) y por momentos lo abiertamente horroroso y grotesco (Aventuras de Majá vivo, 1981), con homenajes al cine de terror clásico y sus íconos. De hecho, mucho antes de Sueños y pesadillas (1984) y sus apropiaciones paródicas de Drácula, el monstruo de Frankenstein y otros, su primera película como director (de la que también fue guionista) titulada El profesor Bluff (1963), ya referenciaba a la figura del mad scientist o “científico loco” de bata blanca y largos guantes de caucho negro.

Este personaje tipo, legitimado en la imaginería mundial desde la literatura –el propio Víctor Frankenstein de la novela de Mary Wollstonecraft Shelley y el Griffin de El hombre invisible de H. G. Wells– y luego desde el cine –el Rotwang (Rudolf Klein-Rogge) de Metrópolis (Fritz Lang, 1927) o el Dr. Niemann (Boris Karloff) de The House of Frankenstein (Erle C. Kenton, 1944)– como encarnación antiética y obcecada de la Modernidad cientificista, inspiró al malvado Profesor Bluff, cuyo propio y burlón nombre ya predice una falsía, un embauque, un fallo, en abierta clave de sátira política. Coincidentemente, un año después, Stanley Kubrick estrenaría su simpar Dr. Strangelove o Cómo dejé de preocuparme y amar la bomba (1964), cuyo científico loco (Peter Sellers) de poco disimulada filiación nazi, impugna directamente la colaboración de hombres de ciencia del derrotado III Reich con los Gobiernos triunfadores de la II Guerra Mundial, en este caso Estados Unidos.

Bluff es un hombrecillo con todas las consabidas señales de desquicie, extravagancia y malevolencia del científico loco, diseñado gráficamente con todas las reglas del estereotipo villanesco: bata blanca, barba negra, nariz ganchuda de buitre, ojos malignos, boca desencajada en una perenne y escalofriante mueca (a veces risueña). Labora en un laboratorio-fábrica que por fuera luce como un castillo siniestro, circundado de noche y truenos y, por dentro, se encuentra repleto de maquinaria inexplicable y abigarrada.

Para reforzar el discurso político de nada oculta guisa libelista, propagandística contra el poderío militar estadounidense, Bluff no reserva su fidelidad para ambiciones personales de dominio mundial, sino que está al servicio de una nación militarista cuya heráldica es el signo del dólar (sustituto de las barras y estrellas de los Estados Unidos), para la cual fabrica unos robots que destruirán “el país de los niños”: otra metáfora poco disimulada para la nueva Cuba que se construía desde 1959, con perspectiva de futuro y paz paradisiaca, donde los niños eran esperanza segura del futuro luminoso que aguardaba al doblar de la esquina.

Como es de esperar, Bluff está condenado al fracaso cuando arriba a través de las cloacas al país donde los niños campean por su respeto, en forma de una turba indiferenciada, y arrolladora como el Correcaminos que siempre burla las estrategias elaboradas de Wally E. Coyote, otro inevitable referente de Bluff. Esta masa arrastra al científico contra su voluntad, mientras otros tres niños se apropian de los robots destructores y los reconvierten, sumándolos a las “batallas productivas” de entonces, como obreros automáticos de una fábrica de conservas, sin deslindarse un ápice del triunfalismo moderno, pero de signo socialista.

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Ahora, dado la atención y tensión dramáticas concentradas en el personaje de Bluff, el animado en cuestión resulta, al presente, más una crónica del fracaso, la frustración y el descalabro, que el pretendido canto a la fuerza de la pureza revolucionaria cubana que quizás pretendió ser. El “país de los niños” y “los niños” son meros bocetos respecto a la elaboración visual de que goza el laboratorio de Bluff, con su abigarrada selva de tuberías y máquinas absurdas, incluyendo la panda de militares a los que sirve, también figurados en detalle con personalidades marcadas y hasta caracteres insinuados. Mientras que los niños cubanos contrastan por la simpleza y una falta de identidad individual consagrada en el molote que abruma al villano.

Bluff es protagonista absoluto de su aventura, y termina ganando simpatías como el propio persistente Coyote, aunque experimente la ineluctable suerte de todos los científicos locos desde el genésico Víctor Frankenstein, que resultan seres más incomprendidos que villanos, más representantes de la otredad que de la maldad, y sin dudas símbolos de la persistencia.

Macrotí, un hombre nuevo cubano

El cortometraje Macrotí, un Noé cubano (1965) busca reescribir el mito bíblico del Diluvio Universal y el Arca de Noé, adaptando los rasgos anecdóticos generales de este al contexto aborigen nacional de aires taínos, para luego “forzar” en forma de moraleja una conclusiva alegoría a la ciencia como fuerza constructiva de paz dentro de la nueva sociedad cubana, y al escepticismo ateo científico como nuevo evangelio ideopolítico-filosófico.

La película es otra parodia triunfalista contra el oscurantismo retardatario, en nombre del espíritu racionalista que apostaba todo a la instrucción como clave del mejoramiento humano, y a la ciencia como camino seguro hacia el Futuro. Pero el principal conflicto no se resuelve en la diégesis protagonizada por el barbiblanco Macrotí –de tenues rasgos occidentales, a pesar de ser identificado como aborigen–, sino en un nivel extradiegético que sólo se manifiesta a través de las voces en off de dos personajes-narradores: uno, identificable por la engolada voz de párroco español, cual precursor de otras caricaturas monacales propuestas por el cine cubano de “acción real” –el cura interpretado por Vicente Revuelta para El bautizo (Roberto Fandiño, 1968), o el encarnado por Germán Pinelli para Los sobrevivientes (Tomás Gutiérrez Alea, 1979)– a cargo de Agustín Campos; y un segundo personaje, en el rol de contrafigura, en son perenne de sardónica riposta, de choteo impugnatorio, que asume Reynaldo Miravalles.

El personaje de Campos, definido nítidamente como antagonista clerical, puritano y reaccionario, se la pasa reprochando a Macrotí y su tribu, o quizás a los propios realizadores del animado, por su atrevimiento herético de adaptar la referida historia bíblica al contexto pagano, salvaje, primitivo. Su voz introduce el relato desde los primeros planos de créditos, con tono admonitorio, y luego espeta acusaciones de sacrilegio. El personaje de Miravalles, cuya voz lo identifica como cubano parejero y popular, discute abiertamente las preces y reprimendas del otro, estableciéndose una suerte de contrapunto vernáculo basado en el teatro bufo de la República, con su gallego y su negrito –ahora este último en versión más dérmicamente neutra, pero con la misma fuerza simbólica del saber popular.

En Macrotí…, tal facción popular defiende el progreso científico como sustituto de la superstición religiosa que representa el “gallego”, que cambió aquí el lápiz de bodeguero popular por la sotana católica. Y una vez más la historia se inclina más a relatar el fracaso de la postura antagónica que a la defensa de una posición como la propuesta entonces por la Revolución, ya entonces de nítido corte socialista, ateo, iluminista, científico. Y la película termina resaltando en su conclusiva moraleja, el pacifismo tecnocrático como vía y solución hacia la construcción de la nueva Cuba.

Como en El profesor Bluff, el antagonista (un tanto menos malévolo) se sitúa en el eje dramático de la película, exigiéndole además mayores rigores histriónicos a su intérprete, y con una personalidad más elaborada que la de su contrafigura, que sólo existe para apostillarlo, para sabotear su sistema de creencias, para subrayar su extemporaneidad, su desfase ideológico y epocal respecto a los nuevos tiempos que corrían entonces, cuando la Revolución cubana era nueva.

El animado se concentra finalmente en la brega de este personaje “anacrónico” y oscurantista por defender sus ideales, por resistir los embates de la historia que lo niegan y repelen, y demostrar una llamativa entereza en medio de la ridiculización a que es sometido. El cura se queda solo, flanqueado por los dos frentes pujantes del relato del inventivo Macrotí –que al final de la historia sigue trabajando por el desarrollo de la sociedad “sin dios que lo destruya”, por lo que “ese, amigo cura, fundó esta sociedad”– y de su contrafigura apostilladora y finalmente sentenciosa, expositiva de la moraleja.

El sino trágico del cura también está develado desde su misma aparición en el rol de narrador cervantinesco, desde su explícita caricaturización vernácula subrayada por el más sosegado y chota realismo de su contraparte, convirtiendo a Macrotí…, sobre todo, en la crónica trágica de su derrota.

El violín delator

Con Stradivario Pérez (1966) la obra fílmica de Raggi se comienza a deslindar de las alegorías revolucionarias que ensalzaban las proyecciones sociopolíticas de la nación en restructuración, para proponer una historia menos ambiciosa en términos simbólicos, a la vez que menos circunstancialmente localizada. Más concentrada en desarrollar un suceso divertido, donde los personajes antagónicos vuelven a adueñarse del protagonismo casi absoluto. Esta vez en leve clave neo-noir, donde tres ladrones intentan infructuosamente cumplir el plan de saquear una opulenta mansión, chocando una y otra vez con una fuerza impredecible a la manera de la desvalida señora Wilberforce (Katie Johnson) de The Ladykillers (Alexander Mackendrick, 1955).

Sólo que esta vez el personaje “positivo” de Stradivario resulta una entidad alienada, obsesionada como los ladrones, pero sólo en pulsar infinitamente las cuerdas del violín que se niega a devolverle una melodía bella, siquiera coherente. Es un ser absurdo por completo, que por puro capricho del guionista se dedica a sabotear los intentos de los tres cacos, apareciéndoseles como un fantasma –idea reforzada por su níveo diseño, sin colores o texturas, puras líneas y fondo blanco, mientras que los ladrones cuentan con una densa y elaborada estética– una y otra vez, comportándose como una entidad de otra dimensión de la existencia, ignorante de los propósitos de sus oponentes. Sólo concentrado en convertir los instrumentos que descubre en la mansión, en su propia orquesta sinfónica, donde será la estrella indiscutible. Sin público que lo abuchee, sin colegas que lo rechacen.

Es un correcaminos outsider al que ni siquiera ambicionan los ladrones, sino que, en medio de su éxtasis musical, se convierte en inconsciente fuerza atormentadora que, por pura casualidad, por exquisito arte de Birlibirloque, obstaculiza los deseos del trío. Erosiona sus caminos hacia la felicidad. Destruye sus sueños. Drena sus fuerzas. Perturba sus corduras. Agota sus paciencias. Es un oponente imposible, por carecer de cualquier lógica, no más allá de su empecinada y desesperante omnipresencia.

Como sucede con el quinteto liderado por el Profesor Marcus (Alec Guinness) en la referida The Ladykillers, quien fracasa y enloquece bajo el azote de la indefensa viejecilla que los conduce al desastre, los tres atracadores de Raggi van también sumiéndose a lo largo del relato en la más pura desesperación y el fracaso más rotundo. Incapaces de vencer los embates de esta fuerza de la naturaleza o de la sobrenaturaleza, o del mero karma, que es el enajenado Stradivario.

Aunque el violinista sea el instrumento para castigar a los ladrones en su maldad, tampoco puede catalogarse de representante consciente del bien, de ejecutor de la justicia, como si lo son con nitidez ideológica los niños de Bluff o el Macrotí y su narrador-apostillador. Si acaso revela la inocencia del loco o el candor del tonto, más cercano al mayordomo infantilizado Chance (Peter Sellers) de Being There (Hal Ashby, 1979), que termina caminando por las aguas de la pureza que lo blinda contra el mundo y lo hace “triunfar” en la vida como instrumento de fuerzas políticas menos ingenuas.

El mundo se puede caer alrededor del personaje más libremente concebido que es Stradivario, mientras no deje de pulsar el cordaje. Y a eso se dedica durante todo el relato. Los ladrones intentan deshacerse de él. El jefe de la banda, delatando matices piadosos que enriquecen su personalidad, rechaza al inicio los ofrecimientos de uno de sus acólitos de sencillamente asesinarlo a puras puñaladas; llegando a ser, junto a su grupo, más víctima directa de esta decisión errónea que del mismo músico insoportable. Haberlo ultimado al principio hubiera sido, sin dudas, la decisión “correcta” para alcanzar la felicidad y la realización en la forma de las alhajas nobles resguardadas en la mansión.

La pesadilla agradecida

El tipo agradecido (1966), con dirección de Raggi y argumento de Rafael Ruizoli, sigue la línea de humor negro marcada por obras como Stradivario Pérez, cada vez más a resguardo del tono libelista y aleccionador de las primeras creaciones de Raggi, manteniendo de estas sólo el concepto siempre elaborado de los personajes negativos con sus grandes carismas e inevitables simpatías que los convierten siempre en el eje de las cadenas de acciones, en el núcleo de los relatos.

Ahora, esta película trasciende las inevitables derrotas que sellan las suertes de los villanos en las propuestas precedentes, proponiendo un final aciago para el personaje positivo, que redunda en una suerte de inconsciente triunfo final para el “villano” de turno; sin que lo afecte mucho el tímido tono aleccionador acerca de las consecuencias funestas del alcoholismo que puede advertirse bajo la prevalente humorada negra retinta.

El (co)protagonista de la historia es un hombrecillo común, en lo absoluto ligado a los paradigmas político-sociales cubanos de la época, cuya insignificancia frisa la del comediante Harry Langdon. Es chapado a la antigua, de corbata, bombín, paraguas y bigote de mosca a lo Charlot de Charles Chaplin, lo cual subraya su inspiración directa en los personajes de la comedia silente estadounidense. Héroes desafortunados todos, de orígenes humildes (pobres hasta la miseria o de discreta clase media baja), atolondrados, recesivos, lastimeros, de una nobleza ingenua que termina ocasionándoles la mayoría de sus desgracias en un mundo injusto, donde el débil sucumbe al fuerte.

El cándido personaje de Raggi es víctima de su propia bondad, por la que no es recompensado sino con la degradación moral y física bajo el acoso brutal de la contrafigura a la que salva de un seguro accidente automovilístico. El “tipo” salvado es, en cuestión, un borracho inevitable, sin asomo de redención o posibilidad de desintoxicación alcohólica. Tampoco va de esto el antifabular cortometraje, donde la virtud no es premiada sino con la desventura; y el vicio no es castigado, sino hiperbolizado como una arrolladora fuerza que desmorona despiadadamente la débil personalidad del personaje.

El “tipo” no es un villano en regla, pues no persigue destruir a su adversario con saña intencionada, sino expresarle obsesivamente su personalísima noción ética de agradecimiento, su idea de reciprocidad, su manera de amigar. Todo lo cual deviene un proceso de deconstrucción del sistema de valores del presentado inicialmente como “héroe”, y su posterior absorción por la ingente fuerza gravitatoria que es el “tipo”.

El dueto contrasta en tanto uno es bueno, pero sin casi fuerza volitiva, y el otro es todo voluntad, pero entregado orgiásticamente al báquico sibaritismo. Son ambos antihéroes, bien distantes de cualquier amago de estereotipaciones ejemplarizantes o metáforas sociales. No son modélicos, sino entes de personalidad autónoma que protagonizan una peripecia con poca o ninguna resonancia alegórica o aleccionadora.

Aunque el villano sigue siendo el más recordable y contundente de los personajes, con su lenguaje tautológico pero pegadizo, el “héroe” acusa una complejización mayor, que ya había logrado Raggi un año antes en propuestas como El capitán Tareco (1966), codirigida junto a Hernán Henríquez. Los niños-masa de Bluff, el saltimbanqui inventor de Macrotí, y el aturdido Stradivario se delatan como ensayos o bocetos para personajes “positivos” posteriores mucho más complejos y ambivalentes como el borrachín discípulo del “tipo” agradecido.

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ANTONIO ENRIQUE GONZÁLEZ ROJAS
Antonio Enrique González Rojas (Cienfuegos, 1981). Periodista y crítico de arte. Textos especializados suyos aparecen en publicaciones como La Gaceta de Cuba, Cine cubano: La pupila insomne, El Caimán Barbudo, Hypermedia Magazine, Altercine (IPS Cuba), Cine Cubano, Esquife, Noticias de Arte Cubano, Bisiesto (Muestra Joven ICAIC), Enfoco (EICTV), la revista del Festival de Cine de La Habana, y otras. Ha sido guionista de varios programas televisivos especializados en audiovisual como Lente Joven, Banda Sonora e íconos del celuloide. Ha integrado jurados de la prensa en eventos como el Festival de Cine de La Habana. Ha publicado libros de ficción y crítica de cine, entre los que se encuentran: Voces en la niebla. Un lustro de cine joven cubano (2010-2015) (Ediciones Claustrofobias, 2016) y Tras el telón de celuloide. Acercamientos al cine cubano (Editorial Primigenios, 2019). Un tercer volumen titulado “Críticas, mentiras y cintas de video” está en proceso de edición.

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